6

En Kobe, y, subsecuentemente, en sus viajes hacia el oeste, el señor Umezaki a veces realizaba preguntas sobre Inglaterra, acerca de, entre otras cosas, si Holmes había visitado alguna vez el lugar de nacimiento del Bardo[10] en Stratford-upon-Avon, o si había paseado entre las misteriosas piedras del círculo de Stonehenge, o si había visitado la costa de Cornwall, la cual había inspirado durante tantos siglos a cantidad de artistas.

—Sí, sí lo he hecho —contestaba normalmente tras meditar durante unos momentos.

¿Habían sobrevivido las grandes ciudades anglicanas a la devastación de la guerra? ¿Se mantenía indomable el espíritu del pueblo inglés tras el bombardeo de la Luftwaffe?

—En su mayor parte, sí. Somos gente de carácter indomable, ya lo sabe.

—La victoria depende de mantener ese precepto, ¿no cree?

—Sí, supongo.

Luego, una vez de vuelta al hogar, era Roger el que hacía preguntas sobre Japón (a pesar de que las realizaba de una manera menos específica de como las hacía el señor Uzemaki).

Durante los atardeceres, en los que sesgaba el pastizal de alrededor de las colmenas, o quitando las hierbas altas para que así las abejas pudieran ir y venir sin obstáculos, el chico lo acompañaba a los acantilados cercanos, donde, midiendo cada paso con cuidado, bajaban por el sinuoso y largo sendero que terminaba en la playa. Allí, a ambos lados, se extendían kilómetros de agrupaciones de rocas y pequeñas dunas, interrumpidos tan solo por ensenadas poco profundas, y pequeñas zonas de aguas estancadas, que se vaciaban y volvían a llenar con cada golpe de olas, convirtiéndolos en lugares ideales para darse un refresco. A lo lejos, en los días claros, se podía ver la pequeña caleta que había en Cuckmere Haven.

Aquel día, con sus ropas dispuestas pulcramente en una de las rocas, el hombre y el chico disfrutaban de un baño en uno de los estancamientos, reclinándose cada vez que el agua emergía hacia su pecho. Allí asentados, con sus hombros justo por encima de las aguas, el sol del atardecer brillaba sobre el mar que se extendía. Roger miró por encima de Holmes y, haciéndose una visera con la mano, dijo:

—Señor, ¿se parece el océano japonés al canal?

—De alguna manera, al menos, lo que pude ver. El agua salada es agua salada. ¿No es así?

—¿Había muchos barcos?

Haciéndose una visera también, Holmes se dio cuenta de que el chico lo estaba mirando fijamente.

—Eso creo, —dijo, no estando seguro de si la cantidad de buques, pesqueros, y barcazas que pasaban por su memoria pertenecían a un puerto japonés, o a uno australiano.

—Es un país formado por islas, al fin y al cabo —dijo—. Ellos, al igual que nosotros, nunca están lejos del mar.

El chico dejó que sus pies flotaran en el agua, meneando sus dedos gordos sobresalientes sobre la espuma del mar.

—¿Es cierto que son gente de baja estatura?

—Me temo que sí.

—¿Cómo los enanos?

—No, más altos. Digamos que su media de altura es la tuya, chico.

Los pies de Roger se hundieron, y los dedos desaparecieron bajo el agua.

—¿Son amarillos?

—¿A qué te refieres exactamente?

—Si su piel es amarilla. ¿Tienen los dientes delanteros grandes, como los conejos?

—Su piel es de un color más oscuro que el amarillo.

Presionando su dedo sobre el bronceado hombro de Roger, dijo:

—De este color ¿Ves?

—¿Y sus dientes?

Holmes rio y dijo:

—No sabría decirte. Por otro lado, sí puedo recordar que había un predominio en lo que se refiere a grandes incisivos, así que sospecho que es más que cierto el decir que sus dientes eran muy parecidos a los tuyos o los míos.

—¡Oh! —dijo Roger en un murmullo y, durante un rato, se quedó callado.

El regalo en forma de abejas que le había traído, pensó Holmes, habían avivado la curiosidad del chico. Las dos criaturas encerradas en el vial, similares, pero a la vez diferentes a las abejas inglesas, sugerían una especie de mundo paralelo, donde todo era comparable, pero a su vez, no igual.

Tan solo más tarde, cuando empezaron a subir de nuevo por el camino, volvieron las preguntas. Ahora, el chico quería saber si las ciudades japonesas aún mostraban las cicatrices del bombardeo aliado.

—Sí, en algunos lugares —contestó Holmes, conociendo el interés de Roger en lo que respecta a los ataques aéreos y la crudeza de la muerte, como si algún detalle del destino final de su padre pudiera encontrar algún tipo de resolución en los sórdidos detalles de la guerra.

—¿Estuvo en el sitio donde cayó la bomba?

Habían parado para descansar, sentándose durante unos minutos en un banco que marcaba la mitad del camino. Estirando sus piernas hasta llegar al borde del acantilado, Holmes le echó un vistazo al canal, pensando en La Bomba. No era de la variedad incendiaria, ni de la antipersonal. Se trataba de la bomba atómica.

—La llaman pika-don —le dijo a Roger—. Significa «explosión cegadora», y sí, vi donde cayó.

—La gente de aquel lugar… ¿Parecía toda enferma?

Holmes siguió mirando hacia el mar, viendo cómo las antes grises aguas se enrojecían mientras el sol descendía.

—No, visiblemente, la mayoría no parecía enferma. Sin embargo, había algunos que sí. Es una cosa un tanto difícil de explicar, Roger.

—Oh —replicó el chico, mirándolo con una expresión de extrañeza, pero no dijo nada más.

Holmes terminó considerando cuál era el más desafortunado evento que podía sufrir una colmena: la pérdida repentina de la reina, cuando se carece de recursos para tener una nueva. ¿Cómo, aun con esa consideración, podía explicar el profundo padecimiento que se ve en una desolación inexpresiva, aquel empeño tan impreciso que albergaba la masa japonesa? Para la mayoría de los que visitaban el lugar, era una sensación difícil de explicar, pero allí estaba, siempre deambulando por las calles de Tokio y Kobe, visible de alguna manera en los serios rostros de los jóvenes repatriados, en las miradas vacías de las madres y los hijos desnutridos, en el sentimiento de una frase que se hizo popular el año anterior… «Kamikaze mo fuki kokone».

En la segunda tarde que pasó con sus anfitriones en Kobe, durante una toma de sake dentro de un pequeño establecimiento, el señor Umezaki le tradujo a Holmes el significado de aquella frase: «El viento divino ya no sopla», básicamente.

Esto lo dijo después de que un cliente visiblemente ebrio, vestido de manera desarrapada con atuendo militar, el cual caminaba zigzagueando de mesa en mesa, terminara con sus huesos en la calle, despedido del establecimiento, y gritando mientras se lo llevaban «¡Kamikaze mo fuki sokone! ¡Kamikaze mo fuki sokone! ¡Kamikaze mo fuki sokone!».

Mientras esto sucedía, justo antes del exabrupto del borracho, había estado discutiendo sobre el Japón rendido. O mejor dicho, Umezaki, saliendo abruptamente de una conversación referente a su itinerario de viaje, le había preguntado a Holmes si él también pensaba que la retórica de los invasores aliados sobre la libertad y la democracia chocaba frontalmente con la continua supresión de los poetas, escritores y artistas japoneses.

—¿No encuentra desconcertante, por llamarlo de alguna manera, que algunos estén muriendo de hambre, pero que, a su vez, no se nos permita criticar a las fuerzas de ocupación abiertamente? En este asunto no podemos llorar a nuestros muertos, ni portar su luto como una nación unida, ni incluso realizar elogios públicos por los caídos. Todo eso se contempla por estos invasores como un ensalzamiento del espíritu militar.

—Francamente —admitió Holmes, llevando su copa a sus labios—, sé muy poco de ese asunto. Lo siento.

—No, por favor. Siento el haberlo mencionado.

El rostro de Umezaki se encendió, y luego se relajó, como preludio de la intoxicación.

—De todas formas… ¿Dónde estábamos?

—En Hiroshima, creo.

—Cierto, usted estaba interesado en visitar Hiroshima.

¡Kamikaze mo fuki sokone! —comenzó a gritar de nuevo el borracho, alarmando a todos los clientes menos a Umezaki—. ¡Kamikaze mo fuki sokone!

Sin inmutarse, Umezaki se sirvió otro trago, y otro para Hensuiro, quien no había dejado de beberse sus copas de sake de un solo trago. Después del griterío formado por el borracho, y su expulsión, Holmes comenzó a estudiar al Sr. Umezaki, y este, con un humor cada vez más sombrío tras cada bebida, tenía la mirada fija en la mesa, con el ceño alicaído y el rostro compungido, como el de un niño haciendo pucheros (una expresión más propia para Hensuiro, cuya apariencia jovial y alegre se había tornado en una mirada neutra y lúgubre).

Finalmente, Umezaki lo miró.

—Bueno… ¿A dónde íbamos? Ah, sí, al oeste. Usted tenía interés en saber si Hiroshima está en nuestro camino. Bueno, pues sí, está en nuestro camino.

—Me gustaría visitar el lugar, si está usted de acuerdo.

—Desde luego, también me gustaría visitarlo. Para ser honesto, no he estado allí desde la guerra, solo he cruzado la zona en tren.

Holmes detectó un atisbo de aprensión en la voz de Umezaki, o, posiblemente, pensándolo mejor, tal vez solo fuera una exageración en su tono como anfitrión. Después de todo, el señor Umezaki que lo había recibido aquella tarde parecía un tanto disperso, atento a otros asuntos, totalmente opuesto al atento y afable compañero que le había recibido en la estación de tren la noche anterior. Ahora, después de haberse echado una breve siesta tras explorar la ciudad junto a Hensuiro, era su turno de estar bien despejado durante la tarde, mientras que ahora era Umezaki el que portaba sobre sus hombros una carga pesada y que lo agotaba (una lasitud que se hacía menos agobiante con una carga de alcohol y nicotina).

Holmes ya se había percatado de aquello al principio del día, cuando abrió la puerta del estudio de Umezaki, encontrándolo de pie frente a su mesa, perdido en sus pensamientos, con el pulgar y el índice presionando sus lagrimales, y con un manuscrito abierto a su lado. Puesto que Umezaki aún tenía puesto su sombrero y su chaqueta, se le hizo evidente que acababa de llegar a casa.

—Discúlpeme —dijo, sintiéndose de repente como un intruso. Sin embargo, se sentía intranquilo en aquella casa tan silenciosa, donde las puertas permanecían cerradas, y no se oía ni veía a nadie. Aun así, sin pretenderlo, había violado su propio código. A lo largo de su vida, siempre tuvo la firme convicción de que el estudio de un hombre era un lugar sagrado, un santuario donde ir a reflexionar y a retirarse del mundo exterior, ya fuera para realizar un importante trabajo, o para tener una comunión privada con los textos escritos de otras personas. Por lo tanto, el estudio del ático de su hogar en Sussex era la habitación a la que más aprecio le tenía, y si bien nunca lo había especificado concretamente, tanto la señora Munro como Roger entendían que nunca debían cruzar la puerta si esta se encontraba cerrada.

—No pretendía interrumpirlo. Parece que mi edad me hace errar por las habitaciones sin ningún motivo aparente.

El señor Umezaki levantó la vista, poco sorprendido, y dijo:

—Al contrario. Me alegro de que esté usted ahora mismo aquí. Pase, por favor.

—¿De verdad? No quisiera molestarle.

—Verdaderamente, creía que estaba usted dormido. De otra manera, le hubiera invitado a que acudiera aquí conmigo. Así que, por favor, entre y acomódese, mire cuanto quiera. Dígame qué es lo que piensa de mi biblioteca.

—Si insiste… —dijo Holmes, avanzando a través de las hileras de las estanterías, las cuales cubrían toda la pared, no sin darse cuenta de lo que estaba haciendo Umezaki mientras él realizaba su labor de inspección. Primero, puso el manuscrito justo en el centro de la mesa pulcramente ordenada, y luego, con disimulo, colocó su sombrero sobre él.

—Discúlpeme por haber tenido que atender mis obligaciones, pero espero que mi hermano haya sido un buen anfitrión.

—Oh, sí, hemos tenido un agradable día de paseo, aparte de los obvios obstáculos, debido a las barreras del lenguaje.

Justo entonces, Maya los llamó desde el salón, abajo. En su tono se atisbaba una leve irritación.

—Discúlpeme —dijo Umezaki—, tan solo será un minuto.

—No se preocupe —dijo Holmes, mientras vislumbraba las enormes hileras de libros.

Una vez más, Maya llamó desde abajo, y Umezaki aceleró el paso escaleras abajo en su dirección, olvidando cerrar la puerta tras de sí. Por unos momentos, después de que Umezaki se hubiera ido, Holmes miró los libros, con sus ojos saltando de estantería en estantería. Muchas de las ediciones eran ediciones en tapa dura, la mayoría con caracteres japoneses en sus lomos. Pero había una estantería que solo albergaba ediciones occidentales, organizadas en categorías. Literatura americana, literatura inglesa, ensayos. Había una gran parte de espacio dedicado a la poesía, con volúmenes de Whitman, Pound, Yeats, y varios libros de textos de Oxford referentes a la poesía romántica. La estantería de abajo estaba dedicada casi exclusivamente a Karl Marx, a pesar de que también había varios ejemplares de las obras de Sigmund Freud al final, bastante apretados.

Mientras que Holmes paseaba y observaba, se dio cuenta de que el estudio del señor Umezaki, a pesar de que era pequeño, estaba perfectamente dispuesto. Tenía una silla de lectura, una lámpara de suelo, unas cuantas fotografías, y lo que parecía ser un diploma enmarcado colgado tras el escritorio. Después, escuchó por encima la incomprensible bravata que se estaba produciendo escaleras abajo entre Maya y Umezaki, una discusión que fluctuaba entre el debate acalorado y el silencio repentino, y ya estaba dispuesto a salir y echar un vistazo al salón, cuando Umezaki volvió.

—Hemos tenido una pequeña discusión en lo que respectaba al menú de la cena, así que me temo que tendremos que comer más tarde de lo usual. Espero que no le importe.

—En absoluto.

—Mientras tanto, creo que podríamos ir a tomar una copa. Hay un bar no muy lejos de aquí, bastante acogedor, probablemente, el mejor sitio para discutir nuestro plan de viaje, si le parece bien.

—Suena perfecto.

Así que salieron durante un rato, caminando tranquilamente hacia el establecimiento pequeño, mientras el cielo se oscurecía, y permaneciendo allí mucho más tiempo del que en un principio tenían previsto; se fueron cuando la masa de gente se volvió demasiado numerosa y demasiado ruidosa.

A su vuelta, tan solo encontraron una cena simple consistente en pescado, algo de verdura, arroz, y sopa de miso. Cada uno de los platos fue servido sin ceremonia alguna en el comedor por Maya, quien rehusó unirse a ellos en la cena. Las articulaciones de los dedos de Holmes se resistieron al forzarlas al utilizar los palillos, y tan pronto como los bajó, Umezaki sugirió que se retiraran a su estudio.

—Si desea acompañarme, allí tengo algo que enseñarle.

Y con esto, los dos se levantaron de la mesa, recorrieron juntos el salón, dejando a Hensuiro solo, mientras acababa el resto de su cena.

El recuerdo de aquella noche en el salón del señor Umezaki permanecía vivido, a pesar de que, en aquel momento, el alcohol y la comida lo habían abotargado bastante. Mas, contrariamente a lo que había visto antes, el señor Umezaki volvía a ser el hombre alegre que, sonriente, le ofreció a Holmes su silla de lectura, para luego encender una cerilla ante un jamaicano que no pudo rechazar. Allí, sentado confortablemente en la silla, con los bastones cruzados sobre su regazo y el cigarro encendido en sus labios, Holmes miró cómo Umezaki abría un cajón de su escritorio, para sacar un volumen encuadernado en lapa dura.

—Es una edición rusa —le dijo a Holmes, quien aceptó el volumen, percatándose casi inmediatamente de las florituras imperiales que adornaban la cubierta. No había ningún otro indicativo ni en la cubierta ni en el lomo. Estudiándolo más detenidamente, mientras pasaba los dedos por la encuadernación rojiza y los detalles dorados de las aristas de su tapa, hojeó rápidamente sus páginas, para descubrir finalmente que se trataba de una edición extremadamente rara de una novela muy popular: El perro de los Barskerville[11].

—Supongo que se trata de una edición descatalogada.

—Sí —dijo Umezaki, con bastante orgullo y placer—. Adornada especialmente para la colección privada del zar. Con esto entiendo que era un gran aficionado a sus historias.

—¿Lo era? —dijo devolviendo el volumen.

—Oh sí, sí que lo era —dijo Umezaki, volviendo tras su escritorio. Al depositar de nuevo el volumen a su lugar, añadió:

—Como puede imaginar, este es el más preciado volumen de mi biblioteca. Mereció la pena el precio que pagué por él.

—Por supuesto.

—Usted también posee muchos libros referentes a sus aventuras… Diferentes ediciones, traducciones de edición limitada…

—En realidad, no poseo ninguno, ni tan siquiera las ediciones baratas. Si le digo la verdad, tan solo he leído un par de ellas, y de eso hace muchos años. Nunca pude hacerle ver a John la diferencia entre inducción y deducción, así que dejé de intentarlo, así como dejé de leer esas versiones prefabricadas de la verdad, pues las imprecisiones me crispaban los nervios. ¿Sabe, por ejemplo, que nunca le llamé Watson? Para mí, él era John. Simplemente John. Pero en realidad era un escritor de talento, muy imaginativo, mejor con la ficción que con los hechos reales, me atrevería a decir.

El señor Umezaki lo miró con cierto desconcierto.

—¿Cómo puede ser esto posible? —le preguntó, sentándose lentamente tras su escritorio.

Holmes se encogió de hombros, exhalando el humo de su cigarrillo, y diciendo simplemente:

—Esa es la pura verdad, me temo.

Pero fue justo después de eso cuando quedó claro para él. El señor Umezaki, todavía algo afectado por la bebida, aspiró con profundidad, como si él también estuviera fumando, y se tomó una larga pausa antes de decir lo que pensaba. Después, sonriendo ampliamente, confesó que tampoco le sorprendía mucho el conocer que las historias no eran exactas a los hechos que habían ocurrido realmente.

—La habilidad, o tal vez debería referirme a la habilidad del personaje de las historias, para dar con conclusiones definitivas de observaciones, a menudo algo tenues, siempre me parecieron algo imaginativas, ¿no cree? Me refiero a que usted no se parece en nada al personaje del que tanto se ha hablado. ¿Cómo podría decirlo? Usted es menos extravagante, más apagado.

Holmes lo miró con reproche, haciendo un aspaviento con la mano, como si estuviera despejando el humo de su cigarro.

—Bien, usted se está refiriendo a la arrogancia de la que hacía uso en mi juventud. Ahora soy un viejo y estoy retirado desde antes de que usted fuera un niño. Viéndolo con perspectiva, todo aquello es algo vergonzoso, con toda esa presunción digna de un yo mucho más joven. Realmente eso es lo que pienso. ¿Sabía que echamos a perder un cierto número de casos importantes? Un hecho realmente lamentable. Por supuesto, ¿quién quiere leer sobre los fracasos? Yo no querría. Pero le puedo decir, con casi toda certeza, amigo mío, que puede que los éxitos pudieran haber sido exagerados de alguna manera. Sin embargo, esas conclusiones que usted ha calificado como imaginativas no lo han sido.

—¿De verdad? —dijo Umezaki, tomándose otra pausa, y realizando otra larga aspiración, para decir luego—: Me pregunto qué es lo que usted sabe de mí, ¿o también está su talento de retirada?

Era posible, consideró Holmes después de unos segundos de reflexión, que el señor Umezaki no hubiera utilizado las palabras exactas. No obstante, recordó cómo cabeceó hacia atrás, fijando su mirada hacia el techo. Con el cigarro en una mano, comenzó hablando lentamente:

—¿Qué es lo que sé de usted? Bien, sus conocimientos de inglés indican una formación académica, y viendo esas viejas ediciones de Oxford en su estantería, diría que ha estudiado en Inglaterra. El diploma del muro no hace sino confirmar este hecho. Supongo que su padre era un diplomático con fuertes preferencias por el mundo occidental. ¿Cómo si no hubiera sentido este favoritismo por una morada tan poco tradicional como esta, su herencia, su propiedad, o, por otro lado, cómo hubiera permitido si no que su hijo hubiera ido a estudiar a Inglaterra, un país donde, sin lugar a dudas, tendría algún tipo de negocio?

En ese momento, cerró los ojos.

—Y en lo que respecta específicamente a usted, mi querido Tamiki, puedo discernir con facilidad que es usted un hombre letrado y culto. De hecho, es sorprendente cuánto se puede aprender sobre una persona simplemente mirando los libros que posee. En su caso, hay un interés por la poesía, especialmente, en la obra de Whitman y en la de Yeats, lo cual me indica cierta afinidad por el verso. No solo es aficionado a leer poesía, sino que también la escribe. De hecho, lo hace de manera tan frecuente, que probablemente no se ha dado cuenta de que la nota que me ha dejado esta mañana junto al desayuno estaba dispuesta en forma de haiku, de la variedad cinco-siete-cinco, según creo. Y si bien no voy a tener manera de descubrirlo a no ser que lo mire, imagino que el manuscrito que está sobre su mesa contiene algún trabajo sin publicar. Digo sin publicar porque ha tomado las suficientes precauciones para ocultarlo bajo su sombrero hace unos momentos. Lo cual nos conduce a su viaje de negocios, el cual sospecho realizó esta mañana. Pero ¿qué tipo de negocios hacen que un escritor lleve consigo un texto sin publicar? ¿Y por qué volvería de ese humor, con el manuscrito aún en la mano? Presumo que ha tenido que ver con una cita con algún editor, la cual seguramente no ha ido demasiado bien. Así que si bien se puede asumir que ha sido la calidad del manuscrito lo que ha impedido su publicación, yo pienso que hay otro motivo. Pienso que el mensaje del texto es el motivo, no la calidad. ¿Cómo si no hubiera usted expresado, querido amigo, su indignación sobre la continua supresión de los poetas, escritores y artistas japoneses, ejercida por los censores aliados? Un poeta que dedica gran parte de su biblioteca a Marx difícilmente puede ser un seguidor del espíritu militarista del Emperador. De alguna manera, señor, es usted algo así como un dirigente comunista, lo cual, por supuesto, le va a hacer caer bajo el ojo censor tanto por las fuerzas de ocupación como por aquellos que todavía tienen al Emperador en gran estima. El mismo hecho por el que usted se refirió a Hensuiro como «camarada» esta tarde, una extraña palabra para referirse a su propio hermano, son meras pistas de su ideología, así como de sus ideales. Por supuesto, Hensuiro no es su hermano ¿verdad? Si así lo fuera, su padre, sin lugar a dudas, hubiera hecho que siguiera sus mismos pasos en Inglaterra, ofreciéndome a mí de paso el beneplácito de tener una mejor manera de comunicación. Curiosamente, entonces, ustedes dos comparten esta misma casa, visten de la misma manera, y continuamente sustituyen el pronombre «mi» por «nuestro», al igual que hacen las parejas casadas. Naturalmente, nada de eso es de mi incumbencia, aunque estoy convencido de que crecieron juntos como un solo niño.

Un reloj de péndulo empezó a sonar, y Holmes abrió los ojos, fijándolos de nuevo en el techo.

—Para finalizar, y ruego por favor que no se ofenda, me pregunto cómo ha conseguido seguir viviendo de esta manera tan confortable durante estos tiempos tan duros. No muestra ningún signo de pobreza, tiene un ama de llaves, y se siente bastante orgulloso de su colección de orfebrería Art Déco. Esto le sube uno o dos grados por encima de la burguesía estándar, ¿no está de acuerdo conmigo? Por otro lado, el hecho de que un comunista tenga tratos en el mercado negro es algo más que simple hipocresía, especialmente, si está consiguiendo beneficios a precios más que beneficiosos a expensas de las hordas capitalistas que están invadiendo su país. —Mirando al vacío, Holmes se mantuvo en silencio. Finalmente, dijo:

—Hay otros detalles, estoy seguro, pero por ahora, escapan a mi percepción. Como verá, no soy tan retentivo como lo era hace un tiempo.

En este punto, bajó su cabeza, llevó el cigarro a sus labios, y lanzó a Umezaki una mirada cansada.

—Increíble. —Umezaki sacudió su cabeza en un gesto de incredulidad—. Absolutamente increíble.

—No hay necesidad de…

Umezaki intentó aparentar imperturbabilidad. Sacó un cigarrillo de su bolsillo, y lo sostuvo entre sus dedos, sin llegar a encenderlo.

—Aparte de uno o dos errores, ha desnudado mi alma por completo, señor. Es cierto que tengo ciertos asuntos con el mercado negro, pero solo con vendedores ocasionales. En realidad, mi padre era un hombre muy rico, y se aseguró de que su familia permaneciera así, pero eso no significa que no pueda tener afinidad con los ideales marxistas. Además, no es del todo exacto el afirmar que tenga ama de llaves.

—La mía no se puede decir que sea una ciencia exacta, como bien sabe.

—De todas formas, no puedo negar que su actuación ha sido impresionante. Sus observaciones sobre mí y Hensuiro son muy sorprendentes. Sin llegar a ser demasiado brusco, usted mismo era un soltero, que vivió durante mucho tiempo en la compañía de otro soltero.

—Puramente platónico, le puedo asegurar.

—Si usted lo dice —dijo Umezaki, un tanto intimidado—. Realmente ha sido una demostración sorprendente.

La expresión de Holmes se tornó interrogativa.

—Si no me equivoco, la mujer que cocina y atiende su casa, Maya, es su ama de llaves, ¿no?

El señor Umezaki era soltero, pero aun así, chocaba que Maya lo tratara más como una sobreprotectora esposa que como una empleada del hogar.

—Es cuestión de semántica, si así lo desea, pero prefiero no pensar en mi madre como un ama de llaves.

—Naturalmente.

Holmes frotó sus manos, intentando disimular lo que en realidad era, una metedura de pata en toda regla por su parte. Había olvidado la relación de Umezaki y Maya, algo que seguramente quedó claro durante la primera noche, en las presentaciones. O puede que el descuido fuera de su anfitrión, tal vez nunca se lo dijo desde un principio. De todas formas, no era algo por lo que preocuparse ahora, al fin y al cabo, era un error comprensible. La mujer parecía demasiado joven para ser la madre de Umezaki.

—Ahora, si me disculpa —dijo Holmes, sosteniendo el cigarrillo a pocos centímetros de sus labios—, estoy algo cansado, y mañana tenemos cosas que hacer por la mañana temprano.

—Sí, yo me retiraré en breve. Pero antes quería decirle que le estoy muy agradecido por tenerlo aquí.

—Tonterías —dijo Holmes, levantándose sobre sus bastones, y con el cigarro a un lado de su boca—. Soy yo el que le está agradecido. Que duerma bien.

—Le deseo lo mismo.

—Gracias, y buenas noches.

—Igualmente.

Y con eso, Holmes se encaminó a través del estrecho corredor, caminando por el salón con las luces apagadas, donde todo parecía estar en penumbra. Sin embargo, un atisbo de luminosidad surgía de entre toda aquella oscuridad, procedente de una puerta entreabierta que estaba justo delante de él. Se acercó lentamente a la fuente de luz, y se paró justo delante. Atisbando su interior, vio cómo Hensuiro trabajaba. Sin camisa, y en un habitáculo escasamente amueblado, se encorvaba frente a un lienzo que, desde el punto de vista de Holmes, mostraba algo parecido a un paisaje ensangrentado con una multitud de figuras geométricas (realizadas con trazos de color negro, círculos azules, y cuadrados amarillos). Fijándose un poco más, consiguió ver alguna de las obras finalizadas, de distintos tamaños, colgadas en las paredes desnudas. Sobre imprimaciones en rojo, según podía observar, se alzaban lóbregos y deprimentes ambientes repletos de edificios en ruinas, pálidos cadáveres que se extendían sobre el fondo escarlata, miembros retorcidos, piernas dobladas, manos apretadas y cabezas sin rostro apiladas de una manera desordenada. Por todo el suelo de madera, esparcidas y desperdigadas de manera azarosa, había incontables goterones de pintura, semejantes a un rastro de sangre dejado por una herida.

Más tarde, mientras estaba sentado en la cama, Holmes meditó acerca de la sorpresiva relación del poeta con el artista. Dos hombres, haciéndose pasar por hermanos, viviendo bajo el mismo techo, bajo las mismas sábanas, juzgados por la crítica y desaprobadora mirada de la, por otro lado, leal Maya. Seguramente, mantenían una vida clandestina, bajo la más sutil de las discreciones. Pero también sospechaba que allí había otros secretos, posiblemente, uno o dos asuntos que tratarían en breve. Las cartas del señor Umezaki, tal y como ahora sospechaba, albergaban motivos que iban más allá de los evidentes. Se le había ofrecido una invitación, sí, la cual aceptó. A la mañana siguiente, comenzarían los viajes planeados, dejando a Hensuiro y Maya solos en el caserón. De qué manera más engañosa he sido atraído hasta aquí, pensó antes de dormirse. Después, por fin, cerró sus ojos, y comenzó a soñar mientras un zumbido bajo, con el que estaba familiarizado, empezó a susurrar junto a su oído.