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EL CABALLO DE TROYA

A principios de 1943, en el Stalag Luft III ya se habían efectuado al menos 30 intentos de fuga a través de túneles. Ninguno con éxito. Lo más desalentador era que la mayoría de ellos fueron detectados mucho antes de que se hubieran acercado siquiera a la alambrada. La capacidad de resistencia, física y mental, necesaria para no abandonar la excavación de un túnel de casi 100 metros era excesiva para la mayoría de los prisioneros, y el ánimo de muchos empezó a decaer al ver cómo sus esfuerzos resultaban inútiles. Precisamente fue tras el fracaso de otro intento de fuga subterránea cuando el teniente Michael Codner y el teniente de aviación Eric Williams se encontraron reflexionando sobre aquella difícil situación mientras paseaban con aire taciturno por el Recinto Este. Codner pertenecía a la Real Artillería, pero cuando fue capturado estaba colaborando con las Fuerzas Aéreas. Había conocido en Szubin a Williams, de 31 años, siendo éste capitán de un Stirling perteneciente al Escuadrón 75, con base en Newmarket. Había sido abatido la noche del 17 de diciembre de 1942, en una misión de bombardeo sobre una fábrica automovilística al sudeste de Berlín. Antes de la guerra, Williams había sido un artista aficionado y su vida había sido un remanso de paz y tranquilidad en el que podía dedicarse a la música y a la pintura. En la austeridad del campamento, aislado entre los pinares de Silesia, aquella existencia parecía algo de otro mundo. Williams era uno de los prisioneros que optó por tratar de sobrellevar mejor el tedio de la cautividad convirtiéndose en uno de los actores de teatro más entusiastas, y figuraba en la mayor parte de las representaciones. Codner, en cambio, llevaba peor el martirio de la reclusión y sentía un deseo incontenible de escapar. A menudo contaba a Williams que se sentía especialmente avergonzado por el hecho de que en su captura rindió las armas conscientemente, mientras que Williams había sido derribado en pleno vuelo.

Mientras Williams y Codner recorrían el camino que daba la vuelta al recinto, ambos tenían la sensación de que las posibilidades de escapar del Stalag Luft III eran demasiado remotas como para planteárselo siquiera. Fue entonces cuando Codner planteó una cuestión que ya había surgido anteriormente en numerosas ocasiones: ¿Realmente hacía falta empezar el túnel en el interior de uno de los barracones? ¿No se podía perforar el pozo de entrada lo más cerca posible del «alambre de disparo»?, se preguntaba Codner. Williams le recordó lo que ya sabía: que cualquier metro cuadrado del terreno era visible desde al menos tres garitas de los «animales» y que llegados a aquel punto los «hurones» ya eran capaces de olerse cualquier tipo de excavación de «topera» imaginable. Entonces, Codner recordó una tentativa de fuga en otro campo de prisioneros de la que había oído hablar y que terminó mal. Cada día se concentraba un grupo numeroso de prisioneros cerca de la alambrada con el pretexto de escuchar a uno de ellos que tocaba el acordeón. Mientras el músico tocaba, los demás de sentaban en círculo y cantaban, pero un día, un pequeño grupo se colocó en el centro del corro y se puso a cavar discretamente un agujero en el suelo. Después de excavar toda la arena que les podría caber en los bolsillos, colocaron unos listones por encima del hoyo y los taparon con arena. Por desgracia, los alemanes descubrieron la artimaña casi desde el mismo instante en que fue urdida. Aquella misma noche, un centinela pisó la tapa de madera al hacer la ronda y cayó al hoyo.

Esta experiencia parecía confirmar la imposibilidad de empezar un túnel sin la comodidad y la seguridad que presentaba el interior de un barracón. Sin embargo, esta idea ofrecía al menos un rayo de esperanza para Williams y Codner. El truco del acordeón había sido un torpe intento de aficionados, y cabía esperar que a aquellas alturas cualquier Kommandant de los campos de Alemania vigilaría de cerca a cualquiera que tocara un acordeón. No obstante, ¿por qué no urdir una estratagema distinta, más inteligente? Dándole vueltas a la idea, Codner recordó de pronto la historia del caballo de madera de Troya. ¿Y si ellos construían su propio caballo de madera? Una hora más tarde, Williams y Codner ya estaban exponiendo su idea ante el Comité de Fugas.

Los hombres construirían un plinto como los que había en los gimnasios: una recia estructura oblonga con la superficie acolchada y costados sólidos de madera. En el teatro del Recinto Norte había abundante madera de buena calidad, que los prisioneros habían escondido bajo el entarimado cuando construyeron el escenario. Los alemanes eran muy aficionados al atletismo, y Von Lindeiner, siempre interesado en encontrar formas de que los prisioneros estuvieran entretenidos para que no dieran problemas, sin duda daría su consentimiento a esta actividad. El «caballo de madera» se guardaría en la cocina, que era el barracón más cercano a la alambrada. Todos los días se sacaría de allí para dejarlo exactamente en el mismo sitio, lo más cerca posible de la alambrada. El punto exacto se determinaría por medio de trigonometría elemental. Además, las pisadas de los gimnastas dejarían dos útiles marcas en el suelo. El túnel sólo debería tener 30 metros de largo. Mientras un grupo de prisioneros estuviera saltando el plinto, en el interior de éste habría un prisionero que cavaría el túnel.

Esta vez, el túnel se construiría de modo profesional. La trampilla estaría a más de 30 cm por debajo de la superficie, porque los gimnastas revolverían sin cesar el suelo al saltar, de modo que mantener oculto el punto bajo el que se encontraba la trampilla no supondría ningún problema. La arena excavada se transportaría en sacos en el interior del plinto, al final de cada sesión de gimnasia.

El Comité de Fugas se mostró escéptico. El plan no era del todo infalible. ¿Con qué tipo de madera se construiría el plinto? Si iba a ser como los plintos que se utilizaban de verdad en los gimnasios, tendría que ser muy pesado. ¿Cuánta tierra podría meterse en su interior en el tiempo que durara una sesión de gimnasia? Y, teniendo en cuenta esta limitación, ¿cuánto avanzaría el túnel cada día? Con lo escasas que eran sus raciones, ¿podrían los otros prisioneros seguir haciendo ejercicio todo el rato que hiciera falta? ¿Podrían cargar luego con el plinto lleno de arena hasta la cocina? Otro aspecto fundamental era ¿serían tan obtusos los alemanes como para no darse cuenta de nada en el transcurso de los muchos meses que seguramente se tardaría en terminar? En cualquier caso, Williams y Codner, como padres del invento, recibieron el pleno respaldo del Comité de Fugas siempre y cuando se responsabilizaran de la fabricación del plinto de gimnasia. En junio, Williams mencionó en una carta a su madre una obra que los prisioneros habían representado utilizando disfraces alquilados a una tienda de Berlín. Seguidamente agregaba, tal vez con segundas, «ahora preparamos un melodrama que seguro que va a ser divertidísimo».

En julio se vivió un alegre respiro en el Recinto Norte. En el campo había por aquel entonces unos 500 estadounidenses, que decidieron celebrar el Día de la Independencia como lo harían en su patria. El 4 de julio, los reclusos del Recinto Norte que aún dormían se despertaron al son de tambores y cornetas, mientras un grupo de «indios» y «colonos» desfilaban por el campo. Pronto se unieron a ellos los británicos y otros oficiales de la RAF, hasta que todo el campo se convirtió en un hervidero de prisioneros ruidosos que se pasaban vasos metálicos con un fuerte brebaje alcohólico destilado clandestinamente por los estadounidenses para celebrar la festividad. A medida que avanzaba el día, los prisioneros se sumían en un mayor estado de embriaguez y, en un momento dado, Johnny Dodge y Wings Day se vieron arrojados sin contemplaciones al depósito de agua para incendios por un grupo de «rebeldes» americanos. Los alemanes contemplaron la fiesta, desconcertados al principio y luego divertidos. Pieber no pudo contener una risita de complicidad en el Appell de aquella noche al ver a los prisioneros esforzándose por mantenerse firmes mientras se efectuaba el recuento. El día terminó en un ambiente general alegre.

Para entonces, en el Recinto Este, los planes de fuga de Williams y Codner empezaban a tomar forma. Un equipo de carpinteros, dirigido por el teniente coronel Waw, había construido un plinto de gimnasia que cumplía sobradamente con todos los requisitos. Utilizando la madera del Recinto Norte oculta en el teatro y las cajas de contrachapado de tres cajas de la Cruz Roja canadiense, construyeron un plinto ligero pero resistente, con una almohadilla en la parte superior hecha de arpillera rellena de virutas de madera. Dentro del armazón cabían hasta tres hombres. En el interior se instalaron unos travesaños para que pudieran sujetarse mientras eran transportados en el interior del plinto. Por dentro, colocaron una hilera de ganchos en el techo para colgar las bolsas de arena excavada. Además, el interior tenía que dar cabida a las tablas de madera con las que apuntalar el túnel. A cada lado de la estructura había dos agujeros por donde podían pasarse dos barras largas para que la transportaran entre cuatro hombres.

El Comité de Fugas quedó finalmente convencido de que el proyecto del «caballo de madera» constituía un plan de fuga viable y se dio carta blanca para que se iniciara la construcción del túnel. Antes de llevar adelante el plan, no obstante, los prisioneros tenían que llevar el plinto a los cuerpos de seguridad de Von Lindeiner para que lo inspeccionaran. Transcurrieron unos momentos de tensión hasta que los alemanes terminaron de examinar cada grieta del artefacto pero, al no encontrar nada sospechoso, decidieron que sería una forma excelente de hacer ejercicio para los prisioneros. Con gran alivio, el plinto fue llevado finalmente al barracón de la cocina, que sería su alojamiento mientras duraran los preparativos de fuga. El 8 de julio de 1943, cuatro porteadores sacaron el «caballo de madera» del barracón por primera vez para llevarlo al punto previsto, a cinco metros del «alambre de disparo», casi al borde del camino que rodeaba el recinto por fuera. Estaba a punto de dar comienzo uno de los intentos de fuga más audaces.

Construir un túnel en tales circunstancias era una hazaña asombrosa, pero tampoco hay que olvidar la importancia de los cuatro prisioneros que transportaban el «caballo» a diario. Dado que los alemanes habían inspeccionado el plinto, sabían que era una estructura relativamente ligera. Por ello, era esencial que los porteadores aparentaran llevar a cabo un trabajo fácil, lo que daba no pocos problemas. Al peso del plinto se añadía el de tres hombres, a veces cuatro, y en el trayecto de vuelta había que sumar el de hasta 12 sacos llenos de arena (los sacos estaban hechos con perneras de pantalones cortadas por las rodillas y cosidas). En primer lugar, los porteadores tenían que sortear los tres escalones que bajaban de la cocina ante los ojos de los «animales» de las torres de vigilancia y de los «hurones» que sabían que les espiaban desde el bosque que había más allá. Tenían que llevar el plinto lo más cerca posible del suelo para que nadie atisbara lo que había dentro. A veces, a los «hurones» no se les ocurría nada mejor que sentarse en los escalones de la cocina mientras el plinto pasaba por su lado. Resulta también admirable que, aunque abrumados por el peso que llevaban, los porteadores a menudo sujetaban la vara con una sola mano para dar la impresión de que su carga era ligera. Esta extraordinaria demostración de fortaleza física y mental se repetiría casi a diario durante los cuatro meses siguientes.

Una vez instalado el plinto, los prisioneros harían sus ejercicios gimnásticos durante dos o más horas bajo la supervisión de un aviador sudafricano de 24 años, John Stevens, natural de Ciudad del Cabo, que se unió a la Fuerza Aérea Sudafricana al estallar la guerra. Fue abatido en el desierto mientras pilotaba un bombardero ligero y resultó herido de gravedad. Tras una recuperación sorprendentemente rápida, fue enviado por los alemanes a Barth y luego a Sagan, donde llegaría a ser uno de los más pertinaces planeadores de fugas. También era uno de los prisioneros más atléticos y dirigía un grupo de gimnasia todas las mañanas antes del Appell.

Desde el primer momento, para despistar a los alemanes, Stevens había decidido que los gimnastas harían caer el plinto a propósito, a la vista de las torres de los «animales», para demostrar a los alemanes que no había nada dentro. El ardid surtió efecto. Desde entonces, cuando se notaba claramente que había actividad dentro del plinto, siempre había un instructor al lado, y se ideó un sistema de señales con golpecitos para que los excavadores del interior pudieran comunicarse con él y viceversa. Así le podían decir cuándo habían terminado el turno y él les podía avisar si se acercaba un guardia. Muchas veces, los alemanes se acercaban para verles saltar al plinto y hasta les lanzaban gritos de ánimo. Un día se produjo un momento de pánico cuando Charlie Pfelz se plantó a menos de dos metros de distancia mientras en el interior se estaba excavando. Tras observar unos minutos a los gimnastas, Pfelz dio a Stevens el ocurrente consejo de que les resultaría mucho más fácil saltar con un trampolín. Stevens dijo que no era mala idea y que se lo pensaría. Estaba claro que los «hurones» creían sinceramente que el «caballo de madera» no era más que un ejercicio inofensivo que les ayudaba a matar el tiempo durante aquellos días aburridos.

Debajo del plinto, Codner y Williams acometieron su formidable tarea. La agitación de los saltos al potro de la superficie resultaba útil para que los sismógrafos no detectaran la excavación. Empezaron perforando un pozo de sólo un metro de profundidad y luego giraron en ángulo recto para empezar a dirigir el túnel hacia la alambrada. Para reducir al mínimo la cantidad de tierra que excavar y posteriormente transportar al comedor, hicieron el túnel lo más pequeño posible. Sólo tenía 40 x 40 cm, y arrastrarse por él resultaba muy claustrofóbico. Williams y Codner hicieron turnos para escarbar la tierra hasta terminar el túnel. Al principio, sólo bajaba un hombre cada vez, que excavaba la tierra con cuidado, la metía luego en un saco y lo colgaba de un gancho. A medida que se fueron acercando a la alambrada, la atmósfera se fue haciendo más asfixiante y húmeda. Desde el comienzo se tomó la decisión de no hacer agujeros de ventilación hasta la superficie dentro del perímetro del recinto. El riesgo de provocar un derrumbamiento, tanto desde dentro como por un guardia que pasase por encima, era demasiado elevado. El túnel tenía que apuntalarse con tablas de madera hasta llegar al camino que bordeaba el recinto. Después, los hombres sólo lo apuntalaban donde la tierra presentaba peligro de desprenderse.

Era un trabajo largo y penoso. Había que rellenar 12 sacos al día, el túnel estaba totalmente a oscuras y el aire se volvía cada vez más enrarecido a medida que los hombres avanzaban. Éstos trabajaban desnudos y tenían que hacer pasar los sacos de arena por la espalda, inclinándose de lado, para llevarlos a la entrada del túnel. Al terminar cada turno, colocaban una trampilla hecha con tres tablas, a unos 60 cm por debajo del suelo. Después, la tapaban con la misma tierra que la recubría al principio, y luego Williams y Codner daban unos golpecitos a la madera del plinto para indicar que daban por terminada la jornada. Los cuatro porteadores, haciendo un magnífico alarde de entusiasmo, levantaban aquel peso abrumador mientras los hombres de Stevens arrastraban los pies en la arena para disimular cualquier alteración del color de la tierra.

Pero no todos los hombres estaban contentos. Saltar al plinto todos los días era un ejercicio muy pesado, sobre todo teniendo en cuenta que se alimentaban a base de raciones que ni siquiera eran adecuadas para mantener en buena forma a un adulto inactivo. Algunos hombres se quejaron de estar haciendo ellos el trabajo duro, mientras que la actividad subterránea de Williams y Codner no era tan agotadora físicamente, por incómoda que fuera. Hubo una pequeña revuelta en su barracón a consecuencia de la cual se modificó ligeramente la distribución del rancho. Mientras tanto, los dos excavadores decidieron que el equipo de fuga necesitaría a un tercer miembro y reclutaron al teniente de aviación Oliver Philpot. En cualquier caso, al principio Philpot no participó en la excavación, sino que se hizo cargo de la organización de la dispersión de arena, de la que se desembarazaba sobre todo bajo la barbería y en el tejado de la cocina.

El verano de 1943, los trabajos de excavación proseguían a ritmo acelerado en el Recinto Norte, dando prioridad a Tom y Dick (que se dirigían hacia el oeste desde los barracones 123 y 122 respectivamente) sobre Harry porque ya se estaban acercando a la alambrada. También seguían desempeñándose las actividades de distracción, que se habían convertido en un elemento habitual de la vida en el campo. Los prisioneros cultivaban pequeños huertos frente a los barracones (actividad que también ayudaba a dispersar la tierra). Los grupos de teatro habían ampliado su repertorio con obras y musicales algo más sofisticados que Atice and Her Candle, que tanto había exasperado a Wings Day en Barth. Muchos de los hombres hacían ejercicio asiduamente y participaban en competiciones deportivas para mantener la moral alta. Otros se apuntaban a clases de idiomas, cultura general o dibujo.

Johnny Dodge había creado un grupo de debate internacional que se había convertido en una de las mayores atracciones del campo. Dodge se había visto seducido durante algún tiempo por el socialismo, pero evolucionó hasta adquirir la firme opinión de que el capitalismo, dentro de un marco democrático, era la única forma viable de sociedad. Otros adoptaban posturas más radicales. Los reclusos crearon un simulacro de parlamento que complementaba el grupo de debate de Dodge. Cuando Roger Bushell, que se había asignado el papel de primer diputado del Partido Laborista, presentó la moción de que tras la guerra debería nacionalizarse toda la industria, Tom Kirby-Green arguyó que los británicos debían reconocer por fin la importancia de la mayoría negra predominante en la mayor parte de su Imperio. Al plantear estas cuestiones, los prisioneros estaban haciendo exactamente lo mismo que otros miles de hombres inteligentes y reflexivos en aquella fase de la guerra. Eran hombres jóvenes y cultos empujados a una lucha bárbara entre la odiosa ideología de los nazis y las sociedades aliadas, que distaban de ser perfectas. Al volver a Gran Bretaña después de la guerra, algunos de ellos formarían parte de uno de los mejores parlamentos de la historia. Resulta intrigante pensar cómo hubiera sido el Parlamento de 1945 si personas como Roger Bushell y Tom Kirby-Green hubieran conseguido salir elegidos y hubieran tenido la oportunidad de volver a formular los argumentos que expusieron por primera vez en las áridas tierras de Silesia.

Nada más llegar los prisioneros al Recinto Norte, empezó a correr el rumor de que los alemanes iban a añadir otro recinto en el Stalag Luft III, justo al sur del Recinto Norte. Cuando los hombres de Von Lindeiner empezaron a despejar el bosque hacia el sur, se hizo evidente que los rumores eran ciertos. Los prisioneros no tardaron en descubrir que el nuevo Recinto Sur se dedicaría exclusivamente a recluir a estadounidenses. Una oleada de inquietud invadió el recinto. Los estadounidenses habían dedicado tantos esfuerzos a la construcción de Tom, Dick y Harry como cualquiera, pero ahora parecía que se les iba a sacar del Recinto Norte antes de que quedara terminado ninguno de los túneles. Bushell convocó una reunión de emergencia del Comité de Fugas.

Dick tenía ya más de 20 metros, pero estaba claro que no habría forma de terminarlo antes de que se hubiera edificado el nuevo recinto. Harry estaba todavía a medias. Tom estaba más cerca de la alambrada, pero era preocupante que el Barracón 123, de donde partía este túnel y cuya trampilla era la más vulnerable, ya había atraído las sospechas de los «hurones». Bushell propuso que, para que los estadounidenses tuvieran alguna posibilidad de escapar, el Comité de Fugas debería concentrar todos sus esfuerzos en un solo túnel. Su opinión era que tendrían mayores posibilidades de éxito si se cerraba Dick definitivamente, los trabajos en Harry se postergaban de momento y se volcaban todos los esfuerzos en Tom. También sugirió que Dick podría servir, paradójicamente, para depositar la arena extraída de Tom. Los estadounidenses protestaron. Bub Clark, al ser uno de los miembros más importantes de la Organización X y uno de los excavadores habituales, tenía una plaza garantizada en uno de los túneles. Sin embargo, arguyó que acelerar la excavación pondría en peligro la seguridad de toda la operación. Clark señaló que la trampilla del Barracón 123 era la más expuesta de las tres y que concentrar todos los esfuerzos en este túnel podría atraer más la atención de los «hurones». En cualquier caso, los estadounidenses ya tendrían oportunidades de sobra para escapar de su nuevo recinto. Los oficiales de la RAF, no obstante, habían terminado apreciando a sus nuevos amigos estadounidenses y querían que se fugaran con ellos. La opinión de Bushell se impuso y se acordó trabajar a toda máquina en Tom.

Era una carrera contra el tiempo. Glemnitz y sus cuerpos de seguridad habían llegado ya a la certeza de que se estaba construyendo un túnel en la zona occidental del recinto, aunque les faltaba por saber de qué barracón partía. Así, los «hurones» mantenían bajo atenta vigilancia todos los barracones cercanos a la alambrada, y sobre todo el 123, en torno al cual los sismógrafos detectaban un grado de actividad anormal. Y no era para menos, porque bajo el suelo los excavadores trabajaban a un ritmo frenético, esta vez formando relevos con tres equipos de excavadores. Algunos días, los excavadores llegaban a avanzar tres metros.

Sin embargo, el tiempo dio la razón a Bub Clark. Con las prisas por acabar Tom, los hombres se habían vuelto menos estrictos en lo concerniente a la seguridad. En más de una ocasión, los «hurones» sorprendieron a los «pingüinos» sacudiéndose arena amarilla de las perneras de los pantalones. Los alemanes cavaban trincheras y sondeaban el suelo con sus varas. Conscientes de que estaban cada vez más cerca de descubrir el túnel, registraban repetidamente los barracones distribuidos a lo largo del extremo occidental del recinto, llegando un día a efectuar una tremendamente angustiosa inspección de cinco horas en el 123. Glemnitz convenció a Von Lindeiner de que debían talarse los árboles del recinto para dar mayor visibilidad a los guardias, a lo que el Kommandant accedió de mala gana.

Fue entonces cuando los prisioneros recibieron otra mala noticia: se iba a construir un nuevo recinto al oeste, justo a mitad de camino de Tom. Eso significaba que el túnel tendría que alargarse 35 metros como mínimo, y de nuevo surgieron dudas acerca de que los estadounidenses seguirían todavía con los demás cuando se terminara la excavación. De todos modos, al llegar septiembre los excavadores ya habían llevado el túnel a más de 85 metros al otro lado de la alambrada, con lo que éste quedaba a tan sólo tres metros de distancia del abrigo del bosque, por lo que no era cuestión de desfallecer. No obstante, septiembre resultó ser el mes más cruel de todos. Empezó con una serie de redadas muy exhaustivas de los alemanes por todo el recinto. En una ocasión estuvieron a punto de dar con la trampilla de entrada de Harry, cuya excavación se había interrumpido por aquel entonces. Una vez más, los «hurones» dirigieron su atención al Barracón 123, que dejaron patas arriba tras registrarlo con especial celo.

Como de costumbre, fue por pura suerte que los «hurones» acabaron descubriendo la trampilla del pasadizo que había en la cocina. Un «hurón» estaba dando golpecitos en el cemento con una piqueta. No obtuvo el sonido hueco que estaba buscando, pero sí que llegó a romper una esquinita de la trampilla, de modo que quedó al descubierto una finísima línea. Lo siguiente que presenciaron los prisioneros fue la salida del barracón del hombre con una entusiasmada sonrisa de oreja a oreja mientras iba en busca de Glemnitz, dando gritos de triunfo. Los reclusos contuvieron la respiración, esperando, en contra de lo que les dictaba la razón, que no hubiera sucedido lo inevitable. Poco después, Glemnitz llegó desde la Kommandantur y se abrió paso entre los prisioneros que se habían agolpado allí tratando de dar la impresión, no siempre con éxito, de que no había nada que les preocupara. Los hombres observaron en un silencio sepulcral a Glemnitz subiendo con ímpetu los escalones del barracón. Un espeso nubarrón pareció cernirse sobre la multitud de Kriegies que esperaban fuera sin pestañear. Glemnitz salió tras lo que pareció una eternidad, mostrando esta vez una amplia sonrisa. El andar resuelto y silencioso con el que se dirigió a la Kommandantur hablaba por sí solo. Tom había sido descubierto tras cuatro meses y medio de deslomarse en él. No es difícil hacerse una idea de la decepción que sentían los excavadores y todos los demás hombres que habían participado en los planes de fuga, pero el descubrimiento de Tom demostró al menos que Bushell tenía razón en una cosa: los alemanes se quedaron atónitos ante lo que habían encontrado.

Tan atónitos que altos dignatarios de Berlín visitaron el Stalag Luft III para ver el increíble alarde de ingeniería que era el túnel, y el coronel Von Lindeiner parecía incluso regodearse al mostrar la obra maestra que sus prisioneros habían construido con tanto esfuerzo. También llegaron fotógrafos para sacar fotos de aquella creación. De hecho, era una obra tan perfecta que los alemanes tuvieron problemas para encontrar el modo de destruirla. Finalmente se llamó a un zapador de una unidad del ejército cercana para que hiciera desaparecer a Tom con 45 kilos de explosivos. Buena parte del Barracón 123 quedó también destruida, ante los abucheos y silbidos de los prisioneros que observaban la operación. Por extraño que pueda parecer, Von Lindeiner creó un pequeño museo de la fuga en uno de los barracones de la Kommandantur. Por supuesto, su intención principal era hacer ver a sus hombres los extremos a los que podían llegar los prisioneros y el ingenio del que hacían gala, pero el caso era que parecía sentirse ciertamente orgulloso cuando acompañaba a los invitados a la pequeña habitación y les mostraba las fotos y los recortes de periódico de Tom.

Había varios factores que servían de consuelo a Bushell y al Comité de Fugas. Uno era que Tom había sido descubierto por pura casualidad. De no haber sido por aquel exasperante golpe de suerte, probablemente los alemanes habrían pasado por alto las señales claras que emitía el sistema de sismógrafos creyendo que se trataba de algún tipo de anomalía o irregularidad. Además, en cuatro meses y medio se habían dispersado más de 166 toneladas de arena por un recinto de menos de dos kilómetros de circunferencia. Sin embargo, y sin tener en cuenta las escasas ocasiones en las que se descubrió a algún prisionero sacudiéndose arena amarilla en los huertos, los alemanes no habían descubierto los puntos clave de dispersión. Por último, a tenor de la reacción que mostraron ante Tom, estaba claro que los alemanes no creían posible que pudiera existir más de un túnel (y, efectivamente, un prisionero que hablaba alemán oyó a Glemnitz comentar precisamente eso a uno de los «hurones»).

Dos días después del descubrimiento de Tom se reanudaron los trabajos en Dick y Harry. Por desgracia, los alemanes reforzaron la seguridad hasta tal punto que se hizo prácticamente imposible llevar a cabo la dispersión de arena sin exponerse a un elevado riesgo de detección. Dado que el invierno se acercaba a marchas forzadas, se decidió postergar indefinidamente toda excavación en Dick y Harry. Fue un golpe psicológico tremendo para todos. No obstante, podían consolarse de alguna forma con la certeza de que Harry ya tenía unos 35 metros de largo y de que toda su estructura había sido diligentemente apuntalada.

Aquel otoño se sacó a los estadounidenses del Recinto Norte para hacerles desfilar hacia su nuevo Recinto Sur. Por el hecho de haber servido en la Real Fuerza Aérea Canadiense, George Harsh fue uno de los pocos estadounidenses que permanecieron en el Recinto Norte, además de otros hombres que habían prestado servicio en el ejército con uniformes de la Commonwealth británica. Harsh asumió el cargo de Gran S que había dejado vacante Bub Clark. El traslado supuso una gran decepción tanto para los oficiales de la RAF como para los estadounidenses, no sólo porque se privaba a algunos de los más esforzados excavadores de la posibilidad de fugarse, sino también porque unos y otros se habían acostumbrado a su mutua compañía y habían surgido grandes amistades. Ambos grupos se trataban con un gran respeto mutuo. Los estadounidenses ya no participarían en la Gran Evasión pero se mantuvieron en contacto diario con los hombres de la RAF mediante un sistema habitual de comunicación que habían establecido. En su forma más básica se reducía a poco más que a introducir mensajes en una lata o en una pelota lanzada por encima de la alambrada. Un método más sofisticado consistía en una especie de alfabeto de señales visuales por medio de las cuales los prisioneros se comunicaban.

Roger Bushell, sin embargo, supo aprovechar ágilmente la oportunidad que presentaba la retirada de los estadounidenses. Hizo correr la voz de que eran los oficiales estadounidenses, y no los de la RAF, los que habían estado detrás de gran parte de los preparativos de fuga. Bushell incluso dio a entender que Bub Clark en concreto era uno de los mayores agitadores. Posteriormente se supo que Von Lindeiner había preguntado a Glemnitz quién era el prisionero más peligroso del campo. «Sin lugar a dudas, Kommandant, el coronel Clark», respondió el Feldwebel sin titubear.

Desconcertado, Von Lindeiner preguntó: «¿No es el jefe de escuadrón Bushell?». A lo que Glemnitz contestó: «Antes pensaba que era el jefe de escuadrón Bushell, pero ahora está más tranquilo, Kommandant. Últimamente se interesa más por el teatro».

Después del traslado, los americanos se pasaron muchos meses preguntándose por qué los hombres de Von Lindeiner sometían el Recinto Sur a un escrutinio tan exhaustivo. «Los tuvimos encima las 24 horas del día durante semanas y semanas», recuerda Clark con una sonrisa.

Un aspecto negativo de la nueva situación era que Glemnitz fue enviado a trabajar al Campamento Sur, lo que dejó a los hombres de la RAF a merced de Rubberneck Griese («Cuello de goma»), que se adaptó a su nuevo puesto con mal disimulado entusiasmo. Su primera medida fue aplastar toda muestra de confraternización entre «hurones» y prisioneros, arrojando al calabozo a cualquier guardia alemán en cuanto hubiera la más mínima sospecha de colaboración y llegando incluso a enviar a un reprobó al Frente Oriental a expiar sus faltas. Su nuevo régimen no amedrentó a todos los alemanes. Pieber siguió revelando las fotografías de pasaporte, tomadas por Valenta con la cámara Leica que le había suministrado el propio capitán de la Luftwaffe. Y el entrañable Hundführer no dejó de ofrecer pequeños regalos a los oficiales aliados.

Mientras en el Recinto Norte reinaba el pesimismo, en el Recinto Este se empezaba a respirar cierto aire de prudente esperanza a medida que el plan de fuga del «caballo de madera» empezaba a cristalizar. Codner y Williams también se llevaron algún que otro susto. Una vez, el túnel se vino abajo, dejó una hendidura pequeña pero claramente visible en la superficie y Codner se quedó atrapado debajo. Simulando sufrir una lesión, uno de los gimnastas se dejó caer sobre el hueco en un intento improvisado de impedir que se viera desde las garitas de los «animales». El instructor se agachó a su lado mientras se pidió una camilla, todo bajo la mirada atenta de los guardias que había en las torres. Bajo tierra, Codner se esforzaba desesperadamente por apuntalar el túnel mientras los demás gimnastas se arremolinaban en torno al hombre «lesionado», aparentando estar preocupados por él mientras rellenaban disimuladamente con los pies el agujero con arena. Para cuando se llevaron al paciente en camilla, los desperfectos se habían subsanado milagrosamente.

No obstante, se hizo muy difícil seguir adelante. Cuando Codner y Williams llegaron a unos doce metros de la alambrada, tanto ellos como los gimnastas estaban agotados. El Comité de Fugas había asignado raciones extra a los excavadores pero, por alguna extraña razón, no hizo lo mismo con los que tenían que saltar al potro. Uno de los gimnastas había sufrido una lesión en la pierna pero, aun así, decidió con gran heroicidad no abandonar sus ejercicios. Empezaron a surgir algunas rencillas cuando algunos de los gimnastas se preguntaron por qué debían trabajar tan duro cuando ni siquiera iban a tener ocasión de escapar. Por su parte, Codner y Williams resolvieron que, para que el proyecto no se quedara a medias, debían acelerar los trabajos.

Llegaron a la conclusión de que la única forma de poder terminar el túnel sería trabajar al unísono. A partir de entonces, bajarían dos hombres al túnel. Uno de ellos cavaría y el otro se quedaría en la entrada del pozo para subir la tierra excavada en una palangana metálica de 45 cm de hondo y 45 cm de diámetro. La palangana estaba atada a una cuerda hecha con cordel trenzado de los paquetes de la Cruz Roja. Con este nuevo sistema sacaban cada vez 36 sacos, que almacenaban cerca de la entrada del túnel y que luego se llevaban en los tres turnos siguientes.

El túnel avanzaba al penoso ritmo de 15 cm al día. Era un trabajo tan arduo que Williams enfermó por el esfuerzo, y durante algunas semanas tuvo que guardar cama en la enfermería para que le atendieran debidamente. El médico de la Luftwaffe se hubiese enfurecido, o tal vez se hubiera reído por lo bajo, si hubiera sabido la causa del mal que aquejaba a su paciente. Por lo menos, su estancia en la enfermería permitió a Williams plantearse qué harían exactamente los hombres cuando hubieran dejado atrás la alambrada, una cuestión que pronto deberían resolver. Otro de los pacientes iba a darle algunas ideas valiosas. Se trataba de un australiano a quien habían herido de bala en el hombro mientras trataba de huir y que tenía el sentido del humor sardónico típico de sus compatriotas. La enfermería tenía un gramófono, cedido generosamente por el capellán del campamento. Un día, mientras sonaba la Segunda Sinfonía de Beethoven, de pronto se interrumpió para un Blitz Appell (un tipo de llamada de emergencia para pasar lista, promovido por Glemnitz pensando que así podría pillar desprevenidos a los prisioneros si tramaban algo) y los «hurones» entraron en la enfermería. «Ach, Beethoven» dijo uno de los «hurones» al oír la melodía del gran compositor alemán flotando por la sala. «¡Un buen alemán!».

«Sí —asintió el australiano—. Está muerto».

Aquel oficial australiano había llegado hasta Danzig en un incómodo tren de ganado. Williams supo por él que en los trenes rápidos los controles de identidad eran habituales, por lo que era mejor optar por trenes lentos que sólo tuvieran pequeños compartimientos, sin pasillos, y que por lo tanto propiciaran menos controles de identidad. El australiano tenía dominado a un «animal» al que llamaba Dopey («Bobo»). Todos los días, Dopey llegaba a la enfermería con noticias sobre la última catástrofe que había sufrido el otrora todopoderoso Tercer Reich. «Frankfurt: Kaputt! —se lamentaba—. Duisburg: Kaputt!», y así sucesivamente. Williams cultivaba la amistad de Dopey y siempre dirigía la conversación hacia los trenes. «Hamburg, Banhof: Kaputt?», preguntaba. «Hamburg: Kaputt», era la respuesta.

Williams se enteró de que los trenes iban casi siempre más llenos de la cuenta y de que siempre llegaban con retraso. Los trabajadores extranjeros podían viajar en ellos pero necesitaban permisos especiales de la policía de la ciudad de la que procedían. Williams chantajeó a Dopey para obtener dos copias de esos pases.

El médico alemán consideraba que Williams estaba tan mal que había que operarle, pero el oficial de la RAF se negó a aceptar la idea. En efecto, le habría supuesto una vida más cómoda, pero por otro lado le habría impedido seguir trabajando en el túnel. Él mismo firmó su propia alta de la enfermería y los gimnastas no tardaron en reanudar sus ejercicios, algunos con algo menos de entusiasmo que otros. El descubrimiento de Tom en el Recinto Norte sumió en un estado de depresión a muchos prisioneros, pero a Codner y a Williams les dio nuevos bríos para redoblar sus esfuerzos. Para la segunda semana de octubre, el túnel tenía 30 metros de largo y llegaba de sobra al otro lado de la alambrada. El verano llegaba a su fin. El largo invierno silesiano se acercaba, y con él llegarían las lluvias y los problemas que comportan para la excavación de un estrecho túnel en terreno arenoso. Los hombres se dieron cuenta que tenían que huir de inmediato o afrontar la posibilidad de pasar la Navidad recluidos, y tal vez descubrir en Año Nuevo que su túnel había sido destruido por la acción de la naturaleza.

Codner y Williams habían superado grandes obstáculos en la parte interior de la alambrada, y en adelante tendrían que sortear otros tantos en la parte exterior. El túnel sobrepasaba en pocos metros el camino por el que patrullaban los guardias del exterior y se encontraba peligrosamente cerca de ellos, así como de las luces de las lámparas de arco situadas a una distancia de hasta nueve metros de la alambrada, tanto por fuera como por dentro. Para no ser detectados, los hombres tendrían que excavar el pozo vertical de salida con el mayor sigilo posible. Cuando salieran, tendrían que atravesar a todo correr la carretera y el campo abierto, dentro del ámbito de visión de las torres de vigilancia, hasta llegar al bosque. La evasión sólo podría intentarse en una noche sin luna, que era precisamente cuando los alemanes vigilaban con especial recelo.

Al fin, se eligió la noche del viernes 29 de octubre. Según el plan, Codner quedaría encerrado en el túnel durante el día para terminar los últimos palmos que quedaban por excavar. Serían unas horas solitarias, peligrosas y agotadoras para el oficial de la Real Artillería. Williams se reuniría con él después de que se hubiera pasado lista, junto con Oliver Philpot, el tercer integrante del equipo. Los tres hombres llevarían sus ropas de fuga, consistentes en monos y capuchas, teñidos de negro con té y granos de café, para poder pasar más desapercibidos al surgir en la oscuridad de la noche, al otro lado de la alambrada. Al bajar al túnel, llevarían estos disfraces en macutos para que no se mancharan.

Williams y Codner se harían pasar al principio por delineantes franceses. Tenían documentación que indicaba que viajaban de Breslau a la fábrica de aviones de Anklam, al norte de Stettin. Para cuando llegaran allí, llevaban disfraces de marineros suecos con los que esperaban poder zarpar en un barco que se dirigiera a la neutral Suecia. El disfraz de Williams era un uniforme alterado de infante de marina y una gabardina militar, cortesía de Tommy Guest y los esforzados sastres de Ivo Tonder. Tenía una boina hecha con una manta vieja, un suéter negro de cuello vuelto y un maletín de piel que contendría ropa limpia, raciones de supervivencia y papeles falsos. El departamento de falsificación de Tim Walenn le había proporcionado una nueva identidad y la documentación de viaje apropiada, así como un par de cartas falsas dirigidas a su nombre ficticio y procedentes de una supuesta novia francesa. Era un trabajo impresionante. Como toque final, Williams se había afeitado su característico bigote de la RAF. Codner le acompañaría con un traje similar que le habían proporcionado, confeccionado a partir de unos pantalones viejos de la Marina australiana, y un impermeable de plástico de la RAF. Además, llevaría una bolsa de viaje de lona con los papeles falsos y los víveres.

Philpot viajaría por separado, haciéndose pasar por un trabajador noruego de la Confederación del Comercio de Margarina de Berlín. Su traje era el de un hombre de negocios burgués, con sombrero tipo Homburg incluido. El departamento de sastres lo había confeccionado a partir de una mezcla similar de viejos uniformes de la RAF y de la Marina y otros materiales adquiridos. El también llevaba un maletín, no demasiado grande para que cupiera por el estrecho túnel, que contenía raciones energéticas disimuladas ingeniosamente para que pasaran por el tipo de derivados de la margarina con los que viajaría un hombre de negocios de la Confederación del Comercio de Margarina. Philpot hablaba un alemán aceptable pero no sabía ni una palabra de noruego, por lo que iba equipado con una pipa para disimular las dificultades idiomáticas con las que se podría encontrar. Además, se había esculpido un bigotillo tipo Adolf Hitler, con el que tal vez esperaba ganarse las simpatías de los compañeros de viaje alemanes que encontraría por el camino.

Para la fuga, Philpot recibió consejos del aviador noruego Halldor Espelid, que dirigía la sección escandinava de la red de información de la Organización X junto con Arnold Christensen. Espelid era uno de los muchos noruegos que escaparon a Gran Bretaña en barco tras la invasión nazi de abril de 1940. Volaba en un Spitfire con el Escuadrón 331 cuando su avión fue abatido en agosto de 1942, al sobrevolar el paso de Calais. Estuvo retenido brevemente en Szubin antes de ser enviado al Stalag Luft III, donde se ganó la reputación de ser uno de los mejores oficiales de la sección de inteligencia.

Williams y Codner esperaban llegar a Suecia por Frankfurt del Oder y el puerto báltico de Stettin. Philpot proyectaba llegar al territorio neutral escandinavo por un camino más largo, por Frankfurt y Danzig. Los tres viajarían en el mismo tren rápido a Frankfurt, que salía de la estación de Sagan aquel día a las 19.00 horas. Según el plan, debían evitar los trenes rápidos siempre que pudieran viajar en trenes lentos, que transportaban a los trabajadores locales. Williams se había enterado de que los alemanes estaban acostumbrados a los trabajadores extranjeros poco cualificados (en aquel momento había seis millones en Alemania) y no resultaba extraño que algunos no hablaran alemán. Todo lo que tenían que decir los fugitivos en una situación delicada era mostrarse desvalidos y afirmar: «Ich bin Auslánder».

Poco después del mediodía del 29 de octubre, Codner tomó un almuerzo sustancioso consistente en carne de vaca en lata, patatas, galletas canadienses y queso. A las 13.00 horas se sacó el «caballo de madera» como de costumbre, con Williams y Codner dentro. Pero esta vez Codner llevaba consigo todo su equipaje y descendió con él al túnel. Williams se quedó en el interior del plinto y, hacia las 14.00 horas, había vuelto a colocar la trampilla y la capa de tierra. Mientras, bajo tierra, Codner abrió dos agujeros de ventilación hacia arriba para poder respirar. Mientras, el plinto fue llevado de vuelta a la cocina. La ausencia de Codner cuando se pasó lista a las 15.45 horas fue convenientemente disimulada.

Entonces les llegó el turno a Williams y Philpot de despedirse de sus camaradas, y también ellos fueron obsequiados con un copioso almuerzo. Para entonces ya había desaparecido toda fricción entre los gimnastas y los evasores y todos desearon buena suerte a los dos hombres. A las 16.15 horas se volvió a sacar el plinto, esta vez con los dos hombres y otro oficial en el interior. Williams bajó primero al túnel y, al adentrarse en él, se sintió aliviado al oír la conocida voz de Codner saludándole a lo lejos en la oscuridad. En el túnel hacía mucho calor, el aire estaba viciado y olía a sudor. Codner estaba muy sucio pero sorprendentemente animado, teniendo en cuenta que llevaba más de media tarde encerrado bajo tierra. Detrás de Williams, Philpot llevaba los últimos sacos de arena al «caballo de madera». Cuando hubo terminado, se despidió del oficial, que se quedó en el plinto para cerrar la trampilla.

El oficial dejó la trampilla perfectamente cerrada a las 16.50 horas y el plinto fue devuelto a la cocina con la noticia de que todo iba bien y de que los tres hombres estaban en el túnel según lo previsto. Los cuatro porteadores debieron sentirse tremendamente aliviados cuando dejaron el plinto en el suelo por última vez. Esta vez puede que sonrieran sin tener que fingir. Es fácil quedarse corto al tratar de imaginar el entusiasmo de los tres hombres que estaban en el túnel. Iban a salir a la superficie al cabo de sólo media hora, a las 18.00 horas, cuando ya habría oscurecido. Todavía no sería noche cerrada, pero era esencial que salieran entonces para contar con tiempo suficiente para llegar a la estación de ferrocarriles y coger el tren de las 19.00 horas.

A las 18.05 horas, Codner cavó los últimos centímetros del túnel para descubrir que éste terminaba a unos cinco metros del otro lado de la alambrada. Lo alarmante era que la salida del túnel no quedaba protegida por la oscuridad, según lo planeado, sino que se encontraba unos 30 cm más cerca, en el camino por donde patrullaban los guardias alemanes en el exterior de la alambrada. Por suerte, este error potencialmente grave quedó paliado por el hecho de que la patrulla exterior no había aparecido, por descuido o tal vez por simple holgazanería de los «animales». Codner salió rápidamente del túnel, seguido de Williams, y los dos atravesaron corriendo la carretera para refugiarse en la densa arboleda que se erguía frente a ellos en la oscuridad. Ambos experimentaron una curiosa mezcla de júbilo y miedo mientras atravesaban el extenso terreno a toda prisa. Con el corazón latiéndoles con fuerza, casi esperaban oír un grito de alarma de la garita de los «animales» seguido por el estallido de un fusil. Para su alivio, no hubo ningún disparo. Se adentraron en la envolvente espesura del bosque negro, sin contener apenas la euforia mientras se quitaban las capuchas y los monos oscurecidos que llevaban puestos, se ponían los disfraces de paisano y se limpiaban la mugre de la cara el uno al otro. Todavía no había llegado ni el más mínimo sonido del campo que indicara que hubieran surgido complicaciones. Pocos minutos después, Philpot cruzó la carretera como una exhalación para reunirse con ellos en el bosque, no sin antes preguntarse cuánto tardarían los alemanes en descubrir el túnel. Codner y Williams ayudaron a Philpot a limpiarse y los tres se fueron del bosque lo más rápido que pudieron. Philpot dejó a los otros dos unos minutos de ventaja.

Williams y Codner llegaron a la estación de Sagan al cabo de 20 minutos y se dirigieron a la taquilla. Williams se llevó el susto de su vida cuando se encontró nada menos que con el médico alemán que le había estado atendiendo sólo dos días antes. La alarma dio paso al alivio cuando constató que el médico no mostró señal alguna de haber reconocido a su paciente británico, desprovisto de su bigote y disfrazado de trabajador francés. Los oficiales ingleses se pusieron a la cola para coger el tren de Frankfurt del Oder. Philpot llegó unos minutos más tarde y vio a los otros dos, que iban por delante de él. Ambas partes mostraron una estudiada indiferencia mutua.

Afortunadamente, el tren de Frankfurt del Oder llegó poco después y el viaje no les deparó más sorpresas desagradables. El compartimiento estaba lleno y mal iluminado, tal como esperaban. En la penumbra, la mayoría de los pasajeros procuraba evitar las miradas de los demás hasta que terminara de una vez aquel incómodo viaje. Una vez hubo arrancado el tren, el camino de Philpot ya no volvió a cruzarse con el de Williams y Codner durante el resto de su huida de Alemania. El tren llegó humeando a Frankfurt poco antes de las 21.00 horas. Los tres hombres se apearon, concentrados en sus respectivas rutas y sin saber aún si en Sagan habrían descubierto su ausencia. Aquella noche ya no habría más enlaces, por lo que los tres hombres tendrían que encontrar un lugar en la ciudad donde pasar la noche sin despertar sospechas ni ser descubiertos. Philpot caminó con la mayor naturalidad posible por las oscuras calles hasta encontrar un rincón tranquilo en el que acomodarse, a orillas del Oder. Sin duda le esperaba una noche tremendamente incómoda y fría, pero no la cambiaría por nada del mundo por la que podría pasar en la relativa calidez de su cama de prisionero. Volvía a ser un hombre libre, y estaba decidido a seguir siéndolo.

Williams y Codner pasaron una noche igual de tétrica. Intentaron encontrar habitación en varios hoteles, pero resultó que todos ellos estaban completos por algún motivo inexplicable. Desanimados, fueron alejándose hacia las afueras de la ciudad y finalmente hallaron un lugar tranquilo en una acequia seca donde poder pasar la noche sin ser molestados. Los dos llevaban ropa interior de lana para abrigarse, pero que desde luego no les bastaría para protegerse del frío. Iba a ser una noche muy larga.

Antes de romper el alba, Philpot ya volvía a estar en la estación de ferrocarril de Frankfurt. Eran alrededor de las 06.00 horas, y aún tenía tiempo de lavarse y afeitarse en los servicios de la estación antes de coger el tren lento de las 06.56 horas con destino a Kustrin (actualmente, la ciudad polaca de Kostrzyn), a 30 km de Frankfurt del Oder y a 80 km al nordeste de Berlín. Philpot había elegido deliberadamente esta ruta de salida de Alemania tan extraña porque era la menos previsible y así esperaba no encontrarse con ningún agente de policía que buscara específicamente a un oficial de la RAF fugado (si bien en aquel momento no tenía forma de averiguar si se había descubierto el túnel y la ausencia de los tres hombres). En el tren, Philpot entabló una amistosa charla con un anciano. Se sintió muy reconfortado al ver que su disfraz no parecía despertar sospechas (aunque le pareció que su compañero de viaje alemán era prácticamente senil). El tren había salido con retraso de Frankfurt y también llegó tarde a Kustrin. Philpot se despidió amistosamente del alemán y se subió al tren expreso con destino a Kónigsberg (actualmente Kaliningrado). En él había tanta gente que el fugitivo tuvo que realizar el primer tramo del viaje a Dirschau (actualmente Tczew, en Polonia) en el pasillo del vagón de tercera clase, en compañía de muchos más pasajeros, entre ellos soldados. El agotamiento pudo con él y finalmente se durmió apoyado en su maletín. De pronto, perdió apoyo y se despertó con un sobresalto, espetando «¡maldición!» en inglés. Dándose cuenta de su desliz, se alarmó por un momento, pero entonces vio que sus compañeros de viaje le sonreían con benevolencia, incluidos los soldados. No hay que culpar a Philpot por pensar que todo aquello de la fuga no iba a ser tan difícil después de todo.

No obstante, si eso es lo que pensó, cantó victoria demasiado rápido. Poco después, un miembro de la policía criminal empezó a abrirse paso por el pasillo pidiendo la documentación a los pasajeros. Cuando le llegó el turno a Philpot, trató de aparentar calma mientras mostraba su carné de identidad, esperando que el policía no se diera cuenta de que la fotografía pertenecía a otra persona. Los del departamento de falsificación no tenían ninguna foto de Philpot, por lo que echaron mano de la de otro que se le parecía. El fugitivo pasó por un momento de temor cuando el policía alemán le exigió un pasaporte noruego. Philpot le explicó que la policía de Dresde se lo había confiscado y le había dicho que le bastaría con llevar el carné de identidad. El policía le contestó que bastaría siempre y cuando le hubieran sellado la fotografía, pero no era así. Philpot empezó a pensar que se le había acabado la suerte. El corazón empezó a latirle aceleradamente mientras el policía examinaba la fotografía. El oficial inglés contuvo el aliento durante lo que le pareció una eternidad hasta que el policía le devolvió el documento defectuoso sin más aspavientos. Los papeles estaban más o menos en orden, resolvió bruscamente antes de seguir su camino. Philpot suspiró aliviado para sí.

Williams y Codner dejaron igualmente sus escondites tan pronto como pudieron, antes del amanecer. Entonces constataron que los alemanes eran muy madrugadores y que Frankfurt estaba llena de gente que se dirigía a las oficinas, fábricas y comercios. Los dos hombres se tomaron un café en la estación, mirando a su alrededor discretamente por si veían a Philpot, pero éste ya se había marchado. Williams y Codner cogieron un tren lento (o Personenzug) con destino a Kustrin, y sintieron alivio al ver que al parecer no había controles de identidad en él y que nada hacía sospechar que alguien anduviera en su busca. El primer vagón estaba lleno de prisioneros de guerra rusos y, cuando los fugitivos iban a entrar en él, un guardia alemán les ordenó enfadado que se fueran. Williams y Codner llegaron a su destino justo antes de las 10.00 horas y pasaron el día en Kustrin.

Primero hicieron tiempo en un parque, donde se lavaron y comieron parte de sus raciones. Después se aventuraron en una cafetería y seguidamente se les ocurrió dejar pasar el resto del día en el anonimato de una oscura sala de cine. Los dos hombres se veían cerca de la libertad mientras se entretenían allí. Si se había dado la alerta en Sagan, quien fuera tras ellos habría buscado seguramente en los trenes rápidos. Entrada la tarde, cogieron un tren lento hacia Settin, adonde llegaron a las 20.00 horas. De nuevo se encontraron con que los hoteles estaban llenos, pero esta vez no iban a pasar una noche en tan malas condiciones como la anterior. Explorando las afueras descubrieron una hilera de casas, todas ellas con un refugio contra ataques aéreos. Los inspeccionaron uno por uno hasta elegir el que parecía más cómodo. Mientras se acomodaban para pasar la noche, rezaron para que la RAF no visitara Settin, aunque sólo fuera por aquella noche.

Aquella tarde, Philpot llegó a Dirschau y cogió el expreso a Danzig, adonde llegó a las 17.00 horas, casi 24 horas después de haber salido del túnel en Sagan. Tras su perturbador encuentro con el policía alemán, no es de extrañar que quisiera relajarse tomándose una cerveza en la cafetería de la estación antes de dirigirse en tranvía al puerto. Tenía la intención de echar un vistazo por los alrededores, pero ya se había hecho de noche cuando llegó y no pudo explorar el terreno. Philpot regresó a la estación y buscó alojamiento en un hotel cercano. El recepcionista puso algunos peros a su carné de identidad pero al final le ofreció una cama libre en una habitación que compartiría con otro hombre. Plenamente consciente de que si no dormía bien de noche podría repetir el peligroso desliz que había cometido en el tren, Philpot corrió a bañarse y acostarse antes de que llegara su compañero de habitación. Cuando éste llegó más tarde aquella noche, Philpot fingió estar profundamente dormido. Por la mañana hizo lo mismo, confiando en que el hombre no encontrara extraño que alguien permaneciera tanto tiempo dormido. Tuvo que sufrir una angustiosa espera mientras su compañero se afeitaba y lavaba, pero cuando éste se hubo ido, Philpot pagó la cuenta y se dirigió de nuevo a los muelles. Allí tomó un transbordador que daba la vuelta al puerto y se alegró al ver que estaban embarcando carbón en un barco sueco. Entonces resolvió que aquél sería el barco en el que realizaría la última etapa de su viaje hacia la libertad.

Sus compañeros de fuga pasaron la noche del domingo en el hotel Schobel, disfrutando al fin de verdaderas comodidades por primera vez desde que salieron de Sagan. Habían dejado el refugio antiaéreo antes del alba y se registraron en el hotel a las 09.30 horas de la mañana. Ellos también tuvieron que pasar por el mal trago de tener que dar explicaciones sobre su defectuosa documentación al recepcionista del hotel. No obstante, descubrieron, al igual que Philpot, que no era para tanto. Los alemanes no eran tan escrupulosos con la documentación como se pensaba. Williams y Codner mostraron su Ausweise y cumplimentaron un cuestionario declarando que eran delineantes franceses que viajaban a Anklam para trabajar en la fábrica de aviones Arado Flugzeugwerke. El recepcionista dio crédito a su historia y les admitió. Los dos hombres pasarían los días siguientes de su fuga registrándose en distintos hoteles porque sospechaban que las estancias de más de dos días se tenían que denunciar a la policía. En el hotel Gust se encontraron compartiendo la mesa del desayuno con tres oficiales de alta graduación del ejército alemán. A la hora del café, los oficiales británicos se sintieron con valor suficiente como para sacarse del bolsillo las raciones de galletas del Ejército del Aire estadounidense, que mordisquearon descaradamente ante las narices de los alemanes. Sin embargo, sus compañeros de mesa no parecieron darse cuenta.

Los dos hombres pasaron las mañanas explorando el puerto de Freihaven. También echaron un vistazo a la estación de carbón de Reiherwerder, unos cinco km más allá. Sin embargo, la búsqueda de un barco sueco que les conviniera resultó infructuosa y el desánimo empezó a apoderarse de ellos. Pasaban las tardes en el cine y llegaron a ver hasta cuatro veces la misma película, sin entender ni una palabra. Por la noche recorrían las cafeterías con la esperanza de encontrar a alguien que estuviera dispuesto a ayudarles a escapar y terminaron consumiendo grandes cantidades de cerveza alemana que no contenía ni una gota de alcohol, o eso les pareció. No podían dirigirse a ningún marinero sueco porque ninguno de los dos sabía ni una palabra del idioma; en su lugar, buscaron la compañía de trabajadores itinerantes franceses con la esperanza de encontrar alguno que se mostrara comprensivo con un par de prisioneros de guerra fugados.

Mientras, Philpot estaba consiguiendo fugarse con asombrosa facilidad. Las autoridades sólo le habían abordado un par de veces a lo largo de su periplo a través de Alemania, y en ambas ocasiones las irregularidades de su documentación falsa fueron pasadas por alto sin demasiados aspavientos. No obstante, mientras volvía aquella noche al lugar donde estaba atracado el barco sueco en el puerto de Danzig, Philpot era consciente de que la siguiente etapa de su viaje no iba a estar exenta de peligro. Cuando llegó, todo el muelle estaba inundado de luz. Había luces por todas partes y un enorme reflector seguía los movimientos de la grúa que cargaba carbón el en buque. Todas las entradas estaban vigiladas por centinelas. Philpot empezó a pensar que su huida iba a ser imposible.

Sin embargo, cuando descendió al nivel del agua, descubrió lo sorprendentemente fácil que resultaba sortear los alambres de púas que protegían ambos lados del muelle. Tras hacerlo, recorrió el muelle hasta encontrar una escalera vertical que daba a un muelle más elevado. Philpot vio por encima de él la pasarela que conducía al barco y que estaba vigilada por un solo centinela ante quien no podría pasar desapercibida la aparición de un intruso.

No obstante, el fugitivo no tenía la mirada puesta en la pasarela. Lo que atrajo su atención fueron las amarras que aseguraban el barco al muelle. Había varias de ellas y todas iban a dar a la cubierta a través de ojos de buey. Philpot se preguntó si sería capaz de trepar por las amarras sin ser visto desde tierra. Entonces se dirigió a la escalerilla vertical de acero que conducía al muelle superior. En cuanto empezó a trepar por ella, oyó un barco acercarse. Se encaramó a toda prisa, y el movimiento llamó la atención de un centinela, que se acercó escudriñando con su linterna. Alarmado, Philpot corrió a esconderse detrás de un voluminoso parapeto. Afortunadamente, el centinela se fue hacia el otro lado. El fugitivo le oyó intercambiar unas palabras con los del barco, probablemente guardias portuarios o policías. Poco después, volvió la calma. Ni el barco ni el centinela dieron más señales de vida y el susto sirvió de lección a Philpot.

El prisionero de guerra fugado esperó tumbado en el suelo. Pasado un rato, empezó a encaramarse por una de las amarras. Fue un error. La amarra estaba fuertemente anudada a la popa del barco y no había donde agarrarse. Curiosamente, nadie llegó a verle. Volvió al muelle y escogió otro cabo que atravesaba una amplia abertura en el casco y llegaba hasta la cubierta del barco. Al ascender, casi se iba preparando para oír gritos procedentes de la cubierta, pero no apareció nadie y Philpot no tardó en encontrarse sin más contratiempos a bordo del barco sueco. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó que la cubierta estaba desierta. Al ver que ésta no ofrecía ningún lugar donde esconderse, siguió explorando hasta dar con unas escaleras muy empinadas que descendían a una cocina, que estaba igualmente desierta. En el hornillo descubrió para su sorpresa un chocolate caliente que, como es lógico, se bebió sin dudarlo ni un momento.

Philpot fue a parar a un pañol donde se almacenaba carbón, y desde allí llegó a la sala de máquinas y a un rincón donde esconderse. Se acomodó y se sumió en un profundo sueño. Unas horas más tarde, se despertó reconfortado por el ruido de los motores y el suave cabeceo del barco surcando el mar. Sonriendo para sí, se quedó en su escondite hasta estar seguro de que el buque se había alejado de las aguas territoriales alemanas. Cuando llegó el momento, se incorporó, se alisó el arrugado traje y se presentó a sí mismo ante un asombrado marinero sueco que estaba en la sala de máquinas. Era el 2 de noviembre. El marinero lo condujo al camarote del capitán, donde se le trató a cuerpo de rey hasta que el barco atracó en Sódertálje la medianoche del 3 de noviembre. Philpot pasó la noche en un calabozo policial, pero ya era un hombre libre. Al día siguiente, Philpot fue conducido a la Legación Británica de Estocolmo y, al cabo de poco tiempo, fue repatriado a Gran Bretaña.

Aunque Williams y Codner habían partido antes y se habían marcado un trayecto más corto, pasarían mucho más tiempo en territorio ocupado. Sus encuentros nocturnos en los cafés de Stettin con la comunidad itinerante francesa les reportarían resultados desiguales. En una ocasión creyeron encontrar a alguien que les podía ayudar, pero el hombre se encontraba tan a gusto en su papel de conspirador y sus esfuerzos por ayudarles resultaban tan exagerados e histriónicos que acabó por suponer más un riesgo que una ayuda, de modo que los dos fugitivos no tardaron en deshacerse de él. Inmersos en el inestable y potencialmente delictivo mundo del movimiento clandestino, conocieron a dos franceses que también intentaban huir, pero éstos, convencidos de que los dos ingleses eran agentes de la Gestapo, prefirieron mantener las distancias. Al menos, gracias a ellos, Codner y Williams conocieron a otro francés a la fuga llamado André Daix, que tenía un plan para llegar a Dinamarca en barco pero no parecía dispuesto a dejarse acompañar por los dos ingleses. Esta situación resultaba muy crispante para Codner y Williams, quienes, a pesar de la experiencia vivida como reclusos en el Stalag Luft III, no estaban acostumbrados a aquel ambiente de secretismo e intrigas en el que no podía contarse con la palabra de nadie. No obstante, por mediación de Daix, Williams y Codner fueron presentados a dos marineros daneses, el capitán E. Ostrup Olsen y su contramaestre Pedersen, quienes parecían dispuestos a ayudarles.

Los fugitivos ingleses no lo sabían entonces, pero los dos daneses trabajaban para los servicios de inteligencia británico y estadounidense respectivamente. Estaban provistos de una cámara de alta calidad que empleaban para documentar las llegadas y salidas de buques alemanes en las aguas costeras que se extendían entre Escandinavia y Francia. En su pequeña embarcación, la J. C. Jacobsen, guardaban muchas fotografías comprometedoras que se disponían a enviar a Londres. Ninguno de los dos hombres reveló su trabajo secreto a los evadidos británicos, que no llegaron a enterarse hasta mucho después de la guerra.

Pedersen terminó dando crédito a las explicaciones que le proporcionaron y accedió a llevar a Suecia tanto a los británicos como al francés. Se trataba de una operación muy arriesgada. La Jacobsen era una embarcación muy pequeña, y los fugitivos tendrían que compartirla con un nutrido grupo de pasajeros alemanes. Los hombres tendrían que burlar una inspección exhaustiva de la embarcación antes de soltar amarras y, cuando ésta entrara en aguas suecas, tendrían que escapar en la lancha del práctico de puerto sin que los alemanes que fueran a bordo descubrieran la jugada, ya que, de lo contrario, la tripulación se vería perjudicada. Los tres hombres accedieron a hacer exactamente lo que los daneses les indicaran.

Así pues, subieron a bordo de la Jacobsen y se escondieron en un minúsculo compartimiento situado debajo del castillo de proa. Mientras se llevaba a término la inspección del barco antes de zarpar, Williams se encontraba agazapado en un estrecho rincón, con los ojos a pocos centímetros de las botas de un soldado nazi. Se produjo un momento espeluznante cuando el alemán metió la mano en el hueco y empezó a tantear. Williams contuvo el aliento y se apartó hacia atrás tanto como pudo. No obstante, la embarcación se hizo finalmente a la mar. Los británicos y el francés tuvieron que soportar un viaje incómodo al tener que permanecer escondidos mientras los alemanes se paseaban de un lado a otro de la cubierta. Por fin, unas horas más tarde, el barco se adentró en las aguas territoriales suecas. Ahora todo dependía de la identidad del práctico sueco. Si era simpatizante de la causa aliada, entonces todo, o casi todo, iría viento en popa. Si se trataba de un colaboracionista, todos se verían en apuros.

Cuando la lancha del práctico de puerto se aproximó, Pedersen soltó un suspiro de alivio al reconocer el rostro de un capitán amigo. El danés le conocía muy bien; era un hombre de toda confianza. Se trataba de un frío día de invierno, aún más frío en mar abierto. Cuando la lancha del práctico se puso al lado de la Jacobsen, Pedersen se las ingenió para que todos los pasajeros alemanes se encontraran refugiados en un cálido camarote al otro lado del barco. Mientras les distraían con tazas de chocolate caliente y con un miembro de la tripulación excepcionalmente dicharachero, a pocos metros de allí los tres fugitivos se preparaban para largarse a toda prisa. Si llegaba el caso de que algún alemán se percatara de lo que estaba ocurriendo, Pedersen había dado la orden a los fugitivos de que le propinaran un puñetazo («no demasiado fuerte») para que pareciera que también a él le habían pillado por sorpresa.

Al final no fue necesario emplear estas burdas técnicas teatrales. La lancha del práctico se arrimó a la otra embarcación. La situación quedó explicada rápidamente entre un capitán y otro, y se ordenó a los tres hombres que salieran rápidamente de sus escondites y que embarcaran en la lancha. Así lo hicieron, y ésta se alejó a toda máquina hacia la costa sueca. Williams y Codner desembarcaron el 11 de noviembre en Stomstad. Se despidieron agradecidos del práctico y, al igual que había sucedido con Philpot antes que con ellos, fueron conducidos a una celda policial, donde se les permitió tomar un baño reparador y se les ofreció una comida caliente. Poco después se les llevó a la Legación Británica de Estocolmo. Todavía en Suecia, una noche fueron a un cine, esta vez para ver una película en inglés. Se trataba de Niebla en el pasado, la adaptación del clásico de James Hilton Random Harvest, y a los dos hombres se les saltaron las lágrimas de alegría ante la nostálgica evocación de Inglaterra que presentaba la película. El 15 de noviembre, Williams escribió a su madre, en el barrio londinense de Golders Green: «Querida madre: Te escribo unas líneas para que sepas que me he escapado del infernal campamento nazi y que estoy en Suecia. Me encuentro bastante bien y estaré en Inglaterra, espero, en una semana. No te preocupes si tardo algo más, ya que el transporte no es muy fiable».

Williams y Codner no tardaron en ser repatriados a Gran Bretaña. Las experiencias de Williams fueron aprovechadas por la RAF: el ex prisionero visitó varios campamentos de la RAF en nombre del MI9 para dar conferencias sobre técnicas de fuga y evasión. No obstante, un oficial del MI9 advertía al público de Williams: «Las experiencias que describe el capitán Williams no concuerdan necesariamente con las doctrinas del MI9, y aunque en este caso terminaron con éxito, pueden dar resultados lamentables si se aplican como principio general». Al cabo de un tiempo, llegó al Stalag Luft III la noticia de que los tres hombres habían vuelto a casa. Por una noche, al menos, la alegría y la satisfacción reinaron en todo el campamento.

No obstante, hubo un desagradable epílogo a la memorable evasión del «caballo de madera» que no transcendió hasta que hubo terminado la guerra. Cuando embarcaron en la lancha del práctico portuario, Williams y Codner no podían sospechar que habían sido avistados por dos barcos de arrastre alemanes que se encontraban en las proximidades. Mientras la lancha se dirigía a la costa sueca, los barcos de arrastre alemanes se aproximaron a la Jacobsen. Horrorizado, Pedersen supo entonces que toda la operación había sido presenciada por oficiales del Ejército alemán que les vigilaban con prismáticos desde los barcos de arrastre. Poco después, uno de los barcos de arrastre se pegó a la Jacobsen y un grupo de guardias armados abordó la embarcación danesa. Se ordenó a toda la tripulación que se reuniera en la cubierta, y parte de la marinería fue arrancada de la cama y tuvo que salir semidesnuda. Los alemanes golpearon duramente a los hombres durante varias horas, incluso con culatas de fusil, pero éstos insistieron en que ninguno de ellos sabía que había fugitivos a bordo. Los alemanes les comunicaron que les escoltarían hasta Dinamarca y los tres barcos levaron anclas. Los dos buques de arrastre iban dando vueltas alrededor del barco danés mientras los oficiales alemanes los vigilaban atentamente con los prismáticos. Resulta curioso que no dejaran a ningún guardia a bordo, y gracias a ello Pedersen pudo desembarazarse de las fotos comprometedoras. Este hecho le salvó probablemente la vida. Cuando la Jacobsen llegó a Dinamarca, se reanudaron los interrogatorios a la tripulación. Finalmente, un sargento alemán, irritado, les dijo que fusilaría al miembro más joven de la tripulación, que era casi un niño todavía. Pedersen, que había visto cómo ejecutaban a muchos de sus compatriotas por menos de eso, confesó que había ayudado a los fugitivos, pero que nadie de la tripulación estaba al corriente de nada. Los alemanes no le creyeron, pero no podían demostrar que estuviera mintiendo. De este modo, y gracias a la oportuna ausencia de las fotografías, no pudieron acusar al danés de nada más. Pedersen se libró de la ejecución, aunque tuvo que pasar el resto de la guerra en un campo de concentración.

El éxito logrado por los prisioneros fugados con la estratagema del «caballo de madera» enseñó una lección fundamental a los oficiales aliados del Recinto Este: siempre que pudiera mantenerse camuflada la entrada, terminar un túnel era realmente posible. De hecho, los prisioneros planearon excavar uno para que estuviera listo la primavera siguiente. El túnel fue llamado, por alguna razón que se ha perdido con el paso del tiempo, «Margaret». Para camuflar los trabajos de excavación, se aprovecharían los Appell de la mañana y la tarde. Por la mañana, mientras cientos de hombres se reunían para pasar lista, un par de ellos cavarían un túnel en medio de la multitud y permanecerían bajo tierra la mayor parte del día. Por la tarde saldrían mientras se volvía a pasar lista. Todos los demás hombres se encargarían de retirar la arena excavada, oculta en saquitos bajo el gabán de invierno. La excavación se inició en enero de 1944 y Margaret se terminó en marzo. Todo estaba listo para que un grupo de cinco hombres escapara cuando otro intento de fuga obligó a que éste se postergara. Aquel intento de fuga se realizaría por un túnel llamado Harry.