4

Cuando Roger le preguntó cómo había hecho con las dos abejas japonesas, Holmes se mesó la barba en toda su longitud y, después de sumirse en sus propios pensamientos por unos momentos, mencionó el descubrimiento de un panal en el centro de Tokio.

—Fue un hallazgo producto de la pura suerte, si hubiera ido en coche con mi equipaje, no hubiera dado con el lugar, pero viniendo como vine enclaustrado en el barco, necesitaba ejercitar mis extremidades.

—¿Caminó durante mucho tiempo?

—Así lo creo, de hecho, estoy completamente seguro de haber dado una larga caminata, aunque no puedo recordar exactamente la distancia.

Estaban en la biblioteca de la casa, sentados uno al lado del otro. Holmes estaba reclinado con un vaso de brandy en su mano, mientras que Roger se inclinaba intentando ver mejor el vial que sostenía en sus manos.

—Fue una ocasión perfecta para dar un paseo. Hacía un tiempo idóneo, muy agradable, y me apetecía mucho ver la ciudad. Holmes estaba relajado y contento, y miraba con atención al chico mientras rememoraba su mañana en Tokio. Por supuesto, omitiría los embarazosos momentos, como cuando se perdió en medio del distrito comercial de Shinjuku mientras buscaba la estación de trenes, ya que mientras deambulaba por las calles contiguas, su infalible sentido de la dirección le abandonó por completo. No había razón tampoco para contarle al chico cómo había perdido el tren a la ciudad portuaria de Kobe, y cómo encontró cierto alivio al encontrar el panal después de ver los peores aspectos del Japón de la postguerra… Hombres y mujeres viviendo en improvisadas barracas hechas de cajas y chatarra en las zonas más bulliciosas de la ciudad, amas de casa con sus bebés cargados a las espaldas, formando interminables filas para comprar arroz y patatas, transportes públicos abarrotados, con pasajeros sentados en los techos del vehículo, o descolgadas incluso en las rejas de los motores, y las incontables figuras famélicas yendo y viniendo a lo largo de la calle, con los ojos brillantes de odio mientras miraban con los ojos del hambre a la desorientada figura del caballero inglés que caminaba a su lado, el cual se sostenía sobre dos bastones, y cuyo rostro era imposible de discernir tras su espesa barba y larga melena.

Pero en aquella ocasión, a Roger solo se le relató el fortuito encuentro con las abejas urbanas. El chico permaneció igualmente fascinado, con sus ojos azules siempre atentos a la figura de Holmes. Su rostro permanecía en calma, sus ojos abiertos de par en par, con las pupilas fijas en aquellos ojos venerables, brillantes, como si el chico estuviera observando unas luces distantes y militantes en un horizonte opaco, un parpadeo oscilante de algo que existía justo más allá de lo que podía divisar. A cambio, aquellos ojos grises que se centraban justo sobre él, penetrantes y amables al mismo tiempo, hacían de nexo entre la edad que los separaba. Como un brandy que se toma a sorbos, como el cristal del vial que se iba calentando en la palma de sus manos; aquella voz añeja, pero viva, hacía que Roger se sintiera mucho más maduro y versado de lo que le correspondía a su edad.

Holmes le contó cómo se adentró más y más en Shinjuku, explicando de qué forma las abejas obreras atrajeron su atención mientras forrajeaban aquí y allá, zumbando alrededor de algunas agrupaciones de flores que crecían al lado de los árboles que se alzaban en la calle, y en las macetas que se encontraban en el exterior de las casas. En un intento de seguir la ruta de las obreras, perdía el rastro, pero casi inmediatamente divisaba otra y, pronto, le fueron conduciendo a un oasis en el interior de la ciudad. Según pudo contar, en aquel lugar había al menos veinte colonias, cada una de las cuales era capaz de producir una cantidad de miel considerable. «Qué hábiles criaturas», pensó para sí. Seguramente, los sitios de forraje de las colonias de Shinjuku cambiaban con cada estación. Puede que las abejas recorrieran grandes distancias en septiembre, cuando es raro ver una flor crecida y, a su vez, es posible que estas mismas abejas recorrieran distancias mucho menores en verano y primavera, cuando era la época de floración, y ya que en septiembre florecían los cerezos, allí se encontraban rodeadas de un ambiente rico y saludable. Aún más, aquel corto radio de forraje incentivaba la eficiencia de almacenaje de las colonias. Así, considerando que la competencia por el polen y néctar que ejercían los polinizadores, tales como los avispones, las mariposas y los escarabajos, había más lugares de comida a los que dirigirse y explotar dentro de la zona de Tokio que en las zonas periféricas.

Las primeras preguntas que Roger hizo al respecto de las abejas japonesas no recibieron una respuesta inmediata (y el muchacho era demasiado educado como para insistir). No es que Holmes hubiera olvidado la pregunta del muchacho. Sin embargo, la respuesta se hizo esperar, como si fuera un nombre que se intentara recordar teniéndolo en la punta de la lengua. Sí, las abejas venían del Japón y sí, eran un regalo para el chico, pero Holmes no recordaba la forma en la que se había hecho con ellas. Tal vez fuera en aquel panal de Tokio (aunque lo dudaba, porque en aquel momento estaba más preocupado en encontrar la estación de trenes), o tal vez fue durante los viajes realizados con el señor Umezaki (ya que realizaron muchos desde el momento en que llegó a Kobe). Estos momentos de lapsus, temía, eran el resultado de los cambios sufridos en su lóbulo frontal a causa de la edad. Si no, ¿de qué otra manera cabría la explicación de que algunos de sus recuerdos permanecieran intactos, mientras que otros hubieran ido desapareciendo paulatinamente? Extraño era también el hecho de que pudiera recordar con una claridad cristalina algunos momentos de su niñez, como la mañana en la que entró en el salón de esgrima de Maître Alphonse Bencin, aquel enjuto francés que no paraba de atusarse el bigote, mientras miraba al tímido y delgaducho chico que tenía frente a él, si bien ahora, por ejemplo, tenía que comprobar continuamente el reloj de su bolsillo para saber en qué hora del día se encontraba.

Aun así, al contrario de lo que pudiera parecer por no poder recurrir a todos aquellos conocimientos, tenía el pleno convencimiento de que aún conservaba la mayoría de sus recuerdos y en las tardes siguientes a la vuelta a casa, se sentaba en su mesa del ático, alternando el tiempo de trabajo en su obra magistral, El arte de la deducción, y revisar su Guía práctica sobre la cultura apícola, que escribió hacía treinta y siete años, y que estaba preparando para una reedición para Beach & Thompson, aunque siempre terminara recordando en los distintos lugares en los que había estado.

Así pues, era probable que se encontrara en el andén de tren de Kobe después de un largo viaje, buscando al señor Umezaki entre el gentío de oficiales y soldados americanos que transitaban entre los hombres de negocios, familias y viandantes japoneses que había a su alrededor, con la cacofonía de aquella algarabía de voces diferentes, mezclada con el sonido de los pasos que se dirigían hacia la noche, resonando en el suelo del andén.

—¿Sherlock-san?

Como si se hubiera materializado de ninguna parte, una delgada figura vestida con un sombrero alpino, pantalón corto, zapatillas deportivas y camisa blanca de cuello abierto apareció a su lado. Iba acompañado de otro hombre, algo más joven, vestido exactamente igual. Los dos hombres le miraban a través de unas gafas de alambre, y el más viejo de los dos, de una edad que rondaría los cincuenta, según dedujo Holmes, a pesar de no poder asegurarlo con exactitud dado que se trataba de un asiático, se puso frente a él, inclinándose. El otro repitió el saludo de la misma manera.

—Supongo que usted es el señor Umezaki.

—Así es, señor —dijo el más viejo, aún inclinado—. Bienvenido al Japón, y bienvenido a Kobe. Es un honor el conocerle por fin. Estamos igualmente honrados porque nos permita tenerlo como huésped en nuestra casa.

Si bien las cartas del Umezaki habían demostrado que el hombre tenía ciertas nociones de inglés, Holmes quedó gratamente sorprendido del acento britanizado que poseía su anfitrión, sugiriendo el hecho de que seguramente habría recibido una educación más allá de las tierras del Sol Naciente. Todo lo que realmente sabía era que compartían la misma pasión por el aria spinosa[6], o, tal y como se la llamaba en Japón, hire sansho. Era este interés común el que inició su extensa y continuada correspondencia. Fue el señor Umezaki quien le envió la primera misiva después de leer un monográfico que Holmes había publicado años atrás, titulado El valor de la jalea real, y Los beneficios del aria spinosa, pero ya que el arbusto crecía mayormente en la zona costera de su Japón natal, nunca había tenido la oportunidad de verlo en persona, o de paladear los platos culinarios preparados con sus hojas. Además, durante los viajes que realizó en su juventud, nunca aprovechó la oportunidad de visitar Japón. Cuando recibió la invitación del señor Umezaki, se dio cuenta de que posiblemente aquella sería la última ocasión de ver los fantásticos jardines sobre los que tanto había leído, y sobre todo, tendría la oportunidad de tomar una muestra de aquella especie tan especial de arbusto que lo había fascinado durante tanto tiempo, una hierba de la cual sospechaba que tenía unas cualidades especiales que permitían prolongar la vitalidad de la misma manera que lo hacía su adorada jalea real.

—El honor es mutuo.

—Sí —dijo Umezaki, poniéndose de nuevo derecho—. Por favor, señor, permítame presentarle a mi hermano. Este es Hensuiro.

Hensuiro seguía inclinado, con los ojos medio cerrados.

Sensei, hola. Usted ser un gran detective, gran, gran detective.

—Hensuiro, ¿verdad?

—Gracias, sensei, gracias, usted ser muy grande.

De repente, aquella pareja se le hizo muy extraña. Uno de los hermanos hablaba inglés sin problemas, mientras que el otro apenas conocía el idioma. Poco después, mientras salían de la estación de tren, Holmes se percató del curioso balanceo que realizaba el hermano más joven con las caderas al caminar, como si el peso del equipaje que portaba Hensuiro le hiciera tener unos andares de algún modo femeninos, concluyendo que tan solo se trataba de una disposición natural, más que una afección, ya que, después de todo, el equipaje no era tan pesado. Cuando finalmente llegaron a la parada del tranvía, Hensuiro soltó las maletas y le ofreció un cigarrillo de un paquete.

—Sensei.

—Gracias, —dijo Holmes, tomando uno, y llevándoselo a la boca. Iluminado por la luz de las farolas, Hensuiro encendió una cerilla, cubriendo la llama con una mano. Cuando le acercó las manos, Holmes se fijó en las delicadas manos del hombre, salpicadas de pintura roja, en su tersa piel, en sus cuidadas uñas, algo sucias en el borde. Asumió que eran las manos de un artista, y las uñas de un pintor.

Saboreando el cigarrillo, miró en dirección a la oscura calle, y vio a lo lejos las figuras de la gente que paseaba por una de las zonas del barrio, iluminada por carteles de neón. En algún lugar sonaba música de jazz, suave, pero alegre, y entre calada y calada del cigarrillo, percibió un olor a carne asada.

—Imagino que estará hambriento —dijo Umezaki, quien, desde que salieron de la estación, había permanecido en silencio, caminando a su lado.

—De hecho lo estoy —dijo Holmes—. También estoy bastante cansado.

—En ese caso, por qué no se instala en casa. La cena estará servida enseguida.

—Una sugerencia perfecta.

Hensuiro comenzó a hablar en japonés con Umezaki, gesticulando con sus refinadas manos abiertamente. Por un momento, se tocó su sombrero alpino, y después hizo un gesto con uno de sus dedos en la zona de su colmillo, de donde sobresalía su cigarrillo. Después, Hensuiro sonrió abiertamente, asintiendo hacia Holmes, e inclinándose levemente.

—Mi hermano se pregunta si ha traído con usted su famoso sombrero —dijo Umezaki, mostrándose algo avergonzado—. Creo que su nombre es deerstalker[7], así como su pipa. ¿La ha traído?

Hensuiro, aún asistiendo, se señaló a la vez su sombrero y su cigarrillo.

—No, no —dijo Holmes—. Me temo que ya no llevo nunca el deerstalker, y tampoco sigo fumando en pipa. Aquellos eran meros detalles de los ilustradores, intentando darme un toque distintivo, supongo, y sobre todo, para vender revistas. La verdad es que no hay mucho más que comentar sobre el asunto.

—Oh, —dijo Umezaki, con un gesto de desilusión en el rostro. El mismo gesto que pronto apareció en la cara de Hensuiro cuando le comunicaron la noticia. El hombre, al enterarse, se inclinó de nuevo rápidamente, visiblemente avergonzado.

—Por favor, no hay ninguna necesidad de hacer eso —dijo Holmes, quien en verdad estaba habituado a esa reacción, pero gustaba de desmitificar esa parte de la leyenda—. Dígale que no tiene ninguna importancia.

—Desconocíamos por completo esa circunstancia —explicó Umezaki, antes de calmar a Hensuiro.

—Pocos lo saben —dijo Holmes en tono bajo, exhalando el humo.

Al poco tiempo llegó el tranvía, avanzando de manera traqueteante en su dirección desde la zona donde brillaban los carteles de neón. Mientras que Hensuiro cogía de nuevo el equipaje, Holmes miró de nuevo calle abajo.

—¿Eso que suena es música? —le preguntó a Umezaki.

—Sí, de hecho, suele haber música en esta zona durante la noche. No hay muchas vistas panorámicas en Kobe, así que intentamos disimularlo con algo de la vida nocturna.

—¿De verdad? —preguntó Holmes, enfocando los ojos, en un intento sin éxito de tener una mejor visión de las luces de los clubs y los bares lejanos, aunque ahora era imposible escuchar la música con la ruidosa llegada del tranvía. Finalmente, se subieron al transporte y se alejaron de la zona de neones, al tiempo que se dirigían a través de un distrito de tiendas, ahora cerradas, aceras vacías y esquinas oscuras. Segundos después, el tranvía entró en un reino de ruinas, compuesto de zonas devastadas durante la guerra, formando un panorama carente de iluminación, repleto de siluetas derruidas, perfiladas tan solo por la luz de la luna llena.

Entonces, como si las avenidas de Kobe hubieran caído encima de su propio cansancio, los párpados de Holmes se cerraron, dejando caer su cuerpo definitivamente en el asiento del tranvía. Aquel día tan largo lo terminó consumiendo, y, minutos después, empleó las pocas fuerzas que le quedaban para levantarse, y subir por una empinada calle, con Hensuiro en cabeza de la marcha, y el señor Umezaki sosteniéndolo del codo. Mientras que sus bastones golpeaban el suelo, una vaharada de aire cálido procedente del mar le sobrevino, trayéndole las esencias del salitre del mar. Respirando aquella brisa nocturna, se le vino a la mente la granja de Sussex que él mismo apodó como La Paisible, (el lugar del sosiego, tal y como la llamó una vez en una misiva enviada a su hermano Mycroft), y la escarpada costa de acantilados que eran visibles a través de la ventana del ático de su estudio. Deseando llegar para poder dormir, imaginó su pulcro dormitorio, con las sábanas de su cama limpias y estiradas.

—Ya estamos llegando —dijo Umezaki—. Pronto estará en mi propiedad.

Justo enfrente, donde la calle terminaba, se alzaba una casa de dos plantas muy poco usual en un país donde la costumbre eran las casas tipo minka[8]; sin embargo, la residencia del señor Umezaki era de estilo claramente Victoriano. Estaba pintada de rojo, circundada por una cerca de madera, y con un patio en la entrada muy parecido a un jardín inglés.

Si bien los alrededores de la propiedad estaban sumidos en una profunda oscuridad, un ornamentado foco de cristal tallado proyectaba una luz a lo largo del amplio porche, haciendo de la casa un faro bajo el cielo nocturno. Sin embargo, Holmes estaba demasiado exhausto para comentar nada, ni tan siquiera cuando siguió los pasos de Hensuiro a lo largo de un pasillo ya en el interior de la casa, con una exposición impresionante de objetos de cristal estilo Art Nouveau y Art Déco.

—Coleccionamos piezas de Lalique, Tiffany, y Galle, entre otras —dijo Umezaki, guiándolo.

—Es evidente —comentó Holmes, fingiendo interés. Poco después, se empezó a sentir casi etéreo, como si estuviera a la deriva en un tedioso sueño. Luego no recordaría nada de esa primera noche en Kobe, ni la comida, ni la conversación que mantuvieron, ni el momento en el que le mostraron la habitación. Tampoco pudo recordar el momento en el que le presentaron a una huraña mujer llamada Maya, a pesar de que le sirvió la cena y la bebida, y le deshizo el equipaje. Sin embargo, allí estaba a la mañana siguiente, corriendo las cortinas, y despertándolo. No era una mujer que llamara la atención, y si bien estaba semiconsciente cuando la conoció, su rostro sí que le resultó familiar, aunque también adusto.

«¿Sería la esposa del señor Umezaki? —se preguntó Holmes—. ¿Tal vez el ama de llaves?».

La mujer iba vestida con un kimono, con el pelo gris recogido al estilo europeo. Parecía mayor que Hensuiro, pero no mucho mayor que el refinado Umezaki. Aun así, era una mujer bastante poco atractiva, más bien pueblerina, con la cabeza redonda, nariz chata, y unos ojos sesgados en dos finos cortes, dándole un aspecto de topo miope. Sin lugar a dudas, concluyó, debía ser el ama de llaves.

—Buenos días —dijo, observándola desde la cama. Ella no le hizo caso. Abrió la ventana, dejando que la brisa marina inundara la habitación. Después salió de la habitación, entrando de repente de nuevo con una bandeja, en la que portaba una humeante taza de té como desayuno, junto a una nota escrita por el señor Umezaki. Usando una de las pocas palabras japonesas que sabía, murmuró un «Ohayo[9]», mientras que la mujer disponía la bandeja en uno de los lados de la cama. Una vez más, ella lo ignoró, se fue al cuarto de baño adyacente y empezó a prepararle un baño. Se sentó, no sin demostrar cierto disgusto, y bebió el té mientras leía la nota:

Preciso atender ciertos asuntos. Hensuiro le espera escaleras abajo. Volveré antes del anochecer. Tamiki.

«Ohayo», dijo para sí mismo, con la preocupación de que su presencia allí pudiera haber interrumpido la quietud de un hogar, ya que tal vez no esperaban que aceptara la invitación, o incluso pudiera ser que el señor Umezaki se sintiera algo decepcionado por quien era finalmente aquel caballero inglés al que tanto había admirado. Se sintió aliviado cuando Maya abandonó la habitación, pero el sentimiento quedó eclipsado por la idea de tener que pasar el día con Hensuiro, y los problemas de comunicación que eso conllevaría, así como la más que segura necesidad de tener que gesticular cualquier cosa que fuera importante, comer, beber, lavabo, siesta. No podía visitar Kobe por sí solo, y aún menos cuando eso significaría insultar a su anfitrión por escabullirse de aquella manera.

Mientras tomaba un baño, una sensación de malestar le fue embargando por momentos. A pesar de que era un hombre mundano, había pasado la mitad de su vida en las colinas de Sussex, y ahora se sentía como pez fuera del agua para poder desenvolverse en un país extranjero como aquel, especialmente, con un guía que no supiera hablar inglés.

Pero después de vestirse y encontrarse con Hensuiro escaleras abajo, sus preocupaciones desaparecieron.

—Bu… Buino día, sensei —dijo Hensuiro, tartamudeando, mientras sonreía.

Ohayo.

—Ah, sí, Ohayo, bien, mucho bien.

Después, mientras Hensuiro asentía repetidamente en un gesto de aprobación ante la habilidad que Holmes demostraba con los palillos, este engulló un desayuno muy simple, consistente en un té verde, y arroz con huevo crudo. Antes del mediodía ya caminaban por la calle, disfrutando de una hermosa mañana envuelta en un cielo azul. Hensuiro, al igual que el joven Roger, lo sujetaba por el codo, caminando a su lado y, sintiéndose vigorosamente recuperado después de un sueño tan descansado y un baño, veía Japón con otros ojos. Durante el día, Kobe era una ciudad completamente diferente al solar desolado que había visto a través de la ventana del tranvía. Los edificios en ruinas ahora no estaban a la vista. Las calles bullían de transeúntes. Los puestos de vendedores ocupaban toda la plaza central, mientras que los niños correteaban arriba y abajo. Los cazos bullían con agua hirviendo en los puestos de fideos. En las colinas más al norte de la ciudad, pudo divisar una barriada compuesta únicamente por casas góticas y victorianas, las cuales, sospechaba, deberían haber pertenecido originariamente a comerciantes y diplomáticos extranjeros.

—Si se me permite preguntarlo, ¿a qué se dedica su hermano?

—¿Sensei?

—Su hermano, a qué se dedica, ¿en qué trabaja?

—No entiendo, solo poquito, no entiendo mucho.

—Gracias, Hensuiro.

—Sí, gracias, muchas gracias.

—Es usted una compañía excelente para disfrutar de este día tan maravilloso, a pesar de sus carencias.

Sin embargo, a medida que el paseo seguía su curso, e iban girando esquinas y cruzando calles abarrotadas, empezó a notar los signos del hambre. Los niños descamisados no corrían por los parques como lo haría cualquier otro niño de otro país. Permanecían de pie, inertes, casi lánguidos, con el torso surcado por unas pronunciadas costillas y unos brazos definidos por los huesos. Había mendigos frente a las tiendas de fideos, e incluso aquellos que parecían bien alimentados, como lo eran los tenderos y sus clientes de las tiendas, tenían una igual expresión de anhelo, aunque, obviamente, en menor grado.

Después tuvo la impresión de que el flujo de la vida diaria enmascaraba una desesperación muda. Bajo las sonrisas, las inclinaciones, los asentimientos de cabeza, y aquella compostura y educación general, yacía el espíritu de la malnutrición.