17

La mañana llegó. Su bolígrafo se quedó sin tinta. Las hojas en blanco de papel de escribir se habían acabado, y la mesa estaba repleta con el febril trabajo nocturno de Holmes. Al contrario que a las desordenadas notas sin sentido, esta había sido una labor más concentrada que había tenido a su mano en movimiento. La continuación de aquella historia concerniente a una mujer que conoció hacía décadas, y de quien, por alguna razón aparente, había aflorado en sus pensamientos nocturnos, volvió a él como un vívido y formado espectro mientras descansaba en su mesa del despacho, con los pulgares sobre sus párpados cerrados.

—¿No me ha olvidado, verdad? —preguntó la difunta señora Keller.

—No —susurró él.

—Ni yo a usted

—¿Es eso posible? —preguntó él levantando la cabeza—. ¿Cómo es eso posible?

Ella, al igual que el joven Roger, caminó entre las flores y los caminos de grava, hablando muy poco, con su atención saltando de un sitio a otro, y a los curiosos objetos que iba encontrando durante su caminata, y, al igual que el chico, su vida, su existencia, fue efímera, dejándolo bastante perturbado e insensible después de que dejara este mundo. Por supuesto, ella nunca supo nada al respecto de su verdadero yo, no tenía ni idea de que era un renombrado investigador que la seguía disfrazado. En lugar de eso, siempre lo vio como un tímido coleccionista de libros, un hombre apocado que compartía su amor por la flora con el de la literatura rusa. Un personaje extraño que conoció en el parque un día, pero que era un alma única, a la vez que se acercaba nerviosamente hacia ella mientras compartían un banco, y que le preguntó educadamente sobre la novela que estaba leyendo:

—Disculpe, no he podido evitarlo. ¿Es ese un ejemplar de Las vísperas del otoño de Menshov?

—La escritura es excepcional, ¿no cree? —dijo a continuación, hablando con entusiasmo, como para esconder su propia vergüenza—. Sin un fallo, excepto en la traducción, claro, esos errores siempre se prevén y, de alguna manera, se perdonan.

—Yo no he podido percibir ninguno. De hecho, lo acabo de empezar.

—Aun así, los notará —dijo él—. Posiblemente, todavía no se ha percatado de ellos, es fácil pasarlos por alto.

Ella lo miró con cautela cuando se sentó a su lado. Sus cejas oscuras eran muy espesas, casi tupidas, dándole a sus ojos azules una apariencia dura y austera. Parecía enfadada por algo. ¿Era la imposición de su presencia, o simplemente la reticencia de una mujer cautelosa?

—Si me permitiera… —dijo, señalando con la cabeza el libro. Después de un silencio, se lo dio y, tras marcar la página con el dedo, mirando la portada del libro, dijo después:

—Mire aquí, por ejemplo. Al principio de la historia, los estudiantes de gimnasia van sin camiseta, ya que Menshov escribe: «El rudo profesor dispuso a los muchachos de torsos desnudos en línea, y Vladimir, sintiéndose expuesto junto Andrei y Sergei, estiró sus largos brazos todo lo que pudo a ambos lados». Sin embargo, en la página siguiente, escribe: «Antes de oír que el hombre era un general, Vladimir puso los brazos tras su espalda y estiró sus puños, y después irguió los hombros». Puede encontrar cantidad de párrafos de este tipo en los escritos de Menshov o, al menos, en la traducción de los mismos.

A pesar de los esfuerzos, Holmes no pudo recordar con exactitud la conversación que provocó el inicio de su amistad, marcando tan solo el hecho de que le preguntó sobre el libro, y que luego se sintió cohibido por la continua y fría mirada que ella le lanzó, desde su cautivador y asimétrico rostro, con su ceja levantada, y aquella media sonrisa que había estudiado por primera vez al ver la fotografía, y que había calificado como la de una heroína impasible. Había algo sobrenatural en aquellos ojos azules, en su pálida piel, y en sus maneras en general, en el sinuoso bamboleo de sus piernas mientras se alejaba, como una aparición en el camino. Sí, algo sin pretensión, equilibrado y desconocido, aparentemente.

Dejando a un lado su pluma, Holmes volvió a la cruda realidad de su estudio. Desde el amanecer, había estado ignorando sus necesidades físicas, pero ahora abandonaría el ático (por mucho que hubiera evitado la idea). Vació su vejiga, bebió agua, y, antes de almorzar, fue al colmenar a la luz del día. Cuidadosamente, una vez que había reunido los papeles de su mesa, los ordenó y los dispuso después en una pila. Luego bostezó y se estiró. Su cuerpo y sus ropas olían a tabaco, rancio y acre, y se sintió un poco embotado por haber estado trabajando toda la noche, inclinado sobre la mesa del despacho. Con los bastones bien firmes en su sitio, se levantó del asiento, lentamente sobre sus pies. Luego se dio la vuelta, y empezó a caminar lentamente hacia la puerta, ignorando el chascar de los huesos de sus piernas, y el amable crujido de las articulaciones puestas en movimiento.

Los sentimientos para con Roger y la señora Keller se mezclaban en su cerebro. Holmes abandonó aquella sala llena de humo, buscando casi por instinto la bandeja en la que el chico solía dejar su almuerzo en el pasillo, y recordando antes casi de cruzar el umbral que no estaría allí. Atravesó el pasillo, siguiendo el mismo camino que cuando subió apenado esas mismas escaleras. Sin embargo, el estupor que sufría en aquel momento había desaparecido, aquella negra nube que había embotado sus sentidos, y que había transformado aquella placentera tarde en la más negra de las noches, se había disipado y, en aquel momento, Holmes tenía una tarea por realizar: Descender a una casa en la que no había nadie más, ataviarse de la manera correcta, el lento caminar a través del jardín, donde se aproximaría al colmenar como un fantasma oculto tras un velo, y se acercaría vestido completamente de blanco.

Pero durante un rato bastante largo, Holmes se detuvo al principio de las escaleras, esperando como hacía cuando Roger venía a ayudarle a bajar. Mantuvo sus cansados ojos cerrados y, entonces, el chico empezó a subir por la escalera con ligereza. Subsecuentemente, el chico también se materializó en otros lugares, sitios en los que Holmes lo había visto en el pasado, como por ejemplo, estirado en toda la longitud de su delgado cuerpo en uno de los estancamientos de la playa, mientras que la espuma de las frías aguas golpeaba su pecho y era engullido por la marea, o corriendo a través del follaje alto con su cazamariposas sujeto con fuerza, vestido con una camisa de algodón con las mangas enrolladas hasta el codo, o con el expendedor de polen cerca de las colmenas, dejándolo en una zona donde diera el sol para que las criaturas que tanto amaba se alimentaran. Curiosamente, cada una de estas visiones del chico tenía la primavera o verano como trasfondo. Incluso así, Holmes también sintió el frío del invierno cuando, de repente, imaginó al chico sepultado bajo la fría tierra.

Las palabras de la señora Munro penetraron en su cabeza sin previo aviso:

—Es un buen chico —le dijo cuando entró a trabajar como ama de casa—. Se ocupa de sí mismo, es un poco tímido, pero muy serio y callado, como su padre. No le va a suponer ninguna carga, se lo prometo.

Y sin embargo, ahora se había dado cuenta de que el chico se había convertido en una carga, en una dolorosa carga. Al mismo tiempo, no paraba de decirse a sí mismo, (ya fuera con respecto a Roger o a cualquier otra persona) toda vida tiene un final. Fijó su vista al final de la escalera, y al comenzar su descenso, se volvió a repetir aquellas preguntas que no habían pasado por su mente desde su juventud:

—¿Qué significado tiene todo esto? ¿Qué objeto servía a este círculo de miseria? Tiene que tener algún fin. ¿O es que el universo estaba regido por la casualidad? Y si era así, ¿con qué fin?

Llegando a la segunda planta, se dirigió al lavabo, donde se refrescó la cara y el cuello con agua fría. Por un momento, Holmes oyó un leve zumbido que imaginó procedía de un insecto, o de un pájaro cantando, y pensó en las frondosas ramas en las que estos suelen ocultarse. Pero ni los insectos, ni los pájaros ni las ramas suelen tomar parte en las miserias de la humanidad.

Puede, pensó, que esa fuera la razón por la que, al contrario de la gente, vuelven y vuelven en cada migración. Tan solo más tarde, cuando llegó a la primera planta de su casa, se dio cuenta de que el zumbido procedía del interior de la casa, un tono bajo, esporádico, humano, procedente de la cocina. Era la voz de una mujer, o de un niño, no estaba seguro, pero no era la señora Munro, y, con toda seguridad, no se trataba de Roger.

En media docena de pasos, Holmes llegó a la puerta de la cocina, viendo cómo una de las teteras estaba puesta en el fogón, hirviendo. Al entrar finalmente, la vio junto a la mesa, dándole la espalda, mientras pelaba una patata y canturreaba una canción. Pero fue aquella larga melena negra, la piel rosada de sus brazos, y su diminuta forma las que le hicieron asociarla con la desafortunada señora Keller.

Se quedó allí, quieto y mudo, incapaz de asumir la presencia de aquella aparición, hasta que, finalmente, abrió la boca, dijo con voz desesperada:

—¿Por qué has venido?

Diciendo eso, la figura dejó de canturrear, giró su cabeza para mostrar a una chica de mirada perdida, una niña de no más de dieciocho años, con unos ojos enormes, apacibles, de una expresión que rozaba la estupidez.

—Señor…

Holmes se puso delante de ella.

—¿Quién es usted, qué está haciendo aquí?

—Soy yo, señor —dijo—. Soy Em, la hija de Tom Anderson, creía que usted ya lo sabía.

Se hizo un silencio. La chica bajó la cabeza, evitando su mirada.

—¿La hija del agente Anderson? —preguntó Holmes.

—Sí, señor. No creía que fuera a desayunar, así que estaba preparando el almuerzo.

—¿Pero qué es lo que está haciendo aquí? ¿Dónde está la señora Munro?

—Está dormida, la pobre.

La chica no parecía sentirlo en realidad, sino más bien parecía feliz de tener algo que contar. Siguió con la cabeza agachada, cogiendo los bastones y poniéndolos junto a sus pies. Mientras hablaba, le salía un extraño sonido silbante de la nariz, como si estuviera soplando las palabras a través de sus labios.

—El doctor Baker ha estado con ella toda la noche, excepto ahora, que está durmiendo. No sé lo que le habrá dado de medicación.

—¿Está en la casa de invitados?

—Sí, señor.

—Entiendo. ¿Y ha sido Anderson el que la ha mandado aquí?

La chica parecía algo confusa.

—Sí, señor —dijo—. Pensé que ya lo sabía. Pensé que mi padre ya le había avisado de que él me había mandado.

Fue entonces cuando Holmes se acordó del momento en el que Anderson tocó a la puerta de su estudio la noche antes. El agente le hizo algunas preguntas, dijo un par de cosas triviales, poniendo amablemente una mano sobre su hombro, pero todo estaba entre brumas.

—Por supuesto —dijo finalmente, mirando a través de la ventana que estaba sobre el fregadero. El sol iluminaba toda la encimera. Respiró hondo y después volvió a mirar a la chica, dando muestras de sentir su comportamiento.

—Lo siento, han sido unas horas muy difíciles.

—No tiene por qué disculparse, señor —dijo ella levantando la cabeza—. Lo que necesita ahora es comer algo.

—Tan solo un vaso de agua, por favor.

Apático por la falta de sueño, Holmes se rascó la cabeza, y se mesó la barba, y bostezó, viendo cómo la chica le servía rápidamente lo que había pedido, cogiendo el vaso, y dejando sus manos en las caderas mientras esperaba a que el vaso se llenara de agua del grifo (vaso que luego le ofreció con una simpática y agradecida sonrisa).

—¿Algo más?

—No —dijo, alargando el brazo para coger uno de sus bastones, dejando la otra libre para poder sostener lo que le estaba ofreciendo.

—He dejado la tetera hirviendo lista para su almuerzo —le dijo, volviendo a la mesa de la cocina—, pero si cambia de idea respecto al desayuno, hágamelo saber.

La chica cogió otra vez el cuchillo de pelar de la encimera, y volvió con desgarbo al trabajo, cortando una patata mientras se aclaraba la garganta, y después de que Holmes dejara vacío el vaso, y lo dejara en el fregadero, empezó de nuevo a canturrear. Así que dejándola allí, salió de la cocina sin decir nada más, cruzó el corredor, y salió por la puerta principal, escuchando aquel fluctuante y disonante canturreo, el cual le acompañó durante un rato, ya en el patio, frente al cobertizo del jardín, e incluso cuando la distancia le impedía ya escucharlo.

Pero mientras se aproximaba al cobertizo, el canturreo de la chica se perdió en el ambiente, como las mariposas que volaban a su alrededor, siendo reemplazado por sus cavilaciones al respeto de la belleza de su propio jardín. Las flores miraban hacia el cielo, la esencia a altramuces flotaba en el aire, los pájaros cantaban en los pinos, y las abejas zumbaban por aquí y por allá, saliendo de los pétalos, o desapareciendo en el interior de las flores.

Trabajadores obstinados, pensó. Insectos de costumbres inquietas.

Mirando desde el jardín, encarado hacia el cobertizo de madera justo delante de él, el consejo de un antiquísimo escritor romano acudió a la mente de Holmes. No recordaba el nombre del autor, aunque el mensaje estaba bastante claro en su cerebro:

«No deberás jadear o soplar sobre ellas, ni tampoco hacer aspavientos a su alrededor, ni tampoco deberás defenderte cuando creas que te atacan. En su lugar, mueve cuidadosamente la mano ante su rostro, empujándolas amablemente, y finalmente, no seas un extraño para ellas».

Cuando descerrajó y empujó la puerta del cobertizo, la abrió completamente para que la luz del sol le precediera antes de entrar en aquella cabaña llena de sombras y polvo. Los rayos iluminaron las estanterías repletas de bolsas de tierra, semillas, herramientas de jardinería, tarros vacíos, y los ropajes doblados del que una vez fuera aprendiz de cuidador de abejas. Colgando su abrigo en un rastrillo que estaba instalado de pie en una esquina, se puso la levita blanca de cuidador, los guantes de color claro, el sombrero de ala ancha, y el velo. Al poco tiempo, salió del cobertizo transformado. Examinó su jardín tras la gasa del velo, caminando lentamente por el camino, cruzando los pastos hacia el colmenar, con los bastones como única marca visible de su identidad.

Al mismo tiempo que Holmes se acercaba a las colmenas, todo parecía normal y ordinario, pero súbitamente se sintió agobiado dentro de aquel traje. Mirando dentro de la oscuridad de una de las colmenas, luego en otra, vio a las abejas en sus ciudadelas de cera, limpiando sus antenas, frotando las patas delanteras vigorosamente sobre sus complejos ojos, preparándose para salir volando al exterior.

En aquel primer vistazo, todo parecía normal en el mundo apícola. La vida casi mecánica de aquellas criaturas socialmente avanzadas, aquel armonioso y constante zumbido… No había ningún signo de rebelión creciente entre la rutina ordenada que era aquella commonwealth[24] de insectos. En la tercera colmena encontró lo mismo, así como en la cuarta y en la quinta. Cualquier tipo de duda o reserva que hubiera mantenido se evaporaron rápidamente, quedando reemplazadas por un sentimiento de humildad y asombro mucho más familiar ante la complejidad de la civilización de las colmenas. Cuando cogió de nuevo sus bastones de donde los dejó antes de empezar la inspección de las colmenas, le invadió de repente una sensación de invulnerabilidad.

No me haréis daño, fue el pensamiento que le cruzó la cabeza. No hay nada que temer.

Sin embargo, mientras estaba allí agachado frente a la sexta colmena, una aciaga sombra le sobrecogió. Mirando a través del velo por el rabillo del ojo, vio primero un vestido negro, una camisa de mujer, con flecos y un lazo, luego una mano derecha, con unos dedos delgados que sostenían un gran recipiente de lata, pero fue aquella cara estoica que lo miraba fijamente lo que le causó la mayor exasperación. Aquellas grandes y sedadas pupilas, la amargura que solo podía ser transmitida por la insensible ausencia de cualquier emoción, le recordaban a aquella mujer que sostenía a su bebé muerto en mitad de su jardín, a pesar de que ahora se trataba de la señora Munro.

—No creo que este lugar sea seguro —le dijo, poniéndose en pie—, debería volver de inmediato.

Su mirada no varió en lo más mínimo, ni tan siquiera respondió con un parpadeo.

—¿Me ha oído? —dijo—. No es seguro que se encuentre en peligro, pero es posible.

Ella siguió mirándolo, aunque esta vez sus labios se movieron, mas sin producir sonido alguno, hasta que preguntó en un susurro:

—¿Va a matarlas?

—¿Qué está diciendo?

Esta vez habló un poco más alto.

—Digo que si va a destruir las colmenas.

—Por supuesto que no —fue su fría respuesta, a pesar de sentir pesar por ella, ignorando la creciente sensación de que estaba entrometiéndose.

—Yo creo que debería —dijo ella—. Si no lo hace, lo haré yo por usted.

De repente, se dio cuenta de que lo que llevaba en la lata era gasolina, ya que reconocía aquella lata, era la que utilizaba para quemar los árboles muertos en el bosque cercano. Además, acababa de ver la caja de cerillas que la mujer llevaba en su otra mano, aunque en su estado no pensaba que fuera a tener la entereza como para incendiar las colmenas. Aun así, había determinación en aquel sonido átono de su voz, había resolución. Holmes sabía que los que sufren de un hondo pesar, a veces quedaban poseídos por una poderosa y bárbara indignación, y la señora Munro que estaba ante él, resueltamente fría, de alguna manera impasible, no tenía nada que ver con aquella ama de casa gregaria y charlatana que le había acompañado durante años. Esta señora Munro, a diferencia de la otra, lo ponía nervioso.

Holmes se alzó el velo, mostrándole una expresión tan comedida como la suya.

—Mi buena señora, está furiosa, y confundida. Le ruego que vuelva a la casa de invitados y le diré a la muchacha que vaya a buscar al doctor Baker.

La mujer no se movió, ni tampoco apartó la mirada de él.

—Voy a enterrar a mi hijo dentro de dos días —le dijo con una voz fría—. Me voy esta noche, y él viene conmigo. Va a venir conmigo en una caja. Eso no está bien.

Un hondo pesar se apoderó de Holmes.

—Perdóneme, querida. De verdad, lo siento tanto…

Y mientras su gesto se suavizaba, la voz de la mujer se solapó con la de Holmes.

—No tuvo la decencia de decírmelo ¿no? Se escondió en su ático, y no quiso verme.

—Lo siento.

—Creo que es un viejo egoísta, es verdad, y también creo que es el responsable de la muerte de mi hijo.

—Eso no es cierto —dijo, pero todo lo que pudo recibir como respuesta fue su agonía.

—Usted tiene la misma culpa que esos monstruos. Si no hubiera sido por usted, él no hubiera estado aquí. ¿No es cierto? Debería haber sido usted el que tendría que haber sido aguijoneado hasta morir, no mi niño. Ni tan siquiera era obligación suya el estar aquí, ¿no? No debería haber estado aquí solo, no debería haber estado solo, así.

Holmes estudió su rostro austero, las mejillas huecas, los ojos rojizos. Intentó encontrar las palabras y, finalmente, le dijo:

—Pero él quería estar aquí. Debería saber eso. Si hubiera podido prever el peligro, ¿cree usted que le hubiera dejado atender las colmenas? ¿Sabe lo que me duele su pérdida? También sufro por usted. ¿No se da cuenta?

Una abeja pasó alrededor de la cabeza de la mujer, pero ella tenía sus pupilas fijas en Holmes, sin prestarle ninguna atención a la criatura.

—Las matará a todas —dijo—. Si en algo le importamos, las matará a todas. Usted hará lo que debe hacer.

—No voy a hacer eso, querida. Hacer eso no le haría ningún bien a nadie, ni tan siquiera al chico.

—Entonces lo haré yo, y usted no podrá detenerme.

—Usted no va a hacer nada.

La mujer permaneció quieta y, unos segundos después, Holmes contempló su forma de actuar. Si se enfrentaba a ella, haría poco por amainar su descontrol. Ella era más joven que él, y él era un frágil anciano, pero si era él el que atacaba, podría golpearla con un bastón en su frente o en el cuello, haciendo que cayera al suelo, y si caía al suelo, ambos rodarían contra las colmenas. Holmes le devolvió la mirada. Pasaron minutos de silencio sin que ninguno de los dos se moviera un centímetro. Finalmente, ella se rindió, moviendo su cabeza mientras decía con una voz temblorosa:

—Desearía no haberlo visto nunca, señor. Me gustaría no haberme encontrado con usted nunca, y no derramaré una sola lágrima cuando pase a mejor vida.

—Por favor —le imploró, alcanzando sus bastones—, este no es lugar seguro para usted. Vuelva a la casa de invitados.

Pero la señora Munro ya había vuelto sobre sus pasos, lentamente, como si estuviera andando en un sueño. Para cuando llegó al borde del colmenar, ya había soltado la lata de gasolina y la caja de cerillas. Luego siguió caminando a través de las hierbas altas, donde desapareció de la vista y, sin embargo, Holmes podía oír sus lamentos, y sus llantos más profundos, aunque cada vez era más difícil oírla a medida que se alejaba camino de la casa de invitados.

Caminando hasta ponerse delante de las colmenas, siguió mirando hacia la zona de pastos, viendo cómo las hierbas altas se mecían tras el paso de la señora Munro. Había perturbado la ecuanimidad del colmenar, pero ahora todo el prado estaba de nuevo en tranquilidad. Había un trabajo importante por hacer. Quería gritar, pero se reprimió, ya que la mujer se había marchado destrozada por el pesar, y por ahora solo podía pensar en la tarea que había que llevar a cabo, que era inspeccionar las colmenas para comprobar su grado de quietud.

Tiene razón, pensó. Soy un viejo egoísta. La realidad de este pensamiento hizo que su ceño se frunciera. Alcanzando de nuevo sus bastones, se dejó caer en el suelo, sentándose mientras una sensación de vacío le inundaba. Sus oídos recogieron el bajo y constante murmullo de la colmena, el sonido que, en aquel momento, no le recordó sus años de soledad en los cuidados de las colmenas. En lugar de ello, le hizo darse cuenta de la insondable soledad de su existencia.

Qué fácil hubiera sido que aquel vacío lo hubiera consumido entonces, qué fácil hubiera sido caer en el llanto al igual que la señora Munro, si no hubiera sido por aquel extraño ser de rayas amarillas y negras que se posó en uno de los lados de la colmena, atrayendo la atención de Holmes, quieto en aquel lugar durante el tiempo suficiente para que el anciano dijera su nombre, vespula vulgaris, antes de que tomara vuelo de nuevo, zigzagueando y sobrevolando el lugar donde Roger murió. De manera ausente, cogió sus bastones. En sus cejas podía verse la perplejidad. ¿Dónde estaban los aguijones? ¿Dónde estaban los aguijones que debería haber en la ropa o en la piel del chico?

En aquel momento, intentó recordar el estado en el que se encontró el cuerpo del chico; sin embargo, solo veía sus ojos.

No podía estar seguro. Incluso así, tenía la certeza de haber alertado a Roger sobre las avispas, mencionando el peligro que puede suponer para una colmena. Estaba casi seguro de recordar cómo le explicó que la avispa era el enemigo natural de la abeja, y que era capaz de destrozar larva tras larva con sus mandíbulas (algunas especies tenían la capacidad de matar hasta cuarenta abejas por minuto), barriendo la colmena al completo, llevándose las larvas. Sí, estaba seguro de haberle explicado al chico las diferencias entre el aguijón de una abeja y el de una avispa. El órgano velludo de la abeja penetraba en la piel, destripando a la criatura. El menos velludo aguijón de la avispa apenas penetraba en la carne, pudiéndose retraer y ser reutilizado múltiples veces.

Holmes se puso en pie. Rápidamente, cruzó el colmenar y las hierbas altas, haciendo un surco paralelo junto al que Roger había realizado con anterioridad, con la esperanza de discernir el trayecto que efectuó el chico desde el colmenar hasta el lugar en donde falleció.

«No, no estabas huyendo de las abejas —pensó—. No estabas huyendo de nada, aún no».

El rumbo de Roger giraba bruscamente en un punto a mitad de su camino, virando hacia donde ocultó el cadáver, para finalizar en el sitio donde el chico cayó, un pequeño claro de piedra caliza rodeada de hierba. Allí, Holmes vio dos surcos más hechos por el hombre, estrechándose desde el camino del jardín a lo lejos, circunvalando el colmenar, y luego dirigiéndose hacia, o desde, el claro. Uno había sido realizado por Anderson y sus hombres, el otro por Holmes después de encontrar el cuerpo. Se preguntó si, simplemente, podría seguir su camino a través de las hierbas altas, buscando lo que tarde o temprano iba a encontrar. Pero cuando se dio la vuelta, mirando hacia los surcos, observó el giro que condujo al chico al claro. Luego volvió sobre sus pasos.

Deteniéndose cerca de la zona del giro, miró de nuevo el surco que había realizado el chico. Allí, la hierba había sido aplastada deliberadamente, alisándola, sugiriendo que el chico, al igual que él, se alejó lentamente del colmenar. Miró de nuevo al claro. La hierba en esa parte había sido aplastada intermitentemente, indicándole que el chico había corrido. Estudió el giro, aquel cambio de rumbo, tan abrupto.

«Desde ahí viniste andando —pensó—, y aquí empezaste a correr».

Siguió avanzando, intentando rastrear el recorrido que siguió el chico, mirando la hierba que había justo después del giro. Bastantes metros más allá, de repente vio un brillo plateado entre el denso follaje.

«¿Qué es eso? —se dijo a sí mismo, buscando de nuevo el brillo».

No, no estaba equivocado. Había algo que brillaba entre aquellas hierbas altas. Siguió adelante, y buscó una mejor perspectiva, dejando la dirección que seguía el chico. Pronto se dio cuenta de que había entrado en otra senda, mucho menos obvia. Un desvío que había seguido el chico en la zona más densa de los pastos. Apresurado por la impaciencia, Holmes aceleró su paso, pasando cuidadosamente por los puntos que había pisado el chico, ignorante de la avispa que tenía posada en el hombro, o de las otras avispas que revoloteaban alrededor de su gorro. Medio agachado, le llevó un par de pasos más encontrar la fuente de aquel extraño fulgor. Era una regadera, perteneciente a su jardín, estaba caída de lado, la boquilla todavía goteaba, y había tres avispas, tres obreras de rayas amarillas y negras saciando la sed y revoloteando mientras buscaban gotas más grandes.

—Una grave decisión, chico —dijo a la vez que golpeaba la regadera con el bastón para ver cómo las avispas levantaban el vuelo—. Un terrible error.

Antes de proseguir, se bajó el velo, preocupándose un tanto por la avispa que pasó zumbando al lado de su gorro como un centinela. Por lo que preveía, estaba cerca de su avispero, y, según supuso, no podían hacer nada para defenderse. Holmes estaba, después de todo, mucho mejor equipado para su destrucción de lo que lo había estado el chico, así que él terminaría lo que Roger empezó, pero no pudo acabar. Mientras inspeccionaba el suelo, intentando adivinar todos los pasos que llevó a cabo, estaba lleno de remordimientos. De entre todo lo que le enseñó al chico, por lo visto se olvidó de uno de los factores más importantes: verter agua sobre un nido de avispas solo provoca la ira de los insectos. Era como echar gasolina sobre un fuego. Holmes hubiera deseado habérselo dicho al muchacho.

—Pobre niño —dijo mirando un agujero del suelo que curiosamente parecía una boca bostezante—. Mi pobre niño.

Holmes hundió uno de sus bastones justo al lado de los labios y, luego, sacándolo, estudió la punta, y observó las avispas que habían sido extraídas, seis o siete criaturas, algo agitadas por la violación del bastón, que inspeccionaban furiosas la circunferencia del ofensor. Sacudió el bastón y espantó a las avispas. Luego miró de nuevo hacia el agujero, con sus labios húmedos por el agua vertida, observando que la oscuridad tomaba forma y se retorcía hacia el exterior, como las avispas que una tras otras surgían de la abertura, la mayoría para salir volando por el aire, algunas posándose en el velo, mientras que otras se quedaron deambulando alrededor del agujero.

«Así que es así como pasó —pensó—. Así es como te cogieron».

Sin pánico alguno, Holmes se retiró, dirigiéndose angustiado hacia el colmenar. Pasado el tiempo, telefonearía a Anderson, contándole exactamente al agente todos los pormenores, algo que la señora Munro oiría durante la investigación que se produciría durante la tarde.

El cuerpo y la ropa del chico carecían de picaduras, lo que indicaba que Roger fue víctima de las avispas, no de las abejas. Además, Holmes quiso dejar claro que el chico estaba intentando proteger las colmenas. Roger sin duda había visto a las avispas en las colmenas, encontró su avispero, y, en un intento de erradicar a aquellas criaturas ahogándolas, provocó un ataque en masa de todo el enjambre.

Holmes dio un par de detalles menores más a Anderson. El chico huyó en la dirección opuesta al colmenar mientras recibía el ataque, tal vez intentando alejar a las avispas de las colmenas.

Antes de llamar al agente, sin embargo, cogió la lata de gasolina y las cerillas que la señora Munro había dejado caer. Dejó un bastón en el colmenar, y llevando con la mano libre la lata, volvió a la zona de hierbas altas, para verter la gasolina en el agujero mientras que las avispas, empapadas, intentaban inútilmente salir. Una cerilla terminaría el trabajo, la llama lo quemaría todo a su paso, incendiando aquella boca abierta produciendo un siseo, y creando una pequeña erupción, despidiendo llamas más allá de los labios de tierra. Del interior del nido no surgió nada, excepto una única estela de humo retorcida que se disipó sobre la hierba, eliminando en pocos segundos a la reina y todos los huevos fértiles, así como a todas las obreras que quedaron atrapadas en el interior de la colonia. Un enorme e intrincado imperio delimitado por el amarillento adobe del nido, que desaparece en pocos minutos, como el joven Roger.

«Bueno trabajo —pensó Holmes mientras volvía a través de la zona de pastos».

—¡Buen trabajo! —dijo en voz alta, con la cabeza mirando el cielo, y con la visión distorsionada por la extensión del éter azul. Y mientras decía esas palabras, le embargó una inmensa melancolía que se quedaría con él de por vida, todo lo que hizo, hiciese o haría algún día quedaría bajo ese manto de tristeza.

—Buen trabajo —se repitió, y empezó a llorar en silencio tras el velo de apicultor.