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«PARA TI, LA GUERRA HA TERMINADO»

El primer oficial aliado en caer en manos de los alemanes fue un aviador neozelandés de la RAF (Real Fuerza Aérea británica) que fue derribado cuando sobrevolaba el mar del Norte, el 5 de septiembre de 1939, al poco tiempo de que se declarara la guerra. El teniente de aviación Laurence Hugh Edwards estaba realizando un vuelo de reconocimiento en un avión Anson del Escuadrón 206 cuando fue atacado por dos hidroaviones Bv 138 alemanes. Los otros dos tripulantes del Anson resultaron muertos en el ataque. El avión enemigo se posó junto a los restos del avión siniestrado que flotaban en el mar y cogió prisionero a Edwards. Fue el primero de un puñado de oficiales de la RAF en caer en manos enemigas en los primeros días de lo que se vino en denominar «Guerra Falsa».[1] A finales de ese año, unos 26 oficiales y suboficiales británicos y franceses habían sido hechos prisioneros y alojados, primero en un campo de prisioneros en Itzehoe (cerca de Hamburgo), al que fue enviado Edwards, y poco después en el castillo de Spangenberg, una fortaleza medieval cerca de Kassel que se utilizaba para albergar prisioneros desde 1870. El campo de Itzehoe era bastante confortable y estaba sometido a un régimen muy relajado: todos los oficiales tenían su propia celda y se les permitía comprar fruta fresca y productos locales. El castillo de Spangenberg, denominado Oflag IX A/H (el término Oflag es una deformación de Offizierslager, que significa «prisión para oficiales»), era mucho más pintoresco, con un foso, unas descomunales paredes de piedra y un patio adoquinado. Era la quintaesencia de una fortaleza medieval. Pero las condiciones de vida eran terriblemente primarias. Los oficiales compartían un largo dormitorio común equipado con poco más que colchones de paja y un par de mesas de roble. La comida consistía en míseras raciones del ejército alemán muy distintas a las generosas (y saludables) porciones a las que estaban habituados en los comedores de oficiales de Gran Bretaña. Las cosas se torcieron aún más con la llegada del duro invierno alemán. El tiempo fue empeorando hasta que empezó a hacer demasiado frío para salir fuera, y los hombres permanecían casi todo el tiempo encerrados en el interior jugando a las cartas e intentando entretenerse (o no) con cualquier tipo de distracción que pudieran encontrar. Era un mal augurio de lo que estaba por venir, y que empezó con los primeros Kriegies (término derivado del vocablo alemán Kriegsgefangenen, que significa «prisioneros de guerra») que tuvieron que adaptarse a un estilo de vida en el que acabarían atrapados unos 44 000 aviadores aliados que fueron hechos prisioneros en la Europa ocupada.

La experiencia de los aviadores que cayeron en manos del enemigo es diametralmente opuesta a la de los marinos y soldados. Éstos podían ser hechos prisioneros tras una encarnizada lucha, después de haber pasado a veces varios meses en alta mar, o tras enconadas batallas en tierra. Pero los aviadores se podían encontrar en manos del enemigo pocas horas después de estar disfrutando de las comodidades de su entorno familiar: el casino de oficiales y el bar de la esquina, la compañía de sus novias, esposas y familias, etcétera. La mayoría de los aviadores, y en especial los que llegaron a Alemania al principio de la guerra, venían de un ambiente en el que el confort se daba por supuesto. En un momento se podían encontrar arropados en la seguridad de su propio avión, que a kilómetros del suelo daba esa sensación de total libertad que los aviadores ansían, y al minuto siguiente encontrarse en tierra extraña, a merced de desconocidos y ante un destino incierto.

«Era un tremendo impacto darte cuenta de pronto de que no ibas a volver a casa, de que te enfrentabas a un futuro incierto en manos de los alemanes. Actualmente los aviadores cuentan con elaborados planes en caso de ser abatidos, pero en aquellos tiempos no había nada», recuerda el general Albert Clark, uno de los primeros estadounidenses que fue hecho prisionero en la Segunda Guerra Mundial. Clark, al que apodaban Bub («chaval») debido a su aspecto juvenil, era teniente coronel y segundo en el mando del 1.er Grupo de Cazas estadounidense cuando fue abatido en su Spitfire 5B, en julio de 1942.

Hay algo en la esencia misma de los aviadores que hace que no lleven bien la cautividad. La mayoría de ellos elige volar porque el combate en los cielos les proporciona una sensación de individualidad que otras formas de guerra no permiten. El aviador escritor de la Segunda Guerra Mundial Richard Hillary era un caso típico. Para este piloto de cazas Spitfire de origen australiano, la guerra representaba una oportunidad de dejar su huella en la vida. Incluso si le llevaba a la muerte. En una era de masacres mecánicas en masa, su ambición era la de luchar «con el máximo individualismo y el mínimo de disciplina». En su clásico relato sobre el combate aéreo, The Last Enemy («El último enemigo»), Hillary escribía:

Creo que en los cazas hemos encontrado una forma de volver a la guerra como debería ser, una guerra a base de combates individuales entre dos personas, en el cual uno mata o muere. Es apasionante, es personal y es desinteresado. Yo no me podría quedar sentado detrás de un cañón de largo alcance buscando la forma de matar gente a 100 km de distancia. A mí no me dejan lisiado: o me matan o me condecoran con unas cuantas bonitas medallas que serán la admiración de todo el mundo cuando salga a tomar una copa.

En este simple pasaje, Hillary resume la mentalidad del aviador combatiente mejor que en muchos otros millones de palabras que se han escrito sobre el tema desde que el hombre se lanzó a la conquista de los cielos. Ni el típico conformismo cuartelero ni las estrecheces propias de la vida en medio de las olas oceánicas están hechas para el aviador. De hecho, para muchos soldados y marinos la laboriosidad y la obediencia ciega se convirtieron en algo tan normal que a menudo se sentían perdidos sin ello. Sin embargo, para los aviadores, el verse de pronto enjaulados y privados casi totalmente de libertad de movimiento supone una carga demasiado pesada de soportar. Otro rasgo que distingue aún más claramente a los aviadores de sus compañeros en armas de tierra y mar es que casi todos ellos son individuos realmente excepcionales, con frecuencia fruto de una esmerada formación en el arte del vuelo y la navegación aérea, o en cualquiera de las otras disciplinas necesarias para volar.

En la Batalla de Inglaterra los aviones no fueron un problema. Gran Bretaña tenía capacidad industrial suficiente para producir más de los que necesitaba. El gran problema fue la escasez de pilotos. Los pilotos eran tan valiosos que sus superiores hubieran hecho todo lo que estuviera en su mano para recuperarlos. De hecho, el gobierno británico creó en diciembre de 1939 el MI9, una organización clandestina de fuga y evasión con este propósito en mente.

Los agentes del MI9 eran lanzados en paracaídas sobre la Europa ocupada para enlazar con el movimiento de resistencia local. Su misión, inicialmente, era la de traer rápidamente de vuelta a Inglaterra a aviadores abatidos antes de que los alemanes pudieran pillarlos. Pero por fortuna, pocos combatientes, como grupo, están más capacitados para escapar que los aviadores. El tipo de agilidad mental que se precisa para comprender las complejidades de, por ejemplo, la astro navegación, difícilmente se amilanará ante la perspectiva de construir un simple túnel. El tipo de mentalidad que es feliz combatiendo en solitario en los cielos, sin el apoyo cercano de otros camaradas, no se va a ver amedrentada por las largas horas de soledad a las que ha de enfrentarse con frecuencia el fugitivo. Los aviadores son una especie inteligente y agresiva, que valoran su propia libertad por encima de todo.

Siendo los aviadores criaturas muy individualistas, al principio fueron tratados de manera muy individualista en el conflicto entre Alemania y Gran Bretaña que comenzó en septiembre de 1939. Dos de los primeros oficiales de la RAF en ser abatidos sobre Alemania en la Segunda Guerra Mundial fueron llevados al encuentro del mismísimo Reichsmarschall del aire Hermann Göring. El jefe de escuadrón Phil Murray y el subteniente Alfred Tommy Thompson se encontraban realizando una batida para arrojar panfletos sobre Berlín en el bombardero bimotor Armstrong Whitley del Escuadrón 102, cuando se estrellaron, el 8 de septiembre de 1939, a causa de un fallo de los motores. El canadiense Thompson fue uno de los primeros combatientes extranjeros de la RAF; era hijo de un parlamentario de Ontario. Fue a Inglaterra y se unió a la RAF en 1936, en busca de aventura y emociones fuertes. Una tarde Thompson y Murray se encontraban pasando un buen rato y bromeando al estilo propio de los aviadores en la pista de su base de Driffield (Yorkshire) y a la mañana siguiente se despertaban custodiados por un puñado de guardias alemanes, que no sabían muy bien qué hacer con ellos. A los dos hombres les sorprendió, como no era para menos, ser llevados ante la jovial presencia del Reichsmarschall del aire, que estaba absurdamente sentado detrás de una enorme mesa de despacho colocada sobre una plataforma, en medio de un claro del bosque. El jefe de las Fuerzas Aéreas alemanas mostraba orgullosamente sus medallas en su enorme pechera. Los oficiales británicos saludaron a su superior al estilo militar y Göring les devolvió el cumplido, para después entablar una amistosa charla con ellos durante una media hora. Göring se extrañó al enterarse de que Thompson era canadiense, dado que Canadá aún no había entrado en la guerra. No sería la primera vez que los alemanes se sintieran desconcertados ante la coalición multinacional de países, e incluso razas, que parecían estar listas para acudir en ayuda de la supuestamente odiosa potencia imperialista de Gran Bretaña. De hecho, si había algo que los aviadores aliados compartían, aparte de su pasión por la aventura, era una apabullante diversidad étnica, en una época muy anterior a que se acuñara el término «multicultural».

Göring hizo algunas referencias altruistas a la caballerosidad de la que había hecho gala el Real Cuerpo Aéreo británico en lo que aún se conocía entonces como la Gran Guerra. Se esforzó por dejar muy claro que mientras los aviadores aliados permanecieran en manos de la Luftwaffe podían esperar ser tratados como caballeros en el segundo gran conflicto europeo del siglo. Su extravagante exhibición de galantería no era en modo alguno inusual en los primeros tiempos de la guerra. En un Reich fundamentado en parte en una serie de falsas teorías raciales, los aviadores británicos, y más tarde también los estadounidenses, eran vistos como una clase superior de seres humanos con quienes Hitler querría con toda seguridad poblar su estado ario. Pero con el avance de la guerra, y en especial de la guerra aérea, los aviadores aliados dejarían de ser tratados de forma tan benigna al caer en manos enemigas. El bombardeo aéreo angloamericano de Alemania alcanzaría unas proporciones sin precedentes. Hacia finales de 1943, el concepto que tenían muchas de las desafortunadas víctimas de los bombardeos de los aviadores aliados era que eran Luftgangsters (terroristas del aire) y asesinos de mujeres y niños. Puede haber sido el caso de la sartén que le dice al cazo: «apártate, que me tiznas», pero no sería exagerado decir que, hacia el final de la guerra, gran parte de la tripulación de los bombarderos británicos y estadounidenses empezaron a tener cierto recelo sobre cuál era su misión. Este cambio radical de perspectiva respecto a quienes fueron los nobles combatientes del aire de Richard Hillary fue lo que contribuyó a uno de los más atroces crímenes contra aviadores de la RAF por parte del régimen nazi.

Tras su casi surrealista encuentro con Göring, Murray y Thompson fueron enviados a Itzehoe, donde se encontraron con el neozelandés Hugh Edwards, derribado cuando volaba en su Anson sobre el mar del Norte. En el campamento había también dos aviadores franceses y unos 600 polacos. Poco después se tomó la decisión de mantener a los aviadores cautivos en sus propios campos de prisioneros y los hombres de la RAF se encontraron muy pronto camino del castillo de Spangenberg, que se iba llenando rápidamente de prisioneros de guerra. (Entre ellos estaban Gerry Booth y Larry Slattery, los primeros suboficiales de la RAF que fueron prisioneros de guerra, que habían sido alcanzados en realidad antes que Edwards, al día siguiente a que se declarara la guerra. La distinción es importante porque los oficiales y los suboficiales se mantendrían separados a partir de entonces. El destino intervino en las vidas de Booth y Slattery en un bombardeo sobre Wilhelmshaven, que se trató más de una acción simbólica que de una maniobra militar en toda regla). Entre los nuevos oficiales en llegar a Spangenberg se encontraba un simpático irlandés del Escuadrón 57 de la RAF, piloto de los pesados y viejos bombarderos Blenheim, utilizados principalmente para tareas de reconocimiento. Mike Casey, que sólo contaba 21 años cuando fue capturado, tenía un marcado y cautivador acento irlandés, pero se había criado en la India, donde su padre había sido un alto cargo de la Policía India. Fue educado en Gran Bretaña, donde desarrolló una mezcla de pasión por el deporte y devoción religiosa. Desgraciadamente, Casey llevaba casado menos de un mes cuando fue abatido por un caza alemán sobre Emden, en octubre de 1939, y no se trataba de un caso excepcional. El avión se estrelló contra un campo. Como solía ocurrir en aquellas primeras fases de la guerra, los miembros de la tripulación del Blenheim no demostraron ninguna animadversión hacia sus enemigos alemanes. Cuando el aviador que les había alcanzado empezó a volar en círculos sobre los restos del Blenheim, la tripulación saludó amistosamente con la mano al piloto alemán.

Poco después de llegar, Casey presenció la llegada de una figura que le resultaba familiar. El comandante de ala Harry Day había estado en el Escuadrón 57 con Casey. A sus 47 años, Day era uno de los pilotos más veteranos de la RAF. Pasaría gran parte de la guerra cautivo en manos de los alemanes y sería un elemento fundamental en los preparativos de fuga de los prisioneros aliados. Se trataba de un hombre alto, calvo y de trato agradable, al que todos sus hombres llamaban Wings Day (no por su insignia en forma de alas de águila, sino en honor al aniversario de la RAF, literalmente, «el Día de las Alas»). Era lo suficientemente mayor para que los más jóvenes le consideraran el «tío Harry».

Harry Melville Arbuthmot Day nació y se crió en Borneo, pero se educó en Londres. Se unió a los Marines Reales durante la Primera Guerra Mundial y fue condecorado por su valor al rescatar a dos tripulantes acorazado HMS Britannia, que había sido torpedeado por un submarino alemán. Después de la guerra, siguió prestando servicio en los Marines, y al nacer en él la pasión por la aviación, se unió a la recién formada RAF en la que se convirtió en un as de la aviación y un sobresaliente acróbata aéreo (llegando a dirigir el vuelo de acrobacia de la exhibición aérea de Hendon en 1932). En el momento en que las hostilidades estallaron por segunda vez, Day andaba ya por los 40, una edad bastante madura si se compara con la de los jóvenes aviadores de las Fuerzas Aéreas. Fue enviado a Francia al mando del Escuadrón 57. Cuando fue abatido en octubre de 1939 (cosas del destino, en un viernes 13), Wings pilotaba uno de los antiguos Blenheim en un vuelo de reconocimiento, a plena luz del día, sobre el sudoeste de Alemania. Era un blanco fácil, en medio de aquel cielo azul, cuando le atacaron tres cazas Messerschmitt 109. Tras comprobar que su tripulación se había tirado en paracaídas, Wings hizo lo propio, salvándose por muy poco de morir presa de las llamas al tirarse por la escotilla.

Desde el mismo momento en que pisó suelo enemigo, Wings fue tratado con gran amabilidad. Aterrizó en campo abierto. Mientras se desabrochaba el arnés del paracaídas en un prado, apareció en escena un lugareño. Wings dijo: «Englander». El hombre sonrió, le tendió el brazo y le estrechó la mano. Más tarde, otros vecinos del lugar le ayudaron a lavarse y le curaron las quemaduras. Wings se alojó en casa de un joven oficial alemán que vivía por allí cerca. En aquella etapa de la guerra, los alemanes no tenían todavía una política de actuación concreta sobre cómo tratar a los prisioneros de guerra y Wings fue trasladado de una prisión provisional a otra, la mayoría de las veces casi sin vigilancia, antes de llegar a Spangenberg, donde inmediatamente asumió el papel de oficial superior británico (SBO), función que ocuparía en varios campos de prisioneros durante gran parte de su carrera militar en la Segunda Guerra Mundial.

Day era un hombre de naturaleza amable y caballerosa. Desde el principio fue de la opinión de que los alemanes debían ser tratados tal y como esperaban ser tratados los oficiales británicos. Siempre insistió en que se debía guardar una absoluta puntualidad a la hora de pasar lista (o Appell, como decían los alemanes) y siempre se cuadraba para saludar a cualquier oficial superior de la Luftwaffe con la misma formalidad con que lo haría con uno de la RAF. Sin embargo, no había duda de hacia dónde se inclinaban sus nervios de acero. El 11 de noviembre de 1939 los prisioneros británicos y franceses celebraron una pequeña ceremonia para conmemorar el final de la Primera Guerra Mundial. Wings pronunció un emotivo discurso ante los oficiales franceses: «1918 parece ya una fecha muy lejana para algunos de vosotros. A principios de ese año parecía que habíamos perdido la guerra. Algunos pensaréis que también ésta está perdida. Pero en 1918 derrotamos a los alemanes y lo que habéis hecho hasta ahora ayudará a que los volvamos a vencer. Para vosotros, la guerra aún no ha terminado. ¡Vive la France! y ¡Viva Inglaterra!». Los franceses recibieron con enorme gratitud el reconocimiento de Wings, pero no pasaría mucho tiempo antes de que los alemanes separaran a los prisioneros de ambas nacionalidades.

Una vez que los alemanes establecieron cuál iba a ser su estrategia respecto a los prisioneros de guerra, los prisioneros aliados dejaron de sufrir las privaciones de Spangenberg. Durante las dos primeras semanas de aquel diciembre, los alemanes enviaron a cinco prisioneros de la Fuerza Aérea británica y de la Fuerza Aérea francesa a un campamento situado en las afueras de Frankfurt am Main. Wings Day estaba entre ellos, y también Mike Casey. El Dulag Luft, nombre por el que se le acabó conociendo, estaba situado a los pies de la cordillera del Taunus. Allí serían enviados a partir de entonces la mayoría de los oficiales aliados abatidos, antes de partir hacia algún otro campamento permanente en territorio alemán. Dulag Luft era la abreviatura de Durchgangslager der Luftwaffe (campo temporal de las Fuerzas Aéreas). Era un antiguo centro agrícola experimental situado a las afueras de la pequeña localidad de Oberursel y consistía en una destartalada amalgama de edificios de ladrillo someramente protegidos por una alambrada de espino. A partir de diciembre de 1939, el Dulag Luft se convirtió en el primer punto de llegada de la mayoría de los aviadores aliados capturados en la Europa ocupada por los nazis.

Wings Day volvió a ocupar el puesto de oficial superior británico en el Dulag Luft. Muy pronto implantó una serie de normas que habrían de regir la nueva situación en la que se encontraban los cautivos y sus custodios. Fue entonces cuando puso en práctica su teoría de observar una correcta cortesía militar hacia los alemanes, de acuerdo con el Convenio de Ginebra. Wings creía que si en alguna ocasión tenía que exigir que se respetaran los derechos de sus oficiales expresados en el tratado internacional (tantas veces violado) se encontraría en una posición mucho mejor si él mismo los había cumplido. Otra de las decisiones que tomó infringía las normas militares británicas, que prohibían categóricamente la concesión de ningún tipo de libertad condicional. Day decidió que la falta de espacio existente en el Dulag Luft justificaba la concesión de la libertad condicional en determinadas circunstancias, porque sus hombres podían volverse locos si no se les permitía salir de su acuartelamiento de vez en cuando.

Se podía disculpar a Wings que contraviniera de forma tan flagrante las normas. Cuando los hombres de la RAF llegaron al Dulag Luft a finales de 1939 y principios de 1940 la guerra no parecía tan real. Se respiraba cierto aire de charada en el ambiente. En aquella primera fase, a la guerra se le denominaba «Guerra Falsa». Sin embargo, cuando las semanas se convirtieron en meses, la realidad de la guerra empezó a mostrar su verdadero rostro en toda su crudeza. Al principio, los oficiales se alojaban en los edificios de ladrillo, que en su día habían formado parte de la granja experimental. Las condiciones de vida eran agradables. Los prisioneros vivían en pequeñas habitaciones dispuestas a lo largo de un pasillo central que se cerraban con llave sólo por la noche, mientras que de día podían deambular libremente por los edificios. Sin embargo, en la primavera de 1940 ya se había construido un complejo de barracones de madera y los hombres tuvieron que adaptarse a un entorno que acabaría resultando familiar a todos los prisioneros de guerra de las fuerzas aéreas en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, como se acabaría llamando el conflicto. El complejo estaba formado por tres barracones (Este, Oeste y Central) y en él se encontraban los dormitorios, cocinas y aseos. Estaba rodeado por alambradas de espino y por torres de vigilancia. Incluso entonces, sin embargo, se vivía bajo un régimen relativamente relajado. Aún quedaba la pequeña esperanza de que la denominada «Guerra Falsa» no iba a acabar convirtiéndose en una verdadera guerra y la mayor parte de lo que la RAF arrojaba sobre Alemania eran panfletos en los que se exhortaba a la población a alzarse contra Hitler y a expulsarlo del poder. Todo aquello cambió con la invasión nazi de los Países Bajos y con la caída de Francia en el verano de 1940. En junio de aquel mismo año, con la desafiante Gran Bretaña resistiendo tenazmente en solitario, los aviadores franceses fueron separados de sus aliados británicos y enviados a un campo exclusivamente para ellos. En julio, el Dulag Luft se convirtió en un centro de interrogatorios al que eran enviados todos los aviadores británicos, y la mayoría de los estadounidenses, nada más llegar a Alemania.

En cualquier caso, y a pesar de la gravedad de las hostilidades, el Dulag Luft siguió siendo durante los primeros años un hogar lejos de casa para la mayoría de sus desafortunados presos, que muy pronto se familiarizaron con las incomibles raciones alemanas compuestas, normalmente, de un sucedáneo de café hecho de bellotas y pan negro seco de dudosa procedencia para desayunar, sopa de chucrut y una porción de patatas mohosas de almuerzo, seguido de alguna salchicha o una especie de queso hecho a base de productos derivados del pescado. Ésa era la dieta normal de los alemanes civiles que no estaban en activo, pero las 800 calorías al día que proporcionaba estaban muy lejos de las 1200 calorías de media recomendadas para un adulto sano. Por suerte, las provisiones de los paquetes de la Cruz Roja eran abundantes y la Luftwaffe se aseguró de que sus prisioneros estuvieran bien alimentados. De hecho, llegaban tantos paquetes de la Cruz Roja que los alemanes celebraban banquetes de cuatro y cinco platos cada dos semanas para mantener a raya el superávit. Había abundancia de vino y licores, y también manjares exquisitos saqueados de la Francia ocupada. Los alemanes no escatimaban a la hora de repartir generosamente dichas provisiones entre los prisioneros para celebrar cumpleaños o despedidas. Y en lugar de diez o doce oficiales por habitación, que sería lo normal en campos posteriores, las habitaciones en el Dulag Luft albergaban solamente a dos o cuatro hombres. Las salidas bajo palabra para ir a la iglesia o para salidas recreativas eran frecuentes. Esto habría resultado sorprendente a los prisioneros en una fase más avanzada de la guerra, pero durante los dos primeros inviernos algunos oficiales fueron de vacaciones a esquiar con sus homólogos alemanes. Durante el verano, era normal que el Kommandant concediera permisos para ir de excursión a recoger fresas al bosque.

Las confortables condiciones de vida que prevalecieron en el Dulag Luft durante los primeros años no se debieron solamente al espíritu benevolente de los alemanes. Los alemanes esperaban poder acabar con el espíritu combativo de los prisioneros. Creían que un ambiente agradable propiciaría que a los prisioneros a su cargo se les escapara alguna información confidencial que pudiera resultar útil para el esfuerzo bélico nazi. Más tarde salió a luz que en los barracones habían instalado micrófonos secretos. Sin embargo, para desgracia de los alemanes, resultó que las grabaciones eran casi ininteligibles. Es poco probable que el método de las escuchas les reportara alguna información útil. Además, los alemanes se percatarían pronto de que, a pesar de todos sus esfuerzos, no habían socavado en lo más mínimo el espíritu combativo de los aviadores apresados. Es cierto que algunos prisioneros habían aceptado sin reparos la oferta de esperar a que acabara la guerra sin armar mucho alboroto. Pero la mayoría dedicó cada minuto del día a seguir en la lucha desde detrás de las alambradas.

El Kommandant alemán del Dulag Luft no desaprobaba en modo alguno dicha actitud. El comandante Theo Rumpel era un oficial aristócrata que había volado en el escuadrón de Göring en la Primera Guerra Mundial. Rumpel, un hombre simpático y educado, no era ni por asomo un nazi y no simpatizaba en absoluto con Hitler ni con sus secuaces. Pero se le consideraba el mejor oficial del servicio de inteligencia de la Luftwaffe y hablaba inglés casi a la perfección. Por esa razón le habían convencido para que ocupara aquel puesto. Rumpel, al igual que el Reichsmarschall del aire, quería mantener a toda costa el espíritu de caballerosidad que él consideraba que estrecharía los vínculos entre sus hombres y los de las fuerzas aéreas aliadas. En ocasiones invitaba a los oficiales a cenar a su casa y se mostraba siempre solícito con sus necesidades, llegando incluso a enviarles paquetes de cigarrillos de buena calidad con ocasión de algún aniversario especial. Los oficiales británicos, a su vez, le devolvían el cumplido, enviándole siempre notas de agradecimiento por los pequeños favores con los que les obsequiaba.

Muy pronto fue evidente que el Dulag Luft no sería un campo de prisioneros normal, sino un lugar de paso. Los aviadores recién capturados eran enviados allí en un principio para ser sometidos a interrogatorio antes de ser trasladados a alguno de los muchos campos que las Fuerzas Armadas alemanas estaban construyendo en distintas partes de Alemania y de la Europa ocupada. Para facilitar la transición, Rumpel nombró una Comisión Permanente compuesta por unos 25 oficiales británicos, encargada de actuar de enlace entre los recién llegados de la RAF y los oficiales alemanes. Los nuevos prisioneros eran entrevistados primero por los alemanes en los antiguos edificios agrícolas de ladrillo, que pronto se transformaron en el centro de interrogatorios. En virtud del Convenio de Ginebra los prisioneros de guerra sólo estaban obligados a facilitar su nombre, graduación y número de serie. Los alemanes que les interrogaban trataban de sonsacarles más información con todo tipo de estratagemas. Pero en estos primeros momentos, aún no habían desarrollado en dichas técnicas ni la hipocresía ni la doblez que caracterizarían al Dulag Luft algún tiempo después. A continuación, los prisioneros aliados eran entregados a la Comisión Permanente, donde les suministraban un paquete de la Cruz Roja y la ropa limpia que necesitaran, antes de ofrecerles un almuerzo de bienvenida. Todo era muy civilizado. Los miembros de la Comisión Permanente de la RAF eran elegidos en su mayoría entre los oficiales más veteranos, que se suponía tenían mayor sentido de la responsabilidad y madurez que sus exaltados camaradas de menor edad. Rumpel también mostró una marcada preferencia por oficiales que vinieran de familia de sangre azul.

Para el comandante Rumpel, Wings Day representaba la personificación del perfecto oficial inglés. Para gran alegría suya, el veterano oficial británico cultivaba amistosas relaciones con la mayoría de los oficiales alemanes y, cómo no, también con el Kommandant. Cuando Day pidió a Rumpel si podía tener la compañía de un gato, su homólogo alemán le respondió afectuosamente regalándole un pequeño gatito. (Day no tardó en llamarle Ersatz, término con el que se denomina peyorativamente a lo «sucedáneo» en inglés, como casi todo lo que los oficiales alemanes suministraban a los prisioneros). Con frecuencia los altos oficiales alemanes salían a cenar con Wings, quien también fue invitado en muchas ocasiones a las habitaciones privadas de Rumpel para cenar o para tomar una copa. Era una relación fluida que causaría cierta irritación entre algunos oficiales británicos que pasaron por el Dulag Luft. Day y otros miembros de la Comisión Permanente serían más tarde acusados abiertamente de colaboracionismo con los alemanes o al menos de ser demasiado amistosos con ellos. De lo que no se daban cuenta sus acusadores era de que aquellos hombres estaban utilizando su posición privilegiada en el campo para planear y preparar lo que sería la primera gran evasión del cautiverio alemán. Sus aparentemente inocentes excursiones en libertad bajo palabra servían de hecho para recopilar valiosísima información estratégica sobre los alrededores. En una de sus salidas a un restaurante, Day se las apañó para hacerse con un pequeño receptor de radio que introdujo a escondidas en el Dulag Luft.

Entre los miembros de la Comisión Permanente del Dulag Luft se encontraban dos pilotos que habían sido de los primeros en entrar al servicio de la fuerza aérea de la Marina Real británica, la Fleet Air Arm (FAA). El capitán de corbeta John Casson (hijo de los actores Sybil Thorndike y Lewis Casson) había sido abatido en Noruega cuando pilotaba un avión Skua del HMS Ark Royal en un ataque contra el acorazado de bolsillo alemán Scharnhorst, en el fiordo de Trondheim. Su navegante era Peter Fanshawe, quien desempeñaría un importante papel en futuras fugas. Varias semanas después, se le uniría su amigo y camarada de la FAA, el capitán de corbeta Jimmy Buckley, que había prestado servicio en el portaaviones HMS Glorious antes de la guerra y había sido abatido sobre la costa francesa en mayo de 1940 mientras bombardeaba las líneas alemanas en Dunkerque. Fue hecho prisionero junto a otros miles de soldados que no consiguieron volver a cruzar el Canal de la Mancha. Cuando llegó al Dulag Luft, Wings Day le nombró su ayudante. Buckley era un hombre de pequeña estatura y pelo y ojos oscuros, que siempre parecían estar riéndose. Era un cómico nato y pasó gran parte de su cautividad escribiendo y representando parodias para las numerosas funciones teatrales que se convertirían en entretenimiento cotidiano de la vida de los Kriegies. Estas actividades, aparentemente inocentes, no sólo eran un modo de eludir el aburrimiento. Le servían a Buckley de tapadera de su papel, mucho más importante, como primer presidente del Comité de Fugas. En el Dulag Luft, el Comité de Fugas era poco más que una organización incipiente que respondía a la voluntad y el propósito de escapar de los prisioneros. Muy pronto empezaría a crecer hasta convertirse en un formidable equipo, conocido como la Organización X, que controlaba todos los detalles de los preparativos de fuga desde detrás de las alambradas.

Jimmy Buckley recurrió a un destacado oficial de la RAF para que fuera el eje del Comité de Fugas. El comandante Roger Bushell era piloto de un Hurricane que también había sido abatido sobre Francia durante la evacuación de Dunkerque. Tenía veintinueve años cuando cayó en manos enemigas. Era hijo de un acaudalado ingeniero de minas sudafricano. Se había trasladado a Inglaterra para estudiar ingeniería en la Universidad de Cambridge pero acabó ejerciendo de abogado. Era un hombre de constitución fuerte y una no menos imponente personalidad. De aspecto fornido y dinámico, había sido un audaz esquiador olímpico y tenía el ojo izquierdo permanentemente cerrado debido a un accidente de esquí de antes de la guerra. Se había unido a la RAF mucho antes de que comenzara la guerra y pertenecía al Escuadrón 601 de la Real Fuerza Aérea Auxiliar, conocido como el «Escuadrón de los Millonarios» por estar formado en su mayor parte por antiguos alumnos de escuelas privadas inglesas, provenientes de buena familia, y con fama de insolentes y atrevidos. Bushell hacía gala en el aire de todas las características que poseía en tierra y, cómo no, de su extrema osadía y temeridad. Uno de los ornamentos que adornaban el comedor de oficiales del Escuadrón 601 era una señal de tráfico que arrancó de cuajo con su avión, cuando aterrizó cerca de un pub rural para tomarse un trago.

Cuando estalló la guerra, a Bushell le encargaron organizar el Escuadrón 92, una unidad de cazas Blenheim nocturnos en Tangmere, en la costa sur de Inglaterra. Al llegar allí descubrió que el único problema al que se enfrentaba era una absoluta falta de pilotos, aunque sí había unos cuantos técnicos de tierra para el mantenimiento de los aparatos. Pero para cuando la guerra alcanzó su punto más álgido, el Escuadrón 92 se había pasado a los mortíferos Hawker Hurricane, que se producían como churros en miles de fábricas de toda Gran Bretaña. El 23 de mayo de 1940, Bushell se encontraba sobrevolando las playas del norte de Francia en su Hurricane, cuando un Messerschmitt 110 le venció en un combate aéreo. El piloto británico consiguió aterrizar tierra adentro con su avión intacto y, creyendo que se encontraba en territorio aliado, esperó junto al aparato siniestrado a que llegara ayuda. Para su desgracia, pronto se dio cuenta de que la zona había sido tomada por los alemanes. Poco después, se encontraba bajo custodia alemana y camino al Dulag Luft.

Buckley nombró a Bushell jefe del servicio de inteligencia del Comité de Fugas. Llegaría a convertirse probablemente en el evadido más perseverante e incansable de todos los prisioneros aliados y un hombre clave, sin quien la Gran Evasión no habría ocurrido nunca. Pero si Roger Bushell desempeñó un papel fundamental en la Organización de Fugas, otro de los personajes más pintorescos de la historia que estaba a punto de acontecer se uniría muy pronto a la Comisión Permanente. El comandante Johnny Dodge era, además, uno de los prisioneros aliados de mayor edad: contaba ya 46 años cuando cayó en manos de los alemanes en 1940. Sin embargo, no fue nombrado oficial superior británico (SBO) por la sencilla razón de que era un oficial del ejército de tierra y nunca debió encontrarse entre los oficiales de las fuerzas aéreas. Pero es éste uno más de los muchos giros inesperados en la vida de Johnny Dodge.

John Bigelow Dodge era un hombre alto y corpulento que lucía un pequeño bigote sobre unos labios siempre sonrientes. Había nacido en 1894 y venía de una acaudalada y distinguida familia americana emparentada con los antepasados de la rama americana de Winston Churchill. Su abuelo materno fue un gran escritor, director de un periódico y diplomático estadounidense. Su tío también había sido un periodista famoso y amigo íntimo del káiser Guillermo II. El propio Johnny Dodge era también una mezcla de inconformista y aventurero que no encajaba en el molde convencional de ningún tipo de amante de los galones.

Su carrera militar también había sido peculiar y llena de altibajos; a principios de la Primera Guerra Mundial había conseguido ser destinado a la Marina Real británica a pesar de ser ciudadano americano. Posteriormente, hacia el final de la guerra, se pasó al Ejército británico. La única luz que le guiaba parecía ser su irresistible deseo de encontrarse siempre donde estaba la acción. En 1915, la Marina le concedió la Cruz de Servicios Distinguidos en Gallípoli. Más tarde, una vez transferido al Ejército con la graduación de teniente coronel del Regimiento Royal Sussex, fue herido dos veces en Francia, recibió dos Menciones de Honor y fue condecorado con la Orden de Servicios Distinguidos y la Cruz al Mérito Militar.

La carrera militar de Dodge durante el período de entreguerras fue casi tan peculiar como la de sus años de combate. Aventurero por naturaleza, transmutó su interés por los asuntos relacionados con el comercio internacional en una misión itinerante que abarcó la mayor parte de Persia, Asia y Oceanía, y que incluyó un recorrido a caballo de cerca de 3000 km a través de Siberia. Sus viajes abarcaron exóticos lugares tan remotos como Nueva Zelanda y Mesopotamia, Mongolia y Japón. También visitó Tailandia y Afganistán. Cuando finalmente llegó a Georgia, en la costa del mar Negro, en 1912, cayó en manos de la Policía Secreta rusa y fue arrestado acusado de espionaje. Ante la absoluta falta de pruebas fue puesto en libertad y regresó a Inglaterra.

En 1915 se había convertido en súbdito británico y una vez de vuelta en Londres trabajó para la Mancomunidad de Londres en un distrito del este de Londres. Dos veces intentó Dodge llegar a ser diputado conservador del Parlamento y dos veces fracasó. Tuvo más éxito en sus iniciativas comerciales; se incorporó a la bolsa londinense y llegó a ser director de un banco de Nueva York. Su vida privada también fue un éxito. Estaba felizmente casado (algo poco frecuente en una personalidad tan amante de la libertad) y fue padre de dos hijos. En cuanto estalló la guerra, se alistó y entró al servicio de la Fuerza Expedicionaria Británica. En el verano de 1940, al igual que otros cientos de miles de soldados británicos y franceses, se vio atrapado entre las divisiones de tanques Panzer de Hitler y las aguas del Canal de la Mancha. Trató de llegar a nado a un pequeño barco costero pero éste puso rumbo a Inglaterra a más velocidad de la que Dodge podía alcanzar. Entonces fue alcanzado por un disparo y obligado a volver a tierra firme, donde finalmente cayó prisionero tras varios intentos de fuga. El destino quiso que fuera entregado a la Luftwaffe en vez de al Ejército alemán. Cuando el comandante Rumpel vio por primera vez en el Dulag Luft al distinguido recién llegado, se dio cuenta inmediatamente de que era justo el tipo de oficial que la Comisión Permanente británica necesitaba. No podía dar crédito a la suerte que suponía tener de «invitado» a un pariente (por lejano que fuera) del primer ministro británico. Con total discreción, Rumpel hizo que se alteraran los papeles de Dodge para que quedara identificado como oficial de la RAF.

El núcleo de la Organización X se iba formando poco a poco. En el verano de 1940 llegaría uno de sus miembros más destacados. Bertram Jimmy James era la viva imagen del perfecto caballero inglés y se convertiría en uno de los más creativos e indomables artistas de la evasión de la Segunda Guerra Mundial. Por lo general, no aguantaba más de una semana sin verse envuelto de alguna forma en algún plan de fuga. Su persistencia acabaría por provocar la ira del Alto Mando alemán y del mismísimo Heinrich Himmler. Jimmy James, hijo de un rico hacendado inglés que poseía una plantación de té, nació en la India y se educó en el King’s School de Canterbury. Después de morir su padre, James decidió ir a ver mundo: tomó un barco de vapor rumbo a Panamá y recorrió todo lo ancho y largo de Norteamérica hasta que finalmente fue a parar a la Columbia Británica. Trabajó en una sucursal local de un gran banco, pero cuando la guerra ya estaba cerca, James vio un anuncio para servir en la RAF y se presentó para un servicio de corta duración. Obtuvo una nota tan alta en las pruebas de navegación que la RAF le envió a un nuevo escuadrón de bombarderos, el Escuadrón 9 de aviones Wellington, con base en Honington.

James era segundo piloto de un Wellington cuando se vio envuelto en un fuego antiaéreo de artillería pesada sobre la costa holandesa, el 5 de junio de 1940. El «Wimpy», nombre con que se denominaba afectuosamente a los Wellington,[2] fue alcanzado por el fuego antiaéreo mientras intentaba tomar rumbo a Alemania cargado hasta los topes. Las bombas que transportaba explotaron al primer impacto y el avión cayó en picado para estrellarse contra el suelo, como si se tratara de un «cometa en llamas», según recuerda el propio James. Saltó en paracaídas y, mientras bajaba flotando en el aire hacia el territorio enemigo iluminado por la luna, James calculó que debía encontrarse a unos 40 km de Rotterdam y seguramente a la misma distancia del mar. Serían cerca de las 23.00 h cuando sus pies tocaron tierra con un golpe seco, a consecuencia del cual se fracturó el tobillo. Un rebaño de apacibles vacas presenciaron su repentina aparición. James se incorporó y echó a andar en dirección oeste, hacia donde él pensaba que se hallaba la costa, con la esperanza de encontrar un barco con el que poder cruzar el Canal de vuelta a Inglaterra. Todo parecía ir bien al principio. Cuando llevaba andados unos 24 km, antes del amanecer, se encontró con un amigable holandés que le cobijó en una granja y le dio pan con queso. El hombre le aconsejó que descansara durante el día y continuara su andadura de nuevo al caer la noche. Pero por desgracia, su familia no parecía tan entusiasmada con la idea de albergar a un aviador inglés. Después de discutirlo un rato, le condujeron hasta la doble verja por la que se accedía al centro administrativo (la Kommandantur) de Rotterdam. Allí se enteró, a través de un oficial de la Luftwaffe, de que también habían capturado a otros tres miembros de su tripulación. A continuación, el alemán le soltó la eterna cantinela: «Para ti, la guerra ha terminado».

El primer interrogatorio al que fue sometido James por los alemanes es un buen ejemplo de cómo se fueron desarrollando y perfeccionando con el tiempo estos métodos. Le interrogó un coronel en presencia de otros seis oficiales y de un intérprete civil. A medida que avanzaba el interrogatorio se hacía más evidente que el civil pertenecía a la Gestapo. Acabó por conducir él mismo el interrogatorio. Intentaron intimidar a James para que diera más información que su nombre, su graduación y su número. En algún momento llegaron a sugerir que si les facilitaba más información ayudarían a dos de los miembros de su tripulación que habían resultado heridos y a quienes se había oído gritar pidiendo auxilio desde una zanja, cerca del «Wimpy» abatido. James se limitó a decir que si sabían que había hombres heridos allí, no tenía mucha más información que darles. Finalmente, cansados de intentar debilitarlo, le enviaron al cuartel general de la Luftwaffe holandesa, situado en el hotel Carlton de Amsterdam. Allí cambiaron de estrategia y trataron de cautivar a James. En su habitación encontró una mesa repleta de vasos de cerveza, hielo y puros. Al poco tiempo, entró un oficial de la Luftwaffe y ofreció una copa a James, que la aceptó de buen grado. El oficial alemán aseguraba haber estudiado en la Universidad de Oxford y se lamentaba del hecho de que ambos países se encontraran ahora en guerra. Cuando quedó claro que James no iba a revelar ninguna información importante, el oficial cambió de humor. Se llevaron las cervezas y los puros y al día siguiente enviaron al aviador inglés en automóvil al Dulag Luft.

Una vez más, James fue sometido al surtido típico de ardides alemanes. Le entregaron un impreso de la Cruz Roja en el que pedían detalles sobre su familia y su curriculum (servicios prestados con anterioridad) para que, supuestamente, se pudiera informar a sus allegados de que había sido hecho prisionero de guerra. James se negó de nuevo a facilitar otros datos que su nombre, graduación y número. Los alemanes se dieron de nuevo por vencidos y le enviaron al recinto de los prisioneros. Allí se encontraron James y Wings Day por primera vez, quien le dio la bienvenida mientras acariciaba cariñosamente a su gatito, Ersatz. James estaba encantado de reunirse en el Dulag Luft con el ametrallador de cola de su «Wimpy», de origen estadounidense, quien le contó que otros dos miembros de la tripulación estaban sanos y salvos pero que el otro piloto y el navegante habían muerto. James y Wings Day llegarían a intimar mucho con el tiempo y coincidirían en los últimos días de la guerra en las celdas del campo de concentración de Sachsenhausen. Pero su relación en el Dulag Luft duró poco tiempo. Tres días más tarde, James sería trasladado junto con otros 13 oficiales de la RAF, dos tenientes de la FAA y dos oficiales de las Fuerzas Aéreas francesas. Su destino iba a ser el recién construido campo del Stalag Luft I, cerca de Barth, en la lóbrega y sombría costa báltica, inaugurado en el verano de 1940.

Ese mismo verano, los prisioneros del Dulag Luft tramaron su primer plan de fuga. Los hombres habían utilizado los paseos en libertad condicional para hacer un reconocimiento del terreno en el que se encontraban y para hacerse con los horarios de los trenes. Al otro lado de la alambrada había una acequia seca atravesada por un pequeño puente. Buckley y Bushell pensaban que sería relativamente fácil excavar un túnel que fuera a dar justo debajo del puente y que tendrían tiempo suficiente para que escaparan varios prisioneros antes de que se dieran cuenta de su ausencia. El plan era que cada uno saliera disparado en una dirección distinta. Bushell se dirigiría hacia Schaffhausen, en la frontera Suiza, una popular estación de esquí que él conocía bastante bien. Se trataba de un plan de fuga casi ridículo de tan simple, que carecía de la sofisticación que caracterizaría a empresas futuras, pero del que los soldados aprenderían lecciones muy valiosas en el arte de la evasión. Su primer túnel fue un lamentable fracaso. Partía de los aseos del Recinto Este, pero el nivel freático del agua resultó ser más alto de lo que habían pensado y los excavadores se encontraron teniendo que abrirse paso como podían a través del barro. Después de unas cuantas semanas, tuvieron que rendirse a sólo dos metros del puente. Al poco tiempo comenzaron otro túnel desde debajo de la cama de Wings Day, pero fue descubierto por los alemanes. Para entonces ya había llegado el invierno y se acababa lo que se empezó a denominar la «estación de las fugas». Incluso los más decididos fugitivos, entre los que se encontraba Bushell, se dieron cuenta de que tratar de sobrevivir al invierno alemán con raciones escasas y ropa inadecuada era totalmente impensable. Lo único que podían hacer los prisioneros era elaborar planes para la siguiente primavera.

A principios de la primavera de 1941, los prisioneros descubrieron que el túnel de los aseos del Recinto Este seguía estando en buen estado, a pesar de las desastrosas inundaciones que lo habían convertido en un canal de barro y lodo el año anterior. Decidieron reconstruirlo y, después de varias semanas, algunos miembros de la Comisión Permanente se colaron trabajosamente por debajo de los aseos para excavar la tierra. Esta vez lograron llevar el túnel hasta el puente sin sufrir ninguna inundación y se sorprendieron a sí mismos al darse cuenta de que estaban listos para escapar en mayo. El Comité de Fugas decidió que la evasión se llevaría a cabo la primera noche sin luna del mes de junio. Un total de 19 hombres tomarían parte en el intento de fuga liderado por Bushell y Buckley, entre los que se encontraban Casey, Day y Dodge. Todos iban provistos de documentos falsos bastante rudimentarios y habían alterado la guerrera de sus uniformes de la RAF para que pareciera ropa de paisano en la medida de lo posible. La mayoría habían planeado dispersarse y escapar en distintas direcciones, solos o de dos en dos.

Roger Bushell sería el único que no saldría a través del túnel. Había decidido irse un día antes él solo, a través de otra ingeniosa vía de escape del campo. La causa de la diferencia era otro problema con el que se encontrarían los planificadores de fugas en el futuro: las alteraciones horarias de los trenes durante los fines de semana. Bushell iba disfrazado de instructor de esquí del Ejército alemán de permiso. Conocía bien la zona fronteriza entre Suiza y Alemania en los alrededores de Schaffhausen desde antes de la guerra. A diferencia de los demás fugitivos, Bushell se las había ingeniado para conseguir un traje de paisano de buena calidad que le ayudaría a pasar desapercibido un poco mejor que los demás. Hablaba bien alemán, con un ligero acento suizo, lo que pensaba que le daría una buena oportunidad de llegar hasta la frontera y atravesarla de una forma u otra. Sin embargo, su plan dependía de conseguir llegar en tren lo antes posible desde Frankfurt a la frontera suiza y, por desgracia, la primera noche de luna nueva caía en fin de semana, cuando había muchos menos trenes y los horarios no eran tan fiables.

Por lo tanto, cambió sus planes para salir una noche antes que los demás. Aquella tarde se quedó escondido, antes del Appell, en un cobertizo de cabras que era un surrealista elemento del campo de ejercicios que había fuera del recinto. Todos los prisioneros que llegaban al Dulag Luft se percataban de la existencia de la vieja cabra que vivía en dicho cobertizo. Era un animal juguetón y rara vez agresivo, y muchos le cogieron tanto cariño que no era raro verles ayudando a limpiar el cobertizo o alimentando a la cabra. Bushell y otros colegas aprovecharon la oportunidad que brindaba esta aparentemente inocente actividad para cavar un hoyo en el suelo del cobertizo, lo suficientemente grande como para esconder a un hombre. Disimularon el hoyo con una trampilla lo bastante resistente para que la pobre cabra no se colara dentro y fueron llevándose la tierra poco a poco en sucesivas veces.

Bushell había planeado esconderse en el cobertizo la tarde del jueves, anterior al viernes o sábado en que los que iban a salir por el túnel estuvieran listos para fugarse. Sólo había una tira de alambre alrededor del campo de ejercicios, lo que no suponía un obstáculo en modo alguno. Con anterioridad ya había comprobado lo fácil que era falsear el recuento al pasar lista, por lo que supuso que no habría ningún problema para disimular su presencia y sacar una ventaja de 24 horas a sus camaradas del túnel. El Comité de Fugas celebró una reunión y su plan fue aprobado. A la ocurrencia que soltó alguno acerca del problema del olor en el cobertizo, otro respondió con el chiste: «seguro que a la cabra no le importa».

La estrategia salió según lo planeado. Bushell aprovechó una falsa corrida de toros que organizaron los otros prisioneros con el objetivo de distraer a los guardias, para colarse en el cobertizo. No fue descubierto aquella noche cuando el cabrero llevó a dormir a la cabra y ni él ni su anfitriona protestaron por su mutua compañía. Poco después, Bushell iba camino de Tuttlingen en un tren expreso. Tal y como había pensado, nadie notó su ausencia al pasar lista a la mañana siguiente. Desde Tuttlingen, Bushell cogió una línea secundaria hacia Bonndorf, desde donde siguió a pie, campo a través. Confiaba en poder mantener una charla informal si alguien le paraba, pero milagrosamente no encontró ni un alma en el camino. Llegó el mismo viernes a la frontera suiza, que empezaba a llenarse de esquiadores de fin de semana. Pronto caería la noche y Bushell se enfrentaba al dilema de si esperar a que anocheciera y tratar de cruzar la frontera en la oscuridad o intentarlo a plena luz del día. Escogió esto último. Por desgracia, al entrar en un pueblo fronterizo, le abordó un hombre que salía de una casa en mitad de la calle. El alemán increpó a Bushell quien, para disimular el problema de su acento, le contestó arrastrando las palabras como si estuviera un poco alegre por haber bebido, con la esperanza de caer simpático al señor con sus gracias. El aldeano, sin embargo, resultó no tener mucho sentido del humor y se empeñó en llevar a Bushell a la comisaría de policía. Bushell puso pies en polvorosa y al doblar la esquina se encontró metido en un callejón sin salida. De momento, la guerra había terminado una vez más para Roger Bushell. Más tarde se lamentaría en tono taciturno: «podría incluso haber ayudado a cruzar la calle a un colegio entero de niñas con sólo haber pasado unos cien metros más hacia el oeste».

Al menos llegó algo más lejos que sus compañeros de fatigas. La noche del viernes en que Bushell se dio a la fuga, los otros 18 fugitivos salieron a través del pequeño túnel. Para ayudarles a escapar, otros estaban celebrando una fiesta en otro punto del recinto. Todos consiguieron salir del túnel sin ser vistos y los alemanes no se dieron cuenta de la ausencia de buena parte de la Comisión Permanente del coronel Rumpel hasta que pasaron lista a la mañana siguiente. Sin embargo, sus correrías por Alemania se vieron rápidamente frustradas. La mayoría fueron capturados en menos de 24 horas, delatados por la mala calidad de sus documentos y por lo extraño de sus atuendos. Otros cometieron errores de base, como Johnny Dodge, que se puso a caminar por mitad de la Autobahn sin darse cuenta de que estaba prohibido para los peatones. La fuga de Dodge finalizó cuando él y su compañero llegaron a un puente que desafortunadamente estaba patrullado por los alemanes. No tardaron en estar de vuelta en el Dulag Luft. El que mejor hablaba el alemán consiguió llegar hasta Hannover, pero tampoco tardó en caer de nuevo en manos de los alemanes.

Sin embargo, la RAF había conseguido montar la primera Gran Evasión de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes estaban tan ultrajados que enseguida empezaron a revisar los mecanismos de vigilancia de los prisioneros de las Fuerzas Aéreas aliadas.

A pesar de haber descubierto el primer túnel, los alemanes se habían sentido falsamente seguros de que los oficiales británicos no traicionarían la cordialidad con la que les trataba el Kommandant Rumpel. Uno de los oficiales alemanes se lamentaría más tarde de que debían haberse percatado de lo que se estaba cociendo, teniendo en cuenta la gran cantidad de duchas que solían darse los prisioneros a cualquier hora del día. De momento, se había acabado la «luna de miel». Una vez capturados, todos los fugitivos fueron enviados dos semanas a la «nevera» por intento de fuga, como era de rigor (en todos los campos de prisioneros de guerra había lo que los prisioneros denominaban «cooler» («nevera» o «calabozo»), un barracón de aislamiento compuesto de austeras celdas individuales donde les servían raciones ínfimas de comida). Poco después, los alemanes decidieron transferir la mayoría de los evadidos al Stalag Luft I, el nuevo y recóndito campo de la Luftwaffe, cerca de Barth, al que había sido enviado Jimmy James al poco tiempo de llegar. Como casi siempre, Roger Bushell fue una excepción. Fue enviado a un campo aún más lúgubre, el Stalag XC de Lubeck, que competía en cuanto a austeridad con el de Barth y estaba ocupado en su mayor parte por oficiales del Ejército británico capturados en el desastre de Creta.

En el futuro, resultaría bastante más difícil escaparse del Dulag Luft y los alemanes seleccionaban prisioneros con un temperamento aparentemente menos reacio a aceptar la cautividad para formar parte de la Comisión Permanente británica. Entretanto, el Kommandant Rumpel cargó con todo el peso de la responsabilidad por la fuga. Fue destituido de su cargo, castigo que seguramente no le hizo perder el sueño. Antes de partir, se aseguró de que los fugitivos recibieran una caja de botellas de champaña para brindar en el tren que los llevaría a Barth, acompañada de una nota de felicitación.