Llegaron a la estación de Hiroshima recién comenzada la tarde, salieron del tren y se sumergieron en una zona atestada, llena de puestos comerciales ilegales, y animada con el griterío de los regateos, el pasar de la mercancía ilegal, y el berrinche ocasional de algún niño cansado de caminar, pero después del monótono retumbar y las continuas vibraciones del viaje en tren, aquel clamor humano se convirtió en una cálida bienvenida. Tal y como Umezaki iba indicando, fueron entrando en una nueva ciudad renacida en los principios de la democracia, y así, el pasado mes, había sido elegido el primer alcalde por votación popular durante las primeras elecciones de posguerra; pero por lo que Holmes pudo ver a medida que el tren pasaba por las afueras de la ciudad, no había casi nada que indicara que se estaban aproximando a una ciudad bulliciosa. En lugar de eso, Holmes se fijó en los grupos de barracas de madera, aldeas improvisadas a una distancia muy corta las unas de las otras, separadas tan solo por amplios campos de altas ambrosías[18]. Cuando el tren se fue acercando a la dilapidada estación, se dio cuenta de que las ambrosías, que crecían densamente en las partes oscuras, en suelo no uniforme y tierras calcinadas, o en las ruinas de hormigón y cemento, estaban de hecho medrando en una zona totalmente arrasada donde anteriormente se alzaban edificios de oficinas, distritos comerciales e incluso barrios enteros.
Normalmente, detestaba las ambrosías, pero lo que Holmes aprendió del señor Umezaki fue una especie de bendición que apareció después de los crueles tiempos de guerra. En Hiroshima, las plantas sufrieron una súbita capacidad de emerger, ofreciendo así un sentido de esperanza y renacer, que hizo que desapareciera la teoría ampliamente aceptada que decía que la ciudad permanecería estéril durante al menos diecisiete años.
Aquí y allá, la enorme cantidad de crecimientos de flora impedían que la hambruna causara estragos en la población.
—Las hojas y las flores se han convertido en un ingrediente habitual en las comidas —dijo Umezaki—. No es que hagan los platos más apetecibles o sabrosos, pero créame, aquellos que no pueden seguir con el estómago vacío, se las comen para aliviar el hambre.
Holmes seguía mirando a través de las ventanillas, buscando signos más evidentes de la ciudad, pero, a medida que el tren iba avanzando por las vías, tan solo podía ver agrupaciones de barracas, las cuales iban aumentando en número, con algunas de las parcelas vacías convertidas en modestos jardines vegetales, y el río Enko, que se extendía paralelo a las vías.
—Si mi estómago estuviera vacío, yo también cocinaría mis platos con lo que tuviera más a mano, es la manera más personal de cocinar.
El señor de Umezaki asintió mostrando estar de acuerdo.
—De hecho, es una manera muy personal de hacerlo, en el mejor de los sentidos.
—Aun así, debe de ser interesante.
Para cenar, Holmes esperaba algún plato o guiso de ambrosía, pero, en su lugar, degustó otra especialidad local: un crep al estilo japonés cubierto de una salsa dulce, y relleno de lo que el cliente eligiera de una lista. Este plato lo ofrecían los vendedores ambulantes, o en los puestos de fideos de alrededor de la estación de Hiroshima.
—Lo llamamos okonomi-yaki —le explicó Umezaki más tarde, mientras estaban sentados en un puesto de fideos, viendo cómo el cocinero confeccionaba aquel plato con gran habilidad sobre una larga parrilla de hierro, a la vez que su apetito aumentaba ante los aromas que se estaban cociendo delante de ellos.
Entretanto, Umezaki también comentó que la primera vez que probó aquel plato era tan solo un crío, durante unas vacaciones que pasó en Hiroshima junto a su padre. Desde aquel viaje de su niñez, había vuelto a aquella ciudad muy pocas veces, quedándose tan solo el tiempo suficiente para realizar un cambio de tren, pero aun así, algunas veces algún vendedor de okonomi-yaki aparecía por la estación.
—Siempre me ha resultado imposible el resistirme, el mero olor me lleva de nuevo a aquel fin de semana con mi padre. Me traslada a la visita del Jardín de Shukkei-en. Rara es la vez que recuerde ese viaje con mi padre, sin que esté presente el olor del okonomi-yaki en el ambiente.
Durante su cena, Holmes se detenía de vez en cuando entre bocado y bocado, escarbando en el interior del crep con un palillo, intentando discernir entre la mezcla de carne, fideos y vegetales. En una de las ocasiones dijo:
—Es un plato muy sencillo, pero a su vez bastante exquisito ¿verdad?
Umezaki primero se ocupó del trozo de crep que mantenía sujeto con los palillos. Parecía más preocupado en masticar, y no contestó hasta que engulló el bocado.
—Sí —dijo por fin—. La verdad es que sí.
Más tarde, siguiendo las vagas indicaciones del ocupado cocinero, se dirigieron al Jardín de Shukkei-en, un refugio floral del siglo XVII que Umezaki imaginaba que Holmes iba a disfrutar. Cargando su maleta de equipaje en una de sus manos, y caminando a través de calles repletas de viandantes, atravesadas por palos de teléfono y pinos, fue como revivir el pasado, extrayendo los recuerdos que de su niñez albergaba sobre aquella ciudad. El jardín, le contó a Holmes, era un paisaje en miniatura, con un estanque inspirado en el famoso lago Xi Hu de China, consistente en pequeños arroyos, isletas y puentes que parecían mucho más grandes de lo que eran en realidad. Un oasis insólito, pensaba Holmes cuando intentaba imaginarse el lugar, imposible de concebir, tal y como parecía, en una ciudad arrasada en la que luchaba por renacer, (con el tronar de los martillos hidráulicos, el rugir de la maquinaria pesada a su alrededor, mientras que los obreros iban calle arriba y abajo con troncos cargados sobre sus hombros, en medio del tapiz de coches y caballos).
En cualquier caso, Umezaki admitió con todo su pesar que la Hiroshima de su juventud ya no existía, y temía que el jardín hubiera sido dañado seriamente por la bomba. Al mismo tiempo, creía que algo de su encanto original todavía permanecía intacto. Tal vez fuera aquel puente de piedra sobre aquel pequeño estanque, tal vez fuera esa farola de piedra esculpida a la imagen de Yang Kwei Fei.
—Supongo que lo sabremos pronto —dijo Holmes, ansioso por dejar aquellas calles llenas de gente y agobiante sol, y cambiarlo por el ambiente sereno y relajado, donde tomar un descanso a la sombra de los árboles, y enjugar el sudor de su frente.
Pero andando ya cerca del puente que atravesaba el río Motoyasu, en el mismo centro de la ciudad, Umezaki se percató de que habían girado mal una esquina, o que, por alguna razón, había entendido mal las instrucciones del cocinero. Pero en lugar de detenerse, decidió seguir más allá, camino de lo que les esperaba delante.
—La cúpula de la bomba atómica —dijo Umezaki, señalando una cúpula de hormigón armado que había quedado partida en dos después de la explosión. Su dedo índice siguió subiendo más allá de la altura del edificio, señalando el cielo azul. Fue allí, según dijo él, donde se produjo el resplandor, la explosión, el inexplicable pika-don que envolvió a la ciudad en una tormenta de fuego, y que amainó trayendo varios días lluvia, lluvia negra, radioactividad mezclada con las cenizas de las casas, los árboles, y los cuerpos que habían sido barridos por la onda expansiva y que ahora subían en remolinos hacia la atmósfera.
Mientras se aproximaban al edificio, la brisa del río empezó a soplar de manera más fuerte, y el caluroso atardecer refrescó de repente. Los sonidos de la ciudad, solapados por el viento, embotaban mucho menos cuando se pararon para echar un cigarrillo. Umezaki dejó la maleta en el suelo antes de darle fuego Holmes, y ambos se sentaron sobre una columna caída (una ruina muy conveniente, alrededor de la cual habían crecido varias hierbas salvajes). Como sitio donde se acababan de plantar árboles, la zona no disponía de nada parecido a una sombra. Era un trozo de tierra abierto, que, con nadie presente si exceptuamos a una anciana acompañada de dos muchachas, parecía una orilla que había sido barrida por un huracán. Allí a lo lejos, en la verja que circundada el lugar donde se levantaba el edificio de la cúpula de la bomba atómica, podían ver a las tres mujeres, arrodilladas, dejando con sumo cuidado un collar adornado con una grulla de papel de entre los miles que ya había depositados allí.
Sentados, hipnotizados por el panorama de la estructura de hormigón armado, inhalaron y expulsaron el humo de sus cigarrillos a través de los labios entrecerrados. El monumento era un símbolo destrozado justo sobre la zona cero, un amenazador recuerdo de la muerte. Después de la explosión, fue uno de los pocos edificios que no quedó reducido a un montón de restos derretidos. La estructura de acero de la cúpula se alzaba prominentemente por encima de ruinas hacia el cielo, mientras que casi todo lo demás por debajo de esta cúpula estaba destrozado, carbonizado, o simplemente había desaparecido. Dentro del edificio no había suelos, ya que la onda expansiva había hecho que todo el interior se derrumbara hasta el sótano, dejando tan solo las paredes de pie.
Aun así, a Holmes le dio la impresión de que aquel edificio transmitía esperanza, aunque no estaba seguro de por qué. Puede que fuera, dijo musitando, la esperanza que manifestaban los gorriones que se posaban sobre las vigas calcinadas, o los parches de cielo azul que se podían ver en el interior de la cúpula hueca, o puede que fuera debido a que, después de la insondable destrucción causada por la bomba, aquel edificio se mantenía de pie, perseverante y desafiante, como si él mismo fuera una atalaya de esperanza.
Muchos minutos antes, cuando atisbó a ver por primera vez el edificio, la misma proximidad de la cúpula sugería muertes violentas, provocando en Holmes un profundo resentimiento contra la ciencia moderna que tan de uso estaba últimamente en la humanidad. Esta era verdaderamente una era incierta de alquimia atómica. Recordó las palabras de aquel físico londinense al que una vez interrogó. Un individuo que, sin motivo aparente, había matado a su mujer y a sus tres hijos con estricnina, y quien, seguidamente, había prendido fuego a su casa.
Cuando, en repetidas ocasiones, se le preguntó por las causas de tan horrible crimen, el físico, rehusando hablar, escribió finalmente tres frases en un trozo de papel:
«Hay un gran peso que ejerce una presión terrible sobre nuestro mundo por todos sus lados al mismo tiempo. Por causa de esta presión, debemos detenernos. Debemos parar. Si no lo hacemos, nuestro planeta llegará a una parada inerte y completa, y dejará de rotar debido a la presión que ejercemos sobre ella».
Hasta hoy, muchos años después, no había podido encontrarle un mínimo sentido a aquella críptica declaración, por tenue que pudiera ser.
—No tenemos mucho tiempo —dijo el señor Umezaki, tirando la colilla de su cigarrillo al suelo, para aplastarla luego con el pie. Luego echó un vistazo a su reloj.
—Me temo que no, no nos queda mucho tiempo. Si vamos a ver el jardín, y tomar el ferry a Miyajima, deberíamos irnos ya, así podremos estar en el spa cerca de Hofu al anochecer.
—Por supuesto —dijo Holmes, preparando sus bastones.
Mientras se alejaban de la columna, Umezaki se excusó con su amistosa y a la vez inquisitiva voz transportada por la brisa al pasar a través de las mujeres, para así poder seguir el camino correcto hacia el Jardín de Shukkei-en. Todavía saboreando su cigarro, Holmes miró a Umezaki y a las tres mujeres, los cuatro junto a aquel sombrío edificio, sonriendo ante el sol del atardecer. Pudo ver el rostro arrugado de la anciana, quien sonreía de una manera inusualmente alegre, traicionada por la inocencia infantil que a veces resurge entre la gente de avanzada edad. Después, como si estuvieran sincronizadas, las tres se inclinaron en una reverencia, y Umezaki, tras hacer lo mismo, dio una media vuelta marcial, y caminó alejándose de ellas, mientras que su sonrisa se disolvió rápidamente en una austera y estoica expresión.