Al amanecer, la nota que había escrito para Roger había escapado por completo de la memoria de Holmes. Se quedaría dentro del libro hasta que, muchas semanas después, recabó de nuevo en el volumen con el fin de encontrar algún dato para una investigación, y terminó encontrando la hoja doblada entre los capítulos (un curioso mensaje escrito de su puño y letra, pero del cual no podía recordar que lo había escrito). También terminó encontrado otras hojas igualmente dobladas, todas escondidas entre los muchos libros que poblaban su ático… misivas urgentes que nunca fueron enviadas, viejos recordatorios, listas de nombres y direcciones, y algún que otro poema ocasional. Se encontró con una carta personal a la reina Victoria que no recordaba tampoco haber escrito, ni tampoco la factura de su breve colaboración con la Compañía Shakesperiana Sasanoff (en la que interpretó a Horacio en el montaje de Hamlet que se llevó a cabo en Londres, en 1879). De igual manera, no recordaba haber ocultado para mantenerlo a buen recaudo un crudo, pero detallado dibujo de una abeja reina entre las páginas de Los misterios del cuidado de las abejas, expuestos, de M. Quinby. El dibujo había sido realizado por Roger cuando tenía doce años, y lo recibió por debajo de la puerta del ático hacía ya dos veranos.
A pesar de todo esto, Holmes no se estaba dando cuenta de que la falibilidad que su mente sufría desde hacía un tiempo iba en aumento. Creía, erróneamente, que era capaz de recordar hechos pasados, especialmente si la realidad de aquellos hechos estaba más allá de su alcance. Así, a veces se preguntaba qué eran recuerdos, y qué era realidad. ¿De qué podía estar seguro de saber entonces? Y aún más importante ¿qué era exactamente lo que había olvidado? Para él era imposible saberlo.
Se apoyaba en los momentos tangibles. Sus tierras, su hogar, su jardín, sus colmenas, su trabajo. Disfrutaba de sus cigarros, sus libros, y su ocasional vaso de brandy. Saboreaba la brisa del atardecer, y las horas después de la medianoche. Sin ningún lugar a dudas, sabía que la parlanchina presencia de la señora Munro le sacaba de sus casillas, mientras que su callado hijo siempre había resultado una agradable compañía, pero, aun en este caso, sus recuerdos y revisiones mentales habían cambiado la realidad, la verdad. Según él, el primer contacto que tuvo con el chico no fue cómodo. Recordaba al muchacho como un avergonzado y poco elegante niño que lo miraba asustado a través de las faldas de su madre. En el pasado, se había hecho la firme promesa de no contratar a ningún ama de llaves con hijos, pero la señora Munro, viuda reciente y en una necesidad imperiosa de encontrar un empleo, vino con las más altas recomendaciones. Además, encontrar ayuda útil se estaba convirtiendo en una tarea muy dificultosa, particularmente, en aquella zona tan aislada del país, así que aceptó sus servicios con la clara condición de que podría quedarse, mientras las actividades del niño quedaran restringidas a la residencia para invitados, y mientras no sufriera las molestias e interrupciones que su hijo pudiera producir.
—Por eso no debe preocuparse, señor, se lo prometo. Mi Roger no le causará ningún problema. Yo me ocuparé de que no los cause.
—¿Entonces, queda completamente claro? Puede que esté retirado, sin embargo, aún soy un hombre muy ocupado. No toleraré distracciones de ningún tipo.
—Sí, señor, ha quedado clarísimo. No se preocupe lo más mínimo en lo que respecta al chico.
—No lo haré, querida, aunque sospecho que usted sí lo hará.
—Sí, señor.
Después de ese encuentro, pasó casi un año antes de que Holmes viera a Roger de nuevo. Una tarde, mientras deambulaba por la zona oeste de su propiedad, cerca de la residencia de invitados donde vivía la señora Munro, atisbó al chico a lo lejos, viendo cómo entraba en la zona con un cazamariposas en su mano. Con el pasar del tiempo, vio al solitario niño con más frecuencia, de paseo por el prado, haciendo tareas escolares en el jardín, o estudiando conchas y cantos rodados en la orilla de la playa. Pero no fue hasta que se encontró con Roger en el colmenar, con una mano sujetando la muñeca del otro brazo, e inspeccionando una picadura que tenía en la palma de la mano libre, cuando Holmes interactuó con el chico directamente. Sujetando la mano que había recibido el picotazo, usó las uñas para extraerle el aguijón de la abeja, mientras le explicaba:
—Ha sido una suerte que no hayas intentado extraerte por ti mismo el aguijón. Si lo hubieras hecho, hubieras vaciado el saco de veneno que hay en tu herida, así que a partir de ahora, utiliza las uñas, sácatelo de esta manera, y no aprietes el saco. ¿Has entendido, muchacho? Menos mal que lo hemos extraído a tiempo. ¿Ves aquí? Seguramente, se te hubiera inflamado.
Habría sido mucho peor, te lo aseguro.
—No me duele mucho —dijo Roger, mirando a Holmes con los ojos entrecerrados, como si el sol de repente le estuviera dando de cara.
—Pues pronto lo hará, pero solo un poco, según preveo. Si ves que empeora, usa agua con sal, o un poco de zumo de cebolla; normalmente, con eso suele bastar.
—Oh.
Y mientras Holmes esperaba ver alguna que otra lágrima cayendo por las mejillas del chico (o, al menos, algo de miedo por haber sido visto cerca del colmenar) le sorprendió ver cuánta atención había puesto Roger a su explicación sobre cómo tratar las picaduras de las abejas, extasiado, por lo que podía ver, en la vida apícola, con la luz reflejada en los centenares de abejas que zumbaban antes de entrar o salir volando de las colmenas. Si alguna vez el chico hubiera llorado, o si alguna vez hubiera mostrado la menor carencia de coraje, Holmes nunca le hubiera pedido que lo acompañara, ni hubiera levantado la tapa de uno de los panales para que Roger pudiera ver cómo era ese mundo por dentro (con los cubículos de miel y sus celdas de cera blanca, las celdas más grandes que se utilizaban para la crianza de zánganos, las celdas más oscuras, donde la casta de las obreras vivía), y tampoco hubiera perdido ni uno más de sus pensamientos en el chico, ni considerado en ningún aspecto. Este es el caso, pensó, en el que los chicos excepcionales resaltan por encima de sus mundanos padres. Si el chico hubiera llorado, no lo hubiera invitado a regresar la tarde siguiente, permitiendo que fuera testigo de primera fila de las obligaciones de marzo, en las que se comprueba semanalmente el peso de cada colmena, asegurándose de que hay bastante comida para los nidos de crianza.
Subsecuentemente, el chico fue convirtiéndose de un curioso espectador a una ayuda estimable. Holmes le dio a Roger los ropajes que él ya no utilizaba, que no eran sino unos guantes de brillante color y un gorro con velo, los cuales le permitieron crecer sintiéndose cómodo a la hora de tratar con las abejas. Pronto, estas reuniones se convirtieron en una innata asociación. Cada día, después del colegio, especialmente por la tarde, el chico se reunía con Holmes en el colmenar. Durante el verano, Roger se levantaba temprano para ocuparse de las colmenas hasta que Holmes llegara. Cuando estaban atendiendo las colmenas o, a veces, sentados tranquilamente en la pradera, la señora Munro les llevaba sándwiches, té y, a veces, algún que otro pastel que hubiera horneado por la mañana.
Durante los días más calurosos, después de cualquier trabajo que se hubiera estado realizando, y cuando las zonas estancadas estaban llenas de refrescante agua, bajaban por el serpenteante camino del acantilado, con Roger siempre caminando junto a Holmes, apartando las piedras del camino y mirando continuamente al océano que oleaba abajo, parándose de vez en cuando para estudiar algo que hubieran encontrado durante el camino (algún trozo de concha, o un escarabajo, o algún fósil en la roca del acantilado). Un cálido aroma a sal iba en aumento a medida que iban descendiendo por la senda. A Holmes le embelesaba la continua inquisición del chico. Una cosa es que a cualquier niño le pudiera llamar la atención un objeto cualquiera, pero una mente inteligente, como la de Roger, le obligaba a inspeccionar y tocar con cuidado cualquier cosa que hubiera atraído su atención. Holmes estaba seguro de que no había nada de interés en todo el camino, pero aun así, siempre se inclinaba con Roger cada vez que este se paraba, contemplando aquello que el chico quería mirar de cerca.
La primera vez que bajaron por el camino juntos, Roger se quedó mirando la roca escarpada que se alzaba sobre sus cabezas y preguntó:
—¿Este acantilado está compuesto tan solo de piedra caliza?
—De caliza y de arenisca.
Entre los estratos de caliza, —explicó Holmes mientras seguían bajando—, hay partes de arcilla, arena verde, y algo de arena de Melden, en ese orden. La arcilla sirvió de cimiento, y las sucesivas capas de arenisca quedaron cubiertas por la piedra caliza, de nuevo la arcilla, y los miles de pedruscos que han traído épocas de incontables tormentas.
—Oh —dijo Roger, abstraído, y saliéndose casi por el borde del camino.
Soltando uno de los bastones, Holmes lo cogió y le obligó a retroceder.
—Cuidado chico. Debes mirar dónde pones los pies. Toma mi brazo.
El camino en sí casi no era lo suficientemente ancho como para albergar a un adulto, pero sí lo era para un anciano y un chico caminando uno al lado del otro. El camino apenas tenía un metro de anchura, y en las zonas erosionadas aún se estrechaba más, pero ellos dos se las arreglaron para poder avanzar de esta manera sin muchos problemas. Roger iba casi por el borde, Holmes iba pegado al acantilado, mientras que el chico asía firmemente el brazo del anciano. Después de un rato, la senda se abría en un punto, creando así un lugar magnífico para divisar las vistas. A pesar de que la intención de Holmes era continuar hasta abajo, (las zonas de agua estancada solo estaban llenas durante el día, ya que durante la noche toda la orilla quedaba inundada por la marea), vio aquel mirador como un lugar perfecto para detenerse, descansar y conversar un rato. Sentándose allí con Roger, Holmes sacó un jamaicano de uno de sus bolsillos, pero pronto se dio cuenta de que no llevaba cerillas, así que resolvió masticar el tabaco, mientras saboreaba a su vez la brisa marina, siguiendo la vista fija del muchacho, que miraba cómo las gaviotas volaban en círculos planeando y graznando.
—Anoche escuché a los chotacabras. ¿Los escuchó usted?
—¿Has escuchado a los chotacabras? Qué afortunado eres.
—La gente los llama así, aunque yo no creo que se alimenten de esos animales.
—De hecho, se alimentan de insectos, en su mayor parte. Los atrapan gracias a sus alas.
—Oh.
—También tenemos búhos.
De repente, el rostro de Roger si iluminó.
—Nunca he visto uno. Me gustaría tener uno como mascota, pero mi madre no es de la opinión de tener a los pájaros como mascotas. Sin embargo, a mí me parece que estaría muy bien tener a uno volando alrededor de la casa.
—Bueno, entonces tal vez podamos atrapar a algún búho alguna noche. Tenemos una multitud por toda la propiedad, así que no nos costará mucho.
—Sí, me encantaría.
—Por supuesto, tendremos que disponer a tu búho en algún lugar donde tu madre no pueda encontrarlo. Tal vez mi estudio sea el lugar apropiado.
—¿Ahí no miraría?
—No, no creo que osara. Pero si lo hiciera, yo le podría decir que el animal era de mi propiedad.
Los labios del muchacho formaron una picara sonrisa.
—Seguro que a usted le creería.
Dejando ver un poco que tampoco estaba hablando muy en serio respecto al búho, Holmes le guiñó un ojo al chico. Al mismo tiempo, apreciaba aquellas confidencias con el chico. El compartir un secreto, las alianzas que suelen formarse durante las amistades. Aquello agradaba tanto a Holmes, que se vio haciendo una oferta que en otro caso no se hubiera producido:
—De todas formas, Roger, hablaré con tu madre. Sospecho que tal vez sí te deje tener un periquito.
Y aún para remarcar más su camaradería, le prometió que terminarían su trayecto al día siguiente, que empezarían antes la caminata y llegarían a las zonas de agua estancada antes de que anocheciera.
—¿Quedaremos entonces, señor? —preguntó Roger.
—Claro. Podrás encontrarme en el colmenar.
—¿A qué hora, señor?
—Con que quedemos a las tres será más que suficiente. ¿No crees? Eso nos permitirá ampliar el tiempo de caminata, el baño, y la vuelta. Creo que ese ha sido nuestro fallo, hemos comenzado nuestro paseo muy tarde.
De hecho, el sol se estaba ocultando, y la brisa del océano ya los envolvía. Holmes aspiró profundamente, entrecerrando sus ojos mientras miraba al sol. Con su vista nublada, el océano de abajo parecía una oscurecida llanura bordeada por una erupción.
Debemos volver a casa, pensó, pero Roger parecía no tener prisa, ni Holmes tampoco, quien miró de reojo y contempló aquel joven rostro que miraba hacia el cielo, con aquellos claros ojos azules, fijos en las gaviotas que volaban en círculos por encima de ellos. Un poco después, Holmes recordó el momento, sonriendo mientras observaba al chico que miraba con la boca abierta al cielo, como con una extraña fascinación, impertérrito ante el brillo del sol, o el azote persistente del viento.