¿Por qué brotaron las lágrimas? ¿Por qué, mientras descansaba en la cama, mientras caminaba hacia el estudio, mientras iba luego al colmenar a la mañana siguiente, y a la siguiente a esta, Holmes dejaba descansar su cabeza en sus manos, con las yemas de sus dedos húmedas de limpiarse los bigotes, si bien ni un solo sollozo o lamento salía de su garganta, ni ninguna parálisis transfiguraba su rostro?
En algún lugar, posiblemente un pequeño cementerio a las afueras de Londres, la señora Munro y alguno de sus familiares más allegados estarían vestidos con ropajes oscuros y fríos, como las nubes grises que se concentran sobre la tierra y el mar.
¿Lloraba ella también? ¿O puede que la señora Munro hubiera gastado todas sus lágrimas en su solitario viaje a Londres, recuperándose en la ciudad gracias a la presencia de sus familiares y al consuelo de los amigos?
No tiene relevancia, se dijo a sí mismo. Ella está en alguna parte, y yo estoy aquí, no puedo hacer nada por ella. Pero aun así, se esforzó en ayudarla. Antes de que la mujer partiera, por dos veces mandó a la hija de Anderson a la casa de invitados con un sobre con dinero más que suficiente para cubrir los gastos del viaje y del funeral. Las dos veces, la chica volvió, con el gesto austero aunque amable, diciendo que la mujer había rechazado el sobre.
—No quiso cogerlo ni hablarme, señor.
—Está bien, Em.
—¿Quiere que lo intente de nuevo?
—Mejor no, no creo que cambie de opinión.
Ahora, solo en el colmenar, su expresión estaba abstraída, petrificada en la consternación, como si él también estuviera junto a los asistentes del funeral de Roger. Incluso en las colmenas, con las filas de celdas blancas, formas rectangulares sin adornos surgiendo de la hierba, le parecían monumentos memoriales de cementerio. Un cementerio pequeño es parecido a un colmenar. Un lugar simple, bien atendido, con verdor, sin malas hierbas, sin edificios ni caminos cercanos, sin coches a motor, ni el bullicio humano perturbando el descanso de los muertos. Un lugar apacible, alineado con la naturaleza, un buen sitio para que el chico descansara, y para que la madre le pudiera decir adiós.
Pero aún se preguntaba ¿por qué lloraba sin quererlo, por qué las lágrimas caían casi por iniciativa propia, sin esfuerzo, sin emoción alguna? ¿Por qué no podía sollozar en alto? ¿Y por qué, en el caso de las otras muertes, cuando el dolor era igual al que ahora sentía, había asistido a los funerales de todos los seres queridos que había perdido, y nunca había derramado ni una sola lágrima, como si la misma tristeza fuera algo que ocultar?
—No importa —dijo en un murmullo—. Carece de todo sentido.
No se esforzó en encontrar ninguna respuesta. Hoy al menos, no. Ni tampoco creía que aquel vertido de lágrimas fuera el producto de la suma concentrada de todo lo que había visto, conocido, perdido, silenciado o importado durante décadas. Fragmentos de su juventud, la destrucción de grandes ciudades e imperios, aquellas enormes guerras causantes de cambios en la geografía. Luego la lenta atrofia de los queridos compañeros, e incluso la salud de uno mismo; la memoria, el historial personal, todas las complejidades que implican el transcurso de una vida, cada momento, profundo, cambiante, condensado en una sustancia salina acumulada en sus cansados ojos. En lugar de eso, se fue hundiendo lentamente, agachándose hasta llegar al suelo, sentándose como si fuera una figura de piedra que había quedado allí dispuesta inexplicablemente en aquel lugar de césped recortado.
Había estado allí sentado anteriormente, en aquel mismo lugar, cerca del colmenar. El lugar había sido marcado por cuatro piedras traídas desde la playa dieciocho años antes. Cuatro piedras de color gris oscuro, alisadas por la marea, que encajaban perfectamente en sus manos, dispuestas de una manera precisa: Una frente a él, una detrás, una a la izquierda y otra a la derecha, formando una discreta y humilde parcela, la cual, en el pasado, contenía y hacía desaparecer sus pesares. Era un pequeño truco mental, una especie de juego, a menudo muy beneficioso. Dentro de la zona delimitada por las rocas, podía meditar, pensar tranquilamente en aquellos que se habían ido, y, pasado el tiempo, cuando salía de aquella parcela, toda la pena que había traído consigo antes de entrar, quedaba allí. Mens sana in corpore sano, era su mantra, repetido una y otra vez mientras estaba allí.
—Todo viene en ciclos, incluso el vate Juvenal.
Utilizó aquella zona como punto de comunión con los muertos. Primero en 1929, luego de nuevo en 1946, enterrando sus penas en la armonía del colmenar.
1929 fue su año negro, una época que le trajo pesares mucho mayores que los actuales, ya que la anciana señora Hudson, su ama de llaves y cocinera desde sus días en Londres, la única persona que le había acompañado a su hacienda en Sussex después de su retiro, tuvo una caída en la cocina, rompiéndose la cadera, la mandíbula y perdiendo algunos dientes, para finalmente caer inconsciente. Más tarde se supo que la cadera se le había roto justo antes de la fatal caída, ya que sus huesos se habían vuelto demasiado frágiles para el sobrepeso que sufría su cuerpo. Finalmente, falleció en el hospital de neumonía («Un final apacible», según le escribió el Dr. Watson a Holmes una vez supo del fallecimiento. «Como bien sabe, la neumonía es una bendición para los agónicos, un ligero empujón para aquellos ancianos que no terminan de partir»).
Pero no fue mucho después de que la carta del Dr. Watson fuera guardada, y las pertenencias de la señora Hudson fueran recogidas por su sobrino, y una nueva ama de llaves fuera contratada para las tareas del hogar en la hacienda, cuando aquella compañía de tantos años, el buen doctor, falleciera sin previo aviso por causas naturales. Una noche en la que había disfrutado de una buena cena y de la visita de sus hijos y sus nietos, bebió tres vasos de vino tinto, rio con el chiste que el mayor de sus nietos le susurró al oído, y a las diez de la noche, deseó a todo el mundo buenas noches. Antes de las doce había muerto.
La noticia de la tragedia llegó en un telegrama enviado por la tercera señora Watson, entregado informalmente a Holmes por la joven ama de llaves (la primera de muchas mujeres que pasarían por la hacienda, y que, tras soportar a su irascible señor durante un tiempo, terminaban dimitiendo de sus labores antes de que pasara un año de servicio).
En los días que siguieron, Holmes deambuló por la playa durante horas, del amanecer al anochecer, contemplando el mar y, durante largos periodos, las piedras que había bajo sus pies. No había hablado directamente con el doctor Watson desde el verano de 1920, cuando el doctor y su esposa pasaron un fin de semana junto a él. A pesar de que había sido una visita algo comprometida, más por Holmes que por sus invitados, ya que no se sentía muy afín a la tercera esposa, a la cual encontraba árida y mandona, y, aparte de recordar algunas de sus antiguas aventuras juntos, se dio cuenta de que ya no tenía nada en común con el doctor Watson. Sus conversaciones de sobremesa terminaban disipándose en silencios, rotos tan solo por la vacua necesidad de la señora Watson de hablar de sus hijos, o de su amor por la cocina francesa, como si el silencio fuera su enemigo declarado.
Sin embargo, Holmes consideraba al doctor Watson como alguien de su familia, así que la súbita muerte del hombre, junto con la pérdida de la señora Hudson, fueron como si una puerta se cerrara de golpe, terminando con todo lo que antes era él, y mientras caminaba por la playa, parándose para mirar cómo las olas crecían y rompían, se dio cuenta de que iba a la deriva. En un mes, las más directas conexiones con su yo habían desaparecido. Sin embargo él aún estaba allí.
Al cuarto día de caminar por la playa, empezó a examinar las piedras, y al observarlas las acercaba a la cara, descartando una a favor de otras, quedándose al final con las cuatro que más le habían gustado. Según decía, el más pequeño de los guijarros contiene los secretos de un universo entero. Las piedras que llevó camino arriba en sus bolsillos le precedían. Estas piedras, mientras él era concebido, criado, educado, y envejecía, habían esperado en la orilla, imperturbables. Estas cuatro piedras comunes, iguales a las otras sobre las que había caminado, estaban imbuidas de todos los elementos que formaban el gran logro de cualquier posible criatura o cosa imaginable. Sin lugar a dudas, poseían las marcas rudimentarias del doctor Watson y la señora Hudson y, obviamente, también de él mismo.
Así que Holmes dejó las piedras en un lugar específico, sentándose entre ellas con las piernas cruzadas, limpiando su mente de problemas, del dolor que causa la ausencia de dos personas que le importaban mucho. Pero estaba determinado, sentir la ausencia de alguien era, de alguna forma, sentir también su presencia. Respirar el aire del colmenar en otoño, escupir su resentimiento (La tranquilidad del pensamiento, era su mantra silencioso, la tranquilidad de la psique, tal y como le habían enseñado los lamas en el Tíbet). Poco a poco, comenzó a sentir el inicio del fin de sí mismo, empezó a sentir la muerte, como si ellos refluyeran gradualmente, intentado partir y dejarlo en paz y quietud, permitiéndole finalmente levantarse e ir adelante, dejando la pena atrás entre aquellas venerables rocas.
«Mens sana in corpore sano».
Durante la segunda mitad de 1929, se sentó en aquel lugar en seis ocasiones diferentes, acortando el tiempo de meditación subsecuentemente (tres horas y dieciocho minutos, una hora y dos minutos, cuarenta y siete minutos, treinta y tres minutos, nueve minutos, y cuatro minutos). En Año Nuevo, la necesidad de sentarse entre las rocas desapareció y, a partir de entonces, si le procuraba alguna atención al lugar era por mantenerlo limpio (arrancando malas hierbas, cortando el césped, ajustando las rocas en la tierra, al igual que se hacía con las piedras de los caminos del jardín). Pasarían doscientos meses antes de que bajara allí de nuevo, pasando muchas horas de meditación después de que se le informara del fallecimiento de su hermano Mycroft. Exhaló su último suspiro una fría tarde de noviembre, disipándose como una visión etérea.
Los recuerdos tomaron forma en su mente, viendo cómo le daba la bienvenida en el salón para visitas del club Diógenes, cuatro meses antes, donde Holmes tuvo una cita con el último familiar vivo que le quedaba. Los dos disfrutaron fumando y bebiendo brandy. Mycroft tenía buen aspecto. Sus ojos estaban claros, e incluso tenía un poco de color en sus mejillas, a pesar de que su salud había decaído, y era propenso a exhibir algunas pérdidas en sus facultades mentales, pero aquel día estaba increíblemente lúcido, narrando historias de sus tiempos de guerra. Parecía entusiasmado con la compañía de su hermano menor, y ya que Holmes acababa de empezar a mandar jarras de jalea real al club Diógenes, creyó que la sustancia realmente hacía mejorar el estado de Mycroft.
—Incluso usando tu imaginación, Sherlock —dijo Mycroft, con su enorme constitución temblando por las carcajadas—, no creo que puedas recrear el momento en el que salí a gatas de una barcaza de desembarco con mi viejo amigo Winston. «Yo soy el señor Bullfinch, —dijo Winston, ya que ese era su nombre en clave—, y he venido a ver con mis propios ojos cómo van las cosas por el norte de África».
Sin embargo, Holmes sospechaba que las dos grandes guerras habían causado terribles estragos en su brillante hermano. Mycroft había continuado en el servicio hasta bien pasada su edad de jubilación, dejando muy pocas veces su sillón del club Diógenes, a pesar de que le era indispensable al gobierno. Como el más misterioso de los hombres y una de las figuras más importantes del Servicio Secreto Británico, su hermano mayor podía mantenerse en activo durante semanas sin dormir, cogiendo energías al comer vorazmente, mientras supervisaba multitud de intrigas, tanto domésticas como ajenas. No le supuso ninguna sorpresa el saber que, tras el término de la segunda guerra mundial, la salud de Mycroft empeoró rápidamente. Tampoco le sorprendió ver que la mejora en la salud de su hermano, y de esto estaba seguro, venía del uso diario de la jalea real.
—Me alegro de verte, Mycroft —le dijo Holmes una vez frente a él—. Te has convertido en la antítesis del letargo una vez más.
—¿Cómo un tranvía cuesta abajo y sin frenos? —dijo Mycroft, sonriendo.
—Algo así, sí —dijo Holmes, estrechando la mano de su hermano—. Las pausas entre las visitas son cada vez más largas, me temo. ¿Cuándo nos veremos otra vez?
—Me temo que no volveremos a hacerlo.
Holmes se reclinó hacia delante en la silla de su hermano, cogiéndole la enorme y suave mano. Hubiera reído si no hubiera visto los ojos de su hermano, en contraste directo con su sonrisa. Con resignación, irresoluto, cruzó durante un rato la mirada con él, comunicándose como mejor podía.
«Como tú —parecía decir—, he vivido en dos siglos diferentes. Mi marcha está a punto de finalizar».
—Querido Mycroft —dijo Holmes, golpeando suavemente la espinilla de su hermano con el bastón—, me temo que has cometido un grave error en ese cálculo.
Pero, como siempre, Mycroft no se equivocaba, y no pasó mucho tiempo antes de que la última puerta de Holmes con el pasado quedara totalmente sellada cuando recibió una carta sin firmar del club Diógenes. Su contenido no daba ningún tipo de condolencia, constatando simplemente que su hermano había muerto el martes 19 de noviembre, y anunciando que, cumpliendo con su última voluntad, su cuerpo había sido enterrado anónimamente y sin ceremonias.
Típico de Mycroft, pensó, doblando la carta y guardándola entre los otros papeles del escritorio. Cuánta razón tenías, caviló más tarde, mientras estaba sentado entre las piedras, quedándose allí durante la helada noche, sin percatarse de que Roger lo espiaba desde el camino que llevaba al jardín desde que empezó a anochecer. Tampoco se dio cuenta de la presencia de la señora Munro, cuando dio con el chico, amonestándole:
—Déjalo en paz, hijo. Hoy no está de humor, Dios sabrá por qué.
Por supuesto, Holmes no dijo nada de la muerte de Mycroft a nadie, ni tampoco lo hizo del segundo envío que recibió del club Diógenes: un pequeño paquete, acompañado de una carta fechada hacía una semana exacta. Encontró el envío a los pies de la escalera de la entrada, y casi lo aplasta con el pie cuando salía a dar un paseo matutino. Envuelto en papel marrón, encontró una vieja edición de El martirio de un hombre, de Winwood Reade. Era la misma copia que su padre, Siger, le dio mientras era un joven convaleciente, que convaleció durante meses en el ático del dormitorio de sus padres en la casa de campo de Yorkshire. Al libro lo acompañaba una pequeña nota de Mycroft adjunta. Aquel era un libro triste y depresivo, pero que causó una gran impresión en el joven Holmes. Mientras leía la nota, sosteniendo el libro una vez más entre sus manos, los recuerdos largamente ignorados se revelaron por sí solos. Le prestó el libro a su hermano en 1867, insistiéndole para que lo leyera:
—Cuando lo termines, deberás compartir conmigo tu opinión, quiero saber lo que piensas sobre él.
«Un buen montón de interesantes cavilaciones, —fue la breve declaración de Mycroft sobre el manuscrito, setenta y siete años después—, aunque un poco vago en sus conclusiones, para mi gusto. Me ha llevado años acabarlo».
No fue la única vez que recibió mensajes de los fallecidos. Había notas que la señora Hudson había escrito para sí misma, posiblemente, recordatorios garabateados en trozos de papel y remetidos en lugares insospechados, como los cajones o el armario de la cocina, dispersas por la casa para invitados, encontradas por casualidad por sus sustitutas, las cuales entregaban estas notas a Holmes con cara de perplejidad. Durante un tiempo, guardó estas notas, estudiando cada una de ellas como si fueran piezas de un puzzle sin sentido. Al final, no pudo discernir ningún significado definitivo para los mensajes de la señora Hudson. Todos estaban compuestos por sustantivos: Sombrerera, Zapatilla, Cebada Esteatita, Candelabro Mazapán, Sabueso Tendero, Calendario Cospel, Zanahoria Housecoat, Gajo Preliberado, Tallo Plato, Pimienta Torta. Las notas, concluyó, deberían terminar en la chimenea de la biblioteca. Los crípticos garabatos de la señora Hudson cayeron presos de las llamas un día de invierno, ardiendo lentamente hasta convertirse en nada, junto a varias cartas enviadas por gente que no conocía.
Tres diarios no publicados del doctor Watson corrieron el mismo destino anteriormente, y por una buena razón. De 1874 a 1929, el doctor había registrado casi hasta el minuto su vida diaria, escribiendo incontables volúmenes que llenaban la biblioteca de su estudio. Pero tres de esos diarios fueron legados a Holmes tras su fallecimiento, que cubrían el periodo de tiempo comprendido entre el 16 de mayo de 1901, miércoles, hasta finales de octubre de 1903. Eran de naturaleza sentimental. En su mayor parte, sin embargo, los diarios recogían cientos de casos menores, un par de éxitos notables, y también una anécdota particularmente graciosa que tenía que ver con un fraude en las carreras de caballos (Un caso al trote), entremezclado con trivialidades, y solo destacaban un par de asuntos sórdidos y potencialmente peligrosos. Varias indiscreciones relativas a la familia real, un dignatario extranjero con una especial predilección por los muchachos negros, y un escándalo de prostitución que amenazó con manchar a catorce parlamentarios.
Así que fue un acto muy prudente que el doctor Watson le dejara en herencia esos tres diarios, impidiendo así que cayeran en las manos equivocadas. Además, Holmes había decidido que era importante que aquellos diarios fueran destruidos. Si no lo hacía, después de que él mismo falleciera, aquellos textos del doctor saldrían a la luz pública. Los que se pudieran perder, imaginó que ya habrían sido publicados como relatos de ficción, sin ninguna consecuencia, o merecían perecer en las llamas para mantener el secreto de aquellos que exponían su confidencialidad. Y con esto, evitando hojear las páginas, resistiéndose a leer todo lo que el doctor Watson había escrito, aquellos tres volúmenes terminaron en la chimenea. El papel humeó bastante, irrumpiendo en llamas de color azul y naranja.
Muchos años después, mientras viajaba por Japón, Holmes recordó la destrucción de aquellos diarios con ciertas dudas. De acuerdo con la historia de Umezaki, se supone que había dado consejo a su padre en 1903, lo que significaba, si la historia tenía algún valor real, que los detalles de aquel encuentro seguramente habían quedado reducidos a cenizas. Mientras descasaban en aquella posada en Shimonoseki, de nuevo vio aquellos diarios ardiendo en la chimenea, aquellas cenizas brillantes que una vez estuvieron repletas de días pasados, desintegrándose y subiendo por la chimenea como almas ascendentes que terminan disipándose mientras viajan por el cielo. Aquel recuerdo golpeó su mente. Tumbado en un futón[25], con los ojos cerrados, le invadió una sensación de vacío, de pérdida inexplicable. Aquella aguda y desesperanzada sensación volvió a él meses después, encontrándolo mientras estaba sentado entre las piedras bajo el cielo de una mañana gris.
Con Roger enterrado, Holmes sentía como si no pudiera entender nada, no pudo deshacerse de la asfixiante sensación de verse a sí mismo totalmente desnudo, expuesto. Sus disminuidas facultades ahora viajaban por una región deshabitada, exiliado de lo familiar, poco a poco, sin posibilidad de volver a la normalidad.
Una sola lágrima lo revivió, deslizándose por sus pómulos y dirigiéndose hacia su mentón, donde quedó suspendida entre el vello de su barbilla.
—De acuerdo —dijo en un suspiro, abriendo sus inflamados ojos hacia el colmenar y levantando los dedos de la hierba para enjugar la lágrima antes de que terminara por caer.