Mientras las nubes de tormenta se extendían hacia el mar y su propiedad, Holmes abrió la habitación de la señora Munro, y anduvo lentamente hacia el interior, las cortinas aún permanecían echadas, las luces apagadas, y el olor a bolas de naftalina sustituía cualquier otro tipo de olor. Cada tres o cuatro pasos se paraba, mirando en la oscuridad, reafirmando su asidero en los bastones, como si se anticipara ante cualquier forma vaga e inimaginable que pudiera surgir de entre las sombras. Siguió avanzando con el golpeteo de sus bastones haciéndose cada vez más leve, hasta que traspasando la puerta de la habitación de Roger, entró en la única habitación de la casa de invitados que no permanecía cerrada durante el día. Por primera y única vez, estaba entre las pocas posesiones del muchacho.
Se sentó al borde de la cama de Roger, pulcramente hecha, mirando los objetos de la habitación. La maleta de la escuela colgando del pomo de la puerta del armario; el cazamariposas de pie, en un rincón. Luego se levantó, y empezó a caminar lentamente por la habitación. Los libros, las revistas de National Geographic, las rocas y conchas en la cajonera, las fotografías y los dibujos de vivos colores de las paredes, los objetos que cubren la mesa de cualquier estudiante: seis libros, cinco afilados lápices, rotuladores, folios, y el vial con las dos abejas.
—Vaya —dijo, levantando el vial y mirando brevemente el contenido de su interior. Las criaturas permanecían inmutables en su interior, al igual que cuando las encontró en el bolsillo de su chaquetón en el tren de Tokio. Dejó el vial sobre la mesa, asegurándose de no cambiar su emplazamiento original. Qué metódico había sido el chico, qué preciso, todo ordenado, todo alineado. Los objetos que había en su mesita de noche también estaban ordenados con esmero. Unas tijeras, un bote de pegamento, un libro de recortes con una portada negra, sin adornos.
Holmes cogió el libro de recortes entre sus manos. Sentándose de nuevo en la cama, empezó a pasar cuidadosamente las páginas, examinando los intrincados collages que mostraban la vida salvaje y los bosques, los soldados y la guerra y, ya por último, la desolada imagen del edificio de la prefectura del gobierno de Hiroshima. Cuando terminó de ver el libro de recortes, la fatiga que venía arrastrando desde el amanecer le invadió completamente. Fuera, la difusa luz del sol se iba apagando lentamente. Los delgados ramajes arañaban las ventanas, casi sin hacer ruido.
—No lo sé —murmuró incomprensiblemente, allí sentado en la cama de Roger.
—No lo sé —dijo de nuevo, apoyando la cabeza en la almohada del muchacho, cerrando los ojos con el libro de recortes sujeto contra su pecho.
—No tengo las pistas suficientes.
Después de eso, se dejó llevar, pero no al tipo de sueño en el que uno cae exhausto, o a este tipo de sueños donde casi no se descansa, en los que la realidad y el sueño se entrelazan, sino en un insulso estado que lo sumergió en una quietud enorme. Ese enorme agujero sin fondo que era su sueño lo llevó más allá, alejándolo de la habitación donde descansaba su cuerpo. Durante más de seis horas, se fue, manteniendo su respiración lenta y firme, sin mover tampoco sus extremidades.
Los truenos que se produjeron al mediodía no llegaron a sus oídos, como tampoco pudo percibir la tormenta que aulló y sopló por todo el lugar, mientras las hierbas altas se doblaban por la fuerza del viento, y las punzantes y duras gotas de agua humedecían el suelo. Cuando la tormenta pasó, no escuchó que la puerta principal se abría de un bandazo, esparciendo un golpe de aire frío mezclado con lluvia por el recibidor, a lo largo del corredor, hasta llegar a la habitación de Roger, pero Holmes terminó por sentir cómo un escalofrío acarició su cara y su cuello, como si unas frías manos pasaran por su piel, despertándolo.
—¿Quién está ahí? —murmuró mientras se desperezaba.
Abriendo y cerrando los ojos, miró hacia la mesita de noche, en la que estaban las tijeras y el bote de pegamento. Luego miró hacia el corredor de más allá, el oscuro pasaje entre la iluminada habitación del chico y la puerta principal abierta, donde, después de algunos segundos, se dio cuenta de que alguien lo estaba esperando entre las sombras, sin moverse, mirándolo, perfilado por la luz que procedía de atrás. El fuerte viento movió el borde de sus ropajes.
—¿Quién está ahí? —preguntó, sin ser capaz de sentarse, y solo cuando la figura retrocedió, flotando hacia atrás, hasta la puerta de la entrada, se hizo visible. Vio cómo ella llevaba un maletín antes de que cerrara la puerta principal, y una vez entró de nuevo en la oscuridad de la casa de invitados, se desvaneció tan pronto como había aparecido.
—Señora Munro.
Se volvió a materializar, gravitando hacia la habitación del chico, con su cabeza flotando como una esfera informe de tonalidad blanca que iluminaba su alrededor. La oscuridad que la acompañaba no parecía su sombra, ya que se removía y fluctuaba debajo de ella. Era, según sospechaba Holmes, el vestido de luto que arrastraba. De hecho, iba vestida de negro, con flecos y un lazo de austero diseño. Su piel estaba pálida, y bajo sus ojos había visibles ojeras. La pena se había llevado su juventud, su cara estaba descompuesta, y sus movimientos eran lentos y pesados. Cuando atravesó el umbral, saludó con la cabeza sin expresión al aproximársele, sin mostrar nada de la agonía del día en el que se le comunicó la muerte de Roger, o la rabia que había demostrado en el colmenar. En lugar de eso, había algo apacible en ella que Holmes podía sentir, algo dócil y tranquilizador.
«No puedes echarme la culpa —pensó—, ni tampoco a mis abejas. Nos has juzgado erróneamente, hija mía, y te has dado cuenta de tu error». Sus pálidas manos llegaron hasta él, quitándole cuidadosamente el libro de recortes de sus dedos. Evitó su mirada, pero él la contempló con las pupilas dilatadas, reconociendo las mismas características vacuas que había visto en el cadáver de Roger. Sin decir nada, puso de nuevo el libro de recortes en la mesita de noche, dejándolo tal y como el chico lo había hecho.
—¿Por qué está aquí? —preguntó Holmes después de poner los pies en el suelo, enderezándose mientras se apoyaba en el colchón y quedándose sentado.
Cuando oyó su voz, su cara enrojeció de vergüenza, ya que ella lo había pillado durmiendo en sus aposentos, abrazado al libro de recortes de su hijo. Si alguien tuviera que hacer alguna pregunta, tendría que ser ella, y no él. Aun así, la señora Munro no parecía molesta por su presencia, un hecho que le hacía sentir incómodo. Miró a su alrededor, buscando sus bastones, que había dejado apoyados en la mesita de noche.
—No esperaba que volviera tan pronto —dijo, intentando coger a tientas los bastones—. Espero que haya tenido buen viaje.
Avergonzado por la superficialidad de sus palabras, su cara se tornó aún más roja.
La señora Munro se paró delante del escritorio, dándole la espalda, al mismo tiempo que él, sentado en la cama, se la daba a ella. La mujer explicó que se sentiría mejor en la casa de invitados, y una vez Holmes oyó aquella voz calma, su desasosiego desapareció.
—Tengo mucho que hacer aquí —dijo ella—. Asuntos que deben resolverse. Asuntos míos y de Roger.
—Debe estar hambrienta —dijo él, disponiendo por fin de los bastones—. Le diré a la chica que le traiga algo. ¿O tal vez quiere cenar en mi mesa?
Se preguntaba si la hija de Anderson habría terminado ya de realizar las compras en la ciudad y, mientras lo pensaba, la señora Munro contestó tras él:
—No tengo hambre.
Holmes se giró hacia ella, viendo que lo miraba de reojo, con aquellos ojos renuentes, vacíos que nunca lo miraban fijamente, encontrándolo siempre en la periferia.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —fue todo lo que pudo preguntar—. ¿Desea algo?
—No se preocupe por mí, gracias —dijo ella, evitando sus ojos completamente.
Entonces Holmes comprendió la verdadera razón por la que había vuelto tan pronto, y, mientras ella empezaba a recoger los objetos del escritorio, desdoblando los brazos de debajo de su pecho, vio a una mujer que estaba cavilando sobre cómo terminar aquel capítulo de su vida.
—Me va a dejar, ¿no es así? —dijo él abruptamente, con las palabras saliéndole de la boca casi sin pensarlo.
Los dedos de la mujer se deslizaron por la mesa, pasando por los rotuladores, los folios, parándose por un momento en la superficie pulida de la parte de madera conglomerada, donde Roger terminaba sus deberes, o realizaba aquellos dibujos que luego colgaba en la pared, y donde seguro leía sus revistas y libros. Incluso ya muerto, veía al chico allí sentado, mientras ella cocinaba, limpiaba y se mantenía ocupada en la casa principal. Holmes, también, había imaginado a Roger allí sentando, inclinado hacia delante, al igual que hacía él, hasta que el día se hacía tarde, y la tarde, noche. Quería compartir aquella visión con la señora Munro, diciéndole que creía que los dos podían imaginarla a la vez, pero en lugar de eso, mantuvo silencio, anticipando la respuesta que finalmente salió casi confidencialmente de sus labios:
—Sí, señor, dejo la casa.
«Por supuesto que la dejas —pensó Holmes, como si se sintiera compasivo ante su decisión». Aun así, se sintió tan herido por la firmeza de su respuesta, que su réplica salió balbuceante de su boca, como si suplicara por una segunda oportunidad:
—Por favor, no tiene por qué tomar esa decisión tan apresurada, de verdad, especialmente, en estos momentos.
—No la he tomado apresuradamente. He pasado horas meditando sobre ello, pero me es imposible no tomarla. Aquí ya hay muy pocas cosas de valor para mí, solo estas, y nada más.
Cogió un rotulador rojo, y lo hizo rodar entre sus dedos.
—No, no ha sido precipitada.
De repente, el aullido de la brisa sonó por encima del escritorio de Roger, haciendo que las ramas rasparan el cristal. La brisa aumentó momentáneamente, removiendo el árbol de fuera, haciendo que las ramas golpearan aún con más fuerza. Abatido por la respuesta de la señora Munro, Holmes suspiró con resignación, y luego preguntó:
—¿Y dónde va a vivir en Londres? ¿Qué será de usted?
—Honestamente, no lo sé. No veo que mi vida me importe de una manera o de otra.
Su hijo había muerto. Su marido había muerto. Hablaba como aquellos que han enterrado a los seres más queridos, y que, haciéndolo, se habían enterrado a ellos mismos en aquellas mismas tumbas. Holmes recordó un poema que había leído en su juventud. Una única línea, que le había asustado durante toda su niñez:
«Iré al más allá solo, así que búscame allí».
Sobrecogido por su complaciente desesperación, caminó hacia ella, diciéndole:
—Por supuesto que importa. Abandonar la esperanza es abandonarlo todo, y usted no debería, querida. En cualquier caso, tiene una obligación que cumplir, si no lo hace, su amor por el chico no perdurará.
Amor. Era una palabra que la señora Munro nunca había oído pronunciarle. Nuevamente lo miró de reojo, haciendo que se detuviera por la frialdad de sus ojos. Entonces, como para evitar la situación, miró de nuevo al escritorio, diciendo:
—He aprendido mucho sobre ellas.
Holmes vio que había alcanzado el vial con las abejas.
—¿De verdad lo ha hecho? —preguntó.
—Son japonesas, insectos amables y tímidos, ¿no? No como esas suyas.
Sostuvo el vial en la palma de su mano.
—Está en lo correcto, veo que se ha informado.
Había quedado sorprendido por la pequeña cantidad de conocimientos que la señora Munro poseía, pero se decepcionó cuando vio que no tenía nada más que decir, mirando el vial, con sus ojos fijos en las abejas muertas del interior.
Incapaz de aguantar por más tiempo el silencio, prosiguió:
—Son unas criaturas excepcionales, tímidas, como usted ha dicho, aunque incansables cuando tienen que matar a un enemigo.
Le contó que los tábanos gigantes cazaban diversos tipos de avispas y abejas. Una vez que un tábano descubría un nido, dejaba una secreción que marcaba el lugar. La secreción hacía que otros tábanos de la zona se congregaran para atacar la colonia. Las abejas japonesas, sin embargo, podían detectar esas secreciones, permitiéndoles prepararse para el inminente ataque. Cuando los tábanos entraban en el nido, las abejas rodeaban al atacante, envolviéndolo con sus cuerpos y exponiendo a la criatura a temperaturas superiores a los cuarenta y siete grados (demasiado para un tábano, pero perfecta para una abeja).
—Son realmente fascinantes, ¿no está de acuerdo? —dijo concluyendo. Tuve la oportunidad de ver una colmena en Tokio, y pude ver a estas increíbles criaturas con mis propios ojos.
La luz del sol rompió el cielo, iluminando las cortinas. Solo entonces, Holmes se dio cuenta de lo desafortunado del discurso en aquel momento tan inapropiado. El hijo de la señora Munro acababa de ser enterrado, y todo lo que él podía ofrecer en consuelo era un discurso sobre las abejas japonesas. Avergonzado, sacudió la cabeza ante su propia estupidez, y mientras pensaba una manera de disculparse, la mujer puso el vial sobre la mesa, y con la voz temblándole de emoción, dijo:
—No tiene sentido, no son humanas, no caminan. Nada de esto es humano, solo ciencia y libros, cosas metidas en botellas y cajas. ¿Qué es lo que sabe sobre querer a alguien?
A Holmes se le pusieron los vellos de punta ante aquel tono de voz cáustico y lleno de odio, ante aquel énfasis despectivo de su susurrante voz, y luchó por mantener la calma antes de contestar. Se dio cuenta de que sus manos estaban sujetando los bastones, y que sus nudillos se habían tornado blancos.
«No tiene ni idea —pensó».
Lanzando un suspiro exasperado, perdió el asidero de sus bastones, y cayó de espaldas sobre el colchón de Roger.
—No soy tan rígido —dijo, intentando tomar asiento en el cabecero de la cama—. Al menos, no tanto como usted cree, pero ¿cómo puedo convencerla de lo contrario? ¿Y si le dijera que mi pasión por las abejas no viene de ninguna rama de la ciencia, ni de ninguna página de ningún libro? ¿Me encontraría entonces menos inhumano?
Aún mirando el vial, la mujer no respondió, ni se movió.
—Señora Munro, temo que mi avanzada edad haya causado algún estrago en mi retentiva, tal y como sin duda se habrá dado usted cuenta. A menudo, olvido dónde he dejado las cosas, mis cigarros, mis bastones, a veces incluso mis propios zapatos, y encuentro cosas en mis bolsillos que no recuerdo de dónde las cogí. Es sorprendente y horrible al mismo tiempo. También hay periodos en los que no puedo recordar por qué he ido de una habitación a otra, o incluso no puedo descifrar frases que acabo de redactar en mi escritorio. Pero otras muchas cosas quedan indeleblemente grabadas en mi paradójica mente. Por ejemplo, puedo recordar la época en la que tenía dieciocho años con claridad absoluta, como un estudiante de Oxford muy alto, solitario, poco agraciado, pasando tardes en la única compañía de un catedrático aficionado a las matemáticas y la lógica. Un chico hombre, estirado, perteneciente a la Iglesia de Cristo, y que posiblemente conozca por el nombre de Lewis Carrol, pero al que yo conocí como Reverendo C. L. Dodgson, inventor de increíbles juegos de palabras y matemáticos. El recuerdo de sus juegos de manos y de papiroflexia están ahora tan vividos en mi mente como entonces. De la misma manera, recuerdo el pony que tuve de pequeño, y me veo a mí mismo trotando entre los páramos de Yorkshire, perdiéndome gozosamente en un mar de olas. Hay multitud de recuerdos en mi cabeza, todos fácilmente accesibles. ¿Por qué algunos permanecen en mi memoria y otros no? No sabría decirle, pero deje que comparta algo más de mí con usted. Cuando me mira, creo que ve a un hombre incapaz de sentir. Me doy más cuenta de eso de lo que usted cree, querida. Me ha conocido en mis años de decadencia, enclaustrado en esta hacienda y en el colmenar. Si hablo con alguien, es con esas criaturas. Así que no voy a reprocharle que piense de mí de esa manera. En cualquier caso, hasta la edad de cuarenta y ocho años, apenas había tenido ningún interés por el mundo de las abejas. Sin embargo, cuando cumplí cuarenta y nueve años, no podía pensar en otra cosa. ¿Cómo explica eso?
Aspiró aire, cerrando sus ojos por un momento, y luego continuó.
—Mire, una vez investigué sobre una mujer, una mujer joven, un tanto extraña, pero atractiva. Al poco tiempo, me sentí atraído por ella, una cosa que nunca llegué a comprender. Pasamos muy poco tiempo juntos, menos de una hora, y ella no sabía nada de mí, y yo, muy poco sobre ella, excepto que le gustaba leer libros, y caminar entre las flores. Así que paseamos juntos, entre las flores. Los detalles de aquel caso no son importantes, aparte del hecho de que, con el tiempo, desapareció de mi vida, y, fíjese, inexplicablemente, sentí que había perdido algo esencial de mi vida, creándome un vacío en mi interior. Y ahora, sí, ahora, ha empezado a aparecer de nuevo en mis pensamientos, en un momento lúcido, tan insignificantemente corto como cuando ocurrió originariamente, pero que está presente de nuevo, y no me ha abandonado.
Quedó en silencio, con los ojos entrecerrados, mientras conjuraba de nuevo al pasado. La señora Munro lo miró, contrayendo su cara levemente.
—¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver con nada?
Cuando habló, su impoluto rostro mostró arrugas en su frente. Aquellas arrugas eran lo más expresivo que había en su rostro. La mirada de Holmes se había fijado en el suelo, en algo que solo él podía ver.
—Fue de consecuencia menor, —le dijo él a ella, a pesar de que la señora Keller se le apareció estrechándole con su mano enguantada a través del tiempo.
Allí, en el jardín de la Sociedad Física y Botánica, había tocado con sus dedos el echium, y la atropa belladona, el belcho y la quitafiebres, y ahora, sostenía y acariciaba un iris con su mano. Retirándola, se dio cuenta de que una abeja obrera se había quedado en su guante, pero no la espantó, ni tampoco la aplastó con el puño, En su lugar, la observó de cerca, haciéndolo como con reverencia y una curiosa sonrisa, y suspiros de afecto. La abeja obrera, en respuesta, se quedó en la palma de su mano, sin preocuparse, sin clavarle su aguijón en el guante.
—Es imposible dar una descripción justa de aquella íntima comunión, una de la que no he visto nada parecido nunca más —dijo Holmes, levantando la cabeza—. En total, el episodio duró como mucho diez segundos, estoy seguro de que no fueron más. Luego, ella tuvo a bien dejar libre a la criatura, depositándola en la misma flor donde la había encontrado. Este simple intercambio, la mujer, su mano, y la criatura que permaneció en ella confiada, me hizo caer de cabeza en la que ha sido mi mayor preocupación. Como ve, no es una ciencia exacta y calculada, querida, y tampoco carece de sentimiento, tal y como usted ha sugerido.
La señora Munro le siguió mirando.
—Pero tampoco es amor verdadero, ¿verdad?
—No entiendo de amor —dijo él en un reproche—. Nunca he dicho que lo hiciera.
Y a pesar de quién o de qué había iniciado aquella fascinación, sabía que la meta de su solitaria vida recaía completamente en métodos científicos, que sus ideas y escritos no estaban dirigidos para los sentimientos y entendimientos del hombre común. Aun así, allí estaban los brillantes enjambres. Las brillantes flores. El brillante polen. El milagro de una cultura que había sabido labrar una manera de vivir, siglo tras siglo, año tras año, eón tras eón, demostrando que su comunidad había superado los problemas de la existencia. La autosuficiencia de una colmena, en la que ni una sola obrera caía en la dispensación humana. El compañerismo del hombre y la abeja es apreciado solamente por aquellos que las atienden y salvaguardan la evolución de su complejo reino. La medida de la paz descubierta en la armonía del murmullo de los insectos, calmaba la mente y la proveía de seguridad contra la confusión de un planeta siempre cambiante. El misterio, el asombro y la deferencia, y acentuando aún más esto, la luz del atardecer perfilando el colmenar de amarillo y naranja. Roger experimentó y valoró todo eso, sin lugar a dudas. Más de una vez, mientras estaban juntos entre las colmenas, Holmes vislumbró el embelesamiento en el rostro del chico, la sensación de no poder describir lo que le estaba consumiendo al percibir aquello.
—Algunos tal vez lo llamarían amor.
Su expresión cambió hasta mostrar un profundo pesar.
La señora Munro se dio cuenta de que Holmes estaba llorando casi imperceptiblemente. Las lágrimas habían inundado sus ojos, y sus lágrimas caían por sus mejillas hasta su barba. Sin embargo, las lágrimas cesaron tan rápido como comenzaron, y Holmes enjugó la humedad de su piel, suspirando. Finalmente, se oyó a sí mismo decir:
—Me gustaría que lo reconsiderara, me haría un gran favor si se quedara.
Pero la señora Munro se negó a hablar, mirando hacia los dibujos de la pared, como si no estuvieran allí. Holmes bajó de nuevo su cabeza.
«Me lo merezco —pensó».
Las lágrimas empezaron a caer de nuevo, luego, pararon.
—¿Lo echa de menos? —preguntó ella de repente, rompiendo el silencio.
—Claro —fue su inmediata respuesta.
Su mirada seguía pasando de un dibujo a otro, parándose en la fotografía tintada de color sepia, que mostraba a Roger cuando era niño, en los brazos de su orgulloso padre.
—Lo admiraba, lo hacía. ¿Lo sabía usted?
Holmes levantó la cabeza, asintiendo con un gesto de alivio mientras ella se daba la vuelta para mirarlo.
—Fue Roger el que me contó lo de las abejas de ese vial. Me contó todo lo que usted le dijo sobre ellas. Me contaba todo lo que le decía.
El tono cáustico y despectivo había desaparecido. De repente, la señora Munro sintió la necesidad de mirarlo directamente. La suavidad de su melancólica voz, su mirada fija en la de Holmes, hizo que este sintiera como si lo hubiera absorbido de alguna manera. Si bien solo podía oír y asentir, mirándola fijamente.
Haciéndose su angustia evidente, buscó su decaído rostro.
—¿Qué es lo que se supone que debo de hacer ahora, señor? ¿Por qué me han quitado a mi niño? ¿Por qué tuvo que morir de esa forma?
Pero Holmes no podía pensar en nada que le sirviera como respuesta. A pesar de que ella se lo estaba implorando, como si necesitaran tan solo de una cosa: algo de valor, algo resoluto y beneficioso. En aquel momento, dudó que hubiera algún estado mental más despiadadamente cruel que el deseo de encontrar un significado a una circunstancia que carecía de respuesta. Además, sabía que no podría inventarse ninguna excusa falsa para aliviar su sufrimiento, tal y como hizo con Umezaki, y que tampoco podría rellenar los vacíos hasta crear una satisfactoria conclusión, como hacía el doctor Watson con sus historias.
No, la verdad era demasiado evidente como para negarla. Roger había muerto, víctima del infortunio.
—¿Por qué tuvo que pasar, señor? Tengo que saber por qué.
Habló como tantos otros lo habían hecho antes. Aquellos con los que se había encontrado en Londres, y aquellos que habían invadido su propiedad en Sussex, pidiéndole ayuda, suplicándole para que encontrara una solución que aliviara sus penas, sus problemas, y pusiera orden en sus vidas.
«Si fuera tan fácil —pensó—. Como si cada problema tuviera una solución garantizada».
Entonces, la perplejidad que precedía a aquellos periodos en los que su mente no podía retener sus propios pensamientos lanzó su sombra sobre él, pero, en un último momento, pudo articular una frase lo mejor que pudo y, solemnemente, dijo:
—Según parece, o mejor dicho, algunas veces, las cosas ocurren más allá de nuestro entendimiento, querida, y la injusta realidad se hace ver durante estos sucesos, mostrándose ilógica ante nosotros, carente de cualquier tipo de explicación; son exactamente lo que son y, lamentablemente, nada más. Según creo, realmente es la situación más dura que cualquiera de nosotros puede vivir.
La señora Munro lo miró durante unos momentos, como si no tuviera intención de responderle y, luego, con una amarga sonrisa, le dijo:
—Sí, de hecho lo es.
En el silencio que prosiguió, miró de nuevo el escritorio. Los lápices, el papel, los libros, el vial. Ordenó todo lo que había tocado previamente. Cuando terminó, se volvió hacia él y le dijo:
—Me deberá disculpar, señor, pero necesito dormir. Han sido unos días muy duros.
—¿Se quedará aquí en la casa principal esta noche? —preguntó Holmes, preocupado por ella, impulsado por una sensación que le advertía que no debía quedarse sola—. La chica de Anderson está haciendo la comida, y creo que la encontrará bastante apetitosa. Estoy seguro de que hay sábanas limpias en el dormitorio de invitados.
—Estoy bien aquí, señor, gracias.
Holmes consideró insistir en que le acompañara, pero la señora Munro ya no lo miraba, sino que fijaba su vista en el oscuro corredor. Su cuerpo encorvado, sus pupilas dilatadas y negras, rodeadas de unas ojeras verduscas, habían terminado por ignorar su presencia. Había entrado en la habitación de Roger sin hablar, así que imaginó que se iría de la misma manera. Mientras se dirigía hacia la puerta, la interceptó, cogiendo su mano e impidiendo que siguiera andando.
—Querida…
Ella no se soltó, ni tampoco él intentó inhibirla más. Simplemente, sostuvo su mano mientras ella sostenía la suya, sin decir nada, sin mirarse el uno al otro, palma contra palma, comunicándose en una mutua y afectuosa presión de los dedos, hasta que, asintiendo con la cabeza a la vez, liberaron sus manos; ella cruzó el portal, desapareciendo por el corredor y dejando él que se fuera a través de la oscuridad.
Después de un momento, Holmes se levantó y, sin mirar atrás, dejó la habitación de Roger. En el corredor, sus bastones golpeteaban delante de él como si fueran las guías de un ciego. Tras de sí alumbraba la luz de la habitación del chico, delante, estaba la oscuridad de la casa de invitados y, más allá, la señora Munro. Llegando a la entrada, tanteando en el aire en busca del pomo de la puerta, lo encontró finalmente y, no sin esfuerzo, abrió la puerta. La luz del exterior lo cegó por unos momentos, impidiendo que siguiera avanzando y, mientras tanto, estaba allí de pie, parpadeando, respirando aquel aire saturado de lluvia, donde recibió la llamada del santuario de las abejas, de la quietud del colmenar, de la tranquilidad de sentirse de nuevo sentado entre aquellas cuatro piedras. Aspiró profundamente antes de ponerse en marcha, entrecerrando aún los ojos a causa de la luz al tiempo que avanzaba por el camino. A lo largo de la senda, se paró, buscando en sus bolsillos un jamaicano, pero tan solo encontró una caja de cerillas.
«Está bien —pensó, retomando su marcha».
Sus zapatos pisaron sobre el barro, la hierba a ambos lados del camino brillaba a causa de la humedad. Una vez ya cerca del colmenar, una mariposa roja se acercó a él volando. Otra mariposa le siguió, como si estuvieran compitiendo, y luego, otra más. Cuando la última mariposa pasó por su lado, fijó sus ojos primero en las colmenas, en las filas de colmenas, y luego en el punto donde estaban las cuatro piedras, todo húmedo y embarrado a causa de la lluvia.
Finalmente siguió hacia delante, encaminándose hacia el lugar en que su propiedad se encontraba con el cielo, donde la blanquecina tierra se desviaba perpendicularmente bajo la hacienda, el jardín de flores, y la casa de invitados. El estrato que quedaba al descubierto mostraba la evolución del tiempo, mostrándose abrupto junto al empedrado y estrecho camino que llevaba a la playa. Cada una de las capas indicaba un progreso disparejo, transformándose gradualmente, de forma persistente, aunque repleto de fósiles y raíces presionadas las unas contra las otras.
Cuando empezó a descender por el camino, con sus piernas ansiosas por seguir adelante, y la marca de sus bastones agujereando la tierra húmeda repleta de charcos, pudo escuchar las olas rompiendo contra la orilla, un rugido distante seguido de un siseo y un breve silencio, como si fuera el dialecto de creación utilizado para dar inicio a la vida humana. La brisa de la tarde y el sonido del agua se mezclaron en un acorde, y pudo ver, kilómetros más allá de la costa, cómo el sol se reflejaba en el agua, desgranándose entre las olas. Con cada minuto que pasaba, el océano crecía radiante. El sol parecía surgir de las profundidades, las olas se encrespaban expandiendo ondas de color naranja y rojo.
Pero todo aquello le pareció muy lejano, abstracto y extraño. Cuanto más miraba al mar y al cielo, más alejado se sentía de la humanidad, y eso era, según razonó, porque los humanos eran extraños en sí mismos. Este era el producto inevitable de las especies acelerándose mucho más allá de sus capacidades innatas, y este hecho lo consumía en un pesar enorme que casi no podía resistir. Sin embargo, las olas seguían rompiendo, los acantilados se alzaban, la brisa traía el olor a agua salada, y el fin de la tormenta templó el calor veraniego. Siguiendo senda abajo, el deseo de ser parte de lo natural, de lo primigenio, lo empujaba a seguir. Un deseo de escapar de las ataduras de la gente, y de aquel clamor sin sentido que era el heraldo de su egolatría. Este deseo se había metido en su interior, incomparable a cualquier cosa que hubiera atesorado, o que hubiera creído, como lo eran sus muchos escritos y teorías, sus investigaciones, y toda esa gran cantidad de cosas que había hecho. Los cielos ya se estaban oscureciendo mientras el sol declinaba. La luna, del mismo modo, empezó a ocupar su puesto en el firmamento mientras reverberaba la luz del sol, quedándose allí suspendida, oculta, como un semicírculo transparente en el cielo azul oscuro. Por unos momentos, se imaginó al sol, aquella estrella incandescente, y a la luna, aquel astro frío y sin vida, maravillándose al contemplar cómo orbitaban realizando su propio movimiento, siendo cada uno esencial para el otro. Las palabras brotaban de su mente como una fuente olvidada: «El sol no debe coger a la luna, al igual que la noche no debe dejar atrás al día». Y, al final, al igual que las muchas otras veces que había estado admirando la vista desde aquella ventosa senda, la noche cayó.
Cuando llegó a la mitad de la senda, el sol ya casi había desaparecido en el horizonte, derramando sus últimos rayos sobre las marismas, y las rocas adyacentes mezclaban su luz con las largas sombras alargadas. Acomodándose en el banco, y poniendo sus bastones a un lado, miró hacia la orilla, luego hacia el océano y, finalmente, hacia el infinito cielo cambiante. Todavía había unas cuantas nubes de tormenta, rezagadas a lo lejos, relampagueando esporádicamente como luciérnagas, y un buen grupo de gaviotas, que parecían gritarle, nadaban una tras otra, surcando las aguas con facilidad. Bajo ellas, las olas eran anaranjadas y brillantes. Al final del camino, formando un ángulo con la playa, Holmes vio nuevos brotes de hierbas y zarzamoras, como si fueran partes exiliadas y proscritas de las fértiles tierras de arriba.
Empezó a oír el sonido de su propia respiración, en un ritmo sostenido, desigual al ulular del viento. ¿O tal vez era otra cosa, algo que emanaba de las proximidades? Puede, pensó, que fuera un murmullo procedente del acantilado, las vibraciones de las profundidades inconmensurables del interior de la tierra, de las rocas y de las raíces que daban a conocer su permanencia sobre la humanidad, tal y como lo habían hecho a lo largo de los siglos, dirigiéndose a él como el mismo tiempo.
Cerró sus ojos.
Su cuerpo flojeó. La debilidad inundaba sus miembros, impidiendo que se moviera de aquel banco.
«No te muevas —se decía a sí mismo—, y admira las cosas que perduran en el tiempo. Los narcisos silvestres y los lechos herbales. La brisa que mece los pinos, tal y como lo hacía antes de que nacieras». Empezó a sentir una sensación de hormigueo en su cuello, luego en el vello de su barba. Levantó una mano, lentamente. Los abrojos gigantes se abrieron paso hacia arriba. Las budleias púrpuras estaban en floración. Hoy había llovido. Toda la hacienda estaba mojada; el suelo, húmedo. Mañana posiblemente llovería de nuevo. La tierra olía más a mojado después de un chaparrón. La profusión de las azaleas y los laureles y lo rododendros inundaban sus pastos. ¿Qué era todo eso? Su mano captaba aquella sensación, el cosquilleo pasó de su cuello a su puño. Su respiración era poco profunda, pero sus ojos se abrieron. Allí, desplegándose entre sus dedos, moviéndose con la rapidez de una mosca común, una solitaria abeja obrera, con sus bolsas de polen llenas. Una rezagada de la colmena, buscando algo más que cosechar.
Qué admirable criatura, pensó, mirando cómo caminaba por su mano. Finalmente la sacudió, devolviéndola al aire, envidioso de su velocidad, y de cómo, sin esfuerzo, tomó vuelo hacia aquel mundo inconstante, e inconsistente.