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Muchos meses después, Holmes entró en la pequeña habitación de Roger (fue la primera y la última vez que estuvo entre las pocas pertenencias del chico).

En una encapotada y gris mañana, sin que ninguna otra alma anduviera por la zona de invitados, abrió los sombríos alojamientos de la señora Munro, adentrándose en las habitaciones donde las cortinas permanecían aún echadas, manteniendo todo a oscuras. Se aferró con más fuerza a sus bastones, como anticipando que alguna forma vaga e inimaginable surgiera de las sombras. Luego continuó su camino, con el repiqueteo de sus bastones sonando con más fuerza que sus propios pasos, hasta que llegó hasta la puerta de la habitación de Roger, la cual estaba abierta, y así entró en la única habitación de aquella parte de la zona de invitados que no permanecía cerrada la mayor parte del día.

La habitación estaba muy recogida, lejos del desconcierto caótico de la vibrante vida diaria de un chico que Holmes esperaba encontrar. Así que terminó deduciendo que el hijo de un ama de llaves tendería mucho más que el resto de niños a mantener sus cosas ordenadas, a menos que, por supuesto, su habitación también fuera atendida por el ama de llaves. Aun así, ya que el chico era concienzudo por naturaleza, Holmes vio con muy buenos ojos el hecho de que el chico fuera tan ordenado y tan trabajador. Además, el persistente olor de la naftalina no se había filtrado a la habitación, lo que sugería que la señora Munro no pasaba mucho por allí. Sustituyendo ese hedor, había un olor a humedad, que no era desagradable.

«Como el olor del campo durante una tormenta, —pensó—. Como el de un puñado de tierra en las manos».

Durante un rato, se sentó al borde la pulcra cama del chico, fijándose en los detalles que lo rodeaban. Las paredes pintadas de azul, las ventanas tras unas finas cortinas de encaje, el diferente mobiliario de roble (la mesita de noche, la estantería, la cajonera). Mirando a través de la ventana, con la mesa de estudio justo debajo, miró el mecer de las ramas de los árboles de afuera, lo que le pareció etéreo tras la tela de encaje, como si acariciara silenciosamente los cristales de la ventana.

Poco después, las pocas pertenencias personales que Roger había dejado por la habitación atrajeron su atención. Seis libros de texto, apilados en el escritorio, una andrajosa maleta para la escuela colgada del pomo del armario, el cazamariposas, dispuesto de pie sobre el mango en uno de los rincones. Finalmente se puso de pie, caminando lentamente y pasando de una pared a otra, como el que mira respetuosamente las obras exhibidas en un museo, deteniéndose para mirar algunas cosas más de cerca, y resistiéndose a tocar ciertas pertenencias.

Pero lo que allí vio no le sorprendió, ni tampoco le hizo saber nada nuevo sobre el chico. Había libros de estudio y de pájaros, sobre las abejas, sobre la historia bélica, algunas revistas de ciencia ficción, una buena cantidad de ejemplares de National Geographic (dispuestos cronológicamente en dos estantes), junto a unas pocas rocas y conchas recogidas en la playa, ordenadas por tamaño y preferencia, alineadas en filas iguales sobre la cajonera. Aparte de los seis libros de texto, en el escritorio había cinco lápices bien afilados, rotuladores, papel negro, y el vial con las dos abejas japonesas. Todo estaba en perfecto orden, en su lugar correcto, alineado. Igualmente, los objetos que había sobre la mesita de noche estaban asimismo ordenados: unas tijeras, un bote de pegamento y un libro de recortes de portada negra, sin adornos.

No obstante, los que parecían ser los objetos más relevantes estaban en la pared, colgados o pegados. Los coloridos dibujos de Roger, que mostraban anónimos soldados disparando sus rifles de color marrón unos contra otros, con tanques de color verde saltando en pedazos, y violentos garabatos de color rojo surgiendo del pecho o de las cabezas de ojos bizcos, con los del fuego antiaéreo de los cañones amarillos dirigidos sobre un bombardero de color azul y negro. Las decenas de figuras masacradas estaban desparramadas sobre un sangriento campo de batalla, mientras que un anaranjado sol sale, o se pone, sobre un horizonte rosa.

En la pared también había tres fotografías enmarcadas, retratos de color sepia, que mostraban a una sonriente señora Munro sosteniendo a su hijo de pocos años en sus brazos mientras que su padre estaba de pie, orgulloso, detrás de la pareja; al chico posando con su padre de uniforme en una estación de tren, y un jovencísimo Roger corriendo a los brazos de su padre. Cada una de las fotografías, una junto a la cama, una junto al escritorio y una junto a la estantería, mostraban a un hombre fuerte, fornido, con un corte de cara cuadrado, rubicundo, pelo rubio peinado hacia atrás, y con los ojos benevolentes de alguien que se ha ido y al que se le echa de menos terriblemente.

Aun así, de todas las cosas que allí había, fue el libro de recortes lo que, al final, atrajo durante más tiempo la atención de Holmes. Volviendo a la cama del chico, se sentó y, mirando la mesita de noche, observó el libro de recortes, las tijeras y el pegamento.

«No, —se dijo a sí mismo—, no abriría aquel libro. No husmearía más de lo que ya había husmeado. Mejor sería que no, —se dijo en una advertencia, mientras cogía el libro de recortes, y con ese gesto, hizo caso omiso a sus pensamientos».

Unos momentos después, ya estaba pasando las páginas del libro lenta y pausadamente, con sumo cuidado, fijando luego su vista en una serie de intrincados collages (fotografías y palabras recortadas de diferentes revistas, siendo luego pegadas de manera conjunta). El primer tercio del libro de recortes mostraba un interés del chico por la naturaleza, la vida salvaje y el verdor. Un oso rugía en el bosque alzado sobre sus dos patas, mientras era observado por unos leopardos que yacían bajo los árboles africanos. Las caricaturas de unos cangrejos ermitaños se escondían de unos pumas que gruñían bajo los girasoles de Van Gogh. Un zorro, un búho y un jurel acechaban bajo un montón de hojas secas. Lo que siguió a esto, sin embargo, fue mucho menos escénico, aunque de igual diseño. La vida salvaje se transformó en soldados americanos y británicos, los bosques mutaron en ciudades ruinosas a causa de los bombardeos, y las hojas secas fueron sustituidas por cadáveres, o incluso las palabras Derrota, Fuerzas, Retirada, dispuestas al azar por las páginas.

La Naturaleza siempre se complementa a sí misma. El hombre siempre está enfrentado consigo mismo. Holmes pensó que esa era la visión ying-yang mundial que tenía el muchacho. Supuso que los primeros collages, los del principio del libro de recortes, habían sido realizados hacía años, cuando el padre de Roger aún estaba vivo (el aspecto de alguno de los recortes, arrugados y amarillentos por el borde, así lo indicaba, así como la ausencia de olor a pegamento). El resto, dedujo después de oler las páginas, y de haber examinado los bordes de tres de los cuatro collages, habían sido confeccionados poco a poco a lo largo de estos meses pasados, siendo un trabajo mucho más complicado, artístico y metódico dentro de su línea.

Incluso con esto, la última obra de Roger parecía estar inconclusa. En realidad, tan solo había una única imagen en el centro de la página, así que parecía que el collage estaba recién empezado. O, tal vez, se preguntó Holmes, el chico pretendía que la obra fuera contemplada así, tal cual. Una desolada y monocromática fotografía flotando en un vacío negro. Una solitaria, misteriosa, pero emblemática conclusión de todo lo que le había precedido (la vivida imaginería solapada, la fauna y la flora, y los nefastos momentos de los soldados en la guerra). La fotografía en sí no albergaba ningún misterio. Holmes conocía el lugar bastante bien, gracias a la visita que realizó a Hiroshima con el señor Umezaki. Era el antiguo edificio de la prefectura del gobierno reducido a un esquelético resto de lo que fue por la bomba atómica. (La cúpula de la bomba atómica, tal y como lo llamó Umezaki).

Pero allí, solitario en la página, el edificio expresaba una especie de resonancia interior de aniquilación, mucho más intensa que cuando la vio en persona. La fotografía había sido tomada semanas, tal vez solo días después del lanzamiento de la bomba, mostrando una inmensa ciudad de escombros. Sin personas, sin tranvías ni trenes, nada reconocible salvo el fantasmal caparazón de la prefectura sobre un desolado escenario calcinado. Lo que precedió a esta obra final, páginas y más páginas negras del libro sin usar, simplemente remarcaron el inquietante impacto de aquella única imagen.

De repente, mientras cerraba el libro, Holmes se dio cuenta de que se había deshecho de la intranquilidad que le había invadido al entrar en la residencia para invitados.

«Algo está pasando con el mundo —pensó—. Algo ha cambiado hasta la médula, y no me siento capaz de encontrarle sentido.

—¿Así que, dígame, qué es la verdad? —le preguntó en una ocasión Umezaki—. ¿Cómo llega hasta ella, señor? ¿Cómo desteje la verdadera naturaleza de algo que no quiere ser descubierto?».

—No lo sé —dijo Holmes en voz alta, allí, en la habitación de Roger—. No lo sé —dijo de nuevo, poniendo su cabeza sobre la almohada del chico, y cerrando los ojos, con el libro de recortes apretado contra su pecho.

—No tengo las suficientes pistas…

Holmes empezó a adormecerse, pero no en el tipo de reposo en el que uno se hunde después de caer exhausto, o el reposo sin descanso en los que el sueño y la realidad se confunden, sino en un estado ensimismado que lo sumió en una inmensa quietud. Este sueño profundo y extenso lo llevó lejos de allí, lejos del dormitorio donde su cuerpo descansaba.