Desde su vuelta de Sussex, Holmes nunca caviló demasiado sobre lo que le dijo a Umezaki aquella noche en Shimonoseki, ni tampoco parecía que se viera preocupado por el enigma de Matsuda durante el resto de su viaje. Cuando se encerraba en su estudio del ático, su mente lo transportaba de nuevo allí, en las lejanas dunas donde él y Umezaki pasearon. Concretamente, se veía a sí mismo dirigiéndose hacia ellas de nuevo, caminando por la playa con Umezaki, parándose para admirar el océano y las pocas nubes que flotaban en el horizonte.
—Qué buen tiempo hace, ¿verdad?
—Espléndido —dijo Holmes.
Fue su último día de visita en Shimonoseki, y aunque ninguno de los dos había dormido bien (Holmes caía y salía del sueño continuamente, antes de ir hacia la habitación de Umezaki, y este permaneció despierto durante mucho tiempo cuando Holmes lo dejó), estaban de buen humor, mientras volvían a la búsqueda de aralia. Aquella mañana, el viento había cesado, y resplandecía un espléndido cielo primaveral. La ciudad parecía viva también, al dejar la posada después de un último desayuno. Algunas personas salieron de sus casas y tiendas para barrer el suelo que el viento había ensuciado.
En el hermoso templo cinabrio de Akamajingu, una pareja de ancianos entonaban sutras al amanecer. Caminaron hasta la playa, donde vieron a varios vagabundos en la orilla. Aproximadamente una docena de mujeres y ancianos rebuscaban entre los escombros, recolectando mariscos o cualquier utensilio que pudiera haber traído la marea. Algunos cargaban con hatillos a sus espaldas, otros llevaban trozos de algas marinas sobre sus cuellos, como si se tratara de húmedas y sucias boas. Pronto estuvieron caminando entre aquellos vagabundos, surcando el estrecho camino que se dirigía hacia las dunas, el cual se ensanchaba a medida que se avanzaba por él, hasta convertirse en el radiante terreno que se extendía a su alrededor.
La superficie de las dunas, moteada por brotes de hierba, conchas y piedras, bloqueaba la visión del océano. Aquellas colinas en pendiente parecían extenderse sin fin por toda la costa, ascendiendo y cayendo hacia la lejana cadena de montañas que se alzaban en el este, y hacia el cielo en dirección norte. Incluso en un día sin viento como aquel, la arena se removía mientras avanzaban con paso lento, espolvoreando las perneras de sus pantalones con sal. Detrás de ellos, las huellas de sus pisadas desaparecían lentamente, como si fueran borradas por una mano invisible. Delante, donde las dunas coincidían con el cielo, el panorama quedaba emborronado como por vapores que surgieran del suelo. Todavía podían oír las olas rompiendo contra la orilla, a los vagabundos hablándose a voces, y a las gaviotas graznando sobre el mar.
Para sorpresa de Umezaki, Holmes apuntó hacia el lugar donde habían estado buscando la noche anterior, y donde creía que debían buscar ahora. Al norte, junto a aquellas dunas que declinaban hacia el mar.
—Como verá, la arena allí es más húmeda, y crea una zona ideal para el crecimiento de arbustos.
Siguieron caminado sin detenerse, entrecerrando los ojos debido a la claridad, escupiendo la arena que se les metía en la boca. Ocasionalmente, había agujeros cubiertos en las dunas que se tragaban sus pies. A veces a Holmes le costaba mantener el equilibrio, pero siempre era rescatado por el firme agarre de Umezaki. Finalmente, la arena se endureció bajo sus pies. El océano parecía estar a muchos metros de distancia y, finalmente, llegaron a un área abierta comprendida entre hierbas silvestres, varias agrupaciones de follaje, y un único trozo de madera que parecía haber pertenecido a algún barco pesquero. Durante un tiempo se detuvieron, recuperando el aliento y limpiándose los pantalones de arena. Luego Umezaki tomó asiento en el trozo de madera, enjugándose la cara con un pañuelo y limpiándose el sudor que caía de su frente hacia su cara y barbilla. Mientras tanto, Holmes se había encendido un jamaicano, y había empezado a inspeccionar los crecimientos silvestres de las cercanías, estudiando el follaje que los rodeaba, dando finalmente con un arbusto repleto de moscas, la mayoría de ellas agrupadas en gran cantidad sobre las floraciones.
—Así que aquí estás, amigo —dijo Holmes casi gritando, soltando sus bastones.
Tocó suavemente los tallos, los cuales estaban protegidos por un par de espinas en la base de cada una de las hojas. Vio que las flores macho y hembra estaban en plantas diferentes: Agrupaciones inflorecientes axilares. Flores unisexuales, diminutas y verdes, aproximadamente de milímetro de largo, de pétalos blancos. Las flores macho tenían alrededor de cinco estambres, las flores hembra cuatro o cinco carpelos libres, cada uno de los cuales con al menos dos óvulos. Encontró las semillas, redondas y negras.
—Qué hermosura —dijo, habiéndole a las aralias con intimidad.
Umezaki se agachó junto al arbusto, encendiéndose un cigarrillo, exhalando el humo hacia las moscas para dispersarlas, pero no eran las aralias lo que atraían su atención, sino el embelesamiento de Holmes con la planta. Se fijó en las yemas de sus dedos acariciando las hojas, las palabras que murmuraba a modo de mantra.
—Poseen una extraña forma de pluma compuesta, de uno o dos centímetros de largo, con el tallo principal algo abierto, espinoso, con hojas en pares de tres y siete, con una hoja terminal, reluciente.
Aquella complacencia se hacía más que evidente en la leve sonrisa del anciano, y aquella mirada maravillada.
Y cuando Holmes miró a Umezaki, él también observó su expresión, una que no había visto en su compañero en todo el viaje, una mirada de alivio y aceptación verdaderos.
—Hemos encontrado lo que buscábamos —dijo, mirando su propio reflejo en las gafas de Umezaki.
—Sí, así lo creo.
—Sé que es una cosa muy simple, de verdad, pero aun así, me emociona, y soy incapaz de decir por qué.
—Comparto sus sentimientos.
Umezaki se inclinó, irguiéndose de nuevo casi inmediatamente. Entonces reaccionó como si tuviera algo que expresar, pero Holmes negó con su cabeza, disuadiéndolo.
—Vamos a disfrutar el resto de este momento en silencio, ¿de acuerdo? Sería injusto no hacerlo ante tan rara oportunidad, y no deseamos eso, ¿verdad?
—No.
—Perfecto —dijo Holmes.
Después de eso, no hablaron durante un tiempo. Umezaki terminó su cigarrillo y se encendió otro, observando cómo Holmes miraba con toda la atención la aralia, mientras que mascaba lentamente su jamaicano. A lo lejos, las olas se encrespaban sobre sí mismas, mientras oían acercarse a los vagabundos.
Fue su acuerdo de silencio lo que, más tarde, formó una impresión vivida de aquel momento. Los dos hombres junto al océano, junto a la aralia, en las dunas, en un día primaveral perfecto. Cuando intentaba recordar la posada donde se habían hospedado, o las calles por las que habían caminado juntos, o los edificios por los que habían pasado, casi no podía recordar nada. Aun así, grabó aquellas imágenes de las colinas arenosas, el mar, el arbusto, y la compañía que lo había invitado a Japón. Recordaría su breve acuerdo de silencio y, también, recordaría el extraño sonido que flotaba en el aire desde la playa, primero levemente, luego más fuerte, un sonido atenuado, como una suave melodía, unos acordes pulcramente entonados, que dieron fin a su acuerdo de silencio.
—Es un músico de shamisen —dijo Umezaki, poniéndose de pie para ver por encima de los crecimientos silvestres. La punta de los tallos cosquilleaba su barbilla.
—¿Un músico de qué? —dijo Holmes cogiendo sus bastones.
—De shamisen —es como un laúd.
Con la ayuda de Umezaki, Holmes también se levantó, mirando más allá de la vegetación. Vieron una larga fila de niños, que se dirigían hacia la orilla, moviéndose lentamente en dirección a los vagabundos. A la cabeza de la procesión iba un hombre de pelo alborotado y kimono negro, tocando un instrumento de tres cuerdas con una enorme púa, mientras que el dedo medio y el índice de la otra mano presionaban las cuerdas.
—Ya había visto esto antes —dijo Umezaki después de que la procesión pasara—. Son vagabundos que tocan por comida o dinero. La mayoría lo hacen bien, y en las grandes ciudades puede encontrar consumados artistas.
Como los niños del cuento El flautista de Hamelin, estos seguían al hombre muy de cerca, escuchando lo que cantaba y tocaba para ellos. Cuando la procesión llegó hasta los vagabundos, paró, al igual que la música y el cántico. La procesión se disolvió, y los niños rodearon al músico, sentándose en la arena. Uniéndose a los niños, los vagabundos deshicieron los nudos de sus hatillos, esparciendo su carga, y se sentaron o arrodillaron entre la chavalería. Una vez que todo el mundo estuvo acomodado, el músico shamisen comenzó a tocar de nuevo, cantando de una forma narrativa, con un tono de voz alto, entremezclado con acordes que daban la sensación de causar vibraciones eléctricas.
Umezaki ladeó su cabeza, mirando hacia la playa, y luego, después de un rato, dijo:
—¿Le gustaría ir a escucharlo?
—Me encantaría —contestó Holmes, mientras miraba a los congregados.
Pero no dejaron las dunas con prisa. Holmes le echó un último vistazo al arbusto, tirando con fuerza de un puñado de hojas, que luego guardó en su bolsillo. Al final, extravió aquellas muestras en algún lugar durante el viaje hacia Kobe. Antes de cruzar la playa, sus ojos se demoraron una vez más en la aralia.
—No me ha dado tiempo a conocerte bien —le dijo a la planta—, y mucho me temo que no nos volveremos a ver.
Holmes siguió caminando, apartando los crecimientos silvestres junto a Umezaki, abriéndose camino hacia la playa, donde se sentó entre los vagabundos y los niños, escuchando al shamisen cantando y tocando el instrumento, un hombre ciego, el cual, como sabría con el tiempo, había viajado por casi todo Japón a pie.
Las gaviotas se precipitaban y planeaban en el cielo, animando el cántico, mientras que un barco cruzaba el horizonte, navegando hacia el puerto. Todo esto, el cielo perfecto, la audiencia fascinada, el estoico ejecutante, la música extranjera, y el océano comedido, Holmes podía verlo de nuevo con total claridad, grabando esa escena como una encantadora culminación de su viaje. Lo que quedaba del resto, sin embargo, pasaba por su mente como parpadeos en un sueño. La procesión reuniéndose de nuevo al final de la tarde, al músico medio ciego dirigiendo al grupo a lo largo de la playa, guiando a sus seguidores entre las piras de madera encendidas. Finalmente, la procesión entró en un izakaya con el techo de paja junto al mar, y recibió la bienvenida de Wakui y su esposa.
La luz del sol iluminó las ventanas cubiertas de papel. Las sombras de los árboles eran oscuras, difuminadas. «Shimonoseki, último día, 1947», escribió Holmes en una servilleta que guardó como recuerdo de aquella tarde. Al igual que Umezaki, ya iba por su segunda cerveza. Wakui les habló del pastel hecho con aralia, el cual se había vendido al completo en pocas horas. De todas formas decidieron quedarse en el izakaya para refrescarse. Disfrutaron de un par de copas y de lo que habían descubierto. Más tarde, a finales del día, mientras bebía con Umezaki, vio el arbusto solitario, creciendo más allá de la ciudad, repleto de insectos, cubierto de púas, carente de belleza, pero aun así, único y útil, no muy diferente de él, se dijo a sí mismo.
Los parroquianos abarrotaban el izakaya, atraídos por la música del shamisen que sonaba al fondo del bar. Los niños volvían a sus casas, con las caras enrojecidas por el sol, y sus ropas llenas de arena, diciéndole adiós con la mano al músico mientras le daban las gracias.
—Su nombre es Chikuzan Takahashi, viene aquí cada año, según me cuenta Wakui. Los niños se pegan a él como moscas.
Los botes pesqueros descargaron en la orilla. Los pescadores caminaron calle abajo cansados, aspirando el aroma del alcohol cuando llegaron a las puertas abiertas del establecimiento, la cual les golpeó suavemente en la cara como una suave brisa. El sol poniente anunciaba el anochecer, y entonces Holmes los sintió, ya en su segundo, tercero o cuarto vaso de cerveza. ¿Era acaso por el encuentro de la aralia? ¿Era la música en aquel día de primavera? Una sensación de plenitud, de algo inefable, pero pleno, como el paso gradual hacia una noche de descanso.
Umezaki bajó su cigarrillo, inclinándose sobre la mesa, y dijo lo más bajo que pudo.
—Si me lo permite, me gustaría agradecérselo.
Holmes miró a Umezaki con cierta incomodidad.
—¿Por qué? Yo debería ser el que le diera las gracias. Ha sido una experiencia espléndida.
—Pero si tan solo me permitiera… Ha traído la luz a mi vida de oscuridad. Puede que todavía no haya recibido todas las respuestas que busco, pero me ha dado más que suficiente, y le agradezco el que me haya ayudado.
—Amigo mío, le aseguro que no tiene ni idea de lo que está hablando —dijo Holmes con obstinación.
—Es importante que lo diga, eso es todo. Le prometo no volver a hablar de ello de nuevo.
Holmes jugueteó con su vaso unos momentos, y finalmente dijo:
—Bueno, si tan agradecido está, será mejor que me lo demuestre rellenando mi vaso, ya que por lo que parece, me estoy quedando sin líquido que beber.
Umezaki se lo agradeció sobremanera, en más de un sentido, pidiendo otra ronda rápidamente, y pronto otra, y otra, sonriendo a lo largo de toda la noche sin ninguna razón aparente, haciendo preguntas sobre las aralias como si de repente le interesaran mucho, brindando con los parroquianos (inclinándose y asintiendo mientras levantaba su vaso). Una vez intoxicado, se levantó, ayudando a Holmes a levantarse cuando acabó su bebida. A la mañana siguiente, mientras viajaban en el tren con destino a Kobe, Umezaki conservó atenta y gregaria compostura, sonriendo y relajándose en el asiento, aparentemente sin verse afectado por la misma resaca que parecía embotar a Holmes, señalando algunas vistas a lo largo del camino, como un templo entre los árboles, o una aldea famosa por una batalla feudal que ocurrió en ella. De vez en cuando preguntaba:
—¿Se siente usted bien? ¿Necesita algo? ¿Quiere que abra la ventana?
—Estoy bien, gracias —es todo lo que Holmes pudo contestar. Cuánto echaba de menos las horas de retraimiento que caracterizaban sus anteriores viajes. Aun así, sabía que los viajes de vuelta solían ser más tediosos que los de ida. La salida, en la que quedas maravillado por todo lo que encuentras, y cada nuevo destino que te ofrece multitud de descubrimientos. Por lo tanto, durante la vuelta, es mejor dormir todo lo posible, descansar mientras se recorren kilómetros y kilómetros, mientras que tu cuerpo inconsciente vuelve a casa. Sin embargo, se sentía incómodo en su asiento, parpadeaba continuamente y bostezaba bajo su mano, cuando se percató de aquel rostro excesivamente atento, y de aquella exagerada sonrisa.
—¿Se siente usted bien?
—Perfectamente.
Holmes nunca imaginó que agradecería volver a ver la acusadora expresión de Maya, o que, una vez en Kobe, el afable Hensuiro fuera a mostrar menos entusiasmo que el extralimitado Umezaki. A pesar de aquellas odiosas sonrisas y aquel vigor fingido, Holmes sospechó que las intenciones de Umezaki eran, al menos, honorables. Tenían el fin de crear una impresión favorable durante los últimos días que pasaría allí su invitado, para así eliminar el aura de su propio humor errático, y de su infelicidad; quería hacerse ver como un hombre distinto, como alguien que hubiera recibido el regalo de la confianza de Holmes, y como alguien que apreciaría de por vida lo que ahora creía que era la verdad. Sin embargo, esto no cambió la opinión de Maya.
«¿Le habría contado Umezaki algo de lo que ahora sabía a su madre? —se preguntó Holmes—. ¿Le importaría algo a ella si se enteraba?». Evitó a Holmes en todo lo posible, apenas percatándose de su presencia, gruñendo con desdén cuando se sentaba en su mesa. En realidad, no había diferencia en el hecho de que le hubiera hecho saber la historia que Holmes le había contado sobre Matsuda o no, ya que la noticia no sería de ningún alivio. De cualquier forma, le seguiría echando las culpas, ya que la realidad de la situación tendría pocas consecuencias, naturalmente. Además, aquellos últimos descubrimientos solo sugerían que Holmes, inadvertidamente, había mandado a Matsuda a un lugar donde posiblemente había sido tragado y, como resultado, su único hijo había perdido a su padre, siendo para él un golpe terrible, pues, en el interior de la mente de la mujer, le despojó de una figura paterna, apartándolo del amor de cualquier mujer, excepto del suyo. Sin importar qué mentira eligiera, el contenido de una carta enviada hace años por Matsuda, o la historia que Umezaki le contó aquella noche, Holmes sabía que se habría ganado su desprecio, era una tontería esperar lo contrario.
Incluso así, sus últimos días en Kobe fueron muy placenteros, aunque tal vez demasiado tranquilos, incontables caminatas a lo largo de la ciudad con Umezaki y Hensuiro, beber después de la cena, e irse pronto a la cama. Los detalles de lo que se había dicho o intercambiado estaba más allá de la retención de su memoria, sustituyendo el vacío de aquellos días por los días pasados en la playa y las dunas. Y aun así, habiendo aumentado su suspicacia ante las atenciones de Umezaki, se llevó de Kobe una verdadera sensación de afecto hacia Hensuiro. El joven artista sujetaba su codo sin ningún motivo oculto, invitando con mucha amabilidad a Holmes a su estudio, mostrándole sus pinturas, con aquellos cielos rojos, los escenarios negros, los cuerpos contorsionados de color gris azulado, mientras que, con modestia, miraba hacia el suelo manchado de pintura.
—Son bastante, no sé cómo explicarlo, modernos, Hensuiro.
—Gracias, Sensei, gracias.
Holmes observó los lienzos sin acabar. Desolador, dedos descarnados brotando de los escombros, buscando una salida desesperadamente, con un gato anaranjado al fondo, arrancándose su propia pata a mordiscos. Luego observó a Hensuiro. Aquellos sensitivos, casi tímidos ojos marrones, y aquella cara tan afable e infantil.
—Un alma tan gentil, con un punto de vista tan desapacible: es difícil ver una reconciliación entre esos dos aspectos.
—Sí, gracias, sí.
Mirando entre las pinturas colgadas a lo largo de las paredes, Holmes se paró ante una que era diferente al resto de las obras de Hensuiro. Era un retrato de un hermoso joven de unos treinta y tantos años, posando tras un telón de fondo lleno de hojas color verde oscuro, y portando un kimono, con unos pantalones hakama[28], una camisa haori[29], calcetines tabi[30] y zuecos geta[31].
—¿Quién es? —preguntó Holmes, sin estar seguro de que se tratara de un autorretrato, o tal vez un retrato de Umezaki cuando era más joven.
—Hermano, ser hermano —dijo Hensuiro, y, de la mejor manera que pudo, explicó que había muerto, pero no por causas de la guerra, o de una gran tragedia. Según indicó moviendo su dedo índice alrededor de sus muñecas, su hermano se suicidó.
—La mujer amada, entiende, ella también —dijo volviendo a atravesar sus muñecas—. Hermano único.
—Un doble suicidio.
—Sí, creer que sí.
—Ya veo —dijo Holmes, acercándose más al lienzo, y al rostro coloreado con óleos—. Es una obra magnífica. Me gusta mucho.
—Monto ni arigato gozaimas, sensei. Gracias.
Más tarde, minutos antes de su partida de Kobe, Holmes sintió la extraña necesidad de darle a Hensuiro un abrazo de despedida, pero se resistió a ello, despidiéndose con una inclinación de cabeza y un suave golpe con el bastón en el gemelo. Sin embargo, Umezaki avanzó un par de pasos en el andén para depositar sus manos en los hombros de Holmes, y ofrecerle una reverencia, al mismo tiempo que decía:
—Espero volver a verle algún día, tal vez en Inglaterra. Tal vez podría ir a visitarle.
—Quizás —dijo Holmes.
Luego, subiéndose al tren, se sentó junto a una ventanilla. Fuera, Umezaki y Hensuiro se quedaron en el andén, con la cabeza levantada para mirarlo, pero Holmes, que no era amigo de las despedidas emotivas, que siempre eran exageradas, evitó mirarlos, manteniéndose ocupado disponiendo de sus bastones, y estirando sus piernas. Más tarde, cuando el tren empezó a arrancar, miró brevemente hacia donde estaban los dos hombres, y, contrariado, vio que los dos ya se habían ido. Hasta que llegó a Tokio no descubrió los regalos que secretamente habían dejado en los bolsillos de sus chaquetones. Un pequeño vial con un par de abejas japonesas, y un sobre con el nombre de Holmes escrito sobre él. Dentro, encontró un haiku escrito por Umezaki.
«Mi insomnio,
alguien llora fuera mientras estoy despierto,
el viento le responde.
Buscando en la arena,
andando arriba y abajo por las dunas,
se esconde la aralia.
Un shamisen toca,
mientras que el anochecer busca las sombras,
y los árboles abrazan la noche.
El tren y mi amigo,
se han ido, el verano comienza,
la duda primaveral ha quedado resuelta».
Si bien conocía los orígenes del haiku, Holmes quedó perplejo mientras sostenía el vial frente a su cara, contemplando las dos abejas muertas selladas en su interior, una sobre la otra, con sus patas entrecruzadas. ¿De dónde habían salido? ¿De las colmenas de Tokio? ¿De alguno de los viajes de Umezaki? No estaba seguro, como tampoco sabía la procedencia de la mayoría de las cosas que terminaba encontrando en sus bolsillos, pero tampoco se podía imaginar a Hensuiro cogiendo las abejas, y poniéndolas cuidadosamente en el vial antes de introducirlo sutilmente en uno de los bolsillos de su abrigo, compartiendo espacio con trozos de papel y restos de tabaco, una concha azul, algunos rastros de arena, un guijarro de color turquesa del jardín de Shukkei-en, y una semilla de aralia.
«¿Dónde te he encontrado? —pensó». Por mucho que lo intentara, no podía recordar en qué momento aquel vial había pasado a pertenecerle. Aun así, no recordaba cuándo había cogido aquellas abejas por alguna razón, tal vez para investigarlas, como recuerdo, o, posiblemente, como obsequio para el joven Roger, un regalo por atender las labores del colmenar durante su ausencia. Eso era, estaba claro.
Dos días después del funeral de Roger, Holmes estaba leyendo de nuevo el haiku escrito a mano por Umezaki, ya que había encontrado el papel en el que fue escrito debajo de una pila de otros papeles, encima de la mesa de su despacho. Sus dedos lo sujetaban por el borde, manteniendo su cuerpo inclinado sobre la silla, mientras fumaba un jamaicano, cuyo humo ascendía lentamente hacia el techo. Al poco rato, bajó el papel, inhalando una profunda calada de humo y exhalándolo por la nariz. Miró por la ventana, y luego al calinoso techo. Vio cómo el humo del cigarro flotaba como vestigios de éter. Luego se volvió a ver a sí mismo viajando en el tren, con el abrigo y los bastones en su regazo, pasando junto a los bosques, a las afueras de Tokio, y bajo los puentes erigidos sobre las vías del tren. Se vio en un barco de la Armada Real, entre los soldados que lo miraban, como una reliquia de una era pasada. Evitando la conversación, la comida de abordo y la monotonía del viaje eran difíciles de recordar. Después volviendo a Sussex, y a la señora Munro cuando lo encontró dormido en la biblioteca. Yendo al colmenar, dándole a Roger el vial de abejas.
—Esto es para ti. Apis cerana japonica. Las llamaremos, para simplificarlo, abejas japonesas. ¿Qué te parecen?
—Gracias, señor.
Se vio despertándose en la noche, escuchando sus propios jadeos, sintiendo que su mente finalmente lo abandonaba, pero encontrándola intacta a la luz del día, chirriando hasta ponerse de nuevo en marcha como un aparato antiguo. Y cómo la hija de Anderson le traía el desayuno de jalea real untada sobre una tostada.
—¿Sabe algo de la señora Munro? —preguntó él. Luego se imaginó a sí mismo negando con la cabeza, diciendo—: No, todavía nada.
«¿Pero, y las abejas japonesas? —Alcanzó los bastones con rapidez—. ¿Dónde las había guardado el chico? —se preguntó, levantándose mientras miraba por la ventana y veía el cielo gris de la mañana procedente de la noche, ahogando al amanecer como cuando trabajaba en su mesa del despacho».
«¿Dónde os ha puesto? —pensó cuando salió de la hacienda, con la llave de la puerta de la casa de invitados apretada contra su palma, envuelta en la mano que agarraba uno de sus bastones».