8

Disturbios en la calle Montague

Exactamente a las cuatro en punto de la tarde, mi cliente y yo estábamos posicionados junto a la tienda de lámparas, esperando en la calle donde está situada la tienda de Portman, pero la señora Keller no llegaba. Mientras tanto, también estuvimos echando un vistazo en aquellos apartamentos donde estuve de alquilado cuando llegué a Londres, en 1877. Obviamente, no había necesidad de compartir estos hechos de mi vida privada con mi cliente, como dar a conocer mis vivencias de juventud en aquel barrio. En aquel entonces, por ejemplo, la tienda de Portman era una pensión de dudosa reputación. Desde aquellos días, todo había cambiado sustancialmente a partir de que me alojara allí. En su mayoría, el barrio se componía de los mismos edificios de aspecto común, con los suelos de piedra blanca, y con tres pisos de pared de ladrillo.

Allí, mis ojos viajaban en el tiempo del pasado al presente mientras miraba aquellas ventanas, como tocado por un cierto grado de sentimentalismo por los tiempos pasados: mi anonimato durante mi formación como detective privado, la libertad de ir y venir sin que nadie me reconociera. Así, mientras que para la calle había pasado el tiempo sin cambio alguno, entendí que mi ser más maduro difería de alguna manera con el hombre que había estado viviendo allí.

Al principio, el uso del disfraz solo era empleado como método de infiltración y vigilancia, una manera de inmiscuirse sin esfuerzo en diferentes partes de la ciudad con el fin de recabar información. De entre los numerosos papeles que interpreté, había varios, como el de un desenfadado y jovial fontanero llamado Escott, el de un sacerdote italiano, el de un ouvrier francés e incluso el de una vieja anciana. Sin embargo, casi al final de mi carrera, resolví llevar conmigo a todas horas un mostacho falso y un par de lentes, con el único fin de esquivar a toda esa ola de seguidores de los relatos de John. De otra manera, no podía realizar mis labores a la vista de todos, ni podía comer en lugares públicos sin ser identificado, y acosado, por desconocidos deseosos de conversar conmigo y darme la mano, realizándome las más descaradas preguntas que de ningún modo les concernían. Por lo tanto, fue un descuido muy grave, tal y como me di cuenta, mientras avanzaba con celeridad por Baker Street con el señor Keller, el haber empezado a trabajar en el caso, olvidando el uso de mi álter ego, porque mientras íbamos hacia la tienda de Portman, fuimos interceptados por un tipo de la variedad obrero afable y simplón, al cual debería haber despachado con un par de palabras cortantes.

—¿Sherlock Holmes? —preguntó, uniéndosenos mientras avanzábamos a través de Tottenham Court Road—. ¿Es usted, verdad? He leído todas sus historias.

Mi respuesta fue un simple gesto con la mano, con el que le pedí que se marchara. Pero aquel individuo no se dio por aludido. Miró sin motivo alguno al señor Keller:

—Y supongo que usted debe ser el doctor Watson.

Sorprendido por las preguntas de aquel hombre, mi cliente me miró con un gesto de incomodidad.

—Qué estupidez de situación —dije con disimulo—. Si yo fuera Sherlock Holmes, señor, ¿cómo podría explicarse que este joven caballero fuera el doctor Watson?

—No lo sé, señor, pero estoy seguro de que usted es Sherlock Holmes, a mí no se me engaña con facilidad, no, señor.

—¿Es usted una mente privilegiada, no?

—Bueno, yo no diría tanto señor.

La respuesta del hombre sonó con un tono de duda y confusa, y el hombre se quedó atrás mientras nosotros seguimos andando.

—¿Está investigando un caso? —dijo por detrás de nosotros enseguida.

De nuevo, hice un gesto en el aire con la mano, indicándole que la charla se había acabado. Así es como suelo tratar a los extraños que me molestan. Además, si verdaderamente aquel obrero hubiera sido un habitual de los escritos de John, hubiera sabido que nunca pierdo mi tiempo ni discuto mis cavilaciones mientras estoy enfrascado en un caso.

Mi cliente se vio un poco afectado por mi brusquedad en las formas, a pesar de que no mencionó nada sobre el asunto, así que los dos continuamos en silencio nuestra aventura por la Montague Street.

Una vez ocupada nuestra posición cerca del establecimiento de Portman, comencé a formular una pregunta que había pasado por mi mente unos momentos antes, mientras nos dirigíamos a nuestro destino.

—Tengo una última pregunta que hacerle respecto al pago de…

Mi pregunta se vio interrumpida por la voz del señor Keller, quien hablaba con la misma urgencia que hubiera tenido al pillarse los dedos con la puerta.

—Señor Holmes, cierto es que dependo de un salario muy modesto, pero haré lo que sea con tal de poder pagarle sus servicios.

—Querido amigo, mi profesión ya es suficiente pago —dije sonriendo—. Si debo realizar cualquier tipo de gastos, lo cual no creo probable, es usted libre de fragmentarlos de la manera que vea apropiada para poderlos abonar con su sueldo.

Y ahora, si puede contenerse por un momento, le ruego me permita terminar la pregunta que estaba realizando:

—¿Cómo es que su esposa podía pagar las clases clandestinas que estaba tomando?

—No sabría decirle —respondió—, supongo que tendría sus propios medios.

—Se está refiriendo usted a su herencia.

—Sí.

—Muy bien —dije, vigilante al tráfico humano que había al otro lado de la calle. Mi punto de vista quedaba continuamente obstruido por coches de caballo, carromatos y, al menos por dos veces, por lo que venía siendo ya casi una cosa habitual durante estos días, los glamurosos transportes de la clase alta: automóviles.

Viendo el caso casi finalizado, esperé expectante a que la señora Keller apareciera. Cuando al pasar de muchos minutos no hizo acto de presencia, empecé a preguntarme si ya habría llegado al piso antes de la hora convenida, o incluso cabría la posibilidad de que estuviera completamente al tanto de las sospechas de su marido, y que hubiera decidido no ir. Mientras estaba considerando esta última posibilidad, mi cliente fijó la vista al final de la calle entrecerrando los ojos y, finalmente, afirmando con la cabeza, dijo en voz baja:

—Ahí está.

Diciendo esto, intentó salir a su encuentro.

—Quieto —le dije sujetándolo por el hombro—. Por el momento, debemos mantener la distancia.

Y entonces, yo también pude divisar cómo ella se aproximaba a la tienda de Portman, una forma menuda moviéndose entre el tumulto de gente. El parasol amarillo que flotaba encima de ella no conjuntaba en absoluto con la mujer que tenía debajo. La señora Keller era una mujer de constitución pequeña, vestida con el gris convencional de un traje de diario. El austero corsé adelgazaba la línea hasta la cintura, acentuando la curva en forma de S de la pieza de ropa. También llevaba guantes blancos, y en una de sus manos portaba un pequeño libro de cubierta marrón. Al llegar a la puerta de Portman, cerró el parasol y se lo guardó, sujetándolo bajo el brazo.

Mi cliente se resistió a mi asidero, pero conseguí impedir que saliera corriendo delante de mí preguntándole:

—¿Acostumbra su esposa a llevar perfume?

—Sí, lo hace.

—Excelente —dije, liberándolo de mi sujeción y adentrándome con él en la callejuela.

—Veamos qué se esconde tras todo esto…

Mis sentidos, tal y como mi buen amigo John reflejó, son extremadamente agudos, y desde hace tiempo mantengo la creencia de que las primeras pistas de un caso siempre pueden venir por el reconocimiento olfativo de un perfume. De esta forma deberían ser instruidos los expertos criminales para distinguir a sus perseguidos. En lo que se refería a la elección de perfume de la señora Keller, era una sofisticada mezcla de rosas complementada con una pincelada especiada, que fue la esencia que detecté a la entrada de la tienda de Portman.

—El perfume es Carneo Rose, ¿verdad? —le susurré a mi cliente, pero él me había sobrepasado en el paso, y no recibí respuesta.

Así, cuanto más avanzábamos en nuestra persecución, más fuerte se hacía el olor, hasta que, deteniéndome para discernir qué camino seguir, ya que sabía que la señora Keller estaba cerca de nuestra posición. Mis ojos recorrieron el desordenado y polvoriento establecimiento. Desvencijadas estanterías cubrían las paredes de toda la tienda de principio a fin, repletas de volúmenes, que en ciertos puntos vacíos yacían apilados unos encima de otros. Sin embargo, no había rastro de la mujer, ni del anciano propietario, el cual esperaba que estuviera tras el contador en la entrada, con su nariz metida dentro de algún texto. De hecho, en lo referente tanto a dueño como a empleados, la tienda de Portman daba la extraña impresión de estar de vacaciones. No había terminado de pasar ese pensamiento por mi mente cuando, como para resaltar el extraño ambiente que había en aquel lugar, comenzó a sonar levemente una melodía, la cual procedía de escaleras arriba.

—Es Ann, señor Holmes. ¡Está aquí, y está tocando!

Calificar a aquella abstracción etérea como música era del todo inexacto. Los delicados sonidos que llegaban a mis oídos carecían de forma, ritmo, o de la más básica melodía. Sin embargo, el magnetismo del instrumento ejercía su efecto. Los diferentes tonos convergían en una única armonía sostenida que era a su vez discordante, pero atractiva, lo suficiente como para obligarnos a dirigirnos en esa dirección.

Con el señor Keller en cabeza, pasamos entre las estanterías, llegando a un tramo de escaleras situado casi en la parte trasera del establecimiento.

Pero mientras subíamos por las escaleras hacia el segundo piso, me di cuenta de que la esencia a Cameo Rose no había pasado del primer piso. Miré hacia atrás, observando de nuevo la tienda desde aquella nueva perspectiva, aunque seguí sin ver a nadie, así que me agaché para tener una mejor percepción, sin ningún éxito, puesto que desde allí tan solo veía la parte de arriba de las estanterías.

Esta vacilación de mi parte me impidió detener el fervor del señor Keller, quien empezó a aporrear la puerta de Madame Schirmer, unos golpes que duraron poco tiempo, pero que resonaron por todo el corredor y enmudecieron el sonido del instrumento. Mas el caso ya había llegado a su conclusión para cuando me uní con él, delante de la puerta. Sin ningún lugar a dudas, sabía que la señora Keller estaba en algún lugar, y quienquiera que estuviera tocando la armónica solo probaría que no se trataba de ella. Creo que revelo demasiado con esta, mi narrativa. No puedo ocultar la resolución tal y como hacía John, ya que no poseo su talento para mantener ocultos los puntos relevantes con el fin de conseguir un final emocionante para los sucesos de conclusión superficialmente significantes.

—Cálmese amigo —le dije amonestándolo—. No hay razón para este comportamiento.

El señor Keller frunció gravemente su gesto y fijó su mirada en la puerta.

—Discúlpeme.

—No hay nada que disculpar, pero dado que su furor puede entorpecer nuestro avance, deberá dejarme hablar en su nombre a partir de ahora.

El silencio que siguió al furioso golpeteo de mi cliente fue sustituido por el rápido sonido de los pasos de Madame Schirmer. La puerta se abrió de golpe, dejando ver la figura de la señora, con un gesto inflamado por la furia, y unas maneras bastante toscas, brusca como nunca antes había visto a una mujer. Antes de que pudiera proferir cualquier palabra acalorada, me adelanté y le ofrecí una de mis tarjetas de visita, dirigiéndome hacia ella:

—Buenas tardes, Madame Schirmer. ¿Tendría usted la gentileza de otorgarnos algo de su tiempo?

Captando su atención momentáneamente con una interrogativa mirada, procedió casi inmediatamente a lanzarle una terrible mirada a mi acompañante.

—Le prometo que tan solo serán unos minutos —dije a continuación, señalando con mi dedo la tarjeta que estaba sujetando—, puede que me conozca.

Ignorando por completo mi presencia, Madame Schirmer habló con rudeza:

—Herr Keller. ¡No vuelva más por aquí! ¡No más interrupciones! ¿Por qué viene a crearme problemas? Y en cuanto a usted, señor, —añadió, mirándome fijamente—. ¡Lo mismo le digo a usted! ¡Pues eso! Son amigos, ¿no? ¡Pues váyase con él y no vuelvan a molestar! ¡No tengo paciencia para gente como ustedes!

—Mi querida señora, por favor —dije, quitándole la tarjeta de las manos y poniéndosela delante del rostro.

Para mi sorpresa, mi nombre provocó una sacudida de cabeza inesperada de su parte.

—No, no, no, usted no es esa persona —dijo.

—Le aseguro señora que soy yo.

—No, no, no lo es. No, yo lo conozco, ¿sabe?

—Le ruego me indique cómo puede usted…

—¡En la revista, por supuesto! En la revista es mucho más alto. Con el pelo negro, la nariz, y la pipa. Usted no es.

—¡Ah, la revista! Qué falsa representación más molesta. En eso estamos de acuerdo, señora. Me temo que no hago justicia a mi caricatura. Si la mayoría de las personas con las que me encuentro me percibieran de una manera tan equívoca como lo hace usted ahora, Madame Schirmer, mi libertad sería transgredida en muchas menos ocasiones.

—¡Es usted ridículo! —y diciendo esto, estrujó mi tarjeta, lanzándola luego a mis pies—. ¡Váyanse, o la policía vendrá a por ustedes!

—No me iré de aquí hasta que no vea a mi Ann con mis propios ojos —dijo el señor Keller firmemente.

Nuestro inconveniente antagonista golpeó entonces el suelo con el pie, haciéndolo de manera tan repetida que el sonido reverberó detrás de nosotros.

—¡Herr Portman! —gritó ella hacia la parte baja del edificio, con una voz empática que resonó por todo el corredor.

¡Aquí haber problemas! ¡Vaya en busca de los agentes de policía! ¡Hay dos vagabundos molestándome! ¡Herr Portman!

—Madame Schirmer, sus esfuerzos son inútiles —dije—. Parece que el señor Portman ha salido.

Dicho esto, me giré hacia mi cliente, el cual parecía bastante enfadado.

—Debería estar al tanto, señor Keller, de que Madame Schirmer está en pleno derecho y que nosotros no tenemos permiso legal alguno para entrar en el apartamento. Sin embargo, ella debería entender que sus acciones están conducidas únicamente por la preocupación para con su mujer. Me aventuro a decir que si se nos permitiera charlar tan solo dos minutos en el interior del apartamento, acabaríamos de una vez por todas con este problema.

—La esposa no está aquí conmigo —dijo la enojada señora—. Herr Keller, ya se lo he dicho muchas veces. ¿Por qué sigue viniendo para traerme problemas? ¡Voy a hacer que lo detenga la policía!

—No hay razón para tal cosa —dije—. Soy plenamente consciente del hecho de que el señor Keller la está acusando de manera injusta, Madame Schirmer, pero la interferencia de la policía solo complicaría aún más las cosas, y en verdad sería una adversidad.

En ese momento, me incliné hacia delante, y le susurré unas palabras en el oído a la mujer.

—Verá —le dije mientras me apartaba de ella—, por lo que opino que su ayuda en esta situación sería de lo más apreciada.

—¿Cómo podía saber yo esa circunstancia? —dijo ella quedándose sin aire, sustituyendo la ira de su rostro por un gesto de arrepentimiento claro.

—Cómo hubiera podido… —contesté en tono simpático—. Mi profesión, debo decirle no sin pesar, querida señora, es a veces un negocio muy triste.

Mientras que la cara de mi cliente me miraba fijamente sumida en la confusión, Madame Schirmer se quedó en silencio pensando, con sus brazos en jarras. Después, asintió con la cabeza, y se hizo a un lado, indicándonos con un gesto que podíamos pasar:

—Herr Keller, no es culpa de tú. Pase, si quiere verlo con tus propios ojos, pobre hombre.

Fuimos invitados a entrar en un estudio iluminado, aunque escasamente decorado, de techo bajo, y con las ventanas abiertas hasta la mitad. En uno de sus rincones se alzaba un piano, mientras que en el contrario había un arpa y una buena cantidad de instrumentos de percusión, y dispuestas la una frente a la otra, dos magníficas armónicas restauradas, junto a una de las ventanas más cercanas. Estos instrumentos, los cuales estaban rodeados por unas pocas sillas de mimbre, eran el único mobiliario del cuasi vacío estudio, a excepción de un carrito con bandejas de metal del centro. El suelo, sin embaldosar, mostraba las tablillas descoloridas que lo componían. Las paredes, de color blanco, estaban también desnudas de cualquier tipo de adorno, permitiendo así que las ondas del sonido rebotaran creando algún eco tan distintivo.

Sin embargo, no eran las singulares características de aquel estudio lo que atrajo directamente mi atención, ni tampoco lo hizo el olor a flores primaverales que entraba por las ventanas. Lo que llamó mi atención fue la figura nerviosa y enjuta que estaba sentada frente a una de las armónicas. Se trataba de un chico, de no más de diez años, pelirrojo, con las mejillas cubiertas de pecas, que se movía inquieto en su asiento viendo cómo entrábamos en la habitación. Viendo a aquel niño, mi cliente se detuvo. Sus ojos recorrieron la habitación mientras que Madame Schirmer esperaba en la entrada, con los brazos apoyados aún en su cintura. Yo, por otro lado, me acerqué al chico, al cual, con mi tono más amistoso, le dije:

—Hola, muchacho.

—Hola —dijo el chico, algo avergonzado.

Mirando a mi cliente, le sonreí y le dije:

—Presumo que este joven caballero no es su esposa.

—Ya sabe que no lo es —dijo mi cliente en un tono crispado—, pero no lo entiendo. ¿Dónde está Ann?

—Paciencia, señor Keller, paciencia…

Acerqué una de las sillas hacia la armónica, y me senté junto al chico, mientras mis ojos estudiaban el instrumento, memorizando todos los detalles del diseño.

—¿Cómo te llamas, chico?

—Graham.

—Muy bien, Gram —dije, observando cómo los cristales de aquel extraño objeto eran más delgados en la clave de sol para así facilitar su entonación.

—¿Te está instruyendo bien Madame Schirmer?

—Así lo creo, señor.

—Hum —dije pensativo, mientras pasaba ligeramente mis dedos a través de los diferentes cristales.

Aquella oportunidad de inspeccionar la armónica, especialmente aquel modelo en condiciones tan óptimas, no volvería a repetirse. Lo poco que sabía del instrumento era que uno debía sentarse justo enfrente del juego de cristales, haciéndolos girar gracias a un pedal de pie, humedeciéndolos de vez en cuando con una esponja. También recordaba que era necesario utilizar ambas manos, permitiendo así tocar distintas partes de la composición a la vez. Sin embargo, mientras estudiaba de cerca la armónica, observé cómo a los espejos les habían dado forma de semiesfera a la hora de fundirlos, dejando a cada uno de ellos un hueco vacío en el centro. El cristal más grande, y el más abierto, era el correspondiente a la nota sol. Para distinguir los cristales, cada uno, excepto los semitonos que eran blancos, estaban por su interior con uno de los siete colores primarios. Así, do era de color rojo; re, naranja; mi, amarillo; fa, verde; sol, azul; la, índigo; si, de color púrpura; y volvíamos de nuevo al rojo de do. Los treinta cristales variaban de tamaño, yendo del más grande, de unos veintidós centímetros de diámetro, al más pequeño, de unos siete centímetros y medio de diámetro, todos ellos atravesados por un eje, dentro de un compartimento de unos noventa centímetros, el cual había sido estrechado en toda su longitud para que se acoplara a la forma cónica de los cristales, todo ello sujeto en un caballete de cuatro patas, unidas por bisagras en la parte media del instrumento. El eje estaba hecho de hierro forjado para que girara sobre unas sujeciones de bronce situadas a ambos lados del instrumento, y que lo atravesaba a lo largo. En la parte más ancha del compartimento había un saliente de forma cúbica, en el que había incrustada una especia de rueca de caoba. Era esta rueca la que servía para mantener a los cristales girando, gracias a la acción del pedal que se hace rotar con la fuerza del pie. Tenía una tira de cuero oculta alrededor de su circunferencia. La rueca parecía tener unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, y aproximadamente unos diez centímetros de eje, con una vara de ébano insertada en el centro de uno de sus lados. Sobre la superficie de esta vara, había un trozo de cuerda, que partía desde el pedal, y era el que ejercía toda la función para mantener el movimiento rotatorio.

—Qué artilugio tan interesante —dije—. ¿Debo entender que los tonos son más claros cuando giran sobre el final de los dedos, y no cuando estos son apoyados con fuerza contra ellos?

—Sí, así es —dijo Madame Schirmer desde detrás de nosotros.

El sol se estaba ocultando en el horizonte, con su luz reflejándose en la superficie de los cristales. Los abiertos ojos miedosos de Gram se habían ido entrecerrando, y los desconsolados suspiros de mi cliente sonaron por toda la habitación gracias a su acústica. Desde fuera, el bouquet de narcisos importunó a mi nariz, un olor como a cebollas mezclado con el del moho. No soy el único al que no le gustan las sutiles cualidades de las flores. A los alces también les repelen.

Así, dándole a los cristales un toque final, dije:

—Si las circunstancias fueran diferentes, le pediría que tocara una pieza, Madame Schirmer.

—Por supuesto, eso siempre se puede arreglar, señor. Estoy disponible para audiciones privadas. Eso es lo que hago a veces.

—Naturalmente —dije, levantándome de mi silla. Con gentileza, apoyándome en el hombro del chico, continué—: Creo que ya hemos entorpecido lo suficiente tu lección, Gram, así que os dejaremos a ti y a tu maestra en paz.

—¡Señor Holmes! —dijo mi cliente en protesta.

—Créame, señor Keller, aquí no hay nada más que podamos hacer, aparte de por los servicios que Madame Schirmer oferta por un precio.

Y diciendo esto, giré sobre mis talones y crucé el estudio, seguido por la mirada muda de la mujer. El señor Keller se apresuró a unirse a mí en el pasillo, y cuando salimos del apartamento, me volví para hablarle de nuevo mientras cerraba la puerta:

—Muchísimas gracias, Madame Schirmer. No la molestaremos más, aunque pienso que deberíamos concertar una cita más tarde para que me impartiera una o dos lecciones. Adiós.

Pero una vez que comenzamos a caminar por el pasillo, la puerta se volvió a abrir.

—¿Es usted? ¿El hombre de la revista?

—No, querida, no lo soy.

—¡Ah! —dijo, dando un portazo.

No fue hasta que mi cliente y yo llegamos al final de las escaleras cuando me tomé unos segundos para calmarlo. Por su cara diría que se sentía avergonzado y decepcionado por encontrar al niño en lugar de a su esposa en aquel estudio. Sus cejas estaban arqueadas, sus ojos, excepcionalmente apagados; las aletas de su nariz, dilatadas debido a su enorme disgusto; y su mente andaba tan sumamente confusa respecto a la situación de su mujer que todo su aspecto ofrecía una muestra general de su estado de ánimo actual.

—Señor Keller, le aseguro que todo esto no es ni mucho menos tan grave como usted cree. De hecho, si bien es cierto que hay ciertas contradicciones por su parte, su esposa ha sido de lo más honesta con usted.

Su adusta expresión se alivió un poco.

—Usted ha visto ahí arriba más de lo que yo he podido ver, como es obvio —dijo.

—Es posible, pero apuesto a que usted vio exactamente lo mismo que yo. Incluso así, debe concederme una semana para llevar todo esto a un final feliz.

—Estoy en sus manos.

—Muy bien entonces. Ahora lo que le voy a pedir es que vuelva a Fortis Grove lo antes posible, y cuando lo haga su esposa, no debe mencionar nada de lo que hoy ha ocurrido aquí. Es esencial, señor Keller, que usted siga a pie juntillas esta última petición.

—Sí, señor. Haré lo que me pide.

—Excelente.

—Pero antes, señor Holmes, quiero saber algo. ¿Qué es lo que le dijo a Madame Schirmer, que nos permitió la entrada a su apartamento?

—Oh, eso —dije, quitándole importancia con un movimiento de mano—. Una mentira sencilla, pero muy efectiva, una que he utilizado en otras ocasiones similares. Le comenté que usted era un hombre muy enfermo al borde de la muerte, y le dije que su esposa le había abandonado en un momento de tanta necesidad. El hecho de que comentara esto en un susurro debería haber bastado para mostrar que era mentira, pero aun así, rara vez falla como llave maestra para entrar en cualquier sitio.

El señor Keller se me quedó mirando con un gesto de disgusto.

—Vamos, vamos —dije, y lo adelanté en el paso.

Después, frente a la tienda, por fin nos encontramos con el anciano propietario, un sujeto pequeño y arrugado, el cual estaba situado tras el contador. Sentado allí, con un delantal de jardinería que apestaba a tierra mojada, encorvado sobre un libro, con una lupa que utilizaba para leer, y que sujetaba con una temblorosa mano. Justo delante de él había dos guantes marrones, que aparentemente se acababa de quitar, y había dejado en el mostrador. Por dos veces, el hombre tosió de una forma de lo más áspera, al tiempo que nos miraba a ambos. Levanté un dedo sobre mis labios y miré a mi acompañante, indicándole con el gesto que guardara silencio. El hombre, tal y como había dicho el señor Keller anteriormente, pasaba desapercibido a cualquiera que hubiera entrado en la tienda, incluso acercándome hacia él a pocos metros, fijándome en el enorme libro que estaba leyendo, un ejemplar que hablaba del arte canópico[15]. Las páginas que pude divisar estaban ilustradas con grabados de árboles y arbustos que se confundían con las formas de un elefante, un cañón, un mono, y lo que parecía ser un cofre canópico[16].

Intentamos salir del establecimiento lo más tranquilamente posible, bajo el menguante resplandor del sol de media tarde. Antes de separarnos, le pedí otra cosa a mi cliente.

—Señor Keller, tiene usted en posesión algo que puede que me fuera de bastante utilidad en el futuro.

—Dígame cualquier cosa que necesite.

—La foto de su mujer.

Mi cliente asintió con la cabeza con renuencia.

—Ciertamente, es posible que la necesite.

Se rebuscó en el interior de su chaqueta y sacó la fotografía, ofreciéndomela a pesar de que parecía reticente a hacerlo.

Sin vacilar, introduje la fotografía en uno de mis bolsillos, y le dije:

—Gracias, señor Keller. Con esto hemos acabado por hoy. Le deseo que pase una buena tarde.

Y así me separé de él. Con la fotografía de su mujer en mi bolsillo, no perdí el tiempo a la hora de volver a mi casa. Junto a la calzada había una marea de tranvías, coches de caballos, que llevaban a sus ocupantes a sus hogares o a algún otro lugar, mientras esquivaba a los peatones que llenaban la acera, deambulando a un paso marcado y deliberado por todo Baker Street.

Por mi lado pasaron un par de carros de pueblo, portando los restos vegetales de los cargamentos que habían sido acarreados a la metrópolis por la mañana. En poco tiempo, suponía, la vía pública se quedaría tan vacía como la de cualquier otro pueblo al anochecer y, para entonces, yo estaría reclinado en mi silla, mirando cómo el humo azul de mi cigarrillo ascendía hacia el techo.