Incluso después de todo este tiempo, he tenido que realizar un gran esfuerzo para coger mi pluma y algo de papel y escribir en estos últimos párrafos lo relativo a las circunstancias en las que la vida de la señora Keller fue cortada de raíz. De una manera inconexa, y, cerciorándome ahora, completamente irresponsable, intenté presentar algún registro de mi conexión con aquella mujer, desde la primera vez que vi su fotografía, hasta la tarde en la que, al fin, me ofreció una fugaz visión de su rostro. Siempre fue mi intención dar por concluido el tema allí, en la Sociedad Física y Botánica, y no asociar nada de lo que allí pasó con el extraño vacío que se había ubicado en mi mente, que el paso de estos cuarenta y cinco años parece haber apaciguado o desplazado.
Sin embargo, mi pluma parece haberse sentido coaccionada en esta oscura noche por mi deseo de dar a conocer en todo lo que me sea posible tales hechos, pero es mi titubeante retención la que elige, sin mi control, desterrar el recuerdo de aquella dama. Temiendo lo inevitable, siento como si no tuviera elección de presentar los detalles tal y como ocurrieron.
Según recuerdo, había una breve acotación en la prensa pública el viernes que siguió a su marcha del jardín de la Sociedad Física y Botánica, que apareció en una primera edición del Evening Standard. Parecía, por su emplazamiento en el periódico, que el suceso carecía de mayor importancia, y decía lo siguiente:
«Un trágico accidente de ferrocarril ha concurrido esta tarde en las vías cercanas a la estación de St. Pancras Station, donde se ha visto involucrada una locomotora, y que ha culminado con la muerte de una mujer. El conductor Ian Lomas, de la línea London & North Western Railway, se vio sorprendido al ver cómo una mujer con un parasol caminaba hacia el ferrocarril hacia las dos y media. Incapaz de detener la locomotora antes de que la alcanzara, el ingeniero intentó darle aviso utilizando el silbato, pero la mujer permaneció en las vías, sin intentar apartarse, por lo que finalmente fue atropellada. La fuerza del impacto destrozó el cuerpo de la joven, mientras era lanzado a una distancia alejada de la vía. La inspección de los restos de la desafortunada mujer la identificaron como Ann Keller, de Fortis Grove. Su desconsolado marido ha sido incapaz de hacer ningún pronunciamiento oficial, y tampoco ha podido decir por qué caminaba su esposa por los raíles, aunque la policía está realizando una investigación con la intención de determinar las razones».
Estos son los únicos hechos en lo concerniente a la trágica y violenta muerte de la señora Ann Keller. Incluso así, si bien ya me he extendido demasiado, prolongaré un poco más esta narración para mencionar cómo, a la mañana siguiente a su muerte, utilicé de nuevo mi disfraz de gafas y falso bigote, con las manos algo temblorosas, y cómo recobré mi compostura mientras me dirigía a pie desde Baker Street a la casa en Fortis Grove. Una vez allí, la puerta de entrada se abrió lentamente, y todo lo que pude ver fue la figura de Thomas R. Keller semiescondido en la penumbra. No parecía ni desganado ni alentado por mi visita, ni tampoco pareció percatarse de mi disfraz. Inmediatamente detecté un olor a jerez, La Marque Speciale, para ser precisos, que, apestando, provenía del hombre. Al cabo de unos segundos, me dijo con desgana:
—Por favor, entre.
Pero lo poco que quería compartir con aquel hombre permanecería conmigo por el momento, mientras lo seguía silenciosamente a través de las habitaciones con las cortinas aún echadas, pasando la escalera, y entrando en el estudio iluminado por una única lámpara. Su resplandor iluminaba dos sillas y, entre ellas, había una mesa con dos botellas del mismo alcohol que había olido en su aliento al entrar.
Allí fue donde eché más de menos a John. Con detalles precisos y grandes hipérboles confinando la grandeza, podía transfigurar la historia más mundana en una de interés, lo cual era la verdadera capacidad de un escritor con talento. Aun cuando escribo mi propia historia, me siento incapaz de pintar las escenas con esas derrochantes, pero refinadas pinceladas. Sin embargo, me esforzaré para dibujar cual vivido retrato la palidez y el pesar que había engullido a mi cliente. Me senté junto al señor Keller, expresándole mis más profundas condolencias, pero apenas dijo nada a cambio, quedándose allí quieto, con su mentón sin afeitar hundido en el pecho, sumido en el más profundo estupor. Su mirada vaga e inanimada estaba fija en el suelo. Con una mano sujeta al reposabrazos de la silla, mantenía la otra como un fuerte asidero alrededor del cuello de la botella de jerez, pero dado su debilitado estado, era incapaz siquiera de levantar la botella desde la mesa hasta su boca.
El señor Keller se comportaba de la manera que yo imaginaba que lo haría. No se echaba las culpas por su muerte, y cuando absolví a su mujer de cualquier acto malintencionado, mis palabras sonaron vacías y sin importancia. ¿Qué importancia tenían, si ella no había estado tomando lecciones de armónica, o si Madame Schirmer había sido erróneamente juzgada, o si su esposa había sido, en su mayor parte, sincera con él?
Aun así, le hice saber la poca información que yo había recabado, explicándole el pequeño jardín que había junto a Portman, los libros que tomaba prestados de las estanterías, las lecciones de música que sonaban para ella mientras leía. Mencioné la puerta trasera que la llevaba a un callejón tras la tienda, y también lo indeterminado de sus paseos, a lo largo de calles, estrechas avenidas, al lado de las vías del tren, y cómo se dirigió hacia el jardín de la Sociedad Física y Botánica. Del mismo modo, no vi la necesidad de hacerle saber de Stefan Peterson, o cómo su esposa había pasado la tarde con alguien que no buscaba intenciones nobles.
—Pero no lo entiendo —dijo él, removiéndose en la silla y mirándome con su penoso rostro—. ¿Qué es lo que le hizo hacer eso, señor Holmes? No lo entiendo.
Me he repetido esa misma pregunta muchas veces, pero he sido incapaz de dar con una respuesta. Le di un suave golpe en la pierna, luego miré sus ojos inyectados en sangre, los cuales, como heridos por mi mirada, se dirigieron de nuevo hacia el suelo.
—No sabría decirle con exactitud. Realmente, no podría.
Podría haber miles de razones, pero cavilé y cavilé mucho sobre el asunto y no se me ocurrió ninguna convincente. Una posible explicación podría haber sido que la pérdida de sus hijos nonatos se hubiera convertido en una carga demasiado pesada para ella. Otra, podrían haber sido los posibles poderes que los tonos de la armónica hubieran ejercido sobre ella, algún tipo de control sobre su frágil psique, o puede que se volviera loca por culpa de las injusticias de la vida, o que padeciera alguna enfermedad que la hubiera llevado a la locura. No pude encontrar ninguna otra solución que fuera adecuada, así que esas fueron las explicaciones en las que pasé horas meditando, sopesando las unas y las otras, sin encontrar nada satisfactorio.
Durante un tiempo, escogí la locura como la conclusión más plausible. Aquella obsesiva preocupación por la armónica me sugería que poseía una naturaleza psiconeurótica. El hecho de que más de una vez se encerrara en el ático durante horas y creara música para invocar a sus hijos nonatos daba fuerza a la idea de que estaba ida. Por otro lado, aquella mujer leía literatura romántica en los bancos del parque, pareciendo en paz consigo misma y el mundo que la rodeaba. Sin embargo, no era imposible que una mentalidad discorde pudiera empujarla a realizar diferentes actos contradictorios. Aun así, no mostraba ningún signo externo de locura. De hecho, no había nada en ella que diera muestras de que fuera una mujer capaz de caminar sin apartarse mientras un tren se le echaba encima, pero así había sido ¿Por qué, entonces, había mostrado aquel apego por todo lo que vivía, florecía, y crecía en primavera? Una vez más, no pude llegar a una conclusión que hubiera dado sentido a los hechos.
Aún quedaba, sin embargo, una última teoría, que parecía plausible. El envenenamiento por plomo, en estos días, es una dolencia bastante frecuente, especialmente desde que el plomo se puede encontrar en cualquier instrumento, candelabros, tuberías, ventanas, pinturas, e incluso en los cubiertos de cocina. Sin duda, también había plomo en el cristal y la pintura empleada en la armónica, y en las diferentes rodelas para así poder diferenciar las notas. Sospeché durante mucho tiempo que la exposición continuada al plomo fue la causa de la enfermedad de Beethoven, su sordera y, finalmente, su muerte. Así que para ella también, todas aquellas horas que había pasado frente a la armónica de cristal, practicando, podrían haberle causado un envenenamiento. Por lo tanto, aquella teoría era bastante sólida. Tan sólida que determiné que su validez podía ser completa. Pero lo que se hizo aparente es que la señora Keller no mostraba ninguno de los síntomas que acusan un envenenamiento por exposición al plomo. Sus andares eran normales, no padecía de vómitos, ni de convulsiones, o de una disminución de las capacidades intelectuales y, si bien podría haberse envenenado sin haber tocado nunca la armónica, entiendo que aquel mal general que experimentaba al principio había sido aliviado por la práctica de tocar el instrumento, y no provocado por este. Además, sus manos descartaban aquella posibilidad. Carecían de mancha alguna, o de la decoloración azul oscuro que debería haber tenido en las yemas de sus dedos.
No, finalmente concluí que ella nunca había perdido la cabeza, ni había estado enferma, no hasta ese punto de locura. Ella, por razones desconocidas, simplemente fue extraída de la ecuación humana, y dejó de existir. Tal vez simplemente hizo lo contrario de sobrevivir, e incluso ahora, me pregunto si la creación es demasiado hermosa y demasiado horrible a la vez para un puñado de almas perceptivas, y si el darse cuenta de esta dualidad opuesta puede ofrecerles la única opción de abandonar por propia voluntad. Más allá, no puedo dar otra explicación que pueda acercarse más a lo que es la verdad. Aun así, nunca he deseado tanto el poder dar con una razón para poder vivir más tranquilo.
Estaba finalizando este análisis sobre su esposa al señor Keller cuando este se dejó caer hacia atrás en la silla, con su mano deslizándose lentamente por la botella para terminar con la mano boca arriba a un lado de la mesa, pero por una vez, su rostro sombrío y ojeroso se apaciguó, con un suspiro de alivio que surgió de lo profundo de su pecho. Demasiada pena y muy poco sueño. Demasiado jerez también. Así que me quedé allí un rato, sirviéndome yo mismo un vaso de La Marque Speciale, y luego otro, y solo me levanté para irme cuando el licor se me subió a las mejillas y pulió la melancolía que había inundado todo mi ser. Pronto cruzaría las habitaciones de la casa, buscando la luz del sol que apenas sobresalía por debajo de las cortinas echadas, pero no sin antes coger la fotografía de la señora Keller que guardé en el bolsillo de mi chaquetón y, con cierta renuencia, la dejé sobre la flácida mano de mi cliente, a la vez que se la estrechaba. Después de esto, salí sin mirar atrás, atravesando el espacio que había entre la oscuridad y la luz lo más rápido que pude, impulsándome hacia un atardecer que aún persiste en mi memoria, tan brillante, azul y despejado como lo era en aquel día tan lejano.
Pero aún no deseaba volver a Baker Street. En lugar de eso, en aquella soleada tarde primaveral, me dirigí hacia la calle Montague, saboreando la experiencia de caminar entre las calles que la señora Keller conocía tan bien, y durante todo el trayecto, me imaginé que me estaría esperando cuando entrara en el jardín junto a la tienda de Portman. En poco tiempo me vi allí, pasando junto a la tienda vacía, cruzando las sombrías callejuelas, y, finalmente, en el centro del jardín donde estaba aquel pequeño banco rodeado por una cerca. Me paré para admirar la vista, y observar los crecimientos perennes y las rosas que crecían en el muro del perímetro. Había una suave brisa, y mirando más allá de la cerca, vi los geranios y las lilas meciéndose al viento. Me senté en el banco, y esperé a que la armónica empezara a sonar. Había traído conmigo una buena provisión de cigarrillos John Bradley y, quitándome mi chaleco, empecé a fumar mientras escuchaba la música. Mientras permanecí allí, mirando la cerca, disfrutando de las esencias del jardín que se mezclaban con el aroma del tabaco, una sensación de ansia y aislamiento empezó a apoderarse de mí.
La brisa aumentó su fuerza, pero solo por un momento. La cerca crujió, las flores se doblaron, y luego la brisa se calmó y, en el silencio, me di cuenta de que la música, mientras el día caía, no sería de mi agrado. ¿Rechazaría aquellos atrayentes sonidos, tan posesivos, tan emblemáticos, que ahora fracasaban a la hora de avivarlo como antes? ¿Cómo iba a ser lo mismo? Ella se había quitado la vida, se había ido. ¿Y qué importaba si con el tiempo todo se perdería, se desvanecería, si en realidad no existía una razón definitiva, ni ningún patrón ni lógica, para todo lo que había sido creado en la tierra? Ella ya no existía, pero yo permanecía allí. Nunca me había sentido tan incomprensiblemente vacío, y, solo entonces, mientras mi cuerpo se levantaba del banco, empecé a darme cuenta de cuán profundamente solo estaba en el mundo. Así que, mientras el anochecer avanzaba, no tomé nada del jardín, excepto aquel vacío imposible, aquella ausencia en la que cabría otra persona, una cavidad que formaba el contorno de una singular y curiosa mujer, que nunca contemplaría mi verdadero ser.