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Una vez dejado el equipaje, Holmes y el señor Umezaki subieron a bordo del tren de la mañana (ambos compartían maleta, ya que habían decidido llevar poco equipaje para aquel viaje tan corto). Se habían encontrado con Hensuiro en la estación, donde, sujetando fuertemente las manos de Umezaki, le susurró algo al oído de su compañero. Entonces entraron en el vagón desde el andén, se puso frente Holmes e inclinándose exageradamente dijo:

—De nuevo hablaremos, mucho de nuevo, sí.

—Sí —dijo Holmes, divertido—. Mucho, mucho de nuevo.

Cuando el tren salió de la estación, apretujado entre un montón de soldados australianos, Hensuiro estaba todavía en el andén moviendo sus brazos levantados y, sin moverse, se iba haciendo más y más pequeño, hasta desaparecer.

En poco tiempo, el tren pasó junto al monumento de la parte oeste, y tanto Holmes como Umezaki se sentaron de manera rígida en sus asientos adyacentes de segunda clase, mirando a ambos lados cómo los edificios de Kobe iban dando paso gradualmente a la exuberante vegetación, que pasaba en rápidas ráfagas por la ventanilla.

—Hace una mañana estupenda —señaló Umezaki, un comentario que repetiría muchas veces a lo largo de todo aquel primer día de viaje (la estupenda mañana dio paso a una estupenda tarde y, finalmente, a una estupenda noche).

—Verdaderamente —contestó Holmes.

Sin embargo, durante el comienzo del viaje, los dos apenas dijeron una palabra. Se sentaron tranquilamente, ausentes y pensativos, cada uno en su respectivo asiento. Durante un tiempo, el señor Umezaki se entretuvo escribiendo un pequeño diario de viaje de color rojo, (más haiku, supuso Holmes) mientras que Holmes, con un jamaicano en la mano, contemplaba el borroso paisaje de fuera. Tuvo que pasar un tiempo hasta que llegaron a la estación de Akashi, cuando el traqueteante movimiento del tren hizo que a Holmes se le cayera el cigarro de los dedos, rodando por el suelo, para que comenzaran una verdadera conversación, iniciada por la incesante curiosidad de Umezaki, que abarcaba un montón de temas antes de su llegada a Hiroshima.

—Permítame —dijo Umezaki, levantándose para coger el cigarro.

—Gracias —dijo Holmes, quien para entonces había hecho el ademán de levantarse; se sentó otra vez, y apoyó los bastones en su regazo.

De nuevo en sus asientos, viajando con la pradera rápidamente a su lado, Umezaki pasó sus dedos sobre la madera barnizada de uno de los bastones.

—Han sido tallados de manera muy pulcra, ¿verdad?

—Oh, sí —dijo Holmes—. Han estado conmigo los últimos veinte años, si no más. Son mis compañeros de confianza, ¿sabe usted?

—¿Siempre ha utilizado los dos para caminar?

—No, hasta hace poco tiempo, poco tiempo desde mi perspectiva, se entiende. De hecho, creo que lo llevo haciendo desde hace cinco años, si la memoria no me falla.

Entonces, Holmes, sintiendo la necesidad de explayarse, dijo:

—En realidad, cuando camino solo necesito el bastón derecho. Sin embargo, el izquierdo tiene un doble propósito: como apoyo en el caso de que se me cayera el derecho y tuviera que agacharme a recogerlo, o para poder seguir permaneciendo de pie, usándolo como sustituto si perdiera el bastón derecho de una manera irrecuperable.

Por supuesto, continuó indicando que, si no fuera por las beneficiosas facultades de la jalea real, los bastones no le servirían de nada, pues estaba seguro de que entonces se vería confinado a una silla de ruedas.

—¿Es eso cierto?

—Incuestionablemente.

Con esto, se enzarzaron en una larga discusión, ya que ambos estaban ansiosos por hablar sobre los beneficios de la jalea real, especialmente, en lo que se refería a frenar o atenuar el proceso de envejecimiento. El señor Umezaki había entrevistado a un herbolario chino antes de la guerra, al que preguntó sobre las eficientes cualidades de aquella secreción blanca.

—El hombre era de la firme opinión de que la jalea real era la más clara ayuda para la menopausia y el climaterio[17] masculino, así como para las enfermedades del hígado, la artritis reumática y la anemia.

—Flebitis, úlcera gástrica y diferentes condiciones degenerativas —dijo Holmes—, y para tratar también la mayoría de las carencias físicas o mentales. También es buena para la piel, ya que elimina fácilmente las manchas e imperfecciones faciales, las arrugas, así como para los signos del envejecimiento, o incluso para la senilidad prematura.

Lo más increíble de todo, según comentó Holmes, era el hecho de que, una sustancia tan poderosa, y cuya composición química no era del todo conocida, pudiera ser producida por las glándulas faríngeas de una abeja obrera, creando reinas de una ordinaria larva, y curando multitud de enfermedades humanas.

—Sin embargo, por mucho que lo he intentado —dijo Umezaki—, no he encontrado apenas evidencias que apoyen sus usos terapéuticos.

—Ah, amigo, pero las hay, las hay —replicó Holmes, sonriendo—. Hemos estado estudiando la jalea real durante mucho, mucho tiempo, ¿verdad? Sabemos que posee una gran cantidad de proteínas y lípidos, ácidos grasos y carbohidratos. Dicho esto, ninguno de nosotros ha sido capaz de descubrir todo lo que contiene, así que dependo de la única evidencia que poseo, que no es otra que mi propio estado de salud. Asumo que usted no es un consumidor habitual.

—No. Aparte de escribir uno o dos artículos en revistas, mi interés es puramente casual. Sin embargo, me temo que tal vez debería posicionarme en el bando escéptico en lo que respecta a este asunto.

—Qué pena —dijo Holmes—, realmente esperaba que me pudiera ceder un tarro para mi viaje de vuelta a Inglaterra. Hace algún tiempo que no tomo. Nada que no pueda remediar una vez llegue a mi casa, pero me gustaría haber recordado el incluir uno o dos tarros en mi equipaje. Afortunadamente, tengo más que suficientes cigarrillos jamaicanos, así que no carezco de todo lo que necesito.

—Tal vez podamos encontrar durante nuestro viaje.

—Qué molestia.

—No lo considero molestia alguna.

—En realidad tiene razón. Consideremos el precio que nos impongan como el precio que debo pagar por el olvido. Parece ser que ni la jalea real previene de la inevitable pérdida de memoria.

Y esto fue, una vez más, otro trampolín para su conversación, porque ahora fue Umezaki quien, acercándose a Holmes y hablando en voz baja, como si su pregunta fuera de suma importancia, le preguntó sobre sus renovadas facultades, específicamente, quería saber cómo Holmes había conseguido tal maestría en la habilidad de percibir con facilidad lo que a los ojos de los demás era imposible de ver.

—Soy consciente de que usted cree que es producto de la más pura observación como una herramienta definitiva para conseguir respuestas, excepto que no consigo descifrar la manera en la que estudia una situación en concreto. Por lo que he leído, así como por lo que he visto en primera persona, parece que usted no se limita a observar, sino que tiene una habilidad especial para recordar, casi con una calidad fotográfica, y, de alguna forma, es así como llega a la verdad.

—¿Qué es la verdad?, preguntó Pilatos —dijo Holmes, suspirando—. Francamente, amigo mío, he perdido mi apetito por la verdad. Para mí, simplemente existe lo que existe, llámelo verdad, si así lo prefiere, o mejor diga, y yo entiendo esto viéndolo con bastante perspectiva, si se me permite decirlo, simplemente veo lo que se me muestra con claridad, intentando recabar toda la información posible de lo que me rodea, sintetizándola luego en algo con valor. Las implicaciones universales, místicas, o temporales a largo plazo, implicaciones en las que tal vez la verdad reside, no me son de interés.

—¿Y sus recuerdos? ¿Cómo los utiliza?

—¿A qué se refiere, en términos de la formación de una teoría, o alcanzando una conclusión?

—En eso exactamente.

Cuando era joven, Holmes le hubiera dicho entonces que los recuerdos visuales eran fundamentales en su capacidad para solventar problemas. Cada vez que examinaba un objeto o investigaba una escena de crimen, todo quedaba convertido automáticamente en palabras y números, que correspondían a las cosas que veía. Una vez que esta conversión había formado una constante en su mente (una serie particular de frases o ecuaciones las cuales podía desechar o visualizar), las dejaba grabadas en su memoria, y mientras estos datos permanecían aletargados cuando él estaba ocupado en otras consideraciones, emergerían con rapidez cada vez que su atención se centraba en los hechos que los habían generado.

—Con el tiempo, me di cuenta de que mi mente ya no funcionaba de aquella manera tan fluida —continuó Holmes contando—. El cambio fue gradual, pero ahora puedo ver claramente la diferencia. Mi método para recordar, ese que le acabo de explicar respecto a la agrupación de números y palabras, no era de tan fácil acceso como lo había sido tiempo atrás. Viajando por la India, por ejemplo, bajé del tren en mitad de algún país, una parada corta en un sitio en el que nunca había estado. Pronto fui acosado por un pedigüeño danzarín semidesnudo, una compañía de lo más divertida. En otros tiempos, hubiera grabado en mi mente todo lo que me rodeaba al detalle, la arquitectura de la estación de tren, las caras de la gente que pasaban a mi lado, los comerciantes en sus puestos de venta, pero en aquella ocasión, no ocurrió. No recuerdo nada de la estación de tren, y no podría decirle si había vendedores o tan siquiera gente a mi alrededor. Todo lo que recuerdo era a aquel desdentado vagabundo de piel marrón que bailaba para mí con un brazo alargado para recibir un par de peniques. Lo único que retengo es un perfecto recuerdo de aquel hombre. Del lugar donde ocurrió el suceso, no recuerdo nada. Esto ocurrió hace dieciséis años, debería estar consternado de no ser capaz de recordar aquel sitio hasta el más mínimo detalle. Pero ahora solo recuerdo lo que es necesario. Los detalles menores no son esenciales, lo que aparece en mi mente son impresiones básicas, no todos los frívolos e inútiles detalles que rodean la escena, y estoy agradecido por ello.

En aquel momento, Umezaki no dijo nada, pero en su cara apareció la mirada distraída y pensativa de alguien que está procesando información. Después, asintió con la cabeza, y su gesto se suavizó. Cuando habló de nuevo, su voz sonó casi tentadora.

—Es fascinante, me refiero a la manera como lo describe.

Pero Holmes ya no lo escuchaba. Pasillo abajo, la puerta del vagón de pasajeros se abrió y entró una joven con gafas de sol. Iba vestida con un kimono gris y llevaba un parasol cerrado. Avanzó hacia donde ellos estaban sentados, y cada pocos pasos se detenía para aguantar el equilibrio. Aún en el pasillo, se quedó mirando por una de las ventanillas, aturdida por un momento por el paisaje borroso que pasaba a toda velocidad. De repente, al girar su rostro, Holmes pudo ver una horrible cicatriz que desfiguraba uno de los lados de su cara, ya que subía como tentáculos reptantes desde su clavícula, a lo largo de su cuello, atravesaba su mandíbula, y se dirigía directamente al lado derecho de su cara, para desvanecerse en su inmaculado pelo negro. Cuando por fin llegó a la parte delantera, pasó por su lado sin fijarse en ellos. Holmes se perdió en sus pensamientos.

«Fuiste una vez una atractiva joven. No hace mucho, eras la más bella visión que nadie pudiera disfrutar».