Allí, cerca del colmenar, luego allí, más allá. La luz del sol lo fue iluminando todo. La nublada mañana veraniega cambió a un ventoso día de primavera, alcanzando otra orilla, en aquellas tierras tan lejanas. Yamaguchi-ken, el pico más occidental de Honshu, la isla de Kyushu, visible más allá del estrecho río.
—Ohayo gozaimasu —dijo la posadera a Holmes y Umezaki mientras se sentaban junto a una mesa en las esterillas del tatami. Ambos iban vestidos con kimonos de color gris, y tenían una bonita vista del jardín.
Estaban en Shimonoseki Ryokan, una posada tradicional donde a cada huésped se le adjudicaba un kimono y se le ofrecía la oportunidad, a petición, de probar la pobre comida local en cada comida (una variedad de sopas, bolas de arroz, y diferentes platos con la carpa como ingrediente principal).
La posadera fue del salón a la cocina, y de la cocina al salón, portando varias bandejas. Era una mujer con sobrepeso. La barriga le sobresalía del cinto que llevaba alrededor de la cintura. Los tatamis vibraban cuando se aproximaba. Umezaki se preguntó, en voz alta, por qué estaría tan gorda, si la comida local era tan pobre. Pero ella simplemente se inclinaba ante sus huéspedes sin entender el inglés de Umezaki, yendo y viniendo de la cocina como un perro obediente y bien alimentado.
Cuando los cuencos, los platos y la humeante comida fue dispuesta en la mesa, el señor Umezaki se quitó sus gafas mientras alcanzaba los palillos de comer. Holmes mientras estudiaba su desayuno e intentaba coger correctamente los palillos, bostezó por la falta de sueño, ya que el viento había estado sacudiendo los muros con fuerza hasta el amanecer, con un leve aullar que lo mantuvo medio despierto toda la noche.
—Si no le importa que le pregunte, ¿qué soñó usted anoche? —le dijo abruptamente Umezaki mientras cogía una bola de arroz.
—¿Que qué estuve soñando anoche? Estoy seguro de no haber soñado nada nunca.
—¿Cómo es posible? Seguro que sueña de vez en cuando. ¿No lo hace todo el mundo?
—De niño lo hacía, eso sí. No puedo precisar cuándo cesaron, posiblemente después de la adolescencia, o tal vez más tarde. En cualquier caso, no recuerdo los detalles de los sueños que tuve. Tales alucinaciones son infinitamente más útiles a artistas y demás mentes teístas. ¿No está usted de acuerdo? Para los hombres como yo, sin embargo, son una incómoda molestia.
—He leído sobre personas que afirman no soñar, pero nunca lo he creído. Simplemente, supuse que tenían la necesidad de suprimirlos por alguna razón.
—Bueno, si es cierto que todo el mundo sueña, entonces yo me he acostumbrado a ignorarlos. Pero ahora soy yo el que le pregunta, amigo mío: ¿Qué es lo que pasa por su cabeza cuando sueña por la noche?
—Multitud de cosas. Los sueños a veces pueden ser muy precisos, sitios en los que he estado, caras con las que me haya cruzado durante el día, normalmente situaciones mundanas. Otras veces, son cosas lejanas, escenas desconcertantes, mi niñez, amigos muertos, gente que conozco bien, pero que no parecen ellos mismos. A veces me levanto confuso, inseguro de dónde estoy, quién soy, o de lo que he visto. Por un corto espacio de tiempo, es como si me viera atrapado entre el mundo real y el imaginario.
—Conozco esa sensación —dijo Holmes sonriendo, mirando por la ventana. Más allá del salón, en el jardín de fuera, la brisa mecía los crisantemos de color rojo y amarillo.
—Recuerdo mis sueños como trozos fragmentados de mi memoria —dijo Umezaki—. La misma memoria es como un tejido que compone la existencia de uno mismo. Yo creo que los sueños son hilos rotos de nuestro pasado, hebras deshilachadas que todavía permanecen unidas al tejido. Puede que sea una idea fantasiosa, no sé. Aun así, ¿no cree usted que los sueños son un tipo de memoria, una abstracción de lo que fue?
Por un momento, Holmes continuó mirando por la ventana. Luego dijo:
—Sí, es una idea un tanto fantasiosa. En lo que a mí respecta, mi piel se ha caído y regenerado durante noventa y tres años, así que tengo que estar repleto de esos deshilachados de los que usted me habla, pero incluso así, soy positivo, y no sueño absolutamente nada. O puede que el tejido de mi memoria sea extremadamente resistente, de otra manera, por lo que saco en claro de su metáfora, hubiera terminado perdiéndome en el tiempo. De todas formas, no creo que los sueños sean una abstracción del pasado. Pueden ser fácilmente signos de nuestros miedos o deseos, tal y como aquel doctor austríaco señaló de manera bien correcta.
Holmes cogió de un cuenco un trozo de pepino con los palillos. Umezaki lo observó mientras se lo llevaba lentamente a la boca.
—Miedos y deseos —dijo Umezaki—, eso también son productos del pasado. Cargamos con ellos durante nuestra vida. Pero se puede soñar con muchas cosas más. ¿No? Cuando soñamos ¿no parece que ocupemos otra región? ¿Un mundo construido con las experiencias que sufrimos en este?
—Yo no diría tanto.
—¿Cuáles son sus miedos y deseos? Yo tengo multitud.
Holmes no contestó, incluso cuando Umezaki guardó silencio esperando una respuesta. Se quedó mirando fijamente el cuenco de pepino escabechado, con un gesto de profunda preocupación. No, no contestaría aquella pregunta, no diría que sus miedos y deseos eran, de cierta manera, lo mismo. El olvido, que poco a poco iba plagándose en su interior, manteniéndolo despierto, acezante, la sensación de que lo familiar, lo seguro, se tornaba en su contra, dejándolo indefenso y expuesto, luchando por poder respirar, un olvido que rendía sus propios pensamientos, enmudeciendo la ausencia de aquellos que no vería nunca más, anclándolo en el presente, donde todo lo que quería o necesitaba estaba al alcance de su mano.
—Discúlpeme —dijo finalmente Umezaki—. No pretendía ser grosero. Debimos haber hablado de esto anoche, pero no me pareció el momento apropiado.
Holmes dejó sus palillos. Usando sus dedos, cogió dos trozos del cuenco, y se los comió. Cuando terminó, se limpió los dedos en el kimono.
—Mi querido Tamiki, ¿acaso sospecha que soñé algo con respecto a su padre anoche? ¿Es por eso por lo que me pregunta?
—No exactamente.
—O tal vez fue usted el que soñó con él, y ahora desea contarme su experiencia mientras tomamos el desayuno, de alguna manera rimbombante.
—Efectivamente, soñé con él, aunque hacía mucho tiempo que no lo hacía.
—Ya veo —dijo Holmes—. Se lo ruego entonces, dígame. ¿Qué relevancia tiene todo esto?
—Lo siento —dijo Umezaki inclinando la cabeza—. Le pido disculpas.
Holmes se dio cuenta de que estaba siendo innecesariamente reservado, pero era muy incómodo ser presionado continuamente para que contestara preguntas de las que no sabía la respuesta. Además, aún estaba molesto por la intromisión de Umezaki en su habitación la pasada noche, para arrodillarse junto al futón mientras él dormía. Cuando estaba en duermevela por culpa del viento y su continuo ulular contra las ventanas, la presencia fantasmal de una figura le dejó sin aliento, flotando justo por encima como una nube negra, preguntándole en un susurro «¿Está usted bien? Contésteme». Holmes no pudo articular palabra, ni tampoco mover sus brazos o sus piernas. En aquel momento, le resultó muy difícil recordar exactamente dónde estaba, o comprender a la voz que le estaba hablando:
—Sherlock. ¿Qué le pasa? Dígamelo, me lo puede contar.
Solo cuando Umezaki dejó la habitación, cruzándola silenciosamente, abriendo y luego cerrando el panel deslizante que separaba sus dos habitaciones, Holmes volvió en sí. Poniéndose de lado, escuchó el lamento melancólico del viento. Tocó el tatami bajo el futón pensando en lo que Umezaki le había preguntado, sus últimas palabras: Dígamelo, me lo puede contar.
En verdad, a pesar de todo lo que había dicho su acompañante anteriormente al respecto de disfrutar de aquel viaje juntos, Holmes sabía que Umezaki estaba obstinado en descubrir algo sobre su padre, incluso si eso significaba pasar la noche en vigilia al lado de su cama. ¿Por qué otro motivo entraría Umezaki en su habitación, qué otra explicación cabría esperar? En alguna ocasión, Holmes también había interrogado a durmientes; ladrones, adictos al opio, sospechosos de asesinato, de una manera similar, susurrándoles al oído, recabando información de los murmullos de los soñadores, soñolientas confesiones que más tarde sorprenderían a los acusados por su exactitud. No desaprobaba las maneras, pero hubiera deseado que Umezaki dejara el misterio de su padre donde estaba, al menos hasta que su viaje hubiera finalizado.
Holmes quería hacerle ver que aquellos hechos pertenecían al pasado, y que poco se ganaría desenterrándolos ahora. Los motivos de Matsuda para abandonar Japón posiblemente eran justificables, y puede que los mejores intereses familiares no fuesen más que un factor. Incluso así, sin la figura real de un padre para Umezaki, entendió que este se sintiera incompleto como persona. Y así, a pesar de todo de lo que Holmes se convenció durante aquella noche, nunca pensó que la búsqueda de Umezaki fuera irrelevante. Todo lo contrario. Holmes siempre había creído que los enigmas de la vida de uno mismo merecían el esfuerzo de realizar una incansable investigación, pero en el caso de Matsuda, Holmes sabía que cualquier pista con la que pudiera dar, en el caso de que hubiera alguna, habría sido destruida años atrás.
La recolección de los diarios incinerados del doctor Watson le causo una gran preocupación, embotando su mente, y, al poco tiempo, no pudo recapacitar en nada más. También dejó de oír el aullar del viento, aunque lo sentía, surcando las calles, rajando el entramado de papel que cubría algunas ventanas.
—Soy yo el que debo disculparme —dijo Holmes durante el desayuno, estirando el brazo para alcanzar la mano de Umezaki—. He pasado una mala noche, por culpa del mal tiempo, y me he levantado con mal pie.
El señor Umezaki, con la cabeza aún inclinada, asintió.
—Simplemente es que estoy preocupado. Creí oírle llorar mientras dormía. Era un sonido terrible.
—Por supuesto —dijo Holmes, tratando de hacerle reír—. Sabe, he caminado por páramos en los que el viento daba la impresión de ser alguien llorando, un plañido o gemido distante, casi como el grito de alguien pidiendo ayuda. Una tempestad podría muy bien engañar a sus oídos. Yo mismo he caído en ese engaño más de una vez, se lo aseguro.
Sonriendo, retiró su mano, y dirigió sus dedos hacia el cuenco de pepinos.
—¿Cree que estaba equivocado entonces?
—Es posible, ¿no cree?
—Sí —dijo Umezaki, levantando la cabeza en un gesto de respiro—. Es posible, supongo.
—Muy bien —dijo Holmes, sosteniendo una rodaja entre sus labios—. Esto pone fin a este asunto. ¿Podemos empezar de nuevo entonces? ¿Qué planes tenemos para esta mañana? ¿Otro paseo por la playa? ¿O tal vez el propósito de nuestra visita, la búsqueda de aralias?
Pero Umezaki parecía perplejo. A menudo discutían sobre las razones por las que Holmes visitó Japón. La curiosidad de probar la cocina preparada con aralias, y el deseo de ver crecer el arbusto en plena naturaleza, y su destino actual, el cual los conduciría, más tarde en aquella misma jornada, a un rústico izakaya junto al mar, una versión japonesa del pub inglés, tal y como Holmes comprobaría una vez pasada la puerta principal.
Cuando entraron en el izakaya, vieron un caldero hirviendo dentro, y hojas de aralia recién cortadas por la esposa del propietario. Las caras de los parroquianos se levantaron, algunos con cierto gesto de desconfianza, todos con vasos de cerveza o sake. Desde que llegó Holmes, ¿cuántas veces había comido Umezaki del pastel que se vendía en los izakaya, ese que se cocinaba con frutas silvestres asadas y semillas de aralia y cuyos ingredientes se molían junto a la harina para darles sabor? ¿Cuántas veces mencionó aquellas cartas que se habían mandado durante los últimos años, tratando siempre su interés común en aquel arbusto de lento crecimiento, tal vez incluso medicinal, nutrido con la exposición a sprays salinos, el sol en pleno, y los vientos áridos? Ni una vez, por lo que podía recordar, cosa que le extrañó.
El izakaya olía a pimienta y pescado. Se sentaron en una mesa, sorbieron té y escucharon la bulliciosa mezcla de conversaciones de alrededor.
—Esos de ahí son dos pescadores —dijo Umezaki—. Están discutiendo sobre una mujer.
El propietario, saliendo de detrás de una cortina que llevaba a una habitación trasera, mostraba unas encías desdentadas al sonreír, saludaba a cada uno de sus clientes con una voz autoritaria aunque cómica, se reía junto a los que conocía personalmente, y luego se dirigió hacia su mesa. El hombre se sorprendió al ver en su establecimiento a aquel anciano inglés, y a su refinada compañía, palmeando felizmente a Umezaki en el hombro, y guiñando a Holmes como si fueran amigos íntimos. El hombre tomó asiento en la mesa, mirando a Holmes mientras le mencionaba algo a Umezaki en japonés, algo que hizo que todos los clientes del izakaya rieran, excepto Holmes.
—¿Qué ha dicho?
—La verdad es que ha tenido gracia —le dijo Umezaki—. Me ha dado las gracias por traer a mi padre a su establecimiento, me ha dicho que era su vivo retrato, pero cree que usted es más agradable a la vista.
—No puedo sino estar de acuerdo con eso último —dijo Holmes.
Umezaki tradujo el mensaje al propietario, el cual luego rompió a reír a carcajadas, asintiendo con la cabeza.
Una vez acabado su té, Holmes le dijo a Umezaki:
—Me gustaría echarle un vistazo al caldero. ¿Podría preguntarle a su amigo si puedo? ¿Le podría decir de mi parte que me interesaría mucho ver cómo se cocina la aralia?
Cuando le hizo llegar la petición, el propietario asintió sin dudarlo.
—Dice que se lo mostrará gustoso —le dijo Umezaki—, pero es su mujer la que cocina. Ella le mostrará el proceso.
—Perfecto —dijo Holmes, levantándose—. ¿Viene conmigo?
—En un momento, en cuanto acabe mi té.
—Es una oportunidad única, ¿sabe? Espero que no le importe si no le espero.
—En absoluto —dijo Umezaki, aunque al decirlo miraba fríamente a Holmes, como si de algún modo estuviera desertando de una posición.
Sin embargo, en poco tiempo, ambos estaban junto al caldero, sosteniendo las hojas del arbusto en sus manos mientras miraban cómo la cocinera removía el caldo. Luego, irían hacia donde crecía la aralia, caminando a lo largo de la playa, en un lugar entre las dunas.
—¿Podríamos ir mañana por la mañana? —preguntó Umezaki.
—No creo que hoy se nos haga tarde para ir.
—Está bastante lejos, Sherlock-san.
—¿Podríamos recorrer parte del camino, al menos hasta el anochecer?
—Si ese es su deseo.
Le echó una última mirada al izakaya, al caldero, la sopa, los parroquianos con sus vasos, antes de salir; caminó a través de la arena, avanzando hacia las dunas. Al anochecer, no habían encontrado rastro de los arbustos, así que decidieron volver a la posada para la cena, cansados ambos de tan larga excursión, así que decidieron retirarse temprano, en lugar de quedarse tomando copas como iba siendo habitual, pero esa noche, la segunda que pasaron en Shimonoseki, Holmes se despertó a media noche, sobresaltado por otro apopléjico sueño. Lo primero que le llamó la atención fue que ya no escuchaba el viento como en la noche anterior. Luego recordó en lo que pensó durante los minutos previos a caer dormido: el izakaya junto al mar, las hojas del arbusto bullendo en el caldero de caldo. Estaba bajo las sábanas, mirando hacia el techo en la penumbra. Después de un rato, se quedó dormido de nuevo, cerrando sus ojos, aunque se quedó un rato en vigilia, pensando en el propietario desdentado, Wakui era su nombre, y aquellos humorísticos comentarios que tanto divirtieron a Umezaki, entre los que soltó un chiste sin gusto alguno a expensas del Emperador:
—¿Por qué es el General MacArthur el ombligo de Japón? Porque está por encima del gran pepino.
Aunque ninguno de aquellos comentarios divirtieron más a Umezaki que aquel que dejaba a Holmes como su padre. Al final del atardecer, mientras caminaban juntos por la playa, Umezaki recordó la anécdota de nuevo, diciendo:
—Es extraño pensar en ello: si mi padre viviera, sería tan solo un poco más viejo que usted.
—Sí, supongo —dijo Holmes, mirando hacia las dunas, examinando el lugar en busca de la planta.
—Usted es mi padre inglés, ¿de acuerdo? —Umezaki había tomado sin previo aviso a Holmes por el brazo, con su mano libre sujetándolo fuertemente mientras caminaban.
—Wakui es un tipo divertido. Me gustaría visitarlo mañana.
Entonces fue cuando Holmes se dio cuenta de que había sido elegido, puede que no conscientemente, como sustituto de Matsuda. Era obvio que tras la madurez de Umezaki, aquel comportamiento circunspecto deambulaba por las heridas de su niñez. El resto no lo vio llegar hasta que Umezaki no repitió la anécdota de Wakui mientras sus dedos lo conducían hacia la playa. Después, se hizo claro: la última vez que oyó algo sobre su padre, pensó Holmes, fue la primera vez que oyó hablar de mí. Matsuda se desvaneció de su vida, y yo llegué, en forma de libro. Uno reemplaza al otro.
Por eso las cartas desde Asia, y la invitación que siguió a aquellos meses de correspondencia, el viaje hasta Japón, los días que pasaron juntos, como padre e hijo reunidos de nuevo después de años de separación. Y si Holmes no podía ofrecerle respuestas concretas, puede que entonces, si viajaba una gran distancia con Umezaki, dormía en la casa familiar Kobe, y finalmente, se dirigía hacia la zona oeste del país, visitando el jardín de Hiroshima, donde Matsuda llevó una vez a Umezaki de niño, podría resultar algo parecido. Lo que también se había vuelto claro era que a Umezaki le importaba bien poco la aralia, o la jalea real, o cualquier otra cosa que hubieran discutido en aquellas cartas. Una estratagema simple, pero efectiva. Todos los temas de conversación, específicos o casuales, habían sido olvidados.
«Estos son los hijos con padres desaparecidos —caviló Holmes, pensando en Umezaki y en el joven Roger mientras caminaban entre las dunas—. Esta es una de las almas solitarias» —pensó, mientras los dedos de su acompañante apretaron con más fuerza su brazo.
Pero al contrario de Umezaki, Roger entendió el destino de su padre, asumiendo la creencia de que su muerte, si bien fue trágica en lo personal, también fue heroica desde una perspectiva general. Umezaki, sin embargo, no podía refugiarse en nada parecido, así que lo hacía en aquel frágil anciano inglés al cual acompañó a aquellas arenosas colinas de la playa, asiendo con fuerza su huesudo codo, adhiriéndose a él, más que guiándolo.
—¿Podríamos volver?
—¿Se ha cansado de buscar?
—No, más bien estaba preocupado por usted.
—Creo que estamos muy cerca para abandonar ahora.
—Está oscureciendo.
Holmes abrió sus ojos, y miró de nuevo hacia el cielo, sopesando la solución del problema. Para satisfacer a Umezaki debía revelar algo que tenía que estar concebido como si fuera la verdad de antemano, al igual que el doctor Watson cuando trabajaba en el hilo de una historia, mezclando lo que fue y lo que nunca fue en una misma e innegable realidad. Sí, su relación con Matsuda no era un imposible, y sí, la desaparición podría explicarse, pero se debería hacer de manera muy elaborada. ¿Cuándo habían sido presentados? Puede que fuera en la sala para visitantes del club Diógenes, por medio de Mycroft, pero ¿por qué?
—Si la labor detectivesca comienza y termina razonando en esta habitación, Mycroft, tú serías el criminal más grande de todos los tiempos. Sin embargo, ahora eres totalmente incapaz de discurrir a través de los puntos básicos que deben seguirse antes de llegar a cualquier resolución. Lo que me pregunto es por qué me has convocado aquí de nuevo.
Se imaginó a Mycroft sentado en su sillón. Cerca, estaba sentado T. R. Lamont (¿o era R. T. Lanner?), un austero y ambicioso hombre de ascendencia polinesia, miembro de la Sociedad Misionaria de Londres, que había vivido en la isla Mangaia, situada en el océano Pacífico, como espía para el Servicio Secreto Británico, y que mantuvo una rígida supervisión policial sobre la población indígena en nombre de la moralidad. Con la esperanza de poder ayudar a las ambiciones expansionistas de Nueva Zelanda, a Lamont, o Lanner, se le consideró para un puesto más importante que la de súbdito británico. Una posición que le permitiera negociar con los jefes de las islas Cook para allanar el camino de la anexión de las islas a Nueva Zelanda.
¿O tal vez era J. R. Lambeth? No, no, recordó Holmes, era Lamont, seguro que era Lamont. En cualquier caso, era 1898, o 1899, o tal vez 1897. Holmes había sido llamado por Mycroft para pedirle su opinión sobre Lamont («Como sabes, puedo dar una excelente opinión como experto —escribió su hermano en un telegrama—, pero recabar los detalles del verdadero valor de alguien no es mi métier[26]»).
—Debemos saber jugar nuestras cartas —explicó Mycroft, conocedor de la influencia de Francia en Tahití o en la Sociedad de Islas—. Naturalmente, la reina Makea Takau quiere anexionar sus islas a nosotros, pero nuestro gobierno sigue siendo un administrador lleno de dudas. El primer ministro de Nueva Zelanda, por otro lado, ya tiene puestas sus miras, así que estamos obligados a ayudar en todo lo que podamos; viendo cómo el señor Lamont se familiariza con los nativos, tenemos pensado que comparta algo más que unos pocos tratos básicos, ya que creemos que nos será muy útil al respecto.
Holmes observó a aquel individuo de baja estatura y callado, sentado a la derecha de su hermano, mirando hacia el suelo a través de sus gafas, con el sombrero en el regazo, empequeñecido por la enorme figura que estaba a su izquierda.
—Aparte de ti, Mycroft, ¿a qué nos te refieres?
—Eso, querido Sherlock, como todo lo que se comenta en mi presencia, es estrictamente secreto, y no viene al caso actualmente. Lo que necesitamos es tu consejo sobre nuestro colega.
—Ya veo.
Sin embargo, ahora, Holmes no veía a Lamont, o Lanner, o Lambeth tras su hermano, sino que veía la alta figura de rostro alargado de chivo de Matsuda Umezaki. En aquel salón privado, fueron presentados y, casi inmediatamente, Holmes se percató de la situación. Por el dossier que le había pasado Mycroft, era evidente que Matsuda era un hombre inteligente, autor de multitud de libros notables, uno de los cuales tenía que ver con la diplomacia encubierta, con capacidades para ser un agente, ya que su trasfondo dentro del ministerio de Asuntos Exteriores japonés confirmaba este hecho, un anglófilo desencantado con su propio país, deseoso de viajar siempre que le fuera posible, de Japón a las Islas Cook, luego a Europa, luego de vuelta a Japón.
—¿Cree que es nuestro hombre? —preguntó Mycroft.
—Lo es, de hecho —dijo Holmes, sonriendo—. Pensamos que es nuestro hombre.
Porque, al igual que Lamont, Matsuda sería discreto en cualquier maniobra o política, mediando por la anexión de las Islas Cook, mientras que su familia pensaba que estaba investigando leyes constitucionales en Londres.
—Le deseo la mejor de las suertes, señor —dijo Holmes, estrechando la mano de Matsuda al finalizar la entrevista—. Estoy seguro de que realizará su misión sin ningún problema.
Se encontraron de nuevo una vez más, en el invierno de 1902, o, mejor dicho, a principios de 1903 (dos años después de que se iniciara la ocupación de las islas por parte de Nueva Zelanda), cuando Matsuda fue en busca del consejo de Holmes al respecto de los problemas en Niue, una isla anteriormente asociada con Samoa y Tonga, pero arrebatada un año después de la anexión. Una vez más, Matsuda iba tras una nueva posición de influencia, aunque ahora en beneficio de Nueva Zelanda, y no de Inglaterra.
—Es una oportunidad muy lucrativa, Sherlock, lo admito. Permanecer en las Islas Cook indefinidamente, suprimiendo las protestas en Niue y trabajando para poner a la isla rebelde bajo la jurisdicción de una administración aparte, mientras que superviso la mejora de las instalaciones públicas de las otras islas.
Estaban sentados en el estudio de Baker Street, hablando mientras bebían una botella de clarete.
—¿Teme que su labor sea vista como una traición al Salón Blanco[27]? —preguntó Holmes.
—En cierta manera, sí.
—Yo que usted no me preocuparía, viejo amigo. Ha cumplido con lo que se le pidió, y ha realizado un trabajo admirable. Sospecho que a partir de ahora, podrá utilizar sus capacidades en cualquier lugar que se le antoje, ¿no cree?
—¿Realmente piensa eso?
—Lo hago, efectivamente.
Y, al igual que Lamont, Matsuda le daría las gracias a Holmes, pidiéndole que su conversación quedara entre ellos dos. Luego terminaría su copa de vino, y se inclinaría en un saludo antes de salir por la puerta principal de la casa, hacia la calle. Volvería a las Islas Cook de inmediato, y viajaría de isla en isla, encontrándose con los cinco jefes nativos mayores, y los siete menores, planificando sus ideas para el futuro Concilio Legislativo, para trasladarse después a Erromango, en las Nuevas Híbridas, donde fue visto por última vez cuando se dirigía hacia las regiones interiores, una zona aislada, con una densa vegetación, conocida por sus enormes tótems erigidos sobre cráneos de esqueletos, adornados con collares hechos de huesos humanos. Rara vez era visitada por extranjeros.
Por supuesto, la historia tenía unas cuantas lagunas. Si Umezaki hacía demasiadas preguntas, Holmes temía que pudiera confundir detalles, nombres, fechas, o varios hechos históricos. Además, no podría dar una explicación convincente de por qué Matsuda había abandonado a su familia para vivir en las Islas Cook. Desesperado por encontrar respuestas, al igual que Umezaki, Holmes concluyó que la historia debería ser suficiente. Fueran cuales fueran las razones desconocidas que empujaron a Matsuda a comenzar una nueva vida, imaginó, no eran de su incumbencia, ya que esas razones, sin lugar a dudas, se basaban en consideraciones personales o privadas, situaciones que estaban más allá de su conocimiento. Aun así, lo que Umezaki sabría de su padre no era insignificante. Matsuda jugó un papel crucial a la hora de impedir la invasión francesa de las Islas Cook, así como en la supresión de la revuelta en Niue, hechos anteriores a su desvanecimiento en la jungla, buscando que los nativos formaran algún día su propio gobierno.
—Su padre —le diría a Umezaki— era una persona muy respetada por el gobierno británico, pero ante el Consejo de Ancianos de Rarotonga, y aquellos de las islas colindantes que eran lo suficientemente viejos para recordarlo, era una figura legendaria.
Finalmente, ayudado por el suave resplandor de la lámpara que estaba encendida al lado del futón, Holmes alcanzó sus bastones y se levantó. Después de ponerse el kimono, cruzó la habitación, intentando no tropezar mientras lo hacía. Cuando llegó al panel del muro, se quedó de pie ante él durante unos momentos. Más allá, estaba la habitación de Umezaki, podía oírlo roncar. Mientras seguía mirando el panel, golpeó levemente el suelo con el bastón. Luego oyó lo que parecía una tos procedente del interior, seguida por unos suaves movimientos. Era el cuerpo de Umezaki moviéndose, y el crujir de las sábanas. Escuchó durante un rato, pero no oyó nada más. Al poco rato empezó a buscar un pomo, pero en su lugar encontró una hendidura, que le ayudó a deslizar el panel y abrirlo.
La habitación adyacente era un duplicado de la que Holmes utilizaba, iluminada por la tenue y amarillenta luz de una lámpara, con un futón en el centro de la habitación, un escritorio empotrado, y, apoyados sobre una de las paredes, los cojines que se utilizaban para sentarse o arrodillarse. Se aproximó al futón. Las sábanas estaban tiradas en el suelo, y apenas podía ver al señor Umezaki durmiendo medio desnudo, de espaldas, sin moverse, ahora en silencio, sin aparentar siquiera estar respirando. A la izquierda del colchón, al lado de la lámpara, había un par de zapatillas, alineadas la una con la otra. Cuando Holmes se agachó, Umezaki se despertó de repente, y hablando aprehensivamente en japonés, miró hacia la misteriosa figura que estaba junto a él.
—Debo hablarle —le dijo Holmes, poniéndose los bastones en el regazo.
Umezaki, aún mirando hacia delante, se sentó. Alcanzó la linterna, e iluminó el gesto severo de Holmes.
—¿Sherlock-san? ¿Está usted bien?
Holmes parpadeó ante el resplandor de la lámpara. Posó la palma de su mano sobre la mano alzada de Umezaki, apartando amablemente la lámpara. Después, desde las sombras, habló:
—Solo le pido que escuche y, cuando termine, le pediré que no me presione más respecto a ese asunto.
Umezaki no le dio ninguna respuesta, así que Holmes continuó.
—A lo largo de los años, me he autoimpuesto una regla. Nunca, bajo ninguna circunstancia, discutiría con nadie aquellos casos que fueran estrictamente confidenciales, o que tuvieran que ver con asuntos nacionales. Espero que entienda que hacer excepciones en esta regla podría arriesgar las vidas, y poner en peligro mi situación actual, pero ahora me doy cuenta de que soy un hombre viejo, y creo que es justo decir que las personas cuyas confidencias guardé tan celosamente, ya no están con nosotros en este mundo. En otras palabras, he sobrevivido a todo lo que una vez me definió.
—Eso no es verdad —dijo Umezaki.
—Por favor, no me interrumpa. Si mantiene el silencio, seré sincero en lo que respecta a su padre. Verá, me gustaría explicarle lo que sé sobre él antes de que lo olvide y, simplemente, quiero que me escuche. Y cuando haya finalizado y abandone esta habitación, le pido que nunca me haga ninguna pregunta respecto a lo que ha oído, porque esta noche, amigo mío, recibirá la primera excepción a una regla que he mantenido durante toda mi vida. Ahora, por favor, vamos a intentar relajar nuestras mentes todo lo que podamos.
Y con esto, Holmes empezó a relatar su historia, haciéndolo con un tono lento, susurrante, creando un ambiente casi onírico. Una vez que su susurro cesó, se quedaron mirando durante un rato, sin moverse ni decir una palabra, ninguno de los dos. Dos formas indistintas sentadas la una frente a la otra, como si fueran el reflejo oscuro el uno del otro, con el suelo brillando debajo de ellos, hasta que Holmes se levantó sin producir ningún sonido, y se dirigió a su habitación, moviéndose de forma cansada hacia su cama a la vez que sus bastones golpeaban las esterillas del suelo.