15

Holmes, después de despertarse en el escritorio de su estudio, con los pies entumecidos, decidió dar un paseo para poner en marcha la circulación de sus miembros. Al final de la tarde se encontró con Roger, casi oculto en la mitad de los pastos de hierbas altas adyacentes al colmenar. El chico estaba tumbado boca arriba, con los brazos en reposo, mirando hacia las nubes, que, en cámara lenta, se movían en el firmamento. Y antes de acercarse más al chico, o de llamarlo por su nombre, Holmes fijó su vista también en esas nubes, preguntándose qué es lo que lo atraería de una manera tan continuada, ya que no había nada extraordinario que divisar, nada excepto el nacimiento de un grupo de cúmulos[21], y la expansión de las sombras de las nubes que periódicamente bloqueaban la luz del sol, deslizándose sobre los pastos como olas que van a morir a la orilla.

—Roger, muchacho —dijo finalmente Holmes, bajando su mirada y apartándose un poco hacia atrás—, tu madre, desafortunadamente, requiere de tu presencia en la cocina.

Holmes no tenía intención de ir a la zona del colmenar. Simplemente había pensado en dar un paseo por los jardines, revisar los lechos florales y los nuevos crecimientos, alisando la tierra con el bastón aquí y allí.

Sin embargo, se encontró con la señora Munro justo al pasar por la puerta de la cocina, limpiándose el delantal de harina, y esta le pidió por favor que avisara al chico por ella. Holmes aceptó, pero no sin cierta desgana, porque todavía había trabajo por hacer en el ático, y aquel paseo hasta los jardines se convertiría en una prolongada, aunque por otro lado bienhallada, distracción (ya que sabía que una vez pusiera el pie en el colmenar, se quedaría allí hasta el anochecer, verificándolo todo, atendiendo los nidos, y retirando los paneles que ya no fueran necesarios).

Algunos días después, sin embargo, se dio cuenta de que aquel recado de la señora Munro fue, de alguna manera, fortuito y desdichado a la vez. Si hubiera sido ella la que hubiera ido a buscar al chico, no hubiera mirado más allá del colmenar, al menos, no en un principio; nunca hubiera visto las pisadas frescas en los pastos de hierbas altas; o, caminando a lo largo de aquel estrecho camino con forma de curva, no hubiera visto a Roger descansando inmóvil, mirando hacia aquella gran cantidad de nubes. Sí, seguramente habría gritado su nombre a lo largo del camino del jardín, pero seguro que no habría recibido ninguna respuesta, y se hubiera imaginado que estaría en cualquier otro sitio (leyendo en su cuarto, persiguiendo mariposas en el bosque, a lo mejor incluso cogiendo conchas en la playa). La preocupación no hubiera crecido en su interior ni en su rostro, mientras sus piernas atravesaran la hierba, ni mientras repitiera su nombre sin parar.

—Roger —dijo Holmes—, Roger —susurró, de pie junto al chico, presionando cuidadosamente su hombro con su bastón.

Más tarde, encerrado en su estudio, solo recordaría los ojos del chico, aquellas dilatadas pupilas que atravesaban el cielo, de alguna manera perdidas, ya que poco más le dio tiempo a pensar de lo que había sucedido allí, justo en medio de aquella pradera de pastos. Los labios, mejillas y manos hinchadas de Roger, la multitud de marcas en forma de gota que, formando patrones irregulares, le cubrían el cuello, la cara, las orejas y la frente. Tampoco recordó las pocas palabras que articuló mientras se agachaba junto a Roger, unas palabras tan graves que, si las hubiera escuchado otro, le hubieran sonado terriblemente frías, y horriblemente hoscas.

—Mi buen niño… Muerto, me temo que estás muerto…

Pero Holmes estaba habituado a la desagradable llegada de la muerte, o al menos, quería pensar eso, y era muy difícil que sus visitas inesperadas lo sorprendieran más veces. Durante su larga vida, se había arrodillado junto a muchos cuerpos: mujeres, hombres, niños y animales, en la gran mayoría, desconocidos, aunque a veces sí lo había hecho junto al de un conocido o allegado, viendo cómo la parca había dejado su tarjeta de visita (moretones de color negro y azul por todo el cuerpo, piel descolorida, los dedos rígidos y retorcidos por el rígor mortis, el malsano olor dulzón que detecta la nariz de los vivos. Múltiples variaciones de un mismo tema).

«La muerte, al igual que el crimen, es una vulgaridad, —escribió una vez—. La lógica, por otro lado, es un bien extraño. Por lo tanto, mantener una mentalidad lógica, especialmente cuando se encara la mortalidad, puede resultar una tarea dificultosa. Sin embargo, es en el lado de la lógica y no en el de la muerte donde uno debe asentarse».

Así, en medio de aquellas hierbas altas, Holmes asió la lógica como un escudo de una armadura brillante para evitar el dolor de haber encontrado el cuerpo del chico muerto (pasando por alto el leve mareo que sufrió al agacharse, o el temblor de sus dedos, y aquella confusa angustia que estaba empezando a nacer en el interior de su mente).

«El hecho de que Roger se hubiera ido no era de importancia en ese momento, —pensó intentando convencerse—. Lo que importaba era saber cómo había muerto, pero sin tan siquiera haber examinado el cuerpo del chico, sin haber estudiado su inflamado y abotargado rostro, él ya había comprendido perfectamente la muerte de Roger».

El chico había sido picado por una abeja, por supuesto. Repetidas veces. Holmes lo supo al primer vistazo. Antes de que Roger pereciera, su piel había adquirido una tonalidad rojiza, acompañado de un dolor como de quemazón, y un picor generalizado. Puede que huyera de sus atacantes. En cualquier caso, avanzó desde el colmenar hasta la pradera, desorientado, perseguido por el enjambre. No había ningún rastro de vómito en su camisa, o alrededor de sus labios, ni en la barbilla, aunque es seguro que el chaval sintiera pinchazos en el abdomen, y náuseas. Luego, su presión sanguínea bajaría considerablemente, causándole una debilidad general en todo el cuerpo. La garganta y la boca se le inflamarían, impidiéndole tragar, o pedir ayuda. Después le seguirían las alteraciones del ritmo cardíaco, la dificultad para respirar y, probablemente, la noción de que su suerte estaba echada (era un chico inteligente y, seguramente, sabría que su fin había llegado). Enseguida, como si se cayera a través de una trampilla, se derrumbaría en la hierba, inconsciente, aunque muriendo con los ojos abiertos de par en par.

Anafilaxia[22], murmuró, a la vez que limpiaba de suciedad las mejillas del chico. Una reacción alérgica generalizada, dijo concluyendo. Demasiados aguijones. El extremo del espectro alérgico, una muerte casi inmediata, pero muy desagradable. Finalmente, su mirada desesperada quedó fija en el cielo, mirando cómo las nubes avanzaban en el firmamento y cómo el anochecer se iba abriendo paso al final del día.

¿Qué había ocurrido? Se terminó preguntando, luchando con sus bastones por mantenerse de pie. ¿Qué es lo que el chico había hecho para provocar un ataque por parte de las abejas? El colmenar parecía tan tranquilo como siempre. Hacía un rato, cuando lo cruzó buscando al chico llamándolo por su nombre en voz alta, no vio ni rastro de ningún enjambre, ni actividad en las entradas de las colmenas, nada fuera de lo ordinario. Además, no había una sola abeja en las proximidades de Roger. A pesar de todo eso, precisaría hacer un examen más exhaustivo a las colmenas, ya que necesitaban una inspección apropiada. Necesitaría el traje de protección, máscara, guantes, y un velo, a menos que quisiera sufrir el mismo destino que el chico. Pero primero, las autoridades debían ser informadas, avisar a la señora Munro, y que el cuerpo del chico fuera trasladado.

El sol ya estaba casi hundido en occidente, y tras los campos y los árboles, lejos, en el horizonte, surgía un leve resplandor blanco.

Dejando finalmente a Roger, Holmes cruzó el prado, creando un surco curvo en las hierbas altas intentando no pasar por el colmenar, atravesando el espesor hasta llegar al camino de gravilla del jardín. Allí se detuvo y miró hacia atrás, en dirección al tranquilo colmenar y la zona donde el chico yacía, invisible. Esas dos zonas estaban ahora bañadas por la luz dorada de los últimos momentos del día. Solo entonces habló en voz alta, sintiendo vergüenza por la insignificancia de sus anteriores palabras en silencio.

—¿Qué es lo que estás diciendo? —dijo de repente a gritos, clavando sus bastones en la gravilla—. ¿Qué es… lo…? —Una abeja obrera pasó volando, seguida por otra, y sus zumbidos lo sobresaltaron.

Su cara se tornó pálida, y sus manos se removieron mientras intentaba sujetar los mangos de sus bastones. Intentando recuperar la compostura, inhaló profundamente y se dirigió a paso ligero hacia la hacienda; pero, de repente, no pudo continuar. El jardín, la casa, los caminos, los pinos. Todo se le tornó vagamente desconocido. Por un momento se quedó completamente quieto, confundido por todo lo que le rodeaba. ¿Es posible —se preguntaba—, perderme en un sitio que es mío? ¿Cómo he llegado a este lugar?

—No —dijo—. No, no, estás equivocado.

Cerró sus ojos, y aspiró profundamente. Tenía que concentrarse, no solo para recobrarse, sino también para hacer desaparecer aquella sensación de pérdida, de falta de familiaridad, ya que el camino lo había diseñado él mismo, así como el jardín. Cerca, había un lecho de narcisos salvajes. Aún más cerca, estaban las budleias púrpuras. Si abriera sus ojos, y de eso Holmes estaba seguro, podría reconocer los abrojos gigantes, vería sus lechos herbales, y con el rabillo del ojo, vería los narcisos, las budleias, los abrojos, y más lejos, los pinos. Obligó a sus piernas a moverse hacia delante, con la ayuda de la determinación que se saca de la rabia.

—Por supuesto —murmuró—. Por supuesto.

Esa noche, Holmes estaba de pie delante de la ventana del ático, mirando hacia la oscuridad. Y casi por elección propia, se le había pasado examinar los hechos que precedieran a su retiro al estudio, los momentos específicos sobre todo lo que se había hecho y dicho. La breve conversación con la señora Munro después de que volviera a la hacienda, su voz llamándolo desde la cocina…

—¿Lo ha encontrado?

—Sí.

—¿Y ya está en camino?

—Sí, me temo que sí.

—Pues parece que tarda.

O la serena llamada telefónica notificando a Anderson el fallecimiento del chico, en la que le contó al agente de policía dónde podría encontrar el cuerpo, y la advertencia de que sus hombres no deberían entrar en el colmenar.

—Hay problemas con mis abejas, así que tengan cuidado. Si se ocupa del chico e informa de todo a su madre, yo me ocuparé de las colmenas y le informaré mañana de todo lo que descubra.

—En ello estaremos. Siento mucho su pérdida, señor, de verdad que lo siento.

—No se preocupe, Anderson.

O sus casi reproches por haber evitado a la señora Munro, mejor que tratarla directamente, por su incapacidad para conllevar su propio remordimiento, de compartir su dolor con ella, de estar a su lado cuando Anderson y sus hombres entraran en la casa. En lugar de eso, estupefacto aún por la muerte de Roger y la mera idea de tener que encararse a la madre del chico para contarle la verdad, subió las escaleras que lo conducían a su estudio, cerró con llave la puerta, y se olvidó de volver al colmenar, tal y como pensó en un principio. Después se sentó tras su escritorio, y se dispuso a revisar nota tras nota, apenas reconociendo qué es lo que ponía en aquellas frases escritas a prisa, prestándole algo de atención a lo que sucedía fuera, y al súbito llorar de la señora Munro con sollozos guturales y respiración sin aliento. Un profundo lamento que atravesaba suelos y muros, cuyos ecos resonaban por los corredores, y que terminó tan abruptamente como empezó. Minutos más tarde, Anderson tocó a la puerta del estudio de Holmes, diciendo:

—Señor Holmes… Sherlock…

Holmes finalmente le permitió la entrada, no sin mostrar desgana, aunque tan solo por un momento. De todas formas, los entresijos de su conversación, como lo eran las cosas que Anderson sugería, y algunas con las que Holmes estuvo de acuerdo, habían desaparecido también de su mente. Y en el silencio que siguió a todo aquello, una vez que Anderson y sus hombres se hubieron ido de su casa, llevándose a la señora Munro en un vehículo y al chico en una ambulancia, subió a la ventana del ático, y miró a la más absoluta oscuridad. Aun así, percibió algo, una imagen desasosegante que no podía borrar completamente de su memoria: los ojos azules de Roger en el prado, con aquellas dos anchas pupilas, absortas en lo que estaban viendo, aunque insoportablemente vacías.

Al volver a su escritorio, descansó durante un rato en su silla, echado hacia delante, con los pulgares presionando sus párpados.

—No —dijo en voz baja, moviendo su cabeza.

—¿Es verdad entonces? —dijo ahora, levantando la voz mientras alzaba la cabeza—. ¿Cómo puede ser?

Abrió los ojos, y miró a su alrededor como si esperase que hubiera alguien cerca, pero, como siempre, estaba solo en el ático, sentado en su escritorio, sosteniendo un bolígrafo en una de sus manos.

Su mirada recayó sobre el trabajo que había encima del escritorio. Los montones de papeles, las pilas de notas, y aquel manuscrito sin acabar, recogido con una goma elástica. En las horas subsecuentes al amanecer, no pensó mucho más en Roger. Nunca sabría cómo se sentaba el chico en aquella misma silla, leyendo el caso de la señora Keller, deseando que la historia algún día tuviera un fin.

Aun así, aquella noche, de repente, sintió que estaba obligado a terminar la historia, a coger las hojas de papel y empezar a imaginar un final donde antes no lo había. Entonces empezaron a llegarle las palabras de sus propios pensamientos, y llenó las páginas con facilidad. Las palabras salían lanzadas de su mano mientras él viajaba hacia atrás, atrás, atrás en el tiempo, más allá del verano que pasó en Sussex, más allá de su viaje a Japón, más atrás de las grandes guerras, a un mundo que prosperaba a finales de un siglo y en los albores de otro. No dejaría de escribir hasta el amanecer. No pararía hasta que el tintero estuviera vacío.