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En los jardines de la Sociedad de Física y Botánica

Tal y como queda reflejado en los relatos de John, yo solía ser poco escrupuloso a la hora de trabajar en un caso, y tampoco es que mis acciones fueran siempre desinteresadas. Por ello, para ser honesto sobre mis intenciones en lo concerniente a la fotografía de la señora Keller, debo confesar que no precisaba de ella para nada en absoluto. De hecho, el caso había quedado cerrado antes de ir a la tienda de Portman aquella tarde de jueves, y tal vez debería haberle revelado todo al señor Keller y quizá solo entonces el rostro de aquella mujer hubiera dejado de cautivarme. Pero prolongando lo que estaba por venir, sabía que podría verla en persona, pero desde un punto de vista aventajado. Yo quería aquella fotografía por motivos propios, tenía el deseo de quedármela para mí como adelanto por mis servicios, y más tarde, aquella misma noche, sentado junto a una de las ventanas, aquella mujer seguiría paseando por entre mis pensamientos, con su parasol abierto contra el sol, sirviéndole de escudo contra la blancura alabastra de su piel, mientras que su apocada imagen me miraba desde mi escritorio.

Pero pasaron muchos días antes de que tuviera la oportunidad de poderle asignar toda mi atención. Durante ese tiempo, empleé mis energías en una materia de suma importancia que el gobierno francés le había encargado a mi persona. Un asunto muy sórdido que tenía que ver con un pisapapeles de ónice que había sido robado de la mesa de un diplomático en París. Finalmente, descubrí que había sido escondido bajo las tablas de un escenario en el West End. Aun así, durante esos días, la imagen de la mujer continuaba en mis pensamientos, pero de una manera muy imaginativa y fantasiosa, y si bien todo era de mi invención, era seductor a la par que desconcertante. De todas formas, nunca perdí la perspectiva, y siempre supe que aquellos pensamientos eran producto de mi fantasía, y que, por lo tanto, probablemente no fueran del todo exactos. Si bien no puedo negar los complicados impulsos que surgían cuando reflexionaba en aquellas tontas fantasías, ya que la ternura que despertaba en mí se extendía, por primera vez en mi vida, más allá de mi sentido de la razón.

Así que al martes siguiente, me disfracé acorde con las circunstancias, teniendo muy en cuenta qué tipo de personaje encajaría mejor con la inefable señora Keller. Me decidí por Stefan Peterson, un intachable bibliófilo de mediana edad, con una disposición, si no definitiva, sí de alguna manera, afeminada. Miope, con gafas, vestido con buenos ropajes, con la manía de pasarse la mano por su pelo despeinado, y de estirarse de manera ausente su corbata.

—Le ruego me disculpe, señorita —dije, mirándome fijamente en el espejo, decidiendo que aquellas serían las primeras palabras que mi distinguido, aunque algo tímido personaje le dirigiría a la señora Keller—. Excúseme, le ruego me disculpe, señorita.

Ajustándome la corbata, me di cuenta de que su predisposición por la flora delataba su interés por todas las cosas que crecían. Atusando mi pelo, supuse que su fascinación por la literatura romántica debería ser también profunda. Después de todo, yo (él) era un ávido lector, prefiriendo la soledad de un libro a la mayoría de las interacciones humanas. Si bien su corazón era el de un hombre solitario, a medida que pasaba el tiempo, había empezado a contemplar el valor de disfrutar de la compañía de alguien. Con este fin, estudiaba el sutil arte de la quiromancia, más como una manera de hacer contacto con otras personas que como manera de adivinar eventos futuros. Si la palma de la mano correcta reposaba un corto espacio de tiempo entre sus manos, imaginaba que el calor humano que salía desprendido de ellas podía permanecer en él durante meses. Y era en este punto en el que no podía visualizarme tras mi propia creación. En cambio, recordando los hechos de aquella tarde, Sherlock Holmes quedó fuera de todo aquel asunto inmediatamente. En su lugar, Stefan Peterson caminaba hacia la luz crepuscular del día, con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre su pecho, con su esmirriada y torpe figura moviéndose a paso holgado en dirección a la calle Montague. Nadie se quedó mirándolo, ni nadie se percató de su presencia. Era, para aquellos que pasaban junto a él, un alma perdida y olvidable.

Aun así, estaba resuelto a acabar su misión, caminando hasta la tienda de Portman antes de la llegada de la señora Keller. Al entrar en la tienda, pasó silenciosamente junto al contador, donde, como antes, el propietario estaba inmerso en un libro, con la lupa en mano y la cara pegada al texto, sin percatarse de la presencia de Stefan. Solo cuando se dirigió hacia el pasillo, empezó a dudar de las capacidades auditivas del propietario, ya que aquel viejo no se había ni inmutado ante el chirrido de las bisagras de la puerta de la tienda, o del golpeteo de la placa que señalaba que la tienda estaba ABIERTA contra el cristal, después de que se cerrara la puerta. Anduvo entre los oscuros corredores de estanterías, cruzando entre las motas de polvo que revoloteaban entre los rayos del sol. Cuanto más se adentraba en la tienda, más oscuro se tornaba el ambiente, hasta que todo lo de su alrededor estuvo cubierto de sombras.

Llegando al tramo de escaleras, subió siete escalones y allí se agazapó, para poder ver sin problemas la entrada de la señora Keller a la tienda. Y, por lo visto, los sucesos comenzaron a producirse de esta manera. Procedentes de la planta superior comenzaron a oírse las lastimosas vibraciones de la armónica. Los dedos del chico se estarían deslizando por los cristales. Momentos después, la puerta de la tienda se abrió, y tal y como había sucedido en los martes y jueves anteriores, la señora Keller entró de la calle con su parasol cerrado y bajo el brazo, y con un libro en sus manos enguantadas. Sin prestarle atención al propietario, ni él a ella, se metió por los corredores, deteniéndose de vez en cuando para examinar las estanterías, tocando de manera ocasional los lomos de algunos ejemplares como si sus dedos hubieran tenido la necesidad de hacerlo. Durante unos momentos, pudo ver su figura desde donde estaba situado, pero solo del hombro para adelante. Vio cómo se introducía cada vez más en las zonas más oscuras, y cómo poco a poco iba despareciendo a la vista, pero no antes de que viera cómo colocaba el libro que llevaba consigo sobre el estante superior de una de las librerías, y cómo lo cambió por otro ejemplar, el cual parecía que había elegido al azar.

No es que sea una ladrona, pensó Stefan. No, es una usuaria de la biblioteca.

Cuando desapareció de su vista, solo tuvo la opción de suponer su localización exacta. Algún lugar cercano, sí, ya que aún percibía su perfume. Seguramente, algún lugar cercano a su posición, a algunos segundos de distancia.

Stefan esperaba lo que iba a ocurrir a continuación, así que no fue ninguna sorpresa, si bien sus ojos no estaban preparados para aquello. De repente, un resplandor blanco iluminó la parte de atrás de la tienda, inundando con un fulgor los corredores durante un instante, desapareciendo con la misma rapidez con la que surgió. Stefan bajó rápidamente los escalones, con los restos del resplandor que había surgido y envuelto a la señora Keller, aún parpadeando en sus retinas.

Avanzó rápidamente a través de un estrecho pasillo entre la doble fila de estanterías, inhalando la esencia de su fragancia, deteniéndose entre las sombras de la pared más lejana. Mientras estaba allí de pie, frente a la pared, sus ojos empezaron a ajustarse a la luz de aquella zona, mientras susurraba en voz muy baja:

—Justo aquí, es justo aquí.

El sonido apagado de la armónica seguía resonando en su oído. Miró a su izquierda, y solo vio libros precariamente amontonados. Y allí, justo delante de él, estaba el sitio por el que la señora Keller había desaparecido. Una salida trasera, una puerta cerrada enmarcada por la misma luz que lo había cegado. Avanzó dos pasos y abrió la puerta. Hizo acopio de todo su autocontrol para no salir corriendo tras la mujer. Con la puerta abierta de par en par, la luz inundó de nuevo la tienda. Dudó por unos instantes si traspasar o no el umbral, y, con sumo cuidado, entornó los ojos frente al entramado de cuadrados que formaban la acera de una calle, en la que comenzó a avanzar con un andar cauteloso y tranquilo.

En poco tiempo, su perfume quedó solapado por la fragancia de los tulipanes y los narcisos. Después, apremió el paso hasta el final del pasaje, donde, con los ojos entrecerrados, miró a través de un enrejado cubierto de enredaderas, hacia un pequeño jardín del más elaborado diseño. Tenía lechos herbales que crecían junto a un recién podado topiario[23], procedente de un denso seto. También había árboles perennes y rosas cubriendo el muro que circundaba el jardín. Era un oasis de ensueño que el dueño había dispuesto justo en el centro de Londres, uno que había visto casi de reojo desde la ventana de Madame Schirmer. El anciano, al igual que en los años que precedieron a su paulatina pérdida de visión, habituó las diferentes partes de su jardín en distintos microclimas de su patio. Allí donde la azotea del edificio impedía que los rayos del sol llegaran durante mucho tiempo a cualquier sitio, el propietario plantaba una variedad de follaje con el fin de iluminar las zonas más oscuras. De esta manera, los lechos perennes tenían dedaleras, geranios y lilas.

Un camino de piedra giraba alrededor del centro del jardín, concluyendo en la zona cuadrangular de césped que estaba rodeado por un seto de boje. En la zona de césped había un pequeño banco, y junto a él, una enorme urna de terracota, pintada con pintura dorada. Y sentada en el banco, con su parasol cerrado en su regazo, y el libro que había cogido de la biblioteca sujeto con las dos manos, la señora Keller, bajo la sombra del edificio, estaba leyendo mientras el sonido de la armónica surgía de la ventaba de arriba hacia el jardín, como si fuera una enigmática brisa.

Por supuesto, pensó Stefan, al mismo tiempo que la señora Keller dejaba de mirar su libro, doblando su cabeza hacia un lado, escuchando con atención, mientras el sonido reducía su intensidad durante unos momentos, y, después, volvía a subir en un tono más refinado y menos disonante.

Madame Schirmer, de eso Stefan estaba seguro, había tomado en aquel momento el lugar de Graham en la armónica, instruyendo al chico en cómo debían ser manipulados los cristales, y mientras aquellos dedos magistrales extraían aquellos tonos exquisitos del instrumento, transformando el mismo aire en una bruma adormecedora. Stefan, desde lejos, estudió a la señora Keller, observando el sutil embelesamiento que mostraba su expresión, la forma en la que exhalaba el aire entre sus labios entreabiertos, la pérdida de rigidez en su postura, el lento cerrar de sus ojos, y la presencia invisible de una quietud que surgió de ella misma y que, por unos minutos, estuvo acorde con la música.

Es difícil recordar durante cuánto tiempo estuvo allí, contra el enrejado, mirándola, cautivado también por todo lo que embellecía el jardín, hasta que esta ensoñación quedó quebrantada por el rechinar de la puerta trasera, seguida de una violenta tos, que hizo que el propietario del jardín se adentrara con algo de torpeza por el umbral. Llevaba el traje de jardinero, con guantes incluidos, y una vez dentro, caminó a través de la senda que cruzaba el jardín; en su mano llevaba una regadera cogida por el asa. No pasó mucho tiempo antes de que el propietario pasara junto a la figura que estaba agazapada junto al enrejado del jardín. Pasó junto a ella, sin prestarle atención, como al resto de los visitantes, y llegó a los lechos florales justo cuando las últimas notas de la armónica se desvanecían, vaciando el contenido de la regadera justo en la zona que tenía a su lado.

El momento había finalizado. La armónica había enmudecido. El dueño del jardín estaba encorvado sobre el lecho de rosas. La señora Keller recogió sus pertenencias y se levantó del banco, dirigiéndose hacia el hombre con aquellas finas maneras a las que ya se estaba acostumbrando. La sombra le tocó mientras se inclinó sobre sus alargadas manos, intentando cogerle la regadera. El propietario, sin haberse percatado de la presencia de la mujer, asustado, agarró con fuerza el asa de la regadera, mientras tosía. Después, como la sombra de una nube que pasa sobre la tierra, la mujer se dirigió hacia una pequeña puerta de hierro que estaba situada en la parte de atrás del jardín. Allí, giró la llave que estaba colocada en la cerradura, haciendo así que la verja se abriera lo suficiente como para permitirle salir. La verja se abrió y cerró con el mismo sonido chirriante. Parecía como si nunca hubiera estado en el jardín. De algún modo, su presencia quedaba meramente como un hecho nebuloso en su mente, convirtiéndose rápidamente como las notas finales procedentes del instrumento de Madame Schirmer.

En lugar de salir tras ella, Stefan se dio la vuelta y entró en la librería, la atravesó y salió de nuevo a la calle. Anocheciendo como estaba, Stefan volvió sobre sus pasos hacia mi apartamento. En el camino, maldijo la parálisis de voluntad que había sufrido, la cual le hizo mantenerse a distancia, atado a aquel jardín, incluso cuando la perdió de vista. Tan solo más tarde, con el disfraz de Stefan Peterson pulcramente guardado en la cómoda, pude contemplar la verdadera naturaleza de mi fracaso. «¿Cómo —me pregunté— puede un hombre versado y con conocimiento verse desmontado por aquella minucia de mujer?». El eterno gesto de pasividad de la señora Keller ayudaba poco a la hora de descubrir qué había de tan extraordinario en ella. ¿Acaso la soledad y el aislamiento que llenaban sus horas de vida estudiosa, todas aquellas horas empleadas en absorber todos los modos del comportamiento humano, habían impedido que tuviera la suficiente perspicacia en lo que se requería en aquel momento?

«Debes ser fuerte. Quería impresionarte. Debes pensar más, como hago yo».

Ella es real, sí, pero también es inventiva, una extensión formada a raíz de tus necesidades. En tu soledad, te has quedado prendado de la primera cara que has visto. Podría haber sido cualquiera. Tú, después de todo, eres un hombre, querido amigo. Ella es tan solo una mujer, y hay miles como ella a lo largo de toda la ciudad.

Tenía todo un día por delante para planear cuál sería el mejor modo de proceder de Stefan Peterson. Al jueves siguiente, decidí, permanecería fuera de la tienda de Portman, y, desde allí, vigilaría hasta que ella entrara en la tienda. En aquel punto, se dirigiría al callejón que había tras el jardín, y esperaría, oculto, a que la puerta trasera se abriera.

Llevé a cabo mi plan al día siguiente. Aproximadamente a las cinco de la tarde, la señora Keller entró por la puerta trasera con el parasol abierto y el libro en una mano. Empezó a caminar sin detenerse, Peterson detrás de ella, manteniendo la distancia. Incluso cuando quería acercarse, algo lo mantenía a distancia. Aun así, sus ojos fueron capaces de ver las horquillas que recogían su pelo negro, o los diminutos encajes de las piezas de ropa de sus caderas. De vez en cuando, la mujer se detenía y alzaba su cabeza hacia el cielo, permitiéndole ver su perfil al completo. La línea de su mandíbula, la casi transparente suavidad de su piel. Después pareció que estuviera hablando por debajo de su propio aliento, ya que su boca se movía sin producir ningún sonido. Luego siguió hacia delante. Siguió caminando a lo largo de Russell Square, Guilford Street, giró a la izquierda en Gray’s Inn Road, y se dirigió hacia King’s Cross, caminando durante un corto espacio de tiempo por una calle contigua, donde, se salió de la calzada para peatones y empezó a transitar junto a las vías del ferrocarril, cerca de Pancras Station. Era un recorrido indirecto y tortuoso, pero observando el mero movimiento de sus pies, Stefan comprendió que, para la señora Keller, aquello no era un simple paseo. Y cuando, finalmente, atravesó la verja de la Sociedad de Física y Botánica, la tarde se empezó a transformar en un atardecer.

El parque donde se encontraba mientras seguía a aquella mujer más allá de los altos muros de ladrillo rojo, contrastaba notablemente con aquella parte de la ciudad. Fuera, en una gran arteria que abarcaba el tráfico de la ciudad, la carretera bullía en cualquier dirección, mientras que las aceras estaban atiborradas de peatones, pero una vez pasadas las verjas, donde los olivos se alzaban en medio de los sinuosos caminos de gravilla y los crecimientos de vegetales, hierbas y flores, había veinticinco mil metros cuadrados de terreno frondoso e idílico, rodeando una mansión que, en 1722, había dejado en herencia para el pueblo sir Philip Sloane. Oculta por los árboles, la señora Keller se dirigía tranquilamente allí mientras daba vueltas de manera ociosa al parasol. Virando a la derecha en el camino principal, eligió una senda más estrecha, pasando junto a algunas virboreras, otras pocas atropa belladona, equisetáceas e incluso algunas pocafiebres, parándose de vez en cuando para tocar las flores, susurrando mientras lo hacía. Por supuesto, él también estaba allí, pero aún no quería acortar la distancia entre ellos, incluso cuando se dio cuenta de que eran las únicas personas que estaban atravesando la senda.

Siguieron entre las flores de lis, los crisantemos, dispuestos unos después de los otros, hasta que, por un momento, la perdió de vista justo donde el camino quedaba oculto tras un seto, tan solo el movimiento del parasol, que flotaba sobre el follaje, era visible. Entonces el parasol también desapareció de la vista, y sus pisadas en la gravilla enmudecieron. Cuando él por fin dio la vuelta en el recodo, estaba mucho más cerca de ella de lo que pensaba en un principio. Sentada en un banco que marcaba una bifurcación en el camino, había recogido su parasol en el regazo, y estaba leyendo un libro. Pronto, según podía adivinar él, el sol quedaría por debajo de los muros del parque, creando un ambiente azul oscuro.

Ahora es cuando tienes que actuar, se dijo. Ahora mientras hay luz.

Ajustándose su corbata, se aproximó nerviosamente a la mujer, diciéndole:

—Discúlpeme.

Le preguntó sobre el ejemplar que sostenía en sus manos, explicándole educadamente que era un coleccionista de libros, un ávido lector, y que siempre estaba interesado en lo que los demás estaban leyendo.

—Lo acabo de empezar —dijo ella, mirándolo con cautela cuando él se sentó a su lado.

—Maravilloso —dijo él, hablando con entusiasmo, como para ocultar su propia torpeza—. Este es en verdad un lugar encantador en el que disfrutar de cosas nuevas. ¿No está usted de acuerdo?

—Sí que lo es —contestó ella, con una voz serena.

Sus cejas eran extremadamente finas, casi inexistentes, dándole a sus ojos azules una apariencia dura y austera. Parecía enfadada por algo. ¿Era la imposición de su presencia, o simplemente la reticencia de una mujer cautelosa?

—Si me permitiera… —dijo, señalando con la cabeza el libro.

Antes de que ella le ofreciera el libro para que lo cogiera, se mostró algo renuente, y, después de marcar la página con su dedo índice y de dárselo, Stefan leyó el lomo del ejemplar.

—Ah, Las vísperas del otoño de Menshov. Muy bien. Yo también les tengo bastante apego a los escritores rusos.

—Ya veo —dijo ella.

Entonces se produjo un largo silencio, roto tan solo por el golpeteo de sus dedos sobre la tapa del libro.

—Una bonita edición, el ejemplar está muy bien cosido además.

Su mirada se posó sobre él mientras este le devolvía el libro, quedando impactado por su rostro asimétrico y extraño, de cejas alzadas que casi forzaban aquella media sonrisa que había visto en la fotografía.

Ella se levantó y cogió su parasol.

—Deberá disculparme, señor, pero debo irme.

«Ella lo encontraba desagradable, poco agraciado. ¿Cómo si no podría explicarse la necesidad de irse justo cuando acababa de sentarse?».

—Discúlpeme si la he molestado.

—No, no —dijo ella—, en absoluto, pero se está haciendo tarde, y me esperan en casa.

—Por supuesto —contestó él.

Había algo sobrenatural en aquellos ojos azules, en su pálida piel, y en sus maneras en general, en el sinuoso bamboleo de sus piernas mientras se alejaba, como una aparición del camino. Sí, algo sin pretensión, equilibrado, desconocido, estaba completamente seguro, y lo confirmó cuando la vio alejarse, girando luego al final de la valla.

Con el anochecer medrando en los terrenos del jardín, se sintió incapaz. Se suponía que no debería haber terminado tan rápido. Se suponía que para ella, él debería haber sido interesante, único, un espíritu libre, tal vez. Entonces, ¿por qué aquella incapacidad, esa carencia de sí mismo? ¿Por qué si cada molécula de su ser se sentía atraída por ella, ella había abandonado su encuentro con tanta rapidez? ¿Y qué era eso que le hizo seguirla, incluso cuando parecía que ella se había ido por sentirse molesta? No tenía respuesta, así como tampoco podía decir por qué su mente y su cuerpo estaban en aquel momento tan en desacuerdo. Uno actuaba con más juicio que el otro, pero el más racional de los dos parecía también el menos determinado.

Incluso así, parecía que una última oportunidad le esperaba más allá del cercado, ya que ella, por lo visto, no se había dado prisa en dejar el lugar, o eso creyó él. Estaba agachada junto a las flores de iris, con el dobladillo de aquel vestido gris rozando la gravilla. Había dejado el libro y el parasol en el suelo, y no se había percatado de que él se estaba acercando, ni tampoco se dio cuenta de que su sombra la había cubierto, debido a la poca luz que había. Y mientras él estaba allí de pie, junto a ella, miró fijamente cómo sus dedos presionaban cuidadosamente una de las lineales hojas de las flores. Cuando retiró su mano, Stefan observó que una abeja obrera se había quedado en su guante. Ella no se sobresaltó, ni removió la mano intentando espantarla, ni tampoco la aplastó. En su cara apareció una leve sonrisa, mientras observaba a la abeja de cerca, con cierta reverencia, incluso dedicándole amables susurros. La abeja obrera, a cambio, se quedó en su mano, tranquila y apaciguada, sin enterrar el aguijón en su guante.

Qué comunión tan inusual, pensó él, nunca había visto nada parecido. Al final, ella liberó a la pequeña criatura, dejándola en la misma flor en la que estaba, cogiendo luego el parasol y el libro.

—Iris significa «arco iris» —dijo él tartamudeando, a pesar de que ella todavía no se había dado cuenta de su presencia.

Mientras se levantaba, mirándolo de manera muy templada, él notó cierto grado de desesperación en su voz, pero sin embargo, no pudo evitar el seguir hablando:

—Es fácil deducir el porqué. Suelen crecer con tantos colores… azules o púrpuras, blancas o amarillas, como estas, o incluso de color rosa, naranja, rojo o negras. Es una flor fuerte y elástica, ¿sabe? Con la luz suficiente, crecen en regiones desérticas, o en el invierno glaciar del lejano norte.

Su expresión ausente se tornó en otra más permisiva, y, al poco tiempo, ella le dejó el espacio suficiente a su lado para que caminara junto a ella, escuchando todo lo que él decía sobre la flor. Iris era la diosa griega del arco iris, la mensajera de Zeus y Hera, su labor era llevar las almas de las mujeres muertas a los campos Elíseos. Como resultado, los griegos plantaban flores de iris, o de lis, de color púrpura en las rumbas de las mujeres. Los antiguos egipcios adornaban los cetros con iris, los cuales representaban fe, sabiduría y valor. Los romanos honraban a su diosa Juno con la flor, usándola durante las ceremonias de purificación.

—Puede que usted ya sepa que la iris florentina Il Giaggiolo es la flor oficial de Florencia, y si alguna vez ha visitado la Toscana, seguramente habrá inhalado las flores de lis púrpura que han sido cultivadas entre la multitud de olivos que allí crecen, una esencia muy parecida a la de las violetas.

Ahora lo miraba con atención y fascinación, como si este encuentro fortuito hubiera iluminado aquel aburrido anochecer.

—La forma en la que lo describe es realmente interesante —dijo ella—, pero no, nunca he visitado la Toscana, o ni tan siquiera Italia.

—Oh, pues debería, querida, debería. No hay lugar mejor que su Ciudad de las Colinas.

Justo después de eso, en ese mismo instante, no se le ocurrió nada más que decir. Las palabras, temía, se le habían gastado, y en lo que a él respectaba, quedaba poco más por añadir. Ella parecía ausente, mirando hacia delante. Esperaba que ella le pudiera ofrecer algo que comentar, pero estaba seguro de que no lo haría. Y así fue. Ya fuera por pura frustración, o por pura impaciencia, decidió liberarse de la carga insostenible de sus propios pensamientos, y decidió hablar sin considerar antes el sentido de lo que iba a decir.

—Me pregunto, si se me permite, ¿qué es lo que la atrae tanto de las flores de lis?

Ante la pregunta, ella aspiró profundamente la brisa nocturna primaveral, y sin ninguna razón aparente, sacudió su cabeza.

—¿Que qué es lo que me atrae de una flor como el iris? Es una cosa que nunca me he preguntado.

Aspiró de nuevo profundamente, y sonrió para sí misma, diciendo finalmente:

—Supongo que la flor crece incluso en las condiciones más adversas… ¿No es así? El iris es una flor resistente. Después de que haya sido cosechado, crece otro exactamente en el mismo lugar. En este aspecto, las flores tienen una corta esperanza de vida, pero son persistentes, así que sospecho que les afecta poco lo bueno y lo malo que ocurra a su alrededor. ¿Contesta eso a su pregunta?

—De alguna manera, sí.

Llegaron a un punto donde el camino se bifurcaba con el paseo principal. Stefan aminoró sus pasos, mirándola, y cuando finalmente se detuvo, ella también lo hizo. Pero ¿qué era lo que quería decirle, mientras la miraba interrogante? ¿Qué era lo que, en las últimas luces del día, se agitaba de desesperación una vez más?

Ella se quedó mirando sus ojos, esperando que continuara.

—Tengo una virtud —se escuchó que le decía a ella—. Me gustaría compartirla con usted, si me lo permite.

—¿Una virtud?

—Más bien un hobby, aunque uno que ha demostrado ser muy beneficioso para con los demás más de una vez. Verá, soy un quiromántico amateur.

—No le entiendo.

Extendiendo un brazo hacia ella, le mostró su palma.

—Mirando aquí, puedo discernir los eventos futuros con cierto grado de exactitud.

Podría estudiar la palma de la mano de un desconocido, explicó, y descifrar el curso de su vida. Sus posibilidades de encontrar el amor verdadero, de disfrutar de un matrimonio feliz, el número exacto de descendencia, asuntos espirituales, y si va a tener una larga y próspera vida.

Así que si me permitiera un momento, me gustaría poderle ofrecer una demostración de mis capacidades.

Cuan despreciable se sintió y qué sibilino tuvo que haberle parecido a ella. La extraña expresión que mostró le hizo saber que era muy posible que a continuación recibiera una educada reprimenda.

Sin embargo, si bien aquella expresión permaneció en su rostro, se arrodilló, depositando el parasol y el libro a sus pies, y luego, se irguió de nuevo. Sin dudarlo, se quitó el guante de su mano derecha, fijando sus ojos aún más sobre él, y le presentó su mano, palma arriba.

—Muéstremelo.

—Muy bien.

Él tomó su mano entre las suyas, a pesar de que era difícil ver nada en las últimas luces del atardecer. Inclinándose para tener una mejor visión, solo podía ver la blancura de su carne, la pálida piel eclipsada por algunas sombras, en la oscuridad del final del día. En su superficie no se distinguía nada, sin líneas, sin marcas. Nada más que una capa suave y fina. Todo lo que podía percibir de la palma, era su falta de textura. Estaba impoluta más allá de cualquier medida, carente de las marcas básicas de existencia, lo que, de hecho, parecía querer mostrar que aquella mujer no había nacido en realidad.

Un efecto óptico, un truco visual, razonó él. Incluso así, seguía escuchando aquella voz procedente de su interior que le causó preocupación.

Es alguien que nunca va a envejecer, le decía la voz, alguien que nunca terminaría temblequeando y llena de arrugas de una habitación a la otra.

De todas formas, la palma de su mano le reveló otro tipo de hecho, uno que contenía tanto pasado como futuro.

—Sus padres han muerto —le dijo él—. Su padre cuando usted era tan solo una niña, su madre algo más recientemente.

La mujer no se movió, ni tampoco dijo nada. También le habló sobre sus hijos nonatos y sobre la preocupación de su marido. Le dijo que la amaban, que recuperaría la esperanza, y que, con el tiempo, encontraría la felicidad.

—Hace bien en creer que usted es parte de algo más grande —le dijo—. Algo benevolente, como Dios.

Y allí, a la sombra de los jardines y los parques, estaba aquella confirmación que ella buscaba. Allí era libre, protegida de aquellas calles atiborradas de coches y carros, donde la muerte siempre estaba rondando, y donde los hombres se pavoneaban, proyectando sus largas y sospechosas sombras tras ellos. Sí, pudo ver todo eso en su piel, se sentía viva y protegida cuando estaba rodeada de naturaleza.

—No puedo discernir nada más, está oscureciendo, pero estaría más que dispuesto a hacerlo cualquier otro día.

Su mano había empezado a temblar, y, sacudiendo su cabeza con consternación, rechazó la oferta apartando la mano como si esta hubiera quedado prendida en llamas.

—No, lo siento —dijo algo aturdida, hablando mientras se agachaba para recoger sus pertenencias—. Debo irme, de verdad que tengo que irme. Muchas gracias.

Y tal como dijo esto, como si no hubiera estado caminando a su lado, se puso en marcha y caminó a paso ligero a lo largo del paseo principal. Pero la calidez de su mano persistió en las suyas, así como su fragancia. No intentó llamarla o ir tras ella para salir juntos del jardín. Aquello era lo correcto. Era una estupidez tener la esperanza de conseguir algo aquella tarde. Definitivamente, era lo correcto, pensó, viendo cómo seguía su camino hacia delante, alejándose.

Lo que pasó después, sin embargo, era difícil de creer. Más tarde, él insistiría en que no había ocurrido tal y como lo recordaba y, además, así era como lo recordaba. Ante sus ojos, la mujer se desvaneció, disolviéndose como una nube del más blanco éter. Pero lo que quedó, flotando como una hoja en el aire, fue el guante que había sostenido a la abeja. Totalmente perplejo, él corrió hacia el punto donde la mujer había desaparecido, parándose y agachándose para recoger el guante.

Una vez en Baker Street, puso en duda la exactitud de su memoria, incluso estando seguro de que el guante se alejó al intentar cogerlo, como si fuera un espejismo, hasta que quedó fuera de su alcance.

Al igual que la señora Keller y el guante, Stefan Peterson también terminó por desaparecer, perdido para siempre entre el cambio de extremidades, el cambio de características faciales, el desabotonar y el recoser de vestimentas.

Una vez finalizada su desaparición, sentí como si me quitaran un gran peso de los hombros. Aunque no estaba plenamente satisfecho, pues había demasiadas cosas sobre aquella mujer que todavía me intrigaban. Cuando una preocupación permanecía así en mi mente, volvía a los días en los que no dormía, reflexionando sobre las evidencias y considerándolas desde cualquier punto de vista.

Así, con la señora Keller deambulando entre mis pensamientos, me di cuenta de que cualquier tipo de descubrimiento iba a esquivarme durante un tiempo.

Esa noche, di muchas vueltas vestido con mi larga bata de color azul, agrupando almohadas de mi caja y cojines del sillón, improvisando un diván oriental, en el cual me acomodé, con una buena provisión de cigarrillos, y la fotografía de la mujer. La vislumbraba aparecer bajo la luz del parpadeo de la lámpara, a través del velo de humo azul, con sus manos extendidas hacia mí, sus ojos mirándome fijamente, mientras yo colocaba otro cigarrillo en mis labios, a la vez que la luz perfilaba su suave y definida figura. Parecía como si su aparición resolviera los intrincados interrogantes que me agobiaban. Vino, tocó mi piel y, en presencia suya, fui arrullado hasta caer en el más descansado de los sueños. Al tiempo, me desperté, para descubrir que un sol de primavera matinal iluminaba toda la habitación. Los cigarrillos, consumidos, y el olor a tabaco todavía en el aire, pero de ella no había ni rastro, tan solo aquel rostro ensimismado, aprisionado tras el cristal.