Al igual que la cúpula de la bomba atómica, el jardín de Shukkei-en estaba rodeado por una alta verja que impedía el acceso libre. Sin embargo, Umezaki siguió adelante sin inmutarse, y, tal y como parecía haber hecho en anteriores ocasiones, se dirigió a una abertura de la verja (realizada con un par de alicates, según sospechó Holmes, y abierta después con la ayuda de unos guantes, para crear así un hueco lo suficientemente ancho como para poder dejar pasar un cuerpo humano).
Al poco tiempo estaban deambulando por el circuito entramado de sendas interconectadas de polvo gris que se extendían a través de negros y estériles agujeros que antes eran estanques, ahora sin vida, y de restos de madera calcinada de lo que antes eran cerezos y ciruelos. Siguiendo un paso lento y calmado, a menudo se detenían para discernir qué camino seguir, avanzando a través de las cenizas calcinadas de lo que antes era un jardín histórico —los restos ennegrecidos de varios salones para la ceremonia del té—, un minúsculo grupo de azaleas había crecido en el mismo lugar donde antes posiblemente hubiera cientos de ellas, si no miles.
El señor Umezaki mantuvo el silencio mientras observaban, y para consternación de Holmes, ignoró cualquier pregunta con respecto al antiguo esplendor del jardín. Además, sin saber Holmes por qué, mostraba una frustrante necesidad de mantenerse junto al detective. A veces caminaba justo delante, o a veces se ponía justo detrás, deteniéndose, sin previo aviso, y dejando que Holmes siguiera avanzando solo. De hecho, desde que les pidió las indicaciones a las tres mujeres, el humor de Umezaki había cambiado, sugiriéndole al detective que algo se le había escapado. Holmes imaginó que el jardín que recordaba se había vuelto un lugar restringido y poco hospitalario, un lugar donde estaba prohibido el acceso público. Excepto que tal y como era evidente, no eran los únicos visitantes del jardín. Justo ahora iba a cruzarse un hombre de aspecto sofisticado, de cincuenta y pocos años, con las mangas de la camisa vueltas hasta el hombro. En sus manos cargaba a un pequeño niño que parecía muy contento de estar allí, vestido con unos pantalones cortos azules y una camiseta blanca. Mientras se aproximaban, el hombre saludó amablemente a Umezaki inclinando su cabeza, y diciéndole algo en japonés. Cuando Umezaki le replicó, inclinó de nuevo su cabeza. Parecía que el hombre iba a añadir algo, pero el niño le cogió de la mano, urgiéndole a seguir el paseo, así que el hombre simplemente volvió a inclinar la cabeza y siguió su camino.
Cuando Holmes le preguntó respecto a la charla que habían mantenido, Umezaki sacudió su cabeza y se encogió de hombros. Según dedujo Holmes, aquellas palabras tuvieron un efecto desagradable en Umezaki. Parecía distraído, miraba muy a menudo por encima de su hombro, andaba cerca de Holmes, y sujetaba la maleta con los nudillos de la mano blancos debido a la fuerza que ejercía sobre el asa, con el rostro de alguien que ha visto una aparición. Así, justo antes de adelantarse de nuevo, dijo:
—Es raro… pero juraría que las personas con las que nos hemos cruzado eran mi padre, aunque el niño no era mi hermano pequeño, me refiero a mi verdadero hermano, no a Hensuiro. Tal y como usted dijo, me crie como hijo único, y he pasado la mayor parte de mi vida sin el disfrute de un hermano o hermana. No vi la necesidad de mencionarle su existencia. Murió de tuberculosis. De hecho, murió justo un mes después de que camináramos por esta misma senda.
Miró hacia atrás mientras aceleró el ritmo de sus pasos.
—Es muy extraño, Sherlock-san. Ha pasado tanto tiempo y, sin embargo, esos recuerdos no parecen lejanos en absoluto.
—Tiene usted razón, amigo —dijo Holmes—. El pasado a veces me sobresalta con vívidas escenas e impresiones inesperadas, momentos que apenas recordaba antes de que volvieran a mi mente sin previo aviso.
El camino los llevó a un estanque algo más largo, que se curvaba al pasar bajo un puente que se arqueaba sobre las aguas. Había multitud de pequeñas islas que moteaban el estanque, cada una de las cuales tenía restos de salones de té, cabañas, e incluso pequeños puentes que las unían. De repente, el jardín parecía enorme, lejos de cualquier ciudad. Caminando por delante, el señor Umezaki se detuvo, esperando a que Holmes lo alcanzara. Después, los dos hombres se detuvieron a observar a un monje que estaba sentado con las piernas cruzadas en una de las islas. Su anciano cuerpo estaba perfectamente derecho y quieto, como una estatua, y su cabeza, afeitada, estaba inclinada mientras rezaba.
Holmes se detuvo cerca de Umezaki, y cogió una pequeña piedra de color turquesa del camino para guardarla a continuación en su bolsillo.
—No creo que exista una cosa parecida al destino en Japón —dijo Umezaki sin previo aviso, con su mirada fija en el monje—. Tras la muerte de mi hermano, vi cada vez menos a mi padre. Viajaba mucho durante aquellos días, de Londres a Berlín. Con Kenji muerto, Kenji era el nombre de mi hermano, y el dolor de mi madre imperando por toda la casa, deseaba poder acompañarle en sus viajes. Pero era un simple niño, entiende, y mi madre me necesitaba más que nunca. Mi padre, sin embargo, era alentador. Me prometió que si aprendía inglés y sacaba buenas notas, algún día iría con él. Así que puede imaginar qué es lo que hizo un chaval de mi edad. Pasaba mis horas libres aprendiendo a hablar y escribir inglés. Supongo que, de alguna manera, esa clase de diligencia hizo que me convirtiera en escritor.
Cuando comenzaron a andar de nuevo, el monje levantó su cabeza, mirando ahora hacia el cielo. Salmodió en voz muy baja, con un sonido gutural y monótono que sonó por todo el estanque como un murmullo.
—Un año después más o menos —continuó relatando Umezaki—, mi padre me envío un libro desde Londres. Era una cuidada edición de Estudio en escarlata[19]. Fue el primer libro que leí de principio a fin en inglés, y fue mi introducción a la obra del doctor Watson en lo concerniente a sus aventuras. Lamentablemente, no tuve la oportunidad de leer sus otros libros en su edición inglesa durante un tiempo, hasta que salí del Japón para asistir como alumno en la escuela inglesa. Verá. A causa del estado mental de mi madre, no permitió que leyera ningún libro que tuviera que ver con usted, o con Inglaterra. De hecho, se deshizo del ejemplar que me mandó mi padre, sacándolo del lugar donde yo lo había escondido, y disponiendo de él sin mi permiso. Por suerte para mí, había acabado el último capítulo la noche anterior.
—Una reacción un tanto exagerada por su parte —dijo Holmes.
—De hecho lo fue —dijo Umezaki—. Estuve enfadado con ella durante semanas. Me negaba a hablar con ella, o a comer lo que ella cocinaba. Fue una época difícil para todos.
Llegaron a unas lomas situadas en la orilla norte de la laguna, donde, pasada lo que era toda la propiedad del jardín, se abría paso un río, que junto a las colinas que se levantaban a lo lejos, ofrecían un hermoso panorama. Una piedra dispuesta allí a propósito hacía las funciones de asiento de descanso natural, ya que su parte alta había sido nivelada y pulida. Así que Holmes y Umezaki se sentaron, disfrutando de las vistas del jardín desde aquel punto aventajado.
Allí sentado, Holmes se sintió tan desgastado como aquella piedra, y reposó sobre la loma, que perduró de alguna manera mientras que todo lo demás había terminado por desaparecer.
A lo largo de la laguna, en la orilla opuesta, se divisaban las extrañas formas de los árboles calcinados, con las ramas retorcidas, estériles, que ya no podían cubrir al jardín del ruido de la ciudad y sus calles atestadas.
Se quedaron allí durante un rato, sin decir casi nada, contemplando la vista, hasta que Holmes, meditando sobre lo que Umezaki le había contado, dijo:
—Espero no estar siendo demasiado inquisitivo, pero asumo que su padre ya no está entre nosotros.
—Mi madre tenía menos de la mitad de sus años cuando se casaron —dijo Umezaki—, así que estoy bastante seguro de que ha fallecido, aunque desconozco cuándo o dónde lo hizo. Para ser honesto, esperaba que usted me lo pudiera decir.
—¿Cómo se supone que puedo saber yo tal cosa?
Inclinándose hacia delante, Umezaki presionó las yemas de sus dedos, las uñas contra las otras; mirando a Holmes con los ojos absortos.
—Durante nuestro cruce de correspondencia ¿no le era mi nombre familiar?
—No, no podría decir que fuera así. ¿Debería?
—El nombre de mi padre, por aquel entonces, era Umezaki Matsuda, o Matsuda Umezaki.
—Me temo que sigo sin comprender lo que me quiere decir.
—Parece ser que usted trató con mi padre mientras éste estuvo en Inglaterra. No sabía cómo tratar este asunto con usted, ya que temía que entonces juzgase los motivos por los que lo invité a mi casa. Supuse que usted mismo haría las conexiones pertinentes por su cuenta, y que todo esto sería un poco más cómodo.
—¿Y cuándo se produjo este encuentro que me comenta con su padre? Porque le aseguro que no recuerdo en absoluto haberlo tenido.
Umezaki, inclinando su cabeza de manera exagerada, abrió la maleta de viaje que tenía a sus pies, rebuscando deliberadamente entre su ropa y, sacando por fin una carta del sobre en el que estaba envuelta, se la cedió a Holmes.
—Esto llegó con el libro que me mandó mi padre. Era una carta para mi madre.
Holmes puso la carta pegada a su nariz, escudriñando todo lo que pudo.
—Fue escrita hace cuarenta, tal vez cuarenta y cinco años, ¿verdad? Observe cómo se ha amarilleado el papel considerablemente en los bordes, y cómo la tinta negra se ha ido azulando.
Holmes le devolvió la carta a Umezaki.
—Su contenido, desgraciadamente, escapa a mi entendimiento. Así que si me hiciera el favor…
—Haré lo que pueda.
Con la expresión perdida, y casi transfigurada, Umezaki empezó a traducir.
—Después de consultárselo al gran detective Sherlock Holmes aquí en Londres, me he dado cuenta de que lo mejor para todos es que permanezca aquí en Inglaterra indefinidamente. Como podrás comprobar en este libro, es un hombre muy sabio e inteligente, y su opinión al respecto de este asunto no debe ser tomada a la ligera. Ya he dispuesto para que mi propiedad y mis finanzas queden a tu entera disposición, hasta que Tamiki pueda hacerse cargo de esas responsabilidades como adulto.
Al terminar, Umezaki empezó a doblar la carta de nuevo, añadiendo mientras lo hacía:
—La carta tiene fecha del 23 de marzo. El año era 1903, lo que significa que yo tenía once años, y él cincuenta y nueve. No volvimos a oír hablar de él nunca más, ni tampoco obtuvimos ninguna pista de por qué decidió quedarse en Inglaterra. En otras palabras, esto es todo lo que sabemos.
—Eso es lamentable —dijo Holmes, viendo cómo la carta volvía a la maleta. No era posible, en aquel momento, decirle al señor Umezaki que sospechaba que su padre era un embaucador. Pero podría arreglar un poco aquel desconcierto, dando como explicación que no estaba muy seguro de que hubiera tenido nunca una entrevista con Matsuda Umezaki.
—Es concebible que tal vez nos hubiéramos conocido un día, pero, le repito, no lo recuerdo. No tiene ni idea de la cantidad de gente que acudía a nosotros durante aquellos tiempos. Literalmente, podrían ser miles, pero si bien muy pocos han quedado en mi memoria, yo creo que me acordaría de haber conocido a un japonés en Londres, ¿no cree? De todas maneras, de una forma u otra, la verdad, todo esto se me escapa. Lo siento, no soy de mucha ayuda.
Umezaki gesticuló con la mano en un gesto de disculpa, el cual, como si hubiera sido pretendido, le produjo un súbito cambio de humor.
—Es muy duro enfrentarse a los problemas —dijo, con un cordial tono de voz—. Mi padre no entra dentro de mis preocupaciones. Desapareció hace muchos años, ¿me entiende?, y para mí está enterrado desde mi niñez, junto con mi hermano. Es por mi madre por lo que le pregunto, porque ella siempre se quedó con la duda. De hecho, hasta hoy día, sigue en esa agonía. Me doy cuenta de que debería haber hablado de este tema con usted antes, pero era tan difícil sacar el tema delante de ella… Por eso sugerí realizar estos viajes con usted.
—Su discreción y su devoción por su madre son dignas de halago.
—Agradezco sus palabras —dijo Umezaki— y, por favor, este pequeño asunto no debería empañar las verdaderas razones por las que usted está aquí. Mi invitación era sincera, quiero dejar eso claro. Tenemos mucho que ver y de lo que hablar.
—Naturalmente —dijo Holmes.
Y, sin embargo, nada de interés se dijo durante un buen rato después de aquella charla, aparte de algunas banalidades dichas en su mayoría por Umezaki:
—Mucho me temo que tenemos que ir pensando en irnos, o perderemos nuestro ferry.
Ninguno de los dos hombres hizo amago por comenzar una conversación, ni cuando salieron del jardín, ni cuando se subieron al ferry que les llevaría a la isla Miyajima, manteniendo ese silencio incluso cuando vieron el gran torii[20] rojo que se alzaba sobre el mar. Más tarde, su embarazoso silencio solo hizo que alargarse, manteniéndose mientras viajaban en autobús a Hofu, y cuando se sentaron por la tarde en el spa de Momijiso, un lugar donde, acorde con la leyenda, un zorro blanco guardó reposo en los baños termales para curar su pata herida, y donde, al meterse uno en las famosas aguas, tal vez pueda vislumbrar la cara del zorro flotando entre el vapor de las aguas. El silencio finalmente quedó roto justo antes de la cena, cuando Umezaki miró fijamente a Holmes y, sonriendo, le dijo:
—Está siendo una tarde preciosa.
Holmes le devolvió la sonrisa, y le dijo, mas sin entusiasmo:
—Verdaderamente.