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Pero si bien Umezaki había cerrado el asunto de la desaparición de su padre levantando levemente la mano, ahora era Holmes el que estaba preocupado por la incógnita del paradero de Matsuda. El nombre del hombre, tal y como se fue convenciendo a medida que pasaba el tiempo, tenía un timbre vagamente reconocible. ¿O tal vez, simplemente, se le hacía familiar por el apellido?

Así, durante su segunda noche, mientras comían sake y pescado en la posada de Yamaguchi, Holmes le hizo más preguntas a Umezaki respecto a su padre, a pesar de que la primera de estas preguntas fuera recibida con una mirada incómoda, y una larga pausa.

—¿Por qué me pregunta eso ahora?

—Siento decir que únicamente es porque mi curiosidad me supera.

—¿Solo es eso?

—Mucho me temo que sí, amigo mío.

A partir de entonces, todas las preguntas fueron contestadas con respuestas muy meditadas, con una efusividad que aumentaba tras cada copa, la cual, repetidamente, se vaciaba y llenaba. Para cuando los dos hombres cruzaron el umbral de la intoxicación, a veces, Umezaki se detenía en mitad de una frase, incapaz de acabar lo que estaba diciendo. Durante un momento, miró con desesperanza a Holmes, al tiempo que sus dedos apretaban el vaso. Al cabo de un rato dejaron de hablar entre ellos, y, por una vez, fue Holmes el que finalmente ayudó a Umezaki a levantarse, apartarse de la mesa, andar tambaleándose hacia el fin de la noche, y retirarse a sus respectivas habitaciones.

A la mañana siguiente, mientras visitaban tres aldeas cercanas y algunos templos, no mencionaron la charla de la noche anterior.

El tercer día de viaje quedó marcado con Holmes como foco del viaje. Tanto él como Umezaki, mientras pasaban los desagradables efectos secundarios de haber bebido demasiado alcohol, mantenían un espíritu excelente, y el tiempo acompañaba con un maravilloso día de primavera. Ya fuera sentados en un autobús, o atravesando la campiña, su conversación saltaba de un tema a otro de una manera sencilla y despreocupada. Hablaron de Inglaterra y de apicultura, de la guerra, y de los viajes que Umezaki había realizado en su juventud. Holmes se sorprendió al oír que el japonés había estado en Los Ángeles, y que le había dado la mano a Charles Chaplin. A su vez, Umezaki quedó fascinado por la narración de las aventuras de Holmes en el Tíbet, su vista a Lhasa y los días que pasó con el Dalai Lama.

Aquella charla animada y amigable duró toda la mañana hasta bien entrada la tarde, mientras buscaban algo que comprar en las tiendas de una aldea (Holmes se hizo con el abridor de cartas ideal, una espada corta Kusun-gobu), y asistían a un inusual festival de la primavera en una de las aldeas que visitaron. Los dos hablaron discretamente; a la vez que la procesión de sacerdotes, músicos, y aldeanos que iban vestidos como demonios avanzaba calle abajo. Los hombres sostenían enormes falos erectos hechos de madera, y las mujeres llevaban pequeños penes recortados de papel rojo; los espectadores tocaban el extremo superior de los falos al paso de la procesión para asegurarles la buena salud a sus hijos.

—Qué interesante —comentó Holmes.

—Supuse que encontraría esto de interés —dijo Umezaki.

Ante el comentario, Holmes sonrió ladinamente.

—Amigo mío, creo que esto es mucho más de su interés que del mío.

—Supongo que tiene razón —dijo Umezaki, sonriendo mientras tocaba el extremo de uno de los falos.

La noche fue igual que la noche anterior. Otra posada, otra cena juntos, rondas de sake, cigarros y cigarrillos, y más preguntas respecto a Matsuda. Ya que era imposible para Umezaki el saberlo todo de su padre, especialmente cuando las preguntas fueron de lo general a lo específico, sus respuestas fueron siempre indefinidas, o simplemente se limitaron a un encogimiento de hombros, mientras decía:

—Eso no lo sé.

Aun así, el señor Umezaki no se resistía al interrogatorio, a pesar de que las preguntas de Holmes trajeran de vuelta infelices recuerdos de su niñez, así como la agonía que supuso la amargura de su madre.

—Destruyó gran parte, si no todo lo que mi padre había tocado alguna vez. Por dos veces, intentó prenderle fuego a la casa, y también intentó persuadirme para que le acompañara en un pacto de suicidio. Quería que camináramos juntos hacia el mar, y que nos ahogáramos juntos. Esa era su idea de venganza contra mi padre por habernos abandonado.

—Presumo entonces que su madre alberga cierta antipatía en mi contra. La buena señora apenas puede evitarlo, lo sentí justo desde que llegué a su casa.

—No, en realidad no le guarda rencor, pero, honestamente, no se lleva demasiado bien con nadie, así que no se lo tome como si fuera algo personal. Ella apenas acepta la presencia de Hensuiro, y no admite el camino que he elegido como vida. No me he casado, vivo con mi compañero, y ella le echa la culpa de todo eso al abandono de mi padre. Es de la firme creencia de que un chico no se convierte en un hombre hasta que su padre no le enseña cómo hacerlo y qué significado tiene.

—Pero, finalmente, ¿tengo o no tengo algo que ver en su decisión de abandonarlos?

—Ella cree que sí.

—Entonces, tengo que tomarme todo este asunto como si fuera algo personal. ¿De qué otra forma podría tomármelo? Le ruego no me comente lo que realmente piensa.

—No, de ninguna manera. Somos criaturas de diferente razonamiento. Me refiero a mi madre y a mí. Yo no le guardo ningún rencor. Usted es, si me permite decirlo, un héroe para mí, y un amigo recién descubierto.

—Le agradezco el elogio —dijo Holmes, alzando su copa para realizar un brindis—. Por los amigos recién descubiertos.

Durante toda la noche, Umezaki mostró un rostro atento y confiado. De hecho, Holmes percibió que su expresión era la misma que la de alguien que alberga una gran fe. Era como si Umezaki, al hablar de su padre, al hablar de todo lo que recordaba, tuviera la esperanza de que el anciano detective retirado pudiera dar con alguna pista sobre su desaparición, o, al menos, dar su opinión personal al respecto una vez que el interrogatorio hubiera concluido.

Solo después, cuando le quedó claro que Holmes no tenía nada que contar, su expresión cambió, llenándose de tristeza, de decaimiento.

Triste y melancólico, pensó Holmes, al ver cómo Umezaki reprendía a una camarera que había derramado sin querer algo de sake sobre la mesa.

Así, durante la última etapa de su viaje, hubo momentos de introspección entre ellos dos, subrayados únicamente por el exhalar del humo del tabaco. Una vez a bordo del tren que los llevaba a Shimonoseki, Umezaki se mantuvo ocupado escribiendo su diario rojo, mientras Holmes, con sus pensamientos ahora ocupados en lo que sabía de Matsuda, miraba por la ventana y seguía el curso de un delgado riachuelo que bordeaba las abruptas montañas. A veces, el tren hacía una parada cerca de los pueblos del lugar. Cada una de las casas tenía un barril de unos cien litros junto a la vereda del río (las palabras que marcaban cada uno de los barriles significaban: «Prevención de Incendios», según tradujo Umezaki). A lo largo del camino, Holmes vio también pequeños poblados, rodeados de elevadas montañas. Estar en la cima de aquellas montañas, imaginó, sería como estar por encima de la prefectura, divisando el sobrecogedor panorama que se extendía debajo, los valles, los pueblos, las ciudades a lo lejos, tal vez todo el mal interior.

Mientras divisaba todo el terreno, Holmes recordó todo lo que Umezaki le había dicho sobre su padre, formando en su mente un retrato del desaparecido, casi conjurando su presencia desde el pasado. Su constitución delgada, la altura, la distintiva forma de la cara de una persona de poco peso, la perilla típica de un intelectual de Meiji. Matsuda había sido diplomático, sirviendo a las órdenes de uno de los ministros de exteriores que tuvo Japón, antes de que la desgracia acabara con sus obligaciones. Incluso entonces, se revelaba como un personaje enigmático, conocido por su habilidad para la lógica y en el debate, y por sus amplios conocimientos de política internacional. Tal vez, el más notable de sus logros fue un libro que documentaba ampliamente la guerra de Japón contra China, escrito mientras residía en Londres, y detallando, entre otras cosas, los secretos diplomáticos que ocurrieron justo antes del estallido de la guerra.

Ambicioso por naturaleza, las aspiraciones políticas de Matsuda surgieron durante la Restauración Meiji, al entrar al servicio del gobierno a pesar de sus deseos paternos. A pesar de estar considerado un inadaptado por no estar asociado con ninguno de los cuatro clanes del oeste, sus habilidades destacaban tanto que con el paso del tiempo se le ofreció la dirección de varias prefecturas, y mientras realizaba su trabajo en este puesto, llevó a cabo su primera visita a Londres, en 1870. Al borde de la dimisión de esta posición gubernamental, fue seleccionado para que se uniera al Ministerio de Asuntos Exteriores, durante la expansión del mismo, pero su prometedora carrera finalizó tres años después cuando el clan dominante del gobierno, con el cual estaba del todo disconforme, lo encontró conspirando en su contra a favor de su derrocamiento. Esta conspiración lo llevó a prisión durante un largo tiempo, donde, en lugar de languidecer tras los barrotes, continuó con importantes empresas, tales como la traducción al japonés del tratado Introducción a los principios morales y de legislación, de Jeremy Bentham.

Después de salir de prisión, Matsuda se casó con su novia de toda la vida, y en poco tiempo le dio dos hijos. Mientras, pasó muchos años viajando de aquí para allá, entrando y saliendo de Japón con frecuencia, haciendo de Londres su base europea, a la vez que viajaba con frecuencia a Berlín y Viena. Para él, estos fueron tiempos de estudio, centrándose en el derecho constitucional.

A la vez que se le creía un erudito con un profundo conocimiento de occidente, sus creencias fueron siempre las de un autócrata.

—Sin cometer ningún fallo —dijo Umezaki durante la segunda tarde de preguntas—. Mi padre siempre creyó en un único poder absoluto que gobernara a su gente. Creo que por eso prefería Inglaterra a los Estados Unidos. También creo que ese pensamiento dogmático le hacía ser demasiado impaciente para tener éxito en la política, no hablemos ya de ser un buen padre o marido.

—¿Y cree que se quedó en Londres hasta el día de su muerte?

—Es lo más probable.

—¿Nunca intentó verse con él cuando estuvo usted estudiando allí?

—Durante un tiempo breve, sí, pero la empresa se mostró imposible. Francamente, no lo intenté mucho tampoco, era un hombre joven y estaba envuelto en mi nueva vida, con mis nuevos amigos, sin sentir la urgencia de contactar con el hombre que me había abandonado hacía tanto tiempo. Al final, desistí deliberadamente de realizar ningún esfuerzo para localizarlo, sintiéndome, de alguna manera, liberado de aquella tarea. De todas formas, aquella decisión de encontrarlo era una decisión tomada en otra vida, en otro mundo. Ahora, allí, él y yo éramos extraños.

Décadas después, confesó Umezaki, se arrepentiría de aquella decisión: ahora, a sus cincuenta y cinco años, tan solo cuatro años más joven que la edad que tenía su padre cuando lo vio por última vez. Durante todo aquel tiempo, había empezado a albergar un vacío creciente en su interior, un espacio oscuro donde yacía la ausencia de su padre. Además, estaba convencido de que su padre debía compartir ese mismo vacío en su interior, por la familia que nunca más volvió a ver.

Sin embargo, con Matsuda desentendido de la situación, fue su hijo el que recibió aquella lóbrega y vacua herida, convirtiéndose con el tiempo en un enconamiento que se transformó en una fuente de consternación y angustia, persistiendo como el problema sin resolver de un corazón que estaba envejeciendo.

—¿Así que no es tan solo por el bien de su madre por lo que precisa de respuestas a sus preguntas? —preguntó Holmes, con unas palabras atacadas súbitamente por el alcohol y el cansancio.

—No, supongo que no solo es eso —contestó Umezaki, con cierto grado de desesperación.

—¿Está usted buscando respuesta a esas preguntas desesperadamente, verdad? Diciéndolo de otra manera, es importante que usted dé con la verdad de los hechos por el propio bien de su salud.

—Sí —Umezaki reflexionó durante unos instantes, mirando el interior de su taza de sake antes de volver a mirar a Holmes.

—¿Y cuál es esa verdad? ¿Cómo hace usted para dar con ella? ¿Cómo desenreda el significado de algo que desea permanecer oculto?

Mantuvo la mirada sobre Holmes, a la espera de que aquellas preguntas provocaran un punto desde el cual empezar. Si Holmes respondía, la desaparición de su padre, y el mayor mal de su niñez puede que empezaran a aclararse. Pero Holmes permaneció callado, como perdido en sus pensamientos. La expresión adoptada mientras permanecía allí sentado provocó una chispa de optimismo en Umezaki. Sin lugar a dudas, Holmes estaba consultando el amplio índice de su memoria. Como el contenido de un archivador enterrado en el fondo de un armario. Los hechos específicos que ahora conocía sobre el abandono de Matsuda para con su país y familia, deberían abrir una vía hacia una buena cantidad de valiosísima información. Pronto, los ojos de Holmes se cerraron, ya que la rumiante mente del anciano detective, pensó Umezaki, estaría llegando a las secciones más oscuras de su archivador.

Casi imperceptiblemente, empezó a oírse un ligero ronquido.