EL CAMPO DE FUGAS DE GÖRING
El Stalag Luft III se construyó por orden expresa de Göring para acoger al creciente número de aviadores abatidos sobre los territorios ocupados por Alemania. Con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, la cantidad de prisioneros de guerra aumentaba de día en día, y con ello las dificultades para mantenerlos a buen recaudo. El Stalag Luft III era el mayor de los seis campamentos construidos por los alemanes. Se construyó con la idea de que fuera el campo de concentración perfecto: tan protegido como para que fuera imposible escapar de él y a la vez suficientemente confortable como para que los reclusos se convencieran, tal vez, de que no valía la pena intentar fugarse.
«Teníamos sábanas limpias prácticamente todas las semanas y venían ordenanzas a cambiárnoslas», comentaría Bub Clark, de forma algo exagerada, queriendo expresar con ello que su existencia no era ni mucho menos tan dura como la de muchos otros prisioneros de guerra. «El régimen de vida, las condiciones sanitarias y las raciones de comida estaban bien. Probablemente éramos los prisioneros de guerra mejor tratados del mundo en aquel momento».
El campo se construyó cerca de la ciudad histórica de Sagan, a unos 165 km al sudeste de Berlín y a medio camino entre la capital alemana y Breslau. Al principio constaba sólo de dos recintos de seis barracones cada uno: uno para oficiales (el Recinto Este) y otro para suboficiales (el Recinto Central). No obstante, fue creciendo rápidamente hasta convertirse en un campamento mucho más grande, que se iría ampliando sobre la marcha a medida que iban llegando más aviadores que habían sido abatidos en pleno vuelo. El paisaje que rodeaba Sagan era una monótona e interminable sucesión de llanuras, interrumpidas por extensas franjas de sombríos y espesos pinares. Justo al sur de la ciudad había un bosque de unos 40 km de ancho, y fue en el extremo septentrional de esta gigantesca masa de recios árboles donde Göring ordenó que se construyera su campamento modélico. Separado de Suiza, al sur, por unos 800 km y del mar Báltico, al norte, por más de 300 km, Sagan se encontraba lo más lejos posible de estos dos apartados rayitos de esperanza para los aviadores capturados.
El campo propiamente dicho era una gran extensión de terreno blando y arenoso cubierto por una fina capa de tierra, siendo lo único destacable los feos troncos de los árboles que habían sido talados para dejar sitio para el campamento y una hilera tras otra de barracones idénticos. No se veía ni una brizna de hierba. En verano, el sucio suelo gris se desmenuzaba en polvo y en invierno se mezclaba con la arena amarilla de debajo (que resultaría ser de por sí uno de los obstáculos para fugarse) y se convertía en lodo. El calor estival podía llegar a ser insoportable, mientras que los gélidos vientos invernales de Silesia que azotaban el campamento alcanzaban los 30 grados bajo cero. Pese a todo, para la mayoría de los hombres, Sagan constituía una mejora con respecto a Barth. En los amplios recintos abiertos de Sagan no había la sensación de claustrofobia ni la extraña atmósfera de desolación infernal que envolvían al Stalag Luft I.
Todos los barracones tenían el mismo diseño. Estaban revestidos con paneles prefabricados de madera y cubiertos por un techo revestido de tela asfáltica. Medían 50 metros de largo por 12 metros de ancho. Los que estaban destinados a los oficiales se dividían en habitaciones que alojaban a entre cuatro y ocho hombres y que se alineaban a los lados de un largo pasillo central. Los de los suboficiales estaban partidos en dos por la mitad. Cada barracón tenía una pequeña estufa para calentarse y cocinar y un rudimentario urinario para la noche. Para cuando se abrió el Stalag Luft III, en abril de 1942, los alemanes habían tomado nota de errores pasados y habían incorporado multitud de nuevas medidas de seguridad. Con ellas, la Luftwaffe confiaba en hacer de él un campo totalmente «a prueba de fugas». Para empezar, todos los barracones estaban edificados sobre pilotes, y las únicas «partes ocultas» que descendían hasta el suelo eran unos pilares de hormigón que soportaban la pequeña área dedicada a la cocina y los servicios. Los «hurones» y sus perros tenían bien a la vista lo que sucedía debajo de cada edificio, de modo que, si los prisioneros planeaban escapar por un túnel, tenían que excavarlo a través del hormigón. Además, en el interior de los barracones, por todo el techo y el suelo había trampillas que permitían realizar inspecciones rápidas para detectar cualquier actividad clandestina. Los prisioneros no lo iban a tener fácil para esconder toda aquella arena amarilla en el tejado.
Cada barracón se encontraba a una distancia considerable de su vecino, con lo que se reducían las posibilidades de que el campo se llenara de noche de sombras transitando de un lado a otro intentando disimular actividades furtivas. Además, el campamento podía quedar inundado por la luz de las torres de vigilancia que rodeaban cada recinto y que se alzaban a 4,5 metros del suelo, a intervalos de unos 100 metros. En Sagan, los barracones más periféricos estaban a 30 metros de distancia como mínimo de la alambrada y a 60 metros de la linde del bosque que se había hecho talar parcialmente a propósito para dejar alrededor de los recintos un amplio espacio despejado. Para que un túnel pudiera desembocar al abrigo del bosque, debía tener al menos 90 metros de largo y estar a la profundidad necesaria para eludir los nuevos sismógrafos que cercaban el campamento, en alerta permanentemente ante cualquier ruido subterráneo.
Los recintos propiamente dichos estaban rodeados por dos alambradas de tres metros de alto, rematadas por alambre de cuchillas. El espacio que distaba entre ambas alambradas, de unos dos metros, estaba cubierto por más espirales de alambre de cuchillas apiladas en capas. Las garitas de los «animales», guarnecidas permanentemente por guardias con ametralladoras y potentes focos, se alzaban a intervalos regulares por toda la alambrada exterior, por donde patrullaban perros guardianes. Además, había un «alambre de disparo» de poca altura (45 cm), a nueve metros de distancia de la primera alambrada, que los prisioneros tenían prohibido cruzar sin permiso.
Además de incorporar estas nuevas medidas de seguridad físicas, los alemanes habían perfeccionado sus sistemas de vigilancia. Los «hurones» ya conocían bien su trabajo e iban equipados adecuadamente. Era frecuente verles aparecer de improviso por parejas para pillar desprevenidos a los prisioneros. Otros «hurones» patrullaban entre las sombras de los bosques, vigilando con prismáticos las actividades de los prisioneros parapetados detrás de «vallas de hurones». El Stalag Luft III era tan «a prueba de fugas» como podía serlo en aquella época. No obstante, el campo no tuvo el efecto desalentador sobre los nuevos reclusos que los alemanes habían esperado. Como reflexionaría el indómito evasor Jimmy James, ningún campo de concentración puede ser verdaderamente a prueba de fugas. Pesa más el ingenio humano (y las limitaciones humanas) que los obstáculos físicos, cuya superación ha conformado la evolución humana. Por otro lado, los alemanes no lo habían previsto todo a la perfección. El Stalag Luft III presentaba un grave fallo de seguridad: estaba ubicado a poco menos de un kilómetro de distancia de la ciudad de Sagan, una de las intersecciones ferroviarias más transitada de Alemania. Casi se podía decir que el campo quedaba a tiro de piedra de un tráfico constante de trenes de pasajeros y mercancías que pasaban silbando mientras se dirigían a todos los rincones de Alemania y más allá.
Sagan era una ciudad agradable pero anodina. Estaba en una zona con mucha historia, habiendo sido la sede del duque de Courland en la época en la que Courland era una provincia rusa. Las llanuras que rodeaban la ciudad fueron el marco de la histórica derrota de Federico el Grande ante los rusos. En la época de Napoleón, Sagan fue capturada por Francia y el duque de Sagan gobernó desde la suntuosidad de un impresionante castillo construido siguiendo el estilo del siglo XVIII francés. El castillo todavía estaba en pie en 1942, aunque había sido confiscado por los alemanes mientras durara la guerra.
En Sagan, además, había otro gran edificio señorial destacable. La mansión Jeschkendorf no era tan majestuosa, pero tenía un cierto encanto provincial. La mansión, edificada con un estilo autóctono, era la residencia del coronel Friedrich von Lindeiner, que había sido miembro del Estado Mayor personal de Hermann Göring en la Luftwaffe, y que hacía poco tiempo había sido designado Kommandant del Stalag Luft III.
Friedrich-Wilhelm von Lindeiner-Wildau no era para nada como el personaje incapaz y más bien torpe (llamado con el nombre ridículo de «Von Luger») que aparece en la película de Hollywood La gran evasión. Este veterano de la Primera Guerra Mundial, condecorado con dos Cruces de Hierro (y herido tres veces), era un hombre valiente, y su valor fue puesto a prueba tanto por los nazis como por los Aliados cuando la guerra alcanzó su punto más sangriento. Von Lindeiner no tenía un talante, ascendencia y perfil muy distintos a los del comandante Theo Rumpel del Dulag Luft. Como él, creía en la caballerosidad propia de los estamentos oficiales y en la afinidad natural entre las clases superiores. Puede que en nuestra época más democrática nos parezca un punto de vista clasista y anticuado, pero si la historia del Stalag Luft III y de lo que sería la Gran Evasión nos enseña algo, es que había una marcada distinción entre los que eran nobles y los que no. Los hombres de la Gran Evasión, cuyos orígenes eran muy diversos, demostraron que la nobleza no tiene nada que ver con dónde se ha nacido o de quién se es hijo.
Von Lindeiner procedía precisamente de un linaje aristocrático modesto y antes de la guerra se había casado con una baronesa holandesa. El matrimonio se había afincado en las propiedades holandesas de ella, y no regresaron a Alemania hasta que los nazis llegaron al poder. Se sentían alarmados por los drásticos cambios que había traído el nuevo y autoritario régimen al país en un período de tiempo relativamente corto. Por su parte, Von Lindeiner hizo todo lo posible por evitar verse involucrado en él.
Como muchos de los de su clase, se vio andando en la cuerda floja, en conflicto permanente entre sus propios valores tradicionales y las crudas circunstancias creadas por el nuevo gobierno. No obstante, en ningún país totalitario se pueden eludir por completo las exigencias del todopoderoso Estado. Von Lindeiner y la baronesa tenían un apartamento en Berlín, pero preferían pasar el tiempo en la soledad de la que creían que podrían disfrutar en su finca de Jeschkendorf. Allí vivían al estilo de la nobleza rural, tratando con altivo desdén los dictados nazis de los funcionarios locales en auge. Cuando empezó a tomar forma el fantasma de la guerra, el coronel se unió al Estado Mayor de Hermann Göring en la Luftwaffe (aunque éste no llegó a conocerle personalmente), la menos nazi de todas las fuerzas armadas alemanas. Tal vez fuera natural que la Luftwaffe lo considerara el candidato perfecto para administrar el Stalag Luft III cuando se inauguró el campamento. El coronel tomó el mando del campo teniendo ya 61 años. Von Lindeiner, como el comandante Rumpel, asumió sus nuevas funciones de «vulgar carcelero» con cierta reticencia, pero resolvió ejercerlas con el espíritu de cortesía que le pareció que requería la difícil situación.
«La mayoría de nosotros sentía mucho respeto por el coronel —recuerda el teniente general Albert Bub Clark—. Su trabajo era extremadamente difícil. Siempre quería ser justo. Intentó observar el Convenio de Ginebra. Nos proporcionó equipos de hockey y de baloncesto. Teníamos orquestas y bandas excelentes. Las bibliotecas estaban bien surtidas. Tenía la teoría de que si nos trataba bien y nos dejaba tener todo el material deportivo y recreativo que necesitábamos, se nos quitarían las ganas de escapar. No podía estar más equivocado».
Los nuevos prisioneros empezaron a llegar entre marzo y abril, procedentes de campos de toda Alemania. El aviador canadiense Tommy Thompson llegó de Spangenberg junto con su compatriota George McGill, que era observador en el Escuadrón 103 cuando fue abatido en enero. Del Oflag XXI B de Warburg procedía el comandante de ala Douglas Bader, un as de la aviación que había perdido las piernas, y Stanislaw Danny Krol, un polaco menudo y bravucón. Danny Krol era campeón de esgrima y acostumbraba a bañarse desnudo en la nieve durante su estancia en Warburg. Se unió a las Fuerzas Aéreas polacas antes de la guerra, pero tuvo que limitarse a presenciar cómo la Blitzkrieg nazi invadía su país porque los aviones de su escuadrón habían quedado fuera de combate durante las primeras horas del ataque. Entonces se dirigió a Francia, donde el general polaco Sikorski estaba reagrupando las Fuerzas Aéreas de su país. Tras la caída de Francia, Krol fue evacuado a Inglaterra. Allí se unió al Escuadrón 74 de aviones Spitfire, y fue abatido sobrevolando Francia en una misión. Lo que fue una pérdida para su unidad se convertiría en una gran adquisición para el Stalag Luft III, pues Krol llegaría a ser uno de los más eficaces colaboradores de la Organización X.
No obstante, era de Barth de donde procedían la mayor parte de los nuevos reclusos, entre ellos Wings Day y Johnny Dodge, Jimmy Buckley y Mike Casey, Peter Fanshawe y Cookie Long, Jimmy James, Johnny Marshall y Muckle Muir, todos ellos veteranos artistas de la evasión que acabarían constituyendo el núcleo de la organización de fugas del Stalag Luft III.
La primera impresión de Jimmy James sobre el nuevo campamento no difiere demasiado de la de muchos otros: «Los pinares silesianos desfilaban sombríos en torno a las defensas de alambre de púas […]. Recintos desolados y arenosos […]. Barracones austeros de madera […]», escribía en Moonless Night. Al menos, Sagan no le llenaba de tanta pesadumbre como Barth:
No experimenté la misma sensación de irrevocabilidad que tuve cuando entré en el Stalag Luft I, casi dos años antes. A pesar de que los ejércitos alemanes hacían retumbar las estepas rusas en su avance hacia Estalingrado, Rommel hacía retroceder a nuestro ejército en el desierto de Libia y los japoneses se abrían paso hacia Birmania, se presentía, sobre todo una vez que los estadounidenses entraron en la guerra, que no tardaría en ser detenido el avance de los tanques alemanes y japoneses, y que aquello podía llegar a ser el principio del fin.
Una incorporación clave de aquella época fue Wally Floody, un piloto de caza canadiense que había sido ingeniero de minas en su vida civil.
El Stalag Luft III se creó específicamente para alojar a todos los prisioneros de las fuerzas aéreas. Por desgracia, el número de aviadores aliados derribados en pleno vuelo siempre superaba el que preveía el Alto Mando Alemán. (En efecto, se llegaron a abatir cerca de 90 000 aviadores aliados en los cielos europeos, de los que sólo sobrevivieron la mitad para convertirse en prisioneros de guerra. El Mando de Bombarderos perdió 58 000 hombres). En consecuencia, se tuvieron que construir (o reabrir, como en el caso de Barth) otros campamentos para aviadores. No obstante, el Stalag Luft III seguiría siendo el campo de concentración principal para oficiales de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses hasta el fin de la guerra. En un principio estaba constituido por dos recintos preparados para albergar unos 2500 oficiales y suboficiales, pero se amplió rápidamente hasta constar de seis recintos que alojaban a más de 10 000 oficiales y a sus ordenanzas. El Stalag Luft III acabó estando tan masificado que finalmente se decidió trasladar a los suboficiales a un campamento sólo para ellos. En su parte más larga, la verja que cercaba el Stalag Luft III tenía más de ocho kilómetros de longitud. Así pues, no se trataba del campamento pequeño e íntimo que se deduce de la película sino de una comunidad bulliciosa y en constante crecimiento formada por muchas nacionalidades distintas, si bien es cierto que se recluyó a los que llegaron primero en el relativamente pequeño Recinto Este, compuesto por ocho barracones, además de otros barracones independientes para las cocinas, letrinas y duchas.
Wings Day conservó el acostumbrado puesto de oficial superior británico y se instaló en el despacho que los alemanes le proporcionaron para él y su personal. No obstante, si Von Lindeiner se figuraba que Day utilizaría estas instalaciones limpias y relativamente bien equipadas para limitarse a presidir la eficaz administración de los prisioneros británicos, andaba muy equivocado. Pocas horas después de haber llegado, Day colocó a Jimmy Buckley al frente de la Organización X.
El traslado a Sagan coincidió con un período de reflexión para Wings, durante el cual formuló un nuevo estilo de evasión. Hasta aquel momento, se había tomado las fugas como la mayoría de los demás hombres, casi como un deporte en el que la Cruz Roja ejercía el papel de arbitro. Ahora, en cambio, comunicó a sus hombres que había llegado el momento de «poner más carne en el asador». Los prisioneros de guerra debían dejar de considerarse a sí mismos como semineutrales por el mero hecho de que habían visto la muerte de cerca y caído en manos enemigas, explicó, y debían convertirse en una extensión del esfuerzo bélico aliado. Su frente de batalla serían los afilados alambres de espino que les rodeaban por los cuatro costados. Antes de llegar a Sagan, Day veía las fugas como una forma de mantener el orgullo y elevar la moral de los prisioneros, pero ahora los intentos de evasión tendrían como objetivo principal obstaculizar el esfuerzo bélico alemán, por lo que el efecto sobre la moral de los hombres pasaría a tener una importancia secundaria. La idea de llevar el frente de batalla a Sagan tendría consecuencias profundas para sus hombres, y Wings no tomó esta decisión a la ligera. En el pasado había mantenido la política de aconsejar prudencia a hombres como Death Shore, que proponía intentos de escapada que eran claramente suicidas. En el campo de batalla, por el contrario, las decisiones operacionales no se calibraban en función de si podían terminar causando muertes o no, ni del grado de turbación que provocarían en los combatientes. De hecho, en general se aceptaba que era inevitable causar muertes. Lo principal era descargar un golpe contra el enemigo que fuera lo más fuerte posible. Así pues, en adelante sería así como se tomarían las decisiones en el campo de batalla de Sagan.
Las huidas se planificarían con más cuidado. Buckley dividió el Comité de Fugas en tres secciones operacionales que coordinaban tres tipos diferentes de evasión: por debajo (por túneles), por encima (por la alambrada) y a través (por las puertas). Aunque se llevaran a cabo intentos de evasión de los tres tipos con resultados diversos, los túneles siguieron siendo la forma de evasión más popular. La huida por túnel garantizaba una ventaja de salida de al menos ocho horas y era la forma de evasión que más problemas causaba a los alemanes. En Barth se habían construido 100 túneles y se construirían otros tantos en Sagan hasta que el más famoso de todos pondría punto final a la excavación de túneles.
Buckley puso en marcha el reclutamiento de otros veteranos de la fraternidad de evasión, mayoritariamente entre los artistas de la evasión y los agitadores procedentes de Barth. Además, la constante afluencia de nuevas adquisiciones procedentes de otros campos resultaba muy provechosa para el Comité de Fugas, ya que aportaban la experiencia de sus propios intentos de fuga y contribuían con sus excepcionales habilidades a la organización. Los alemanes habían aprendido de sus errores, pero los prisioneros también habían tomado buena cuenta de los suyos. Muchos de ellos se habían convertido en expertos de las artes de falsificación, cartografía y confección. Otros habían aplicado todo su ingenio en la invención de toda clase de artilugios, mecánicos y de otro tipo, que se emplearían en las fugas. Además, el material de evasión ya no se produciría de cualquier manera ni improvisadamente. La Organización X, reagrupada en el Stalag Luft III, supervisaría el advenimiento de una nueva forma de producción en masa a escala industrial.
No todos deseaban escapar, como recuerda Bub Clark: «Un tercio de los hombres preferían esperar sentados a que terminara la guerra y finalizar sus estudios. Habían dedicado muchos esfuerzos a su educación y algunos de ellos hasta eran titulados. Cerca de otro tercio de ellos no querían hacer nada más que leer, hacer pesas, gimnasia o sentarse a cotillear. El tercio restante estaban entregados a la evasión. En cualquier caso, prácticamente todo el mundo en el campamento estaba dispuestos a ayudar de una forma u otra a cualquiera que planeara fugarse. Yo diría que un 60 o un 70 por ciento del campamento participaba de algún modo en los intentos de fuga».
El Comité de Fugas se vio inundado inmediatamente con propuestas de fuga por túnel, pero desde el principio se decidió que sólo se autorizaría un número reducido de ellas, al considerarse que, si se concentraban los recursos en tres túneles profundos (para evitar que los detectaran los sismógrafos) que partieran de tres barracones distintos, los hombres tendrían más posibilidades de tener éxito teniendo en cuenta las difíciles circunstancias a las que se enfrentaban en ese momento. No obstante, pronto se hizo difícil hacer cumplir esta restricción. Los prisioneros que iban llegando al Stalag Luft III se sentían excluidos de las oportunidades de escapar. Cuando se descubrió uno de los tres túneles profundos, la organización cambió drásticamente de estrategia. Llegó a la conclusión de que, cuantos más túneles hubiera, más probable era que al menos uno llegara a terminarse. Cuesta creer que, durante el verano de 1942, se empezaran unos 30 o 40 túneles en los barracones del Recinto Este. Por desgracia, todos estos intentos de fuga fracasaron menos uno.
A los excavadores veteranos como Peter Fanshawe y Johnny Marshall se unieron el bullicioso escocés Bob Crump Ker-Ramsay y el piloto de caza canadiense y ex ingeniero de minas Wally Floody, que quedaron a cargo de las excavaciones. En Canadá, Wally Floody había trabajado para el magnate de las minas Harry Oakes, que pasó de pobre a multimillonario y murió en circunstancias misteriosas en las Bahamas durante la guerra. Floody se incorporó al Escuadrón 401 de la Real Fuerza Aérea canadiense y fue destinado a Biggin Hill, la legendaria base de la RAF de Kent. Se encontraba en uno de los tres escuadrones de aviones Spitfire que sobrevolaban St. Omer, en Francia, y fueron atacados por más de 200 Messerschmitt 109. Antes de que Floody tuviera tiempo de reaccionar, su máquina explotó y tuvo que lanzarse en paracaídas sobre la campiña francesa. Aterrizó literalmente ante la puerta de una casa de campo y la señora de la casa le estaba ofreciendo un buen trago de coñac cuando llegó un pelotón de soldados alemanes para hacerle prisionero. No tardó en encontrarse en el Dulag Luft para ser interrogado.
Uno de los problemas inmediatos que tenían que resolver los excavadores era que el suelo gris sobre el que se asentaba el campamento ocultaba a poca profundidad una desigual tierra arenosa y amarillenta que era difícil de dispersar y, como descubrirían más tarde, todavía más difícil de excavar. Por otro lado, Sagan no estaba exento de ventajas. La más notable era que el nivel freático del agua se encontraba a unos 100 metros por debajo de la superficie, con lo que el entorno era ideal para la construcción de túneles.
Jimmy James fue uno de los primeros que empezaron a cavar. Su compañero de habitación era Charles Bonnington (padre del futuro alpinista Chris Bonnington), un capitán de paracaidistas derribado sobre el desierto Occidental. Fue él quien tuvo la idea de excavar un túnel desde el barracón cercano a las duchas, a 90 metros por debajo del campo de deportes. James accedió a encargarse del trabajo de excavación. El túnel avanzaba perfectamente cuando un día James quedó aplastado por un desprendimiento. Se encontraba solo en el túnel y no podía mover las extremidades. Por suerte, pudo mover la cabeza y gritar pidiendo ayuda. Alguien vino a rescatarle. Los hombres se habían topado con uno de los mayores obstáculos que debían afrontar los excavadores de Sagan.
«Al principio pensamos que la arena sería fácil de excavar y que tal vez podríamos avanzar hasta dos metros al día —afirma el propio James—. La verdad era que resultaba fácil. Pero el problema que tiene la arena blanda es que siempre acaba cayéndote encima». Los hombres estaban empezando a darse cuenta de que para que un túnel permitiera salir de Sagan tendría que ser apuntalado concienzudamente.
Mientras, se estaban construyendo literalmente decenas de otros túneles en aquellos meses de primavera y verano. La mayoría de ellos eran poco profundos y casi todos terminaron derrumbándose o siendo descubiertos por los «hurones». Nada más llegar al campamento, Bub Clark se ofreció a ayudar en las tareas de excavación y no tardó en trabajar con Wally Floody en uno de aquellos túneles poco profundos. A veces, los hombres se quedaban allí aislados toda la noche, cavando mientras sus camaradas dormían en la superficie.
«No era un trabajo que pudiera hacer cualquiera —reconoce Clark—. No teníamos luz a menos que utilizáramos las lamparitas de grasa, pero solían apagarse alrededor de las cuatro de la mañana, lo que da una idea de lo viciado que estaba el aire allí abajo. De todos modos, aparte del tremendo dolor de cabeza con el que terminabas al cabo de la noche, todos aguantábamos más que las lámparas, lo que no dejaba de sorprenderme».
Los alemanes, por supuesto, sabían lo que estaba pasando y durante mucho tiempo se paseaban por el campamento en un pesado camión de bomberos, con el que una vez inundaron el suelo de agua. Los problemas saltaban a la vista. La arena no sólo era inestable, sino que además era difícil de ocultar. Los prisioneros escondían gran parte de ella en los tejados de los barracones, pero cuando se venía abajo alguno de aquellos tejados, el juego quedaba al descubierto. La mayoría de los túneles necesitaba agujeros para la ventilación, y los «hurones» los descubrían fácilmente. Las distancias que tenían que recorrer los túneles eran demasiado abrumadoras. Muchos de los excavadores quedaban enterrados por la arena aunque, sorprendentemente, y a pesar de la multitud de derrumbamientos que se produjeron, ningún excavador perdió la vida en el Stalag Luft III.
A Muckle Muir se le ocurrió una de las ideas más brillantes para la construcción de un túnel, y el Comité de Fugas convino en que podría dar resultado donde todos los demás intentos parecían estar fracasando. El plan consistía en excavar un túnel a escasos metros de profundidad, seguido de un túnel mucho más profundo. El primer pozo de entrada llegaría a los dos metros y medio de profundidad y proseguiría en sentido horizontal unos 12 metros, hasta llegar a un aparente punto muerto. Si los alemanes descubrían este túnel, como habían encontrado todos los demás, supondrían que había sido abandonado. No obstante, bajo una trampilla hábilmente oculta, habría otro pozo que se sumergiría seis metros y que conduciría a otro túnel más profundo. Wings Day pensó que era una idea magnífica y ordenó que se le concediera la mayor prioridad.
Peter Fanshawe se encargó de la dispersión de arena y Wally Floody coordinó a los hombres que excavarían el túnel. Se formaron dos equipos de 17 excavadores subordinados a Harry Marshall y Bob Ker-Ramsay, que trabajarían en turnos seguidos. Decidieron empezar el túnel en el Barracón 66 porque, al estar situado a más de 100 metros de la alambrada, los alemanes creerían que nadie sería tan estúpido como para empezar a excavar desde allí. El túnel avanzaría hacia el barracón de la cocina, que estaba cerca de la alambrada, y luego se alargaría hacia atrás, en dirección al Barracón 67. Este túnel resultaría ser un campo de pruebas para todos los demás intentos de evasión subterránea y ofrecería al Comité de Fugas las primeras pistas sobre los problemas que presentaba el tener que cavar a tal profundidad. En primer lugar, estaba el problema de la seguridad. Si alguien quedaba atrapado en un derrumbamiento a un metro de profundidad, no le resultaría difícil salir arrastrándose a la superficie. En cambio, si un excavador quedaba enterrado bajo la arena a ocho o diez metros de profundidad, las consecuencias podían ser mortales. Los hombres descubrieron también que a aquella profundidad había problemas de ventilación. El oxígeno escaseaba tanto que apenas se podía respirar. Las lámparas de grasa que utilizaban no solían durar más de unos pocos minutos. Para superar estos problemas, los hombres diseñaron unos tubos de ventilación con latas de leche Klim mucho más elaborados que los que habían utilizado anteriormente. A veces, para tener luz se conectaban al suministro eléctrico del campamento por medio de trozos de cable robado a los alemanes. Además, el túnel de Muckle Muir inauguró el uso de las vagonetas subterráneas con vías que llegarían a ser imprescindibles para la dispersión de arena y el transporte de los excavadores al «frente de extracción».
Los excavadores tardaron tres meses en llegar a los cimientos de hormigón del barracón de la cocina. Para cuando llegaron hasta allí, Fanshawe ya tenía graves problemas para dispersar la gran cantidad de arena que habían excavado. Se habían quedado literalmente sin sitios donde dejarla. Los tejados de algunos barracones se estaban combando por el peso de la arena sobre las vigas. Fue entonces cuando a Ker-Ramsay se le ocurrió otra genial idea. El Barracón 68 tenía paneles laterales que llegaban hasta el suelo. ¿Y si excavaban un pequeño ramal del túnel bajo el Barracón 68 y escondían la arena en el espacio intermedio? Así, los prisioneros que dispersaban la arena en otras partes del recinto no tendrían que salir a la superficie con ella y despertar las sospechas de los alemanes. El plan fue aprobado y los excavadores empezaron a construir otro túnel.
Mientras el ingenioso túnel de Muckle Muir progresaba, hubo nuevas e importantes llegadas al campamento. Aquel verano, Wings fue relevado del cargo de oficial superior británico cuando el coronel de aviación Herbert Massey llegó al Stalag Luft III. Massey poseía una Orden de Servicios Distinguidos y una Cruz al Mérito Militar y había estado en el Real Cuerpo Aéreo (RFC) durante la Primera Guerra Mundial. Estaba a punto de ser ascendido a general de brigada cuando fue abatido mientras volaba en un Lancaster como pasajero. No obstante, Massey se convirtió en oficial superior británico sólo de nombre, ya que ordenó a Wings Day que siguiera ejerciendo las funciones que había estado desempeñando tan bien. Ambos eran viejos amigos, y habían servido juntos en Egipto. Massey sufría cierta discapacidad por una lesión en el tobillo que le hacía renquear. Por otro lado, reconocía que Day tenía mucha más experiencia que él en cuestiones relativas a los prisioneros. Otro recién llegado fue Des Plunkett, derribado el 20 de junio de 1942 sobre Holanda. De nuevo, una pérdida para la RAF se convirtió en una valiosa incorporación para los del Stalag Luft III: Plunkett acabaría siendo indispensable para la Organización X.
En julio de 1942, se produjeron dos nuevas llegadas al Stalag Luft III. El teniente de la RAF Bob van der Stok desempeñaría un papel primordial en los futuros intentos de fuga del Stalag Luft III y ocuparía un lugar importante en la historia de la Gran Evasión. Van der Stok nació el 30 de octubre de 1915 en la Sumatra holandesa. Era uno de los cuatro hijos (tres chicos y una chica) de un ingeniero de la Shell, cuyo trabajo obligaría a la familia a desplazarse por todo el mundo. Los cuatro hermanos pasaron su infancia en Borneo antes de trasladarse a Curacao, en las Antillas Holandesas. Todos ellos se educaron en Rotterdam. Bob estudió posteriormente en el prestigioso Lyceum Alpinum de Suiza y acabó ingresando en la Universidad de Leiden para estudiar Medicina. Sin embargo, su afición a los deportes (sobre todo al remo y al hockey sobre hielo), repercutió en su rendimiento académico y no llegó a titularse. Se planteó seriamente la posibilidad de hacerse jugador profesional de hockey en Canadá pero, siguiendo el consejo de su padre, se unió a la Real Fuerza Aérea holandesa para un servicio breve. Se formó como piloto de cazas y desarrolló una gran pasión por las acrobacias aéreas, hasta el punto de que una vez presentaron cargos contra él por hacer pasar un avión por debajo de un puente. Pasado un tiempo, Van der Stok dejó las fuerzas aéreas para reanudar sus estudios de Medicina, esta vez en la Universidad de Utrecht, con el firme propósito de finalizarlos.
La guerra acabó con sus ambiciones. Con la escalada de las hostilidades, Van der Stok se reincorporó a las fuerzas aéreas y terminó pilotando aviones Fokker contra los alemanes en la invasión del 10 de mayo de 1940. A él se atribuyó la destrucción de al menos uno de los Messerschmitt del enemigo, que eran aparatos superiores, pero Holanda cayó en cuestión de días y las hostilidades cesaron abruptamente. El 15 de mayo, las autoridades ocupantes le ordenaron, como a los demás soldados holandeses, que reanudara su vida civil. Así lo hizo durante un tiempo, pero no tardaría en lanzarse a la aventura para asumir el papel que desempeñaría durante gran parte del resto de la guerra: el de uno de los hombres de la Gran Evasión.
Cuando dos aviadores de la Fuerza Aérea holandesa huyeron a Gran Bretaña en un avión robado, los alemanes empezaron a recluir a sus compañeros en tierra. Van der Stok pasó a la clandestinidad y se propuso huir él también hacia la libertad. Tras casi un año y tres intentos de fuga, se acercó nadando a un barco neutral que estaba en el puerto de Rotterdam y se escondió en su interior. Después de haber dejado atrás el puerto, el barco fue detenido por un buque de la Marina Real Británica y Van der Stok, con otros hombres que habían huido con él, salieron de sus escondites y se ofrecieron voluntarios para unirse a la causa aliada. Durante la mayor parte de los dos años siguientes, Van der Stok fue piloto de Spitfire en la Real Fuerza Aérea británica para el Escuadrón 91 en misiones de defensa por la costa meridional. Más tarde fue asignado al Escuadrón 41 y pilotó aviones Spitfire en misiones de barrido sobre Francia. El 14 de julio de 1942, en una escaramuza con un grupo de aviones Messerschmitt, su aparato recibió un impacto fatal y Van der Stok se lanzó en paracaídas sobre territorio enemigo. Durante su tiempo de servicio en la RAF se le llegaron a atribuir otras seis destrucciones, pero ahora volvía a ser prisionero de los alemanes.
Cuando llegó al Stalag Luft III, a Bob van der Stok se le ofreció un trabajo en el hospital gracias a su formación médica, y pensaba que ésa iba a ser su principal actividad, pero acabó convirtiéndose en un evasor infatigable. Sus dos primeros intentos de fuga fueron un tanto chapuceros y propios de un principiante. En el primero de ellos, él y otro oficial se propusieron cavar sin más un agujero bajo la alambrada por la noche y salir corriendo. Sus planes se vieron truncados cuando un disturbio en otra parte del campo hizo sonar la alarma y tuvieron que retirarse precipitadamente a su barracón. En otra ocasión, su compañero y él consiguieron esconderse en el barracón de las duchas con un par de palas, con la intención de salir por la noche de su escondite y de nuevo cavar rápidamente un agujero bajo la alambrada, pero su intento se frustró cuando los guardias notaron su ausencia al pasar lista.
La segunda llegada importante de aquel verano fue la de Roger Bushell, que se reunía por fin con sus antiguos camaradas, que no le habían visto desde que desapareció en la «Gran Evasión» del Dulag Luft. Bushell llegó al Stalag Luft III acompañado de tres oficiales de la Gestapo. Tras su intento de fuga del campo temporal de Frankfurt, Bushell había sido separado del resto de prisioneros y recluido en el Stalag XC, en Lubeck. Fue por eso por lo que estaba entre el contingente de prisioneros que había sido destinado a Oflag XXI B, en Warburg. Durante el trayecto en tren, Bushell y otros oficiales consiguieron agujerear las tarimas del suelo y dejarse caer a las vías desde el tren. Bushell escapó con un oficial checo, Jack Zafouk, y los dos se dirigieron a Praga, donde el movimiento de resistencia encontró un piso franco para ellos. Estuvieron allí esperando mientras se les preparaba un itinerario de fuga, pero el 27 de mayo de 1942 se produjo la intervención del destino. El Obergruppenführer de las SS Reinhard Heydrich, adjunto del Reich en Bohemia y Moravia, fue asesinado en una emboscada en Praga realizada por partisanos checos lanzados en paracaídas sobre Checoslovaquia por los británicos.
Los alemanes respondieron al magnicidio con represalias inmediatas e implacables, encerrando a más de mil miembros del movimiento de resistencia y a cualquiera que estuviera remotamente vinculado a él. (Incluso arrasaron un pueblo entero, donde asesinaron a todos los hombres y enviaron a las mujeres y a los niños a campos de concentración). Bushell y Zafouk tuvieron la mala suerte de verse traicionados en el marco de este frenesí de represalias bárbaras y terminaron recibiendo fuertes palizas a manos de la Gestapo. A Zafouk le mandaron al castillo de Colditz, en Sajonia, otro campamento «a prueba de fugas» que resultó ser cualquier cosa menos a prueba de fugas.
Por un motivo u otro, Bushell terminó siendo enviado a Sagan, aunque el porqué siempre ha sido un misterio. Paul Brickhill, autor del libro La gran evasión, que también estuvo prisionero en el Stalag Luft III, sugiere que se debió a la intervención del censor del campamento, el cabo Hasse, que conocía y apreciaba a Bushell. Otros insinúan que fue el coronel Von Lindeiner quien intervino. Lo que es seguro es que, cuando se dejó a Bushell de nuevo en manos de la Luftwaffe, fue con la advertencia explícita de que se le fusilaría si volvía a intentar escapar. Bushell siempre se mostró reacio a hablar de la temporada que pasó custodiado por la Gestapo pero, por lo visto, aquella experiencia alteró radicalmente la opinión que tenía de los alemanes. Anteriormente había profesado una tremenda simpatía por la nación alemana en general (lo que no es de extrañar, dado que había pasado tanto tiempo esquiando con alemanes antes de la guerra). Su actitud respecto a los nazis era ambivalente, pero no le gustaban los cambios que estaban produciendo en el que consideraba uno de los países más civilizados del mundo. En cualquier caso, cuando llegó al Stalag Luft III, parecía detestar con todas sus fuerzas a todos y cada uno de los alemanes, y su deseo de escapar se agudizó hasta extremos casi mesiánicos.
En el bochornoso calor de un típico día de verano en Silesia, algunos prisioneros de la RAF idearon una ocurrente estratagema (aunque adolecía de fallos de bulto), para minar la moral alemana. El Stalag Luft III tenía su propia piara, que se alimentaba del vertedero de basuras. Los oficiales británicos pensaron que, si arrojaban sus cuchillas de afeitar usadas a la basura, los cerdos se atragantarían con ellas, por lo que las provisiones de panceta y jamón de los alemanes se verían reducidas, aunque fuera modestamente (al parecer, los oficiales no cayeron en la cuenta de que se podría hacer panceta igualmente de los cerdos muertos). Por desgracia, aquella jugarreta no surtió el efecto esperado. Los cerdos siguieron atiborrándose con la basura aunque hubiera cuchillas en ella. Eso sí, a los alemanes no les pasaron por alto las cuchillas, ya que algunos de ellos se cortaron las manos al limpiar la basura. Aquello les irritó sobremanera, y decidieron tomar represalias negándose a partir de entonces a sacar la basura. El resultado fue que el apestoso montón de basura que se formó generó una constante nube de moscas y provocó varios brotes de disentería. La situación se volvió tan insoportable que los británicos terminaron claudicando. Wings Day ordenó que no se arrojaran más cuchillas al vertedero y los alemanes accedieron a limpiar la porquería. No obstante, para entonces el enjambre de moscas se había convertido en una presencia permanente, agravada por el endémico mal funcionamiento de las letrinas, que habían sido mal diseñadas. En aquel estado de cosas, los inquilinos del Recinto Este agradecieron la llegada de un joven oficial estadounidense, que acababa de ser abatido en su Spitfire sobre Francia.
El padre del teniente coronel Albert Bub Clark había sido inspector sanitario en Colorado. En su juventud, en tiempos de la Depresión, Clark había viajado con él a campamentos del Cuerpo de Conservación Civil (Civilian Conservation Corps) de Colorado. En consecuencia, Clark tenía amplios conocimientos sobre la construcción de retretes con fosa. Con el consentimiento del oficial superior británico, obtuvo de los alemanes el material y las herramientas que necesitaba para mejorar las instalaciones sanitarias, cubriéndolas con mosquiteras e instalando trampillas de ventilación. De hecho, sus mejoras fueron tan efectivas que los alemanes adoptaron su diseño en otros campamentos. Además, Wings Day nombró a Clark «Gran S» o jefe de seguridad de la Organización X.
Albert Patton Clark era más conocido como Bub («chaval») debido a su aspecto juvenil, o a veces Red («pelirrojo») por su pelo. Larguirucho, con 188 cm de altura, recordaba físicamente al ídolo de Hollywood James Stewart, y compartía con él una apariencia abierta y afable. Sin embargo, tras la inocencia juvenil de Clark se ocultaba una mente sagaz, como descubrirían muchos prisioneros aliados al tratar con él en los años siguientes. A pesar de su juventud, era segundo en el mando de uno de los primeros escuadrones de cazas estadounidenses que llegaron a Gran Bretaña. Para que se familiarizara, junto con otros aviadores estadounidenses, con las tácticas y los aviones británicos, Clark fue asignado al 31° Grupo de Cazas, con base en Tangmere, en la costa meridional de Inglaterra. El Canal era lo único que separaba del enemigo a la base de cazas, y en el 31° Grupo volaban los aviones que tanto apreciaban los jóvenes pilotos estadounidenses, los Spitfire. La posición de honor de Clark como único estadounidense de un grupo compuesto principalmente por pilotos veteranos de la Batalla de Inglaterra pudo haber sido la causa involuntaria de su caída. Mientras sus compañeros de la RAF compartían alojamiento en el campo de aviación principal, se agasajó a Clark hospedándolo en un hotel local donde la comida era mejor que el rancho de la base y las condiciones eran considerablemente más cómodas. Pero ésta fue la razón de que, cuando su chófer le llevó al campo de aviación la mañana del domingo 2 de mayo de 1942, se hubiera perdido la sesión de orientación y no viera otra cosa que a sus compañeros atravesando a toda prisa el campo de aviación para abalanzarse hacia sus aparatos. Clark no tuvo más remedio que seguir su ejemplo. Todavía llevaba puestos sus pantalones de color claro y su chaqueta de piel, y no tuvo tiempo de ponerse el uniforme de vuelo reglamentario. Sólo pudo colocarse un casco de aviador e instalarse en la cabina del piloto del Spitfire sin tener ni idea de cuál era la misión. «Probablemente era el aviador peor informado que había aquel día en el cielo», reflexionaría posteriormente con gesto torcido.
De hecho, se había mandado al grupo a un barrido sobre Abberville, una de las bases principales de la Luftwaffe en la costa septentrional francesa, que alojaba unos 1000 cazas alemanes. El cometido del escuadrón de aviones Spitfire era tomar por sorpresa al enemigo y causar la mayor destrucción posible. Sin el beneficio que le hubiera supuesto contar con esta información, Clark se limitó a pegarse al grupo, dirigió el morro de su Spitfire en la misma dirección que los demás y sobrevoló el Canal de la Mancha. Clark formaba parte de la Escuadrilla Amarilla. El jefe de escuadrilla, Amarillo Uno, era un canadiense llamado Freddie Green. Clark era Amarillo Dos. Atravesaron el Canal a altitud cero y empezaron a ascender al llegar al otro lado. Clark no tardó en experimentar la sensación de peligro que despierta el ver los minúsculos Focke-Wulf y Messerschmitt rodando por la pista de despegue. Amarillo Uno salió de la formación para atacar. Clark, como Amarillo Dos, hizo lo mismo. Amarillo Tres y Amarillo Cuatro quedaron tan sorprendidos por esta acción repentina que perdieron el contacto con sus jefes. Así, Clark y su jefe canadiense no tardaron en encontrarse peligrosamente solos entre el grupo de aviones Focke-Wulf 190 alemanes.
Los dos aviones aliados se abatieron sobre el enemigo mientras los alemanes iniciaban el despegue. Uno de ellos recibió un impacto, pero cuando Amarillo Uno asumió la envergadura de la fuerza contra la que se enfrentaban, dio media vuelta y se alejó todo lo rápido que le permitió el amplificador de potencia de emergencia del Spitfire. Por desgracia, el aparato de Clark no parecía estar tan bien afinado. Mientras veía alarmado cómo su jefe desaparecía a lo lejos, los Focke-Wulf seguían reduciendo distancias. Cuando se dirigía a toda velocidad hacia el mar, a sólo 15 metros por encima de la superficie, uno de los aviones alemanes le acertó en el ala derecha. No se distinguía a ninguno de sus compañeros. Clark empezó a luchar por su vida, entre giros y rizos, mientras los Focke-Wulf le seguían de cerca. En un momento dado, efectuó un giro de 180 grados para enfrentarse de cara a dos de ellos; sin dejar de dispararse los unos a los otros, los aviones se cruzaron surcando el aire como una exhalación. Mientras atravesaba el Canal a escasos metros del agua, Clark acabó teniendo nada menos que a cuatro de ellos pegados a la cola, acelerando con un ruido atronador. Clark dio otro giro de 180 grados y abrió fuego contra el perseguidor que tenía más cerca. Éste, cogido por sorpresa, se separó del resto y voló de vuelta a la base.
Aliviado, e incluso algo sorprendido por sus propias habilidades combativas, Clark trató de hacer lo mismo, rozando el oleaje sobre el Canal. Sin embargo, poco después, cuando ya le fallaba el motor, distinguió lo que creyó que era la costa de Inglaterra y, salvando los acantilados, efectuó un brusco aterrizaje forzoso. Sus maniobras le habían dejado totalmente desorientado: no estaba en Inglaterra sino en Francia. Poco después de salir de la cabina del piloto, magullado y conmocionado, unos soldados apostados en un emplazamiento de batería cercano salieron a su encuentro. Clark pasaría el resto de la guerra en cautividad.
Aquella noche, Clark fue invitado a una amistosa cena en el Club de Oficiales de la Luftwaffe en St. Omer. Varios pilotos de caza que habían intervenido en la escaramuza de aquella mañana le estuvieron haciendo preguntas. Clark llegó a la conclusión de que lo que más les interesaba era saber cuál de ellos le había derribado. (Hasta la fecha, Clark sigue sin conocer la respuesta, aunque incluso a finales de los años 90 le dieron unas fotografías de su avión abatido que no había visto nunca). De allí fue enviado al Dulag Luft, donde llegó tras una larga y penosa ruta por Francia y Bélgica. Las autoridades del campamento temporal se quedaron desconcertadas al descubrir que un coronel estadounidense había combatido en un Spitfire de la RAF. Lo retuvieron allí durante un mes antes de trasladarlo a Sagan, al nuevo centro de la Luftwaffe para prisioneros: el Stalag Luft III.
La primera impresión de Clark sobre el Stalag Luft III fue la habitual: «Alambrada de púas, casetas grises, barracones prefabricados de una sola planta y torres de vigilancia. Y todo era gris, incluso el polvo que flotaba sobre el suelo. Se oían los ruidos de la ajetreada estación y las maniobras de los trenes, pero por lo demás uno se sentía muy aislado».
La llegada de Clark, el primer recluso estadounidense de Stalag Luft III, provocaría además que aparecieran las primeras señales del ligero pero perceptible distanciamiento entre la forma de entender la cautividad de los británicos y la de los estadounidenses. Muchos de los primeros prisioneros de guerra británicos habían asistido a colegios privados y algunos ostentaban un distinguido linaje aristocrático, lo que se reflejaba en su actitud. Por ejemplo, se dedicaban a menudo a «fastidiar a los animales» porque sí.
«Los oficiales británicos demostraban mucho valor en la forma en que se enfrentaban a los alemanes —comenta Clark—. Pero a veces esto ocasionaba más problemas que provecho. Algunos oficiales que llegaban al campo se quedaban conmocionados, verdaderamente conmocionados, al ver cualquier tipo de trato, y no digamos si era amistoso, entre los oficiales y los alemanes. Pero no se puede llevar un campo sin gente que traiga la comida y se lleve la basura. Necesitábamos la buena predisposición de los alemanes. Un día, el comandante de ala Bader dio un discurso en el momento de pasar lista en el que dijo que no debía confraternizarse más con el enemigo. Luego los alemanes le mandaron a un campo de castigo y ya no le volvimos a ver».
El comandante de ala Douglas Bader era famoso por ser cojo de ambas piernas, que perdió en una insensata acrobacia aérea que terminó mal. Desde entonces, volaba con dos piernas artificiales y, cuando su avión recibió un impacto sobre territorio enemigo y Bader descubrió que las piernas se le habían quedado atrapadas en el asiento de la cabina, le bastó con quitárselas para poder lanzarse en paracaídas. Los alemanes dejaron, en un gesto de generosidad según ellos, pasar a un avión de la RAF para que soltara desde el aire un par de piernas nuevas para Bader. A pesar de ello, el aviador no dejó de ser un incordio para sus guardianes. Un día, Von Lindeiner le comunicó de forma terminante que lo trasladarían al recinto médico de Lamsdorf, donde recibiría una atención médica más adecuada. Bader se negó a ir con la misma energía, amenazando con arrojarse al depósito de agua para incendios. Entonces, el Kommandant envió a un grupo de guardias fuertemente armados al recinto para que se lo llevaran. Una multitud acudió a la escena para abuchear a los alemanes. Finalmente, el comandante de ala salió del campamento escoltado por dos columnas de guardias armados. Poco después, Bader escapó de Lamsdorf, pero volvieron a capturarlo y le enviaron a Colditz.
Esta marcada diferencia de actitud respecto a los alemanes fue una constante. Por lo general, los estadounidenses acudían al Appell de forma ordenada. Los británicos, en cambio, conseguían que los «animales» vivieran una pesadilla casi cada vez que se pasaba lista, jugueteando con los demás con ostensibles muestras de burla y moviéndose de un lado para otro para que a los alemanes les resultara imposible efectuar el recuento. Siendo así, los británicos tenían que formar el doble de tiempo, y a veces más, que los estadounidenses, y sólo sacaban algún provecho cuando tenían que ocultar la ausencia de algún compañero fugado, aunque de todos modos este comportamiento les delataba. No es difícil estar de acuerdo con la tesis de Clark cuando expone que la mayoría de los intentos de «fastidiar a los animales» eran poco más que gamberradas de niños bien. En su defensa hay que señalar que, efectivamente, muchos de ellos apenas acababan de dejar el colegio, aunque lo mismo podía decirse de los aviadores estadounidenses, que en su mayoría parecían demostrar una actitud más madura y comprensiva con sus enemigos.
Más adelante, en otoño de aquel año, Paul Royle empezó un túnel que avanzaba hacia la alambrada desde el Barracón 68, idéntico en diseño al de Muckle Muir y de trayectoria casi paralela. Más o menos al mismo tiempo, se produjo un osado intento de fuga que se ganaría los elogios del coronel Von Lindeiner. Dos oficiales habían encontrado un «punto ciego» en las vallas circundantes, creado por la disposición de las torres. Ken Toft y William Red Nichols se percataron de que la capa intermedia de alambre de cuchillas era tan densa que probablemente podrían abrirse paso a través de ella sin ser vistos. El Comité de Fugas aprobó el plan, proporcionó documentos falsos a los hombres y organizó un torneo de boxeo que sirviera para distraer la atención mientras los dos hombres se ponían manos a la obra. Al final les vio uno de los guardias, pero sólo a lo lejos, cuando ya corrían hacia los abetos. Por un motivo u otro no disparó para detenerles, y Toft y Nichols quedaron libres, al menos de momento. Por desgracia para ellos, fueron capturados posteriormente cuando se toparon con un funcionario que no se dejó engañar por sus documentos. A su regreso al Stalag Luft III, el irlandés Toft y el estadounidense Nichols, que había combatido en uno de los escuadrones Eagle de la RAF, se encontraron con la sorpresa de recibir de parte del Kommandant una botella de whisky como reconocimiento a su audacia.
Muchos de los prisioneros no veían claro que fuera posible poder salir por un túnel que empezara en uno de los barracones. Partiendo de este planteamiento, algunos recuperaron una idea que había empezado a debatirse en Barth. Consistía en encontrar un punto en el suelo que estuviera cerca de la alambrada y en el que fuera posible excavar un túnel, mientras que la trampilla y la excavación en sí pudieran mantenerse ocultas de una forma u otra.
Durante aquel primer verano en Sagan se efectuó el primero de estos intentos de fuga, una «topera» en el suelo, pero el más acertado de todos ellos fue, de lejos, el que planearon Bill Goldfinch y el neozelandés Henry Lamond. Junto con el tercer miembro del equipo, Jack Best, propusieron la idea al Comité de Fugas. El mayor obstáculo consistía en encontrar un lugar que estuviera lo suficientemente cerca de la alambrada. La solución con la que dieron fue inundar a propósito el barracón de las duchas y quejarse a los alemanes de que el sistema de desagüe funcionaba mal. Los alemanes eran conscientes de que el problema debía resolverse con celeridad porque las concentraciones de agua estancada eran un fértil caldo de cultivo para el tifus. Cuando los oficiales plantearon el problema a Pieber, éste se mostró perplejo y preocupado, pero no estaba dispuesto a relevar a sus hombres de sus tareas de vigilancia para que cavaran zanjas de desagüe. Así, prefirió acceder a la petición de Wings Day de proporcionar a los prisioneros las herramientas necesarias para que se ocuparan ellos mismos de hacer el trabajo. No obstante, les advirtió de buen principio de que había contado bien la cantidad de palas que les cedía. Seguidamente, los prisioneros empezaron a cavar una profunda zanja que se llevara el agua.
La labor de excavación se fue realizando durante algunos días según lo acordado para que los alemanes no tuvieran dudas sobre las intenciones de los prisioneros. Finalmente, Best, Goldfinch y Lamond empezaron a perforar un estrecho túnel en el final de la zanja, de unos 60 cm de profundidad, que se dirigiría a un punto de la alambrada equidistante entre dos sismógrafos. Tras varios días de actividad clandestina, el túnel había avanzado 15 metros y estaba lo suficientemente cerca de la alambrada como para iniciar el intento de fuga. La noche del 21 de junio, después del Appell, los prisioneros dejaron a los tres oficiales dentro del túnel, taparon la salida y llenaron de agua la zanja de desagüe. La única ventilación que tenían eran tres estrechos agujeros. Cuando se cerró el campamento a las 22.00 horas, los tres empezaron a abrirse camino bajo tierra hacia la alambrada. Goldfinch, que iba delante, escarbaba con una pala y pasaba la arena a Lamond. Éste la arrastraba hacia atrás y Best la recogía y la pisoteaba tras él lo mejor que podía. Fueron avanzando a rastras con penosa lentitud. Aquella noche consiguieron excavar 7,5 metros de túnel hasta que decidieron detenerse por temor a ser descubiertos. Para los tres hombres totalmente sepultados en la oscuridad, iba a ser una noche muy larga.
Los hombres lograron soportar el resto del día siguiente bajo tierra sin alertar a los guardias de su presencia, mientras excavaban 23 metros más. Al caer la noche, calcularon que ya sólo les separaba un cómodo margen de la alambrada, y decidieron que saldrían a la superficie a primera hora de la mañana siguiente. Los compañeros que observaban desde los barracones se dieron cuenta con preocupación de que tres columnas de vapor que surgían visiblemente de los agujeros de ventilación delataban la posición de los hombres bajo tierra. Finalmente, Goldfinch y compañía salieron al aire libre e iniciaron su huida, que se prolongó durante tres días y que permitió a los hombres llegar hasta el Oder. Allí, robaron un bote con el que pretendían navegar hacia el Báltico, lo que provocó que fueran detenidos, ya que el indignado propietario del bote les siguió la pista y les denunció a la policía. Así terminó uno de los intentos de fuga más audaces y valientes de la guerra. Goldfinch y Best fueron mandados de inmediato a Colditz, pero Lamond volvió a Sagan.
El éxito de esta tentativa inspiró diversos intentos de fuga subterráneos similares, algunos con mayor fortuna que otros. Los alemanes se alarmaron tanto ante esta epidemia de agujeros que el oficial superior del Abwehr, el comandante Peschel, decretó que se excavara un foso en torno a todo el recinto para impedir que se produjeran más intentos de fuga de este calibre. El foso sería lo suficientemente profundo como para hacer que cualquier plan de este tipo fuera inviable. Sus hombres se pasaron dos semanas bajo un abrasador sol de estío excavando un foso de 2,5 metros de profundidad y un metro de ancho. Sin embargo, aquel foso, que llegó a ser conocido como la «Locura de Peschel», no hizo más que propiciar la excavación de más túneles. Al ser tan profundo, los guardias de las garitas de los «animales» no tenían forma de saber si había alguien escondido en el fondo del foso. En una ocasión, varios prisioneros se escondieron allí antes de que se cerrara el campamento y, al hacerse de noche, empezaron a abrirse paso cavando bajo la alambrada. El intento de fuga fracasó, pero a finales del verano los alemanes comprendieron que aquel foso era una insensatez y lo volvieron a llenar de tierra.
Una nueva llegada al campamento a finales de aquel verano fue la del oficial noruego de la RAF Per Bergsland, que entró con el nombre falso de Peter Rockland. Bergsland había vivido personalmente los horrores del nazismo. Siendo estudiante en Alemania en 1939, participó en una protesta contra la quema de sinagogas y el trato que recibían los judíos. En represalia, los nazis le expulsaron de la universidad y le repatriaron a Oslo. Al estallar la guerra contra Alemania, se unió al ejército noruego y, tras una breve campaña, escapó por el mar del Norte a Escocia, donde se pasó a la RAF. Tras recibir adiestramiento en Little Norway, en Toronto (Canadá), regresó a Inglaterra en 1942, y allí fue asignado al Escuadrón 332 de aviones Spitfire. Se alistó con el nombre de Peter Rockland para proteger a su familia de Oslo en el caso de que cayera prisionero, lo que acabó sucediendo al poco tiempo, en agosto de 1942, cuando fue abatido por un FW 190 sobre Dieppe. Al ser interrogado en Dulag Luft, afirmó que era un aviador inglés llamado Peter Rockland y que su familia había fallecido en Londres durante el Blitz. Poco después fue recluido en el Stalag Luft III, donde conoció a Jens Einar Muller, otro aviador noruego que había sido abatido el 19 de junio de 1942 mientras volaba con el Escuadrón 331 de la RAF y que había llegado al Stalag Luft III en junio. Los dos hombres tuvieron una participación importante en las actividades de la Organización X y, junto con Bob van der Stok, ocuparían un lugar de excepción en la historia de la Gran Evasión.
Una semana después de que se destruyera la «Locura de Peschel», sus hombres arrancaron los paneles laterales del Barracón 68 y descubrieron los montones de arena del túnel de Muckle Muir. Los alemanes no tardaron en seguir el túnel que partía de allí hasta descubrir el túnel más profundo. Por aquel entonces, el túnel había llegado a la pasmosa longitud de 90 metros. Los alemanes quedaron sorprendidos por el tamaño y la complejidad de la obra. Les costaba creer que pudiera existir un túnel de tal sofisticación. No hundieron el túnel inundándolo de agua con las mangueras hasta no haberlo fotografiado para dejar constancia. Algo bueno en medio de aquel desastre fue que los alemanes no descubrieron el otro túnel que Paul Royle había empezado en el Barracón 68 y que estaba avanzando hacia la alambrada a buen ritmo. En cualquier caso, el Comité de Fugas se vio obligado a plantearse otras alternativas. Lo que había quedado claro era que los accesos de los túneles debían ocultarse de forma más ingeniosa. Además, había que explorar las posibilidades de abrir un túnel fuera de los barracones.
En octubre de aquel año llegó el que sería uno de los miembros más importantes de la Organización X. George Harsh era otro estadounidense singular que desempeñaría un papel destacado en la verdadera historia de la Gran Evasión. Harsh era un joven procedente de una familia estadounidense adinerada y bien situada. Su padre le había legado 500 000 dólares, lo que a finales de los años 20 constituía una enorme fortuna. Pero Harsh era el primero en reconocer que era un muchacho consentido y hastiado. Por desgracia, Harsh mató de un disparo a un joven dependiente de una tienda en su ciudad natal de Atlanta. Junto con otros cuatro jóvenes ricos había planeado asaltar la tienda buscando emociones fuertes. El grupo se preguntaba si era posible cometer el crimen perfecto. Harsh no tenía intención de utilizar el pesado Colt 45 que empuñaba cuando entró en la tienda gritando «¡Esto es un atraco! ¡Abran la caja!», pero no contaba con que su víctima también iría armada. Lo que sucedió seguidamente se presta a discusión. Harsh siempre sostuvo que el dependiente disparó primero, agachado tras el mostrador. Harsh resultó herido en la ingle y respondió instintivamente con un disparo. Poco importa ahora si aquélla fue o no la verdadera cadena de acontecimientos, porque Harsh terminaría por pagar la deuda moral que había contraído por su crimen y reformarse. En todo caso, el efecto inmediato que tuvo aquella acción fue que él estaba herido y que su víctima pronto moriría a causa del disparo.
Harsh no se entregó a las autoridades y habría salido impune de no ser porque la criada de la casa de su amigo descubrió la ropa manchada de sangre que él había tirado y que presentaba un agujero de bala. Harsh y su cómplice principal, el hijo del conocido propietario de un periódico, fueron llevados a juicio. «Dos estudiantes de Atlanta confiesan cometer un crimen para divertirse», denunciaba un titular de prensa. El jurado tardó sólo un cuarto de hora en condenar a ambos a muerte, sin recomendación de clemencia en virtud de su temprana edad. Sólo se redujeron ambas condenas a cadena perpetua después de que ambas familias desembolsaran el equivalente a varios millones de dólares actuales para interponer un recurso. Harsh acabó viéndose en una cadena de presos, teniendo como compañeros, entre otros, a un indio cherokee y a un sacerdote jesuita apartado de la orden.
Allí, la vida de Harsh podía haber terminado miserablemente de no ser por dos incidentes que allanaron su camino a la redención. En el primero, dos presos redujeron al jefe de la cadena de presos, le mataron a sangre fría y escaparon. Harsh y sus compañeros se quedaron al margen. Cuando llegó la hora de relatar lo sucedido, su descripción de los horrores de la vida en la cadena de presos animó a las autoridades (sometidas a la presión de la prensa nacional) a trasladar a Harsh a una cárcel convencional. Allí obtuvo el puesto de camillero en el hospital penitenciario. Un día, un preso negro de 60 años ingresó con dolor de estómago. Harsh se dio cuenta de que el apéndice del hombre estaba a punto de reventar. No había ningún médico presente y una intensa tormenta había cortado las comunicaciones con el exterior. El enfermo moriría en dos horas si nadie intervenía, así efectuó él mismo la operación. De no haber tenido éxito, el paciente sin duda habría muerto, pero resultó que el hombre salvó la vida. Poco después, el gobernador indultó a George Harsh.
Harsh había permanecido encarcelado durante 12 años. El gobernador resolvió: «Este hombre ha cumplido 12 años de condena en prisión por quitarle la vida a un hombre. Sus acciones recientes han devuelto la vida a otro hombre. Desde mi punto de vista, la balanza está equilibrada». Tal vez lo estaba desde su punto de vista, pero no desde el de Harsh, que seguía cargando sobre sus hombros el peso de la muerte de aquel joven dependiente. El invierno de 1940 estaba cerca. Harsh dio un nuevo paso adelante en el camino a la redención. Estados Unidos todavía no estaba en guerra con Alemania, pero muchos estadounidenses se dirigían al norte para cruzar la frontera con Canadá y alistarse como voluntarios en una de las ramas de las fuerzas armadas de la Commonwealth para combatir a Hitler. En la oficina de reclutamiento de la RAF en Montreal, un joven oficial británico preguntó a Harsh en qué rama de las fuerzas aéreas deseaba servir. «Ametrallador», respondió, sabiendo que la posición del ametrallador de cola era la más peligrosa en un bombardero. Además, era la respuesta que le llevaría más rápidamente a Inglaterra. Después de tres meses de adiestramiento en la Academia de Combate Aéreo de la Real Fuerza Aérea Canadiense (RCAF) de Ontario, Harsh se graduó con excelentes calificaciones. Para unirse a la RCAF tenía que renunciar a la ciudadanía estadounidense. Cuando finalmente entró en servicio, los pelos de la nuca debieron de habérsele erizado ligeramente al pronunciar su declaración de lealtad al Jorge VI, Rey de Inglaterra, Irlanda, Escocia y los Dominios de Ultramar, y Defensor de la Fe. Poco tiempo después, Harsh ya estaba en Inglaterra como oficial de tiro del 4o Grupo del Escuadrón 102.
George Harsh escribió personalmente la crónica de la asombrosa epopeya que transformó a un niño mimado en una de las figuras principales de la Gran Evasión. Lonesome Road («Carretera solitaria») contiene algunos de las mejores descripciones de la guerra aérea, y sobre todo de la peligrosa vida de los ametralladores de cola (o «Tail-End Charlies», como también se les conocía), que pueda encontrarse en cualquier libro. Que Harsh sobreviviera tras dos años de vuelo operacional es un pequeño milagro en sí mismo. Su buena suerte se acabó finalmente la noche del 5 de octubre de 1942, cuando el bombardero Halifax en el que volaba fue derribado sobre Colonia. Harsh se lanzó en paracaídas. No fue el más armonioso de los saltos, y sintió cómo se le rompían las costillas. Cayó al suelo con un golpe seco, desconcertado al ver cómo iban a su encuentro unos alegres soldados alemanes que parecían encontrar tremendamente divertido su suplicio. Un comandante de la Wehrmacht le ofreció coñac, diciéndole que lo mejor de haber invadido Francia era que se conseguían mejores licores. Poco después, Harsh fue llevado a un hospital de Colonia administrado por Hermanas de la Caridad de la Iglesia católica. El tiempo que pasó allí fue casi tan peligroso como el que había pasado combatiendo en el aire. El oficial alemán que estaba a cargo del hospital no le permitió refugiarse en el sótano durante los ataques aéreos. Una de las monjas se apiadó de él y se quedó valerosamente junto a su cabecera, cogiéndole de la mano mientras las bombas caían sobre la ciudad. Harsh sobrevivió, no sin haber experimentado el terror que los bombardeos aliados traían a las ciudades de toda Alemania. Cuando se le consideró recuperado, Harsh fue conducido al Dulag Luft.
El relato que hizo el propio Harsh de su viaje a través de Alemania ilustra las extrañas incongruencias que puede crear la guerra. Su guardián era un joven soldado de la Luftwaffe llamado Adolf. El trayecto se efectuó en tren. En una estación de ferrocarril atestada de gente, Adolf sufrió un repentino ataque de diarrea. La plataforma y la sala de espera eran un hervidero de miembros de la Wehrmacht y de las SS. Cuando, presa del pánico, Adolf corrió al servicio, se quitó la pistola Luger con la funda e, inexplicablemente, se la entregó a Harsh. Los soldados alemanes que rodeaban a aquel hombre con uniforme de la RAF le miraban con aire torvo mientras él custodiaba la mortífera arma con cierto nerviosismo. No obstante, nadie dijo ni hizo nada. Cuando Adolf volvió, con una expresión de alivio estampada en la cara, Harsh le devolvió el arma y ambos prosiguieron su viaje a Frankfurt. En el tren se encontraron viajando en el mismo compartimiento que unos soldados alemanes de permiso que regresaban del Frente ruso. Los hombres no pudieron evitar demostrar su simpatía hacia el oficial aliado herido y le invitaron a beber aguardiente con ellos. Agradecido, y como muestra de auténtica camaradería, Harsh se unió al coro que empezó a cantar a voz en cuello el himno nazi Horst Wessel Lied. Finalmente, Harsh llegó al Dulag Luft. Su estancia allí fue breve, y al cabo de poco tiempo pasaría a ser uno de los primeros prisioneros en ocupar el Stalag Luft III.
Con las ansias de evasión de los oficiales intactos claramente intactas, la Luftwaffe enseguida se dio cuenta de que tal vez no había sido tan buena idea meter a todas las manzanas podridas en el mismo saco. En consecuencia, decidió enviar a otro campo de concentración a algunos de los prisioneros. En noviembre de 1942 se envió una remesa de oficiales al Oflag XXI B, un campamento militar en Szubin, en el nordeste de Polonia. Entre los hombres seleccionados había algunos de los evasores más recalcitrantes: Jimmy Buckley, Dick Churchill y Peter Fanshawe, entre otros. Jimmy James estaba también incluido y aceptó la orden con su acostumbrada serenidad, razonando que un cambio de aires le sentaría tan bien como un descanso. Wings Day no estaba en la lista pero pidió ir con el grupo porque muchos de los hombres eran amigos suyos. Johnny Dodge también estaba en el tren que llevaba a los prisioneros al este, y aprovechó un momento de tranquilidad para apearse ilícitamente. Por desgracia, no tardó en ser escoltado de vuelta con sus compañeros. «No se pierde nada intentándolo», se excusó, mientras los guardias alemanes le llevaban a empujones hacia el tren.
Como James había esperado, el Oflag XXI B suponía un cambio respecto a los omnipresentes barracones de madera de Sagan y Barth. Situado en las suaves pendientes que coronaban Szubin, estaba constituido por barracones de ladrillo, un gran edificio blanco que había sido una escuela femenina, una capilla y otros edificios entre los que se intercalaban huertos y pequeños jardines. En Szubin, los prisioneros de la RAF se vieron en compañía de muchos oficiales del Ejército Británico procedentes del campo de Warburg, entre ellos el futuro escritor y locutor Robert Kee y el futuro ministro británico de Hacienda Anthony Barber. Los oficiales del Ejército tenían sus propias formas de manejar la cuestión de las fugas. Uno de los métodos que adoptaron fue el de formar cuatro grupos de diez evasores, cada uno de ellos equipado con escaleras de cuerda. Los hombres saboteaban la red eléctrica para sumir el campo en la oscuridad y, seguidamente, acometían la escalada del alambre con precisión militar para escapar corriendo. Esta táctica había surtido éxito en Warburg. De allí escaparon un par de docenas de oficiales, de los cuales dos consiguieron volver a Gran Bretaña. Por desgracia, cuando se aplicó a Szubin, los alemanes conectaron rápidamente el suministro eléctrico de emergencia, de forma que los oficiales tuvieron que batirse precipitadamente en retirada.
Poco después llegaron a Szubin algunos aviadores estadounidenses bajo el mando de su oficial superior, el coronel Charles Roho Goodrich, graduado en West Point. Goodrich era un joven bajo y fornido, de complexión mediana y pelo rojo e hirsuto. Pese a contar 35 años, su posición era superior a la de Wings Day, pero le permitió gustosamente seguir al mando de los prisioneros porque reconocía que los británicos tenían mucha más experiencia en la gestión del campamento y en las actividades clandestinas. Ambos se convirtieron en estrechos colaboradores y Wings mantenía siempre a Roho al corriente de todo lo que concernía a la actividad evasora de los británicos.
Con la ausencia de gran parte de la Organización X, los prisioneros del Stalag Luft III no se aventuraron a poner en práctica planes demasiado ambiciosos, aunque no cesaron de producirse todo tipo imaginable de intentos de fuga individuales. Dos prisioneros, Des Plunkett e Ivo Tonder, intentaron salir escondidos bajo un montón de basura que se tenía que sacar del campamento en un camión. Bob Ker-Ramsay les había ayudado a enterrarse bajo un montón que acabó siendo descomunal, tanto que no podía ser más alto. Los dos hombres no se atrevían a moverse en su interior sin provocar un alud de latas y tarros a su alrededor. Decidieron echarse atrás y, abandonando toda precaución, salieron dando puñetazos y empujones. El escándalo que provocaron fue tan monumental que creyeron que iban a despertar a todo el campamento. Asombrados al ver que nadie había parecido oírles, se animaron a volver a intentar la jugada, pidiendo a Ker-Ramsay que esta vez les cubriera con un poco menos de basura. Así lo hizo, y de forma tan lograda que, cuando una pareja de guardias se acercaron para arrojar una buena cantidad de cenizas ardientes sobre la basura, no tardaron en surgir las dos figuras de Plunkett y Tonder, que se sacudían frenéticamente el humo de la ropa. Lo extraño del asunto fue que, una vez más, ninguno de los guardias alemanes pareció darse cuenta de lo ocurrido.
Un oficial sudamericano repitió con mayor éxito el procedimiento de fuga de Toft y Nichols aprovechando un punto ciego. Los «animales» habían procurado cambiar la distribución de las torres para eliminar puntos ciegos, pero al eliminar unos, sólo consiguieron crear otros. El teniente John Stower, nacido en Buenos Aires, había llegado recientemente al Stalag Luft III, en noviembre, pero no tardó en ofrecerse voluntario para llevar a cabo un intento de fuga. Logró atravesar la verja exterior del recinto pero, al ser descubierto por un guardia, tropezó y cayó al suelo, lo que probablemente le salvó la vida. Sydney Dowse y Danny Krol formaron equipo para atravesar la alambrada, pero el intento terminó casi tan pronto como empezó, y ambos fueron encerrados rápidamente en la «nevera». No era un comienzo muy alentador para la temporada navideña.
Al llegar la Navidad, los aviadores de Szubin recibieron con alegría unas felicitaciones navideñas en forma de tarjeta firmada por el rey y la reina, con fotografías de los monarcas y de las jóvenes princesas. Aunque este detalle les elevó un poco la moral e impresionó a los alemanes, los aviadores vivían con desconcierto el verse sometidos al mando de un coronel de la Wehrmacht que no compartía los sentimientos caballerosos de la Luftwaffe hacia los reclusos. En una ocasión obligó a Wings Day a cuadrarse para hablarle, a pesar de que el oficial británico le había recordado que el grado militar de ambos era comparable. El carácter autoritario del nuevo régimen irritó tanto a Wings que el tono de su discurso de Año Nuevo fue inusualmente áspero:
Como bien saben, el deber de todos ustedes es fugarse siempre que sea posible. Hasta ahora, yo había recibido un trato cortés y correcto por parte de los Kommandant de la Luftwaffe. Aquí no he sido objeto de esta cortesía. De hecho, este Kommandant de la Wehrmacht ha sido muy grosero conmigo. Su intención es retirarse con el grado de general. No será así. Estoy decidido a sacar a mucha gente de aquí. Manos a la obra, pues. Feliz fuga y feliz Año Nuevo.
Los prisioneros contaban con el apoyo tácito de Hermann Glemnitz, que les había acompañado desde Sagan. Los hombres del Ejército Alemán también habían tratado al Feldwebel de la Luftwaffe de forma desconsiderada. Glemnitz dijo a los aviadores: «estos Dummkópfe del Ejército son unos inútiles; por mí, ¡escápense!».
Poco después, un oficial murió al ser disparado a sangre fría cuando intentaba subirse por la alambrada. El teniente de aviación Edwards, incapaz de aguantar más, había realizado su intento de fuga a plena vista del guardia, que le dio el alto. El oficial siguió adelante sin hacer caso y recibió una ráfaga de metralleta mortal y totalmente innecesaria. Aquella muestra de brutalidad conmocionó a los prisioneros y endureció su actitud hacia sus captores del Ejército alemán. También fue en Szubin donde los hombres de la RAF empezaron a entrever lo que estaba ocurriendo con la población judía europea bajo el yugo nazi. Jimmy James recuerda haber visto cómo se obligaba por la fuerza a un grupo de judíos polacos a trabajar para los alemanes. Según describiría, se les trataba de forma despiadada, y a las mujeres se les obligaba a orinar delante de los guardias. Poco sospechaba James en aquel entonces que antes de que terminara la guerra él mismo se vería encarcelado junto con las desdichadas víctimas de los campos de exterminio de Himmler y presenciaría personalmente la barbarie del régimen nazi.
Jimmy James y Charles Bonnington fueron de los primeros que expresaron su decisión de abrir un túnel en Szubin. El túnel partía de las apestosas inmediaciones de las letrinas, y excavarlo fue una labor ingrata. Mientras tanto, se empezó a trabajar en varios túneles más. El de Jimmy James tuvo que abandonarse al cabo de un tiempo, y en su lugar se empezó un túnel desde otras letrinas que dio sus frutos. La entrada se encontraba en uno de los retretes (pues los prisioneros supusieron, acertadamente, que los alemanes se lo pensarían antes de inspeccionar un lugar así) que conducía a una trampilla situada en una pared de ladrillo. Al otro lado se hallaba uno de los túneles más sofisticados que se habían construido hasta el momento, con entablado, ventilación y una zona de trabajo. Se tardó la mayor parte del invierno en terminarlo. Acabó teniendo unos 45 metros de largo y alcanzó una profundidad de más de cinco metros para eludir los sismógrafos.
En febrero de 1943, los prisioneros oyeron el rumor de que el contingente de aviadores iba a ser trasladado de vuelta a Sagan. Como no querían ver malgastados sus esfuerzos, decidieron que la fuga coincidiría con la primera noche sin luna, que sería en marzo. La tarde señalada, los prisioneros que iban a fugarse descendieron al túnel, donde tendrían que pasar horas esperando entre el Appell de las 17.00 horas y el cierre de las 21.00 horas. Se calculó que en el túnel podían permanecer 33 personas durante aquel espacio de tiempo sin asfixiarse, pero la experiencia fue horrenda para los que fueron designados. Tuvieron que pasar horas respirando el aire de los demás, siendo su única ventilación la que procedía de la bomba que absorbía el aire de las letrinas. Entre ellos se encontraban Jimmy Buckley, Wings Day, Anthony Barber, Robert Kee y Danny Krol. Poco después de las 21.00 horas, el túnel desembocó la superficie y, uno a uno, los hombres salieron en silencio. Curiosamente, el túnel no fue descubierto el día siguiente como los hombres creían que ocurriría. En total se escaparon 34 hombres, ya que un sudafricano que no formaba parte de los 33 previstos decidió probar suerte al ver que los alemanes todavía no habían descubierto el túnel.
Los cuerpos de seguridad de Szubin se sintieron ultrajados. Los alemanes emplearon a más de 300 000 hombres para que se dedicaran exclusivamente a buscar a los fugados durante más de dos semanas. Uno a uno terminaron regresando excepto Buckley, que desapareció sin dejar rastro tras unirse a un oficial naval danés que trataba de escapar de Copenhague a Suecia en un pequeño bote. El cadáver del danés fue recuperado en las costas de Copenhague pero no el de Buckley. Se especuló con que el bote había sido arrollado por un buque más grande.
Este intento de fuga, que acabó siendo precursor de la Gran Evasión, resultó muy embarazoso para los alemanes. Fue el primero que atrajo la persistente atención del Sicherheitsdienst (SD), la sección de inteligencia de la Gestapo. Muchos de los oficiales de la Wehrmacht fueron sometidos a un consejo de guerra. Los alemanes decidieron que había llegado el momento de poner fin al paréntesis polaco de los prisioneros. En abril de 1943, la totalidad de los 800 prisioneros de las fuerzas aéreas que estaban en el Oflag XXI B fueron evacuados al Stalag Luft III.
Como nota al margen sobre este período en Polonia, cabe mencionar que la única fuga del Oflag XXI B que terminó felizmente fue llevada a cabo por un suboficial, el sargento P. T. Wareing, que burló la vigilancia de los guardianes que le acompañaron a buscar pan a la estación de ferrocarril de Szubin. Seguidamente, recorrió a pie y en bicicleta el camino hasta Danzig y desde allí embarcó como polizón en un barco de carbón destinado a Halmstad (Suecia), donde llegó en Navidad de 1942.
Cuando volvieron al Stalag Luft III, los prisioneros de guerra se sorprendieron al ver cuánto había crecido el campamento en tan poco tiempo. Durante su ausencia, habían llegado a Sagan decenas y decenas de prisioneros, muchos de ellos estadounidenses. Los Kriegies que acababan de volver descubrieron que las habitaciones alojaban al doble de prisioneros de su capacidad teórica. Los alemanes estaban inmersos en la tarea de construir otro recinto en el extremo opuesto a la Kommandantur para alojar al excedente de prisioneros. En marzo de 1943 se terminó de edificar el Recinto Norte, como se llamó al nuevo espacio. Con cerca de 1,5 km de circunferencia, era más grande que los recintos Este y Central juntos y también era considerablemente más cómodo. Los barracones no sólo contaban con cocina, sino también con ducha y retretes con cisterna.
Los alemanes ofrecieron a los prisioneros la opción de trabajar en la construcción del nuevo recinto, ocasión que los aviadores aprovecharon para tomar buena nota de las dimensiones de su futura residencia, los sistemas de desagüe y cualquier otra información que pudiera ser de utilidad. También aprovecharon para recopilar material clandestino. En abril de 1943 se trasladó a 850 prisioneros del Recinto Este al nuevo Recinto Norte.
Entre los recién llegados estadounidenses estaba David Jones, que ingresó en las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos poco después de terminar sus estudios en la Universidad de Texas. Fue asignado a un grupo de bombardeo y pasó los meses previos a la guerra practicando maniobras en el desierto. Después de Pearl Harbor, Jones se ofreció voluntario para una misión altamente secreta y peligrosa, en la que su oficial al mando sería el coronel Jimmy Doolittle. El plan consistía en asestar un golpe contra los japoneses que produjera un daño psicológico equivalente al del ataque no provocado de éstos sobre la flota estadounidense del Pacífico establecida en Hawai. Cuatro escuadrones de bombarderos B-25, un total de 16 aviones, cruzarían el Pacífico a bordo del portaaviones Hornet. A unas 650 millas de la costa japonesa, despegarían en dirección a Tokio, donde descargarían su devastadora sorpresa sobre la capital nipona. Sólo había un problema: tras llevar a cabo su misión, no había forma posible de que un avión del tamaño del B-25 pudiera volver a aterrizar en la cubierta de un portaaviones. Por lo tanto, los bombarderos tendrían que encontrar algún lugar donde aterrizar en China, en la oscuridad y en un territorio no cartografiado.
El Hornet zarpó el 1 de abril de 1942, acompañado por otros dos portaaviones y ocho destructores. Según el plan, se atacaría Tokio al anochecer del 18 de abril pero a primera hora de la mañana de aquel día, el portaaviones fue detectado y atacado por un buque japonés. Doolittle dio la orden de que los B-25 despegaran de inmediato. Estaban a más de 800 millas de la costa japonesa, por lo que no tenían ninguna posibilidad de volver a China tras la misión. Jones consiguió llegar hasta Tokio y soltar la carga de su B-25. Gracias a un golpe de suerte, el avión encontró un fuerte viento de cola en el camino de vuelta y alcanzó la costa china. No obstante, con la luz del anochecer no podía discernir más que montañas debajo de él, por lo que Jones ordenó a su tripulación que saltara en paracaídas. Así empezó una aventura en los exóticos parajes de la misteriosa China en la que Jones y uno de sus camaradas terminaron siendo recibidos como héroes por el alcalde de una pequeña ciudad. Los lugareños se habían enterado por la radio del ataque de Doolittle. Más de 5000 personas acudieron a aclamar a Jones y a sus compañeros, que no tardaron en regresar a Estados Unidos.
Jones fue ascendido de capitán a comandante y enviado a Inglaterra para seguir combatiendo. En noviembre de 1942 llegó a Túnez para respaldar la invasión de África del Norte. Poco después, mientras efectuaba un ataque a baja altura contra posiciones alemanas, Jones fue abatido. Entonces le llevaron a la base de la Luftwaffe en el desierto, donde su anfitrión era un comandante joven y gallardo que lucía una Cruz de Hierro. El resto de pilotos alemanes le recibieron de forma amistosa y pronto estuvieron bromeando con él. Al poco tiempo, Jones fue conducido al mismo corazón de la Alemania nazi. Cuando en enero de 1943 llegó al Stalag Luft III, fue recibido por Bub Clark, que por aquel entonces todavía era el oficial superior estadounidense (Clark fue sustituido un par de meses después, cuando Roho Goodrich llegó de Barth). David Jones sería uno de los excavadores más infatigables y obstinados del Stalag Luft III, en un período en que evadirse estaba convirtiéndose en un asunto mucho más peligroso.
En abril de 1943, el Alto Mando expidió una orden que expresaba:
Debe informarse a todos los prisioneros de guerra de que, en el caso de que escapen en ropa de civil o con uniformes alemanes, no sólo serán sometidos a medidas disciplinarias sino que se arriesgan a ser juzgados en consejo de guerra por espionaje y actividades de guerrilla, y a ser condenados a muerte en caso de considerárseles culpables.
Aquel mismo año, Von Lindeiner se sintió obligado a escribir a los oficiales superiores de todos los recintos para concretar los casos en los que un prisionero de guerra podía ser sometido a consejo de guerra por las autoridades alemanas. Llevar ropa de civil o uniforme alemán constituían algunas de estas infracciones (aunque, en contra de la idea generalizada, el Convenio de Ginebra no prohibía que los oficiales se evadieran en ropa de civil). Von Lindeiner especificó que incluso el robo de listones de las camas o la excavación de túneles se considerarían un atentado contra el esfuerzo bélico alemán y que por lo tanto podía ser causa de un consejo de guerra. De hecho, la orden abarcaba tantos casos que prácticamente cualquier prisionero que llevara a cabo cualquier actividad evasora, cualquiera que ésta fuera, podía llegar a ser juzgado en un consejo de guerra alemán.