Durante sus viajes, en alguna ocasión, Holmes volvía a sentir cómo un constante sentimiento de insana curiosidad impregnaba la existencia humana, proveniente de lo profundo de su naturaleza, la cual no podía comprender. Y viendo que este inefable sentimiento colindaba con su vida campestre, a veces este tenía a bien visitarlo, haciéndose más y más evidente en la presencia de los visitantes casuales que traspasaban, cada vez con más frecuencia, su propiedad. En los primeros años, los visitantes eran una mezcla de estudiantes borrachos deseosos de reírse de él, investigadores procedentes de Londres buscando ayuda para algún crimen sin resolver, algún joven procedente de Gables, una escuela a medio kilómetro de la propiedad de Holmes, o incluso familias enteras de excursión, con la única esperanza de poder ver momentáneamente al famoso detective.
—Lo siento —les decía a todos sin excepción—, pero mi privacidad merece el máximo de los respetos. Les pediría por favor que abandonaran mi propiedad inmediatamente.
La Primera Guerra Mundial le trajo algo de paz al lugar, y el repiqueteo a la puerta de su casa fue disminuyendo cada vez más y más. Ocurrió lo mismo cuando la Segunda Guerra Mundial arrasó Europa. Pero durante el periodo que hubo entre las dos guerras, los molestos moscones volvieron con más fuerza que nunca, y aquel típico conglomerado fue sustituyéndose por otro de peor calaña: los buscadores de autógrafos, los periodistas y los grupos de lectura de Londres y de otros lugares. Aquellos invasores contrastaban con los miembros mutilados de los veteranos, los cuerpos contorsionados en chirriantes sillas de ruedas, las diferentes mutaciones de respiración ahogada, o incluso con cestas de mimbre que aparecían de vez en cuando como sarcásticos regalos en el pórtico de su casa.
—Lo siento, realmente lo siento…
Lo que buscaban ciertos grupos, unos minutos de conversación, una fotografía, un autógrafo, podía negárseles fácilmente. Lo que otros solicitaban, sin embargo, eran peticiones sin sentido, pero muy difíciles de rehusar. Una imposición de manos, unas cuantas palabras susurradas al oído a modo de encantamiento curativo, como si los misterios de su mal pudieran ser resueltos con solo eso. Aun así, se mantenía firme en sus negaciones, normalmente amonestando a aquellos que, empujando aquellas mismas sillas de ruedas, habían ignorado sin consideración los avisos de: «PROPIEDAD PRIVADA, NO PASAR».
—Por favor, salgan de aquí en este mismo instante. De otra manera, me veré obligado a dar parte al agente Anderson de la comisaría de Sussex.
Últimamente, ha empezado a ablandar sus propias reglas, sentándose en la compañía de la madre y su hijo. La primera persona que la vio fue Roger, en cuclillas junto al jardín herbal, con su hijo envuelto en un chal de color crema, y con su cabeza puesta sobre su pecho izquierdo. Apoyado en el chico, Holmes incrustaba sus bastones en el suelo del camino, gruñendo para que ella pudiera oír que la entrada a sus jardines estaba prohibida. Pero una vez la vio, su ira desapareció, vacilante de acercarse más. Ella lo miró con unas pupilas grandes y tranquilas. Su cara sucia revelaba sus carencias. Su blusa amarilla, desabotonada, mugrienta, mostraba la cantidad de kilómetros que había andado para encontrarlo. Después se abotonó la blusa apartándose de él, ofreciéndole su hijo con las manos sucias de tierra.
—Vuelve a casa —le dijo a Roger en voz baja—. Llama a Anderson, dile que es una emergencia, y dile también que lo esperamos en el jardín.
—Sí, señor.
Miró lo que el chico no había visto aún. El pequeño cadáver que su madre sostenía en sus manos, con sus mejillas de color púrpura, y los labios de un azul oscuro, y las numerosas moscas que caminaban y revoloteaban alrededor del chal tejido a mano. Una vez que Roger partió, apartó los bastones y, no sin algo de esfuerzo por su parte, se sentó junto a la mujer. Una vez más, ella le ofreció el chal con el cuerpo, el cual aceptó gentilmente, sosteniendo al bebé contra su pecho.
Para cuando Anderson llegó, Holmes ya le había devuelto al pequeño. Durante un momento, estuvo al lado del agente en el camino, mirando el bulto que la mujer sostenía contra su pecho, mientras que ella apretaba repetidamente su pezón contra los labios del bebé. Procedente del este, se oyó la sirena de una ambulancia, que se acercaba cada vez más, y que se detuvo cerca de la puerta de entrada a la finca.
—¿Cree usted que ha sido un secuestro? —susurró Anderson, mesándose su curvo bigote, y quedándose embobado por la visión del pecho de la mujer.
—No —contestó Holmes—, creo que no se trata de ningún acto criminal.
—¿De verdad? —contestó el agente, notando Holmes un cierto tono de decepción en su voz. Al final, no habría un gran misterio que resolver, y no podría trabajar codo a codo en un caso con el héroe de su niñez.
—¿Entonces, qué cree que es lo que ha pasado?
—Mire sus manos —le dijo Holmes—. Mire la suciedad y el barro que hay bajo sus uñas, en su blusa, en su piel y en sus ropas.
Según suponía, había estado arrodillada en la tierra, desenterrando algo.
—Mire sus zapatos llenos de barro, parecen nuevos, casi sin uso. Aun así, parece que han recorrido una gran distancia, tal vez no más lejos de Seaford. Mire su cara, y reconocerá los rasgos de una madre que acaba de perder a su hijo recién nacido. Contacte con sus colegas de Seaford. Pregunte si ha habido alguna profanación de alguna tumba durante esta noche, y que si el cuerpo de su interior ha sido extraído, y también pregunte si la madre del niño muerto ha desaparecido. También puede finalmente preguntar si el nombre del chiquillo muerto era Jeffrey.
Anderson miró de repente a Holmes, como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Cómo sabe usted eso?
Holmes se encogió de hombros, con pesar.
—No lo sé, al menos, no con certeza.
La voz de la señora Munro sonó desde la granja, indicando a los hombres de la ambulancia adónde dirigirse.
Anderson parecía preocupado, mientras levantaba una ceja y seguía atusándose el bigote.
—¿Por qué ha venido hasta aquí? —dijo—. ¿Por qué ha acudido a usted?
Una nube tapó durante unos instantes el sol, proyectando una larga y oscura sombra sobre los jardines.
—Esperanza, supongo —dijo Holmes—. Parece que soy más que conocido por encontrar respuesta a sucesos que en principio carecen de esperanza. Más allá de esto, no me atrevo a especular.
—¿Y cómo sabe que se llama Jeffrey?
Holmes se explicó. Le preguntó por el nombre del crío mientras sostenía el chal. «Jeffrey», creyó oírle decir. Le preguntó por su edad. Miró penosamente al suelo, y no dijo nada. También le había preguntado por el lugar de nacimiento del bebé. Tampoco dijo nada. ¿Desde dónde había viajado?
—Seaford —dijo en un murmullo, espantándose una mosca de la cabeza.
—¿Tiene hambre?
No obtuvo respuesta.
—¿Le gustaría comer algo?
Siguió sin obtener respuesta.
—Me parece que debe estar usted bastante hambrienta, señorita, y sedienta.
—Este es un mundo estúpido —dijo finalmente, cogiendo de nuevo el chal.
Y en el caso de que se hubiera dirigido directamente a Holmes, él no podría haber estado más de acuerdo.