Holmes se despertó en un jadeo ahogado. ¿Qué había pasado?
Sentado en su escritorio, miró a través de la ventana del ático. Fuera, el viento soplaba de forma monótona y firme, aullando contra los cristales, recorriendo las canaletas, meciendo las ramas de los pinos del campo, y, sin lugar a dudas, azotando las flores del jardín. Aparte de las sucesivas ráfagas que se sucedían fuera de los ventanales cerrados del estudio al surgir de la noche, todo en el estudio permanecía tal y como lo había dejado antes de su partida. Las cambiantes tonalidades del atardecer que se atisbaban a través de las cortinas habían sido sustituidas por una oscuridad completa, y la lámpara de su mesa lanzaba el mismo haz de luz a lo largo del escritorio. Y allí, frente a él, desparramados sin orden, estaban las notas escritas a mano de El arte de la deducción, página tras página de pensamientos, a menudo con anotaciones garabateadas en los márgenes, dispersos entre línea y línea, y, de alguna forma, careciendo de un orden preconcebido. Si bien los dos primeros volúmenes habían podido llevarse a cabo sin ningún esfuerzo supremo (ambos habían sido escritos en un periodo que albergaba los quince años de depuración), en este último volumen había algo que le impedía concentrarse por completo. Se sentaba, y solía caer dormido, con el bolígrafo en la mano o, si no, se sentaba y se ponía a mirar por la ventana, a veces durante lo que parecían horas. Otras se sentaba y comenzaba a escribir erráticamente frases sin sentido, la mayoría sin relación las unas con las otras, como si algo palpable pudiera surgir de una mezcolanza de ideas «¿Qué había pasado?».
Se palpó el cuello, restregándose la garganta ligeramente. «Solo el viento —pensó—. Ese aullar contra la ventana se había infiltrado en su sueño, despertándolo».
«Solo el viento».
Su estómago rugió, y fue entonces cuando se dio cuenta de que se había saltado la cena de nuevo, el habitual asado de cordero de los viernes de la señora Munro, con pudding de Yorkshire. Estaba seguro de encontrarse una bandeja en el pasillo (con las patatas frías, a pesar de que la puerta del ático había permanecido cerrada). «Qué amable joven este Roger —pensó—. Qué buen chico». Durante toda la semana pasada, mientras había permanecido enclaustrado en el ático, saltándose las cenas y sus quehaceres habituales en los panales, y la bandeja siempre había terminando apareciendo arriba en las escaleras, hasta ser encontrada justo cuando él saliera al pasillo.
Ese mismo día, unas horas antes, Holmes se había sentido de algún modo culpable por haber olvidado los cuidados de su colmena, así que una vez terminó de desayunar, se adentró en la zona de las colmenas, viendo cómo Roger estaba ventilando los panales. Anticipándose a la temporada de calor, y con el néctar fluyendo vigorosamente, el chico, de manera sabia, compensaba las zonas superiores de cada panal, permitiendo que el aire discurriera para despejar la zona de entrada y que rebosara por arriba, ayudando así el trabajo ya realizado por el aleteo de los insectos, el cual, además de refrescar la colmena, evaporaba el néctar almacenado en las zonas altas. Ante tal visión, cualquier atisbo de culpabilidad de Holmes desapareció. Las abejas estaban siendo correctamente atendidas, y era más que evidente que el casual, tal vez incluso deliberado, tutelaje que había recibido Roger había dado su fruto. Los cuidados de la zona de colmenas, que tanto disfrutaba de observar, estaban en las atentas y más que capaces manos del chico.
Pronto Roger sería capaz de recolectar la miel por sí mismo, sacando los panales uno a uno con cuidado, calmando a las abejas con el humo, y usando unas pinzas para quitar las capas de cera de las celdas, y en los días venideros las pequeñas cantidades de miel se filtrarían a través de un colador en un recipiente para la miel, para seguir luego cada vez más grandes cantidades.
Desde donde ahora mismo miraba el camino hacia el jardín, Holmes recordaba cómo le dio las primeras instrucciones a Roger sobre lo simple del método por el que las abejas novicias construyen los panales.
Después de disponer el armazón en una colmena, le había contado con anterioridad al chico, era mejor usar ocho paneles extraíbles en lugar de diez, disponiéndolos únicamente cuando el néctar empezaba a fluir. Entonces, los dos paneles restantes debían colocarse en el medio del armazón, asegurándose de utilizar parrillas sin alambre. Si todo se hace siguiendo estas instrucciones, la colonia creará los pilares de estas parrillas, llenándolos de miel. Una vez que las parrillas de miel estén llenas, deberán ser reemplazadas por otras, asegurándose, como es normal, de que el fluir del néctar sigue manando como es esperado. En el caso de que este fluir disminuyese, es aconsejable reemplazar las parrillas sin alambre por unas que sí tengan alambre. Obviamente, apuntó, las colmenas deben ser inspeccionadas con asiduidad a fin de conocer qué método de extracción es el más apropiado.
Holmes había instruido al chico a través de todo el proceso, mostrándole cada paso, y sintiendo que, en el momento en que la miel debiera ser recolectada, el chico seguiría sus instrucciones al pie de la letra.
—Entiende, mi joven alumno, que te estoy confiando esta tarea porque creo que eres totalmente capaz de realizarla sin equivocación.
—Gracias, señor.
—¿Tienes alguna duda?
—No, señor, creo que no —replicó el chico, hablándole con cierto entusiasmo, el cual daba la falsa impresión de que estaba hasta sonriendo, a pesar de que su expresión era seria.
—Muy bien —dijo Holmes, al tiempo que movía su vista del rostro de Roger a las colmenas que los rodeaban. En ese momento no se dio cuenta de que el chico lo seguía mirando a él, y que lo estaba haciendo con el mismo tipo de reverencia con el que él mismo miraba al colmenar. En lugar de eso, se fijó en las idas y venidas de las habitantes de las colmenas. Aquella diligente, activa y siempre ocupada comunidad de las colmenas.
—Muy bien —repitió, susurrándolo en aquel atardecer de un pasado reciente.
Dándose la vuelta hacia el camino del jardín, se dirigió lentamente de nuevo hacia la casa. Holmes sabía que la señora Munro habría hecho su parte, llenando jarra tras jarra con el sobrante de miel, mandando parte a la vicaría, otra parte a la misión de caridad y otra parte al Ejército de Salvación, mientras realizaba sus quehaceres por la ciudad. Dando estos regalos en forma de miel, Holmes también creía que cumplía su parte, que no era otra que el repartir el producto de sus colmenas, un bien que él consideraba como una forma de promocionar sus verdaderos intereses: informar sobre la cultura apícola y los beneficios de la jalea real, ofreciéndosela a aquellos que apenas podrían permitirse aquellas jarras sin etiqueta (una condición que impedía que su nombre estuviera envuelto en aquello que estaba regalando), y otorgando un dulce beneficio a aquellos menos afortunados de la zona de Eastbourne y, con suerte, incluso de más allá.
—Señor, Dios le bendiga por lo que está haciendo —le dijo una vez la señora Munro—. Seguro que es su voluntad la que usted está siguiendo, y la forma en la que usted ayuda a los necesitados.
—No sea usted ridícula —respondió Holmes con desdén—. Si algo estoy haciendo, es seguir mi propia voluntad. Vamos a dejar a Dios fuera de esta ecuación, ¿de acuerdo?
—Como usted diga —dijo ella con un tono de humor—, pero si me preguntan, yo diré que es la voluntad de Dios.
—Mi querida señora, para empezar, a usted nadie le ha preguntado.
¿Qué es lo que sabía ella sobre Dios, después de todo? La personificación de su Dios, según él imaginaba, era la más común y popular de todas. Un viejo y desvencijado hombre sentado omnisciente en un trono de oro, reinando sobre su creación allá en las algodonosas nubes, hablando con gracia y potestad a la vez. Su Dios, sin lugar a dudas, lucía largas barbas. Para Holmes, era sorprendente pensar que el creador de la señora Munro probablemente se asemejaría bastante a él mismo, excepto que ese Dios existía como un producto de su imaginación, y él no (al menos, no completamente, pensó razonando).
Sin embargo, referencias esporádicas divinas aparte, la señora Munro nunca había manifestado filiación con ninguna iglesia o religión, ni tampoco había realizado ningún esfuerzo obvio en inculcar la existencia de Dios en la educación de su hijo. El chico, estaba claro, albergaba sentimientos muy seculares y, bien era sabido en aquella casa que Holmes se sentía bastante orgulloso del carácter pragmático del muchacho. Así que ahora, en aquella ventosa noche, sentado en su escritorio, escribiría algunas líneas para Roger, unas cuantas frases que quería que leyera pasado un tiempo.
Disponiendo una hoja de papel frente a él, e inclinando su rostro sobre la mesa, empezó a escribir:
«No será a través de los dogmas de arcaicas doctrinas por los que ganarás tus entendimientos más profundos, sino por la continua evolución de la ciencia, y por la observación de tu entorno natural a través de la ventana de tu cuarto. Para comprender tu ser completamente, que a su vez es comprender el mundo en toda su complejidad, no necesitarás mirar más lejos de las lindes de tu propia vida, de la pradera creciente, de los bosques vírgenes. Sin que estos sean los verdaderos objetivos de la humanidad, no puedo prever qué edad será la que nos descubra la verdadera iluminación».
Holmes dejó su pluma sobre la mesa. Por dos veces, consideró lo que había escrito, leyendo el texto en voz alta, sin cambiar nada. Después dobló el papel formando un cuadrado perfecto, sopesando qué sitio sería el adecuado para guardar aquella nota para el futuro, un lugar que no pudiera olvidar, un lugar donde ocultarlo con facilidad. Los cajones del escritorio quedaban descartados, ya que la nota se perdería rápidamente entre sus papeles. Igualmente, los archivadores, tan desorganizados y sobresaturados como estaban, eran un lugar demasiado arriesgado, así como los intrincados enigmas que eran sus bolsillos (a menudo repletos de pequeños objetos como trozos de papel, cerillas usadas, cigarros, briznas de hierba, alguna piedra o concha que hubiera encontrado en la playa, las cosas que solía encontrar durante sus paseos, solo para que terminaran desapareciendo más tarde, casi como si fuera por arte de magia). Debía haber algún lugar mejor. Algún lugar más apropiado…
«¿Dónde entonces? Piensa…».
Miró por encima los libros apilados en una de las paredes.
—No…
Giró sobre el eje de la silla, y miró las estanterías que estaban junto a la puerta del ático, echando su ojeada hacia uno de los estantes reservados única y exclusivamente para sus propias ediciones publicadas…
«Sí, puede…».
Momentos después, estaba ante aquellos primeros volúmenes, monografías propias, con el dedo índice haciendo las veces de guía a través de una línea horizontal de los lomos de libros cubiertos de polvo… Sobre las marcas y tatuajes, Sobre las huellas y pisadas, Sobre las distintas formas de ceniza de 140 tipos de tabaco, Estudio sobre las profesiones según la forma de la mano, Enfermedades, La máquina de escribir y su relación con el crimen, Cifras y la escritura oculta, Sobre los motetes[12] polifónicos de Lassus, Estudio sobre las raíces arameas en el antiguo lenguaje de Cornish, El uso del perro en las labores detectivescas… hasta que llegó a su último magnum opus[13]: Guía práctica de la apicultura, con algunas observaciones sobre la segregación de la reina.
Entre el capítulo cuatro (El pastoreo de la abeja) y el capítulo 5 (Propolis[14]) pegó la nota para Roger como si fuera un marca páginas, porque, tal y como decidió Holmes, aquella rara edición sería el próximo regalo de cumpleaños del chico. Por supuesto, siendo como era tan olvidadizo con aquel tipo de aniversarios, debería preguntarle a la señora Munro qué día del calendario se celebraba el auspicio, ya que no sabía si el día había pasado, o si su celebración era inminente.
Imaginó la cara de sorpresa de Roger cuando le diera el libro, y luego imaginó los dedos del chico pasando lentamente hoja por hoja en la soledad de su dormitorio, donde, tarde o temprano, descubriría la nota oculta, una manera prudente, aunque poco oficiosa, de enviar un mensaje.
Asegurándose de que la nota permaneciera en un lugar del que no se moviera, Holmes volvió a colocar el libro en la estantería. Luego, volvió hacia el escritorio, aliviado de poder volver a concentrarse en el trabajo. Una vez en su silla, leyó con atención las páginas escritas a mano que cubrían la mesa, cada una de las cuales estaban repletas de multitud de palabras escritas de manera apresurada, formadas por caracteres de tinta dignos de ser meros garabatos de niño, pero en ese momento, los momentos varados de su memoria empezaron a desenmarañarse, haciendo que no supiera con exactitud qué páginas pertenecían a qué recuerdos. En poco tiempo, esos momentos flotaron y desaparecieron en la noche como hojas empujadas por la corriente a través de las canaletas del tejado, y por un momento, se quedó mirando las hojas, sin recordar, pensar o preguntarse nada.
Sus manos aún se mantenían ocupadas, a pesar de que su mente estaba perdida. Sus dedos rebuscaban por el escritorio, pasando las muchas hojas que había ante él, subrayando frases al azar, hurgando a través de los montones de papeles sin razón aparente. Era como si sus dedos actuaran por cuenta propia, buscando algo que había olvidado hacía tan solo unos momentos. Apartaba a un lado páginas y páginas, una tras otra, hasta que, por fin, sus dedos alzaron un manuscrito sin terminar, sujeto por una única goma elástica: La armonicista de cristal. Por un momento, se quedó mirando el manuscrito sin reaccionar, aparentando cierta indiferencia frente a su descubrimiento. Tampoco descubrió que Roger había releído repetidamente el texto, las veces que el chico se había colado en el ático para ver si el texto había sido actualizado o incluso finalizado. Pero fue el título del manuscrito el que sacó a Holmes de su estupor, haciendo que apareciera una curiosa y modesta sonrisa tras su barba. Si las palabras no hubieran sido escritas claramente al principio, sobre el primer párrafo, hubiera puesto el texto sobre el nuevo montón, donde hubiera terminado desapareciendo bajo nuevos montones de apuntes y anotaciones.
Sus dedos sacaron la goma elástica que sujetaba las hojas, dejando que cayeran sobre la mesa. Seguidamente, se reclinó sobre su silla, leyendo la historia incompleta como si la hubiera escrito otro. No obstante, los recuerdos sobre los sucesos de la señora Keller de repente afloraron con total claridad. Aún podía recordar su fotografía. También podía recordar a su enfurecido marido, sentado frente a él en Baker Street. Incluso, si se detenía a pensar por unos segundos, mirando hacia el techo, podía trasladarse en el tiempo, aventurándose de nuevo en el extraño caso de la señora Keller, volver a Baker Street, mezclándose en la densa multitud de Londres, mientras que avanzaban hacia la tienda de Portman. Aquella noche, estuvo más en el pasado que en el presente, mientras que el viento murmuraba incesantemente en las ventanas del ático.