Música de cristal
Preludio
Una noche cualquiera, un intruso subirá por la escalera que conduce a este ático, deambulando durante unos instantes en la oscuridad, antes de llegar a la puerta cerrada de mi estudio. Incluso en esa negrura absoluta, una leve y tenue luz se escurrirá por debajo de la puerta cerrada, tal y como lo está haciendo ahora, y entonces, el intruso se quedará ahí de pie, preguntándose qué clase de preocupaciones tienen despierto a un hombre a esas horas… ¿Qué es exactamente lo que persiste en su interior cuando la mayoría de sus vecinos duerme? Si en ese momento, intentara girar el pomo de la puerta para satisfacer su curiosidad, el extraño se encontraría con que la puerta está cerrada, y la entrada a través de ella, prohibida. Y sí, por fin, se resignará a escuchar a través de la madera, y tan solo percibirá el sonido leve y rápido del movimiento de la pluma contra la superficie, las palabras precedentes secándose, mientras que los símbolos ortográficos siguientes humedecen el papel con la más negra de las tintas.
No es ningún secreto que permanezco voluntariamente ilocalizable en este momento de mi vida. La explotación crónica de mis logros pasados, a pesar de que por lo visto levantan una infinita fascinación por el público lector, no ha significado en absoluto una vivencia satisfactoria para mí. Durante los años en los que John escribía sobre las experiencias que vivimos juntos, vi que sus habilidosas, aunque a veces limitadas, descripciones eran exageradamente transformadas. En ciertas ocasiones, yo desprecié su predilección por los gustos del populacho, y le solicitaba que fuera más diligente con los hechos y los personajes, especialmente, desde que mi nombre se había convertido en un sinónimo de sus mundanas cavilaciones. Como respuesta, mi viejo amigo y biógrafo me pidió que me dedicara yo mismo a escribir.
—Si cree que cometo alguna injusticia con nuestros casos —recuerdo que me dijo en una ocasión—, ¡le sugiero que lo intente hacer usted mismo, Holmes!
—Puede que lo haga —le dije yo—, e incluso puede que entonces pueda usted leer una historia exacta de lo que pasó, carente de todos esos recursos de embellecimiento por parte del autor que suele aplicar.
—Pues le deseo suerte —dijo en un gruñido—, la necesitará.
Desde el lujo y la comodidad de mi retiro, sentí la inclinación de, finalmente, emprender la tarea que John me sugirió. Los resultados de la misma, si bien fueron bastante sorprendentes, no significaron ningún tipo de trascendencia personal, sino más bien me mostraron que incluso una historia fidedigna precisa de ser presentada de una manera que entretenga al lector. Dándome cuenta de esa causa inevitable, dejé a un lado el estilo narrativo de John después de haber publicado dos historias, y, tras enviarle una breve nota al buen doctor, le ofrecí mis más sinceras disculpas por el escarnio ofrecido por mi persona hacia sus primeros relatos. Su respuesta fue clara y concisa: «Sus disculpas no son necesarias, viejo amigo. La lealtad lo absolvió hace ya años, y así sigue siendo, a pesar de mis protestas… J. H. W.».
Pensando de nuevo ahora en John, me gustaría aprovechar esta oportunidad para señalar algo que me ha molestado sobremanera. Me llama mucho la atención que mi antiguo ayudante haya sido expuesto bajo un foco de estupidez tanto por dramaturgos como por algunos mal llamados novelistas. Estos individuos de dudosa reputación, cuyos nombres no merecen ser mencionados aquí, han visto oportuno retratar a mi amigo como un lerdo de pocas luces. No puede haber nada más alejado de la realidad. La mera posibilidad de que yo estuviera acompañado por alguien de pocas entendederas podría resultar gracioso dentro de un contexto teatral, pero considero esas insinuaciones como un serio insulto hacia John y hacia mí. Es posible que de sus escritos pueda surgir algún error interpretativo, ya que él fue siempre generoso en subrayar mis habilidades a la par que dejaba pasar sus innegables cualidades con la más exagerada de las modestias. Incluso así, el hombre con el que trabajé mostraba una sagacidad y una astucia innatas, que fueron valiosísimas para nuestras investigaciones. No niego su esporádica costumbre de anunciar una conclusión obvia, o de no saber tomar la mejor dirección en algunas ocasiones, pero rara era la vez que actuaba de manera no inteligente a la hora de dar una opinión o conclusión. Además de todo esto, fue un placer pasar mis días de juventud en compañía de alguien que podía sentir la aventura en los casos más mundanos, y quien, con su particular sentido del humor, su paciencia, y su lealtad, indultara las muy frecuentes excentricidades de un amigo algo asocial. Por lo tanto, si los eruditos tienen que inclinar el título de imbecilidad hacia alguno de los dos, según es mi criterio, y sin lugar a dudas, deberían haberle otorgado tal deshonor a mi persona.
Últimamente, he notado que ha ido despareciendo en mí la nostalgia que acompañaba siempre el leer mis vivencias en mi antiguo hogar de Baker Street. Ya no echo de menos el bullicio de las calles de Londres, ni el discurrir por los laberínticos lodazales de pistas creados por el criminal perseguido. Más aún, mi vida aquí en Sussex va más allá de la pura satisfacción, y la mayoría de las horas del día las paso en un pacífico y solitario enclaustramiento en mi estudio, o entre las metódicas criaturas que habitan mis colmenas. Debo admitir, sin embargo, que mi avanzada edad ha hecho disminuir de alguna manera mis habilidades retentivas, pero aún me siento más que ágil en lo que se refiere a aptitudes mentales o físicas. Casi cada semana, realizo un paseo de sobremesa camino abajo hacia la playa. Por las tardes siempre se me puede encontrar deambulando por mis jardines, donde atiendo a mis lechos florales y herbales. Últimamente, gran parte de mi tiempo lo he consumido revisando la última edición de mi Guía práctica de la sociedad de las abejas, al mismo tiempo que le he dado los últimos retoques a mis cuatro volúmenes de El arte de la deducción. Esto último ha sido una tediosa y laberíntica tarea, a pesar de la seguridad de que será una colección indispensable una vez salga publicada.
Aun así, he sentido la necesidad de dejar mi obra maestra apartada por un tiempo, y, en estos momentos, me encuentro en la labor de transferir el pasado al papel, no sea que, si lo dejo para otro momento, olvide los detalles de un caso que, de una manera racionalmente inexplicable, volvieron a mi mente esta pasada noche. Puede darse el caso de que lo que ahora va a ser relatado y descrito no hubiese sido dicho o visto de la manera explicada, por lo que debo disculparme de antemano si uso algún tipo de licencia para rellenar los vacíos o zonas grises de mi memoria. Si bien se añadirá un cierto grado de ficción a los hechos que voy a pasar a relatar, aseguro y afirmo que en general, los sucesos así como aquellas personas que se vieron implicadas en el caso, han sido detallados al grado que me ha sido posible recordar.
El caso de la señora Ann Keller, de Fortis Grove.
Recuerdo que fue en la primavera de 1902, justo un mes antes del histórico vuelo en globo de Robert Falcon Scott sobre la Antártida, en la que recibí la visita del señor Thomas R. Keller, un joven encorvado y estrecho de hombros, muy elegante. El buen doctor aún no se había mudado a Queen Anne Street, pero por aquel entonces estaba de vacaciones, relajándose a las orillas del mar con la mujer que pronto se convertiría en la tercera señora Watson. Por primera vez en muchos meses, nuestra casa de Baker Street era toda mía.
Como era costumbre en mí, me senté dándole la espalda a la ventana, e invité a mi visitante a que se sentara en la silla de enfrente, donde, desde su punto de vista, yo quedaría oscurecido por el brillo del sol en el exterior, y desde mi punto de vista, él quedaría iluminado perfectamente por la claridad. En un principio, el señor Keller parecía poco cómodo, y no parecían salirle las palabras. No hice ningún esfuerzo por aliviar esa incomodidad, aprovechando sus silencios para observarlo más detenidamente. Siempre he visto como una ventaja el darle a mis clientes un sentido de su propia vulnerabilidad, así, habiendo visto lo visto, y llegando a mis propias conclusiones, instigué ese sentimiento en aquella visita con rapidez.
—Veo que el asunto guarda una gran preocupación con respecto de su esposa.
—Así es, señor —dijo él, algo desconcertado.
—De hecho, la mayor parte del tiempo, es una esposa atenta, y me atrevo a deducir, por lo tanto, que el problema no es de fidelidad.
—Señor Holmes, ¿cómo sabe todo eso?
Su mirada perpleja, a la par que estrábica, intentó discernir la respuesta antes de que yo se la diera, pero mientras mi cliente esperaba, me tomé mi tiempo encendiéndome un larguísimo cigarrillo John Bradley, uno de los pocos que hurté del escondite donde Watson los mantenía ocultos en el último cajón de su mesa de escritorio. Después, dejando al joven cavilando sin sentido el tiempo suficiente, exhalé el humo del cigarrillo deliberadamente en los rayos de sol que entraban por la ventana, dando a conocer lo que era tan evidente para mí.
—Cuando entra un caballero en mi habitación, en un estado de aprehensión tal, jugando inconscientemente con el anillo de casado de su dedo mientras se sienta ante mí, no es difícil de imaginar la naturaleza de su problema. Su ropa es nueva, y a la moda, pero no es de un sastre profesional. Por eso, seguramente, se habrá percatado de esa leve torcedura que tienen los puños de su camisa, o, tal vez, del hecho de que se haya utilizado hilo de color marrón oscuro en la pernera izquierda de su pantalón, e hilo negro en la pernera derecha, pero ¿se ha dado usted cuenta acaso de que el botón de en medio de su camisa es ligeramente más pequeño que el resto? Esto me sugiere que su esposa ha hecho el trabajo de manera concienzuda, a pesar de carecer de los materiales necesarios. Tal y como dije, es una esposa muy atenta. ¿Por qué creo que es un trabajo de costura de su esposa? Bueno, usted es un hombre joven, de maneras modestas, obviamente casado, y su tarjeta de presentación me ha dicho que trabaja como contable en Throckmorton & Finley’s. Sería raro encontrar un contable con criada y ama de llaves, ¿no cree?
—No se le escapa nada, señor.
—Le aseguro que no tengo ningún poder o habilidad paranormal, simplemente he aprendido a prestar atención a lo que es obvio. Aun así, Sr. Keller, no creo que haya concertado una cita conmigo para comprobar mis capacidades. ¿Qué le ha acontecido el pasado martes que le ha traído hasta aquí desde Fortis Grove?
—Esto es increíble —dijo él, totalmente sorprendido, de nuevo con una mirada de incredulidad surgiendo de su rostro vacío.
—Mi querido amigo, cálmese. Usted mismo dejó un aviso de llegada en mi puerta, ayer miércoles, con su remitente correspondiente escrito por su puño y letra, y con fecha del martes pasado. Sin lugar a dudas, la carta fue escrita durante las horas nocturnas, de otra forma, la hubiera entregado en el mismo día en el que fue escrita. Ya que le urgía con tanto apremio el realizar este encuentro para hoy, jueves, es obvio que le surgió algún problema durante el mediodía o la tarde del martes.
—Así es. Escribí la carta el martes por la noche, después de llegar a palabras mayores con Madame Schirmer. No solo pretende entrometerse en mi matrimonio, sino que ha amenazado con hacerme arrestar.
—¿Hacerlo arrestar, de verdad?
—Sí, esas fueron las últimas palabras que dirigió hacia mi persona. Esta Madame Schirmer de la que le hablo es una mujer muy temperamental. Un talento y una maestra en el arte musical, pero con unas maneras muy intimidatorias. Yo mismo hubiera llamado a un agente de policía en aquel mismo instante si no fuera por la salud de mi querida Ann.
—Entiendo que Ann es su esposa.
—Así es.
El hombre tomó de uno de los bolsillos de su chaqueta una foto de medio cuerpo, ofreciéndosela a Holmes para que la observara.
—Esta es ella, señor Holmes.
Me tumbé sobre mi butacón. En un rápido examen, vi las facciones de una mujer de unos veintitrés años, con una de sus cejas levantada, y una reacia media sonrisa. El rostro mostraba severidad, lo que le daba el aspecto de aquellos que aparentan tener más años que los propios.
—Gracias —dije, mientras sostenía la fotografía—. Tiene una cualidad única. Y ahora explíqueme, tranquilamente y desde el principio, qué es lo que debo saber sobre la relación de su esposa con Madame Schirmer.
En el rostro del Sr. Keller apareció una visible muestra de enfado.
—Le contaré lo que sé —dijo, devolviendo la fotografía al bolsillo de su chaqueta—, y espero que sea capaz de encontrar alguna solución. Verá, desde el martes, no tengo la cabeza pensando en otra cosa que no sea este problema. No he dormido muy bien en los últimos dos días, así que le pido por favor que sea paciente si mis palabras no son lo suficientemente claras.
—Intentaré ser lo más paciente posible.
Fue muy inteligente al avisarme con antelación. Ya que no esperaba que la narrativa de mi cliente fuera, en su mayor parte, inconexa y confusa, temí que mi irritación provocara algún tipo de interrupción en breve. Así que me recliné sobre el butacón, mientras juntaba las yemas de mis dedos, y miré hacia el techo para de esta manera poder escuchar con la mayor de las atenciones.
—Puede empezar.
Inhaló profundamente antes de comenzar.
—Mi esposa, Ann, y yo nos casamos hace ahora justo dos años. Era la hija única del coronel Bane, muerto cuando todavía era una niña, abatido en Afganistán durante el alzamiento de Ayub Khan. Su madre la crio en East Ham, donde nos conocimos siendo aún niños. Le sería imposible encontrar una niña más encantadora, señor Holmes. Incluso entonces ya me quedé prendado de ella, y, con el tiempo, nos enamoramos, bajo el influjo de ese tipo de amor basado en la amistad y el compañerismo, y en el deseo de compartir la vida de ambos como si fuera solo una. Nos casamos, por supuesto, y en poco tiempo nos trasladamos a una casa en Fortis Grove. Los primeros meses, parecía que nada podría alterar la armonía de nuestro pequeño hogar. No exagero un ápice al afirmar que formábamos una pareja ideal. Obviamente, también pasamos rachas malas, como lo fue la época de la enfermedad prostática de mi padre, o la muerte inesperada de la madre de Ann, pero nos teníamos el uno al otro, y aquello marcaba la diferencia. Nuestra felicidad no hizo más que crecer cuando conocimos la noticia del embarazo de Ann. Seis meses después, el embarazo se malogró. Al paso de otros cinco meses, quedó embarazada de nuevo, pero en poco tiempo lo perdió. Esta segunda vez, debido a la fuerte hemorragia, casi se me va de mi lado. En el hospital, nuestro doctor nos informó que había muchas probabilidades de que Ann no pudiera tener hijos nunca, y que nuevos intentos de embarazo podrían incluso llegar a matarla. Desde aquel momento, empezó a cambiar. Estos abortos le crearon un muy mal carácter, y una tremenda obsesión. En casa se volvió taciturna, señor Holmes, abatida, apática, y tal y como ella me dijo a mí, el perder esos dos hijos le creó el más grande de los traumas. Mi antídoto para tal mal fue la actividad terapéutica en nuevos quehaceres. Tanto por razones mentales, como emocionales, pensé que sería bueno que adoptara un hobby para rellenar el vacío que había en su vida, el cual vi con miedo cómo iba acrecentándose día a día. Entre las posesiones más preciadas de mi difunto padre se encontraba una antiquísima armónica de cristal[5]. Tal y como me contó mi padre, había sido un regalo de su tío abuelo, el cual, según afirmaba mi progenitor, se lo había comprando a Étienne Gaspard Robertson, el famoso inventor belga. De cualquier modo, llevé la armónica a casa por Ann, y, si bien en un principio se mostró reticente, finalmente accedió a darle al instrumento una oportunidad. Nuestro ático era una habitación tranquila y confortable, incluso hubo veces que hablamos para convertirla en el cuarto de los niños, así que era el entorno natural perfecto para transformarla en una sala de música. Incluso llegué a pulir y restauré la cubierta de la armónica, reemplazando el viejo eje para que así el cristal girara con mayor seguridad uno dentro del otro. También arreglé el pedal del pie, ya que años antes había sufrido daños. Pero el poco interés que Ann había mostrado por el instrumento fue menguando casi desde el principio. No le gustaba estar sola en el ático, y le resultó muy dificultoso el crear cualquier tipo de melodía con la armónica. Las extrañas notas que producían sus dedos al deslizarse por el borde de los cristales le resultaban molestas, pues, según me explicaba, la resonancia que producían la hacían sentirse aún más triste.
Sin embargo, yo no lo creía así. De hecho, yo creía que lo extraordinario de la armónica eran sus notas, y eran esas notas las que superaban en belleza al sonido de cualquier otro instrumento. Si se tocaba de la manera correcta, sus tonos podían aumentar o disminuir a voluntad simplemente por la presión de sus dedos, pudiéndose sostener durante todo el tiempo que se quisiera. No, no compartía su opinión, y de hecho estaba seguro de que si Ann pudiera oír aunque tan solo fuera una vez aquel instrumento tocado por otra persona, una que tuviera experiencia y capacidad con él, cambiaría de opinión respecto a la armónica de cristal. Y tal fue así, cuando uno de mis socios recordó haber asistido como público a un recital del adagio y rondó para armónica, flauta, oboe, viola y chelo de Mozart, pero tan solo recordaba que el recital tuvo lugar en un pequeño apartamento justo encima de la librería de la calle Montague, cerca del Museo Británico. Por supuesto, no necesité la ayuda de un detective para encontrar el lugar, y así, sin tener que darme una gran caminata, me hallé dentro de la librería y tienda especializada en cartografía de Portman. El propietario me indicó qué escaleras debía subir, para que me condujeran al mismo piso en el que mi amigo había escuchado el recital de armónica. No sabe lo que me arrepiento de haber subido aquellas escaleras entonces, señor Holmes. Pero por aquel entonces estaba ansioso por conocer a quien se iba a presentar una vez llamara a la puerta al final de las escaleras.
El Sr. Thomas R. Keller parecía pertenecer a ese tipo de personas con las que la gente se mete para divertirse un rato. Sus maneras un tanto infantiles avergonzaban, y su voz, temblorosa y débil, padecía encima de un leve ceceo que no hacía otra cosa que empeorarlo.
—Y es aquí donde, presumo, entra en escena Madame Schirmer —dije antes de encenderme otro cigarrillo.
—Casi. Ella fue la que abrió la puerta. Era una mujer recia, de maneras hombrunas, aunque no parecía corpulenta. Y a pesar de que era alemana, mi primera impresión sobre ella no fue mala. Sin preguntarme qué quería, me invitó a pasar al piso. Me sentó en su sala de estar, y me invitó a té. Creí que ella simplemente supuso que quería tomar clases de música, ya que toda la habitación estaba decorada con instrumentos musicales de todo tipo, entre los que se encontraban dos armónicas totalmente restauradas. Fue entonces cuando supe que había dado con el lugar correcto. Estaba embelesado por la gracia de Madame Schirmer, y su más que obvio amor por los instrumentos, así que le hice saber la razón de mi visita. Le expliqué el asunto de mi esposa, la tragedia de los abortos, y cómo había hecho llevar la armónica a mi casa para así aliviar un poco su sufrimiento. También le expliqué cómo el influjo de los cristales había resultado inútil en ella. Madame Schirmer me escuchó pacientemente, y cuando terminé, me sugirió que Ann empezara a tomar clases. Todo lo que yo quería era que Ann escuchara a alguien tocar el instrumento, así que su sugerencia superaba lo que yo había previsto. En un principio, acordamos que tomaría diez lecciones, dos por semana, los martes y los miércoles por la tarde. El pago se realizaría por adelantado, mas Madame Schirmer nos hizo un precio especial debido a, tal y como ella me dijo, la situación especial de mi esposa. Todo esto sucedió un viernes. El martes siguiente, Ann comenzaría sus lecciones.
La calle Montague no estaba demasiado lejos de donde yo vivía. En lugar de coger un coche de caballos, decidí volver a casa caminando y hacerle saber a Ann la buena nueva. Sin embargo, al final terminamos peleándonos, y hubiese cancelado las clases si no hubiera creído que le iban a ser beneficiosas. Llegué a casa y me la encontré silenciosa, con las cortinas echadas. Llamé a Ann, pero no respondió. Después de buscar en la cocina y en nuestro dormitorio, me dirigí al estudio, y allí fue donde la encontré, vestida completamente de negro, como si fuera de luto, de espaldas a la puerta, mirando fijamente a la estantería de libros mientras permanecía completamente quieta. La habitación estaba en penumbra, y ella parecía una sombra. Cuando pronuncié su nombre, ni me miró. En aquel momento me percaté, señor Holmes, de que su estado mental estaba empeorando por momentos a un ritmo acelerado.
—Ya has llegado a casa —me dijo con una voz cansada—. No te esperaba tan pronto, Thomas.
Le expliqué que había salido antes del trabajo por motivos personales. Después le dije a donde había ido, y lo del asunto de las clases de armónica.
—Pero no deberías haber hecho eso sin pedirme permiso. Por supuesto, no te preocupaste de preguntarme antes si deseaba tomar o no esas lecciones.
—Supuse que no te importaría. Solo te pueden hacer bien, estoy seguro de ello, y lo que es cierto, es que no te perjudicará más que estar aquí encerrada todo el día.
—Supongo que no tengo opción.
Me miró, y entre aquella oscuridad, apenas pude vislumbrar su rostro.
—Por lo que no tengo nada que decir en este asunto, ¿verdad? —me preguntó.
—Por supuesto que lo tienes, Ann. ¿Cómo podría yo obligarte a hacer algo que no deseas? Pero al menos, podrías ir a una de las clases, y escuchar cómo Madame Schirmer toca para ti. Si después de eso, aún no deseas asistir, no insistiré.
Esta petición le hizo guardar silencio durante un momento. Lentamente, se giró hacia a mí, y luego bajó la cabeza, y se quedó mirando el suelo. Cuando finalmente alzó de nuevo la cabeza, vi la expresión de alguien que se sentía agotada de todo, rendida ante cualquier cosa, sin que le importaran sus verdaderas motivaciones.
—De acuerdo Thomas —dijo por fin—. Si lo que quieres es que tome lecciones, tomaré lecciones, no discutiré contigo por eso, pero espero que no esperes demasiado de mí. Eres tú, al fin y al cabo, el que adora tanto el sonido de ese instrumento, no yo.
—Yo te adoro a ti, Ann, y todo lo que quiero es que seas feliz de nuevo. Los dos nos merecemos eso al menos.
—Sí, sí, lo sé. Últimamente estoy causando muchas molestias. Sin embargo, debo decirte, que no creo que pueda existir nada parecido a la felicidad para mí. Creo que cada individuo tiene una vida interior, con sus propias complicaciones, las cuales, a veces, no pueden evitarse, sin importar lo que uno haga o intente hacer para evitarlas. Así que todo lo que te pido es que seas tolerante conmigo, y que me permitas tomarme todo el tiempo preciso para entenderme a mí misma. Mientras tanto, recibiré esa lección que quieres que tome, Thomas, y rezaré para que pueda llegar a satisfacerte tanto como te satisface a ti.
Afortunadamente, o desafortunadamente, yo tenía razón, señor Holmes. Después de recibir la primera lección de Madame Schirmer, mi esposa empezó a ver la armónica desde otra perspectiva más favorable. Estaba encantado con esta nueva aptitud frente al instrumento musical. De hecho, ya recibida la tercera o cuarta lección, el cambio de ánimo de mi esposa resultaba ser casi milagroso. Su actitud funesta había desaparecido casi por completo, así como la apatía que había demostrado en los últimos tiempos en la cama. Lo admito, durante esos días, veía a Madame Schirmer como a alguien enviado por el Señor, y mi estima por ella no hacía más que acrecentar. Así, meses después, cuando mi esposa me pidió aumentar el horario de las clases en una o dos horas, acepté sin dudarlo, especialmente, por lo mucho que había mejorado a la hora de ejecutar piezas con el instrumento. Además, estaba encantado por las muchas horas que, a veces incluso tardes, noches, e incluso días enteros, había dedicado para dominar por completo los diferentes tonos de la armónica de cristal. Además de aprender la pieza Melodrama de Beethoven, desarrolló la increíble habilidad de improvisar sus propias piezas. Sin embargo, estas composiciones propias, eran un tanto inusuales, composiciones musicales melancólicas que nunca había escuchado. Estaban imbuidas de una tristeza tal que, a pesar de que practicaba en la soledad del ático, impregnaba con ella toda la casa.
—Todo esto es muy interesante, de una manera indirecta —dije interrumpiendo la charla— pero, y permítame que se lo pregunte, ¿cuáles son las razones por las que me ha requerido?
Pude percibir que mi cliente captó la indirecta. Lo miré de una manera enfática, luego me serené de nuevo, con mis párpados entreabiertos, y juntando de nuevo las yemas de mis dedos, preparado para oír los hechos relevantes del problema.
—Si me lo permite —dijo tartamudeando—, estaba llegando al asunto. Tal y como dije, desde que comenzó a tomar clases con Madame Schirmer, el estado mental de mi esposa había mejorado o, al menos, eso parecía al principio. Pero de repente empecé a notar una especie de distanciamiento en sus maneras, una especie de absentismo o incapacidad de entablar una conversación prolongada. Pronto me di cuenta de que Ann parecía progresar, pero solo superficialmente, y que había algo de ella que no percibía. Creía que era la simple preocupación por la armónica la que la distraía, y mantuve la esperanza de que, con el tiempo, la cosa pasara. Pero eso nunca ocurrió.
Inicialmente, tan solo me percaté de pequeños detalles. Platos que esperaban ser lavados en el fregadero, comidas mal cocinadas, o directamente quemadas en el horno, las camas, dejadas durante todo el día sin hacer… Después, Ann empezó a pasar la mayor parte del día en el ático. A menudo podía oír el sonido del cristal que sonaba desde arriba, y cuando volvía del trabajo, el mismo sonido me daba la bienvenida a casa. Llegado ese momento, empecé a detestar las notas que antes tanto me embelesaron. Luego, aparte de nuestros almuerzos, había días y días que rara era la vez que podía verla. Venía a la cama cuando yo ya estaba dormido, despertándose antes del amanecer, y levantándose antes de que yo me levantara, pero la música siempre estaba presente, con esas notas lastimeras e interminables. Aquello era más que suficiente para perder el juicio, señor Holmes. Mi preocupación, en efecto, se convirtió en una malsana obsesión, y empecé a maldecir a Madame Schirmer por todo aquello.
—¿Por qué la hacía a ella responsable? —pregunté—. Seguramente, ella no era en absoluto consciente de los problemas domésticos que usted sufría. Después de todo, tan solo era una profesora de música.
—No, señor, no se equivoque, era mucho más que eso. Mucho me temo que ella es una mujer con peligrosas creencias.
—¿Peligrosas creencias?
—Sí, señor. Peligrosas para aquellos que buscan con desesperación un atisbo de esperanza, y que son susceptibles a creer cualquier superchería.
—¿Y su esposa entra dentro de ese tipo de personas?
—Sí, mucho me temo que así es, señor Holmes. Para mal suyo, Ann siempre ha sido una mujer muy sensible y confiada. Es como si hubiera nacido para sentir el mundo que la rodea de una manera más intensa que el resto de nosotros. Esa es su virtud, y a la vez, su debilidad. Si esta debilidad es percibida por alguien de intenciones torcidas, puede explotar con facilidad tan delicada cualidad, y eso es lo que hizo Madame Schirmer. Por supuesto, no me di cuenta de todo esto, como es obvio, hasta hace poco.
Verá, era la típica tarde. Tal y como era nuestra costumbre, Ann y yo cenamos tranquilamente, y, habiendo comido tan solo algunos bocados, se excusó rápidamente para ir a practicar al ático, lo cual se había convertido también en una costumbre. Pero algo ocurriría poco después. Antes, temprano, en mi oficina, como premio por resolver unas complicaciones en una cuenta privada, un cliente me había mandado una valiosísima botella de vino Comet. Mi intención era sorprender a Ann con el obsequio durante la cena, excepto que, tal y como he mencionado, ella se ausentó de la mesa antes de darme la oportunidad de sacar la botella. Así que, en lugar de esto, decidí tomar el vino con ella arriba. Con la botella y dos copas en la mano, subí las escaleras del ático. Ella ya había comenzado a tocar la armónica, y su sonido, notas extremadamente bajas, monótonas y sostenidas, surcaban un camino a través de todo mi cuerpo.
Cuando me aproximé a la puerta del ático, las copas de cristal que sostenía en mi mano comenzaron a vibrar, y un agudo dolor surcó mis oídos, pero aun así podía oír claramente. No se trataba de la pieza musical que estaba ejecutando, ni de ningún experimento que estuviera realizando con el instrumento. Era un ejercicio deliberado, señor, una brujería de algún tipo. Digo brujería porque luego escuché la voz de mi mujer, refiriéndose a alguien, en un tono tan bajo como el de las notas que estaba creando.
—¿Se refiere, señor, a que no estaba escuchándola cantar?
—Hubiera rogado al Espíritu Santo que así fuera, señor Holmes. Sin embargo, le aseguro que estaba hablando. Muchas de sus palabras escaparon a mi oído, pero lo que oí fue más que suficiente para que un sentimiento de terror creciera en mi interior.
—Estoy aquí, James —dijo ella—. Gracia, ven a mí. Estoy aquí. ¿Dónde te escondes? Deseo verte de nuevo.
Fue entonces cuando levanté una mano, y le hice callar.
—Señor Keller, mi paciencia es un bien preciado, y muy limitada. En un intento de dar viveza y color a su relato, continuamente, y de manera errada, está prolongando la revelación del problema que desea que resuelva. Si es posible, por favor céntrese en los hechos importantes y que me sean de utilidad.
Mi cliente se quedó mudo durante unos segundos, evitando que su mirada se encontrara con la mía.
—Si nuestro hijo hubiera sido varón —dijo finalmente—, su nombre hubiera sido James. Si hubiera sido hembra, su nombre hubiera sido Gracia.
Sobrecogido por una fuerte emoción, dejó de hablar de repente.
—¡Ta, ta, ta! —dije—. No hay necesidad de caer en la emoción en este momento. Le ruego continúe con lo que me estaba contando.
Asintió, apretando sus labios. Se enjugó la frente con un pañuelo, y fijó su mirada en el suelo.
—Dejando la botella y los vasos en el suelo, abrí la puerta de golpe. Sobresaltada, dejó de tocar el instrumento, lanzándome una mirada oscura, con los ojos muy abiertos. El ático estaba iluminado únicamente por un grupo de velas, dispuestos en círculo alrededor de la armónica, iluminándola con una luz parpadeante. Con esa luz, y el pálido color de su piel, su figura se asemejaba enteramente a la de un fantasma. En aquel momento poseía otra extraña cualidad, señor Holmes. No se trataba en absoluto de un simple efecto de las velas el que me dio esta impresión. Sus ojos, y la manera como la que estaba mirando, me sugerían que carecían totalmente de algo esencial, algo humano. Incluso cuando finalmente me habló, su voz sonó vacía y falta de emoción.
—¿Qué es lo que pasa, cariño? —preguntó—. Me has asustado.
Me acerqué hacia ella.
—¿Qué es lo que estás haciendo? —dije a voz en grito—. ¿Por qué estás hablando como si ellos estuvieran aquí?
Se levantó lentamente de la armónica, y a medida que me acercaba a ella, vi cómo una sonrisa iba apareciendo en su rostro.
—Todo va bien, Thomas. Ahora, todo va bien.
—No entiendo —dije—. Estabas llamándolos por sus nombres, a nuestros hijos nonatos. Hablabas como si ellos estuvieran aquí, vivos, en esta misma habitación. ¿Qué es todo esto, Ann? ¿Desde cuándo estás haciendo todo esto?
Ella, cogiéndose amablemente de mi brazo, empezó a caminar alejándonos de la armónica.
—Debo permanecer sola mientras toco. Por favor, respeta eso.
Me estaba conduciendo hacia la puerta, pero yo quería respuestas.
—Mira todo esto —dije—. No me iré de aquí hasta que me des una explicación. ¿Desde cuándo viene ocurriendo todo esto? Insisto. ¿Por qué haces esto? ¿Sabe Madame Schirmer lo que estás haciendo?
Entonces, no pudo volver a mirarme a los ojos. Es como si se tratara de una mujer a la que habían sorprendido mintiendo. Su respuesta fue una frase inesperada y fría que pasó finalmente por sus labios.
—Sí —dijo—, Madame Schirmer sabe perfectamente lo que estoy haciendo. Me está ayudando, Thomas, tú mismo dijiste que así sería, Thomas. Buenas noches, cariño.
Y con esto, cerró la puerta, echando la llave por dentro.
Me quedé lívido, señor Holmes. Puede imaginarse que bajé las escaleras en un estado bastante alterado. La explicación de mi esposa, a pesar de lo ambigua que fue, me condujo a la siguiente conclusión: Madame Schirmer estaba enseñándole a mi Ann algo más que lecciones de música, o, al menos, estaba incentivándola a realizar algún tipo de rituales antinaturales. Era una situación desconcertante, especialmente si mis sospechas eran correctas, así que pensé que la única manera de conocer la verdad era a través de Madame Schirmer. Mi intención era la de dirigirme a su apartamento esa misma tarde y discutir con ella el asunto. Sin embargo, intentando conservar mis nervios en calma, me bebí gran parte de la botella de Comet. Por lo tanto, no pude mantener un encuentro con ella de manera apropiada hasta la mañana siguiente. Pero una vez llegué a su apartamento, señor Holmes, estaba tan sobrio como determinado puede estar un hombre en esas circunstancias. Madame Schirmer me abrió la puerta cuando me dispuse a enfrentarme a ella.
—¿Qué clase de necedades ha estado enseñándole a mi esposa? —le pregunté—. Quiero que me diga ahora mismo por qué habla con nuestros hijos nonatos, y por favor, no intente aparentar no saber nada, porque Ann ya me lo ha contado todo.
—Su esposa, Herr Keller, es una mujer infeliz y desgraciada —dijo ella—. Las lecciones que yo le he impartido realmente, no le interesan en absoluto. Dedica todos sus pensamientos a sus bebés, sin importar cuál sea el tema, siempre van dirigidos a los bebés, y, en efecto, los bebés son el problema. ¿No? Pero por supuesto, lo único que usted desea es que ella toque, y ella lo que quiere son a sus hijos, así que lo único que he hecho es satisfacer los deseos de ustedes dos. Ella, ahora, toca de manera sublime, y además, creo que es más feliz, ¿verdad?
—No la entiendo. ¿Qué es eso que usted dice que ha hecho por nosotros dos?
—No ha sido nada difícil, Herr Keller. Esa es la naturaleza del cristal, los ecos de la divina armonía, eso en lo que la he instruido.
No puede ni imaginarse los sinsentidos que esgrimió para intentar darme una explicación.
—Oh, por supuesto que puedo —dije—. Señor Keller, tengo algunos conocimientos básicos en lo que respecta a las insólitas capacidades de ese instrumento. Hubo un tiempo en el que se le adjudicaban cierto tipo de alteraciones a la vibración del cristal. Esto producía terror entre el populacho europeo, y por eso el prestigio de la armónica decayó entre el vulgo. Por esto encontrar el instrumento, y no ya alguien que sepa tocarlo, es una oportunidad única.
—¿A qué tipo de alteraciones se refiere?
—Desde depresiones, a daños nerviosos, así como disputas domésticas, partos prematuros, y cierto número de afecciones mortales. Incluso hubo casos de convulsiones entre los animales domésticos. Sepa que incluso tengo conocimiento de decretos policiales vigentes en algunos estados germánicos en los que se prohíbe la utilización de este instrumento por el bien de la salud pública. Naturalmente, ambos sabemos que la melancolía de su esposa precedía a la utilización de este instrumento, por lo que podemos descartarlo como la fuente de los problemas que ella sufre.
—Sin embargo, hay otro cariz en lo que respecta a la historia de este instrumento, uno sobre el que Madame Schirmer nos dio claras pistas mencionando a los ecos de la divina armonía. Hay ciertas personas, compenetradas con las idealistas reflexiones de hombres como Franz Mesmer, Benjamin Franklin, y Mozart, que piensan que la música procedente del cristal promueve la armonía de la humanidad. Otros tienen la ferviente creencia de que escuchar los sonidos que produce el cristal puede curar males sanguíneos, mientras que otros, y sospecho que Madame Schirmer se encuentra entre ellas, sostienen que las firmes y penetrantes notas viajan de este mundo al más allá. Los hay de la opinión de que un ejecutante del cristal especialmente dotado puede de hecho invocar a los muertos, dando esto, como resultado, que los vivos puedan mantener una comunicación con los que ya han partido. Es eso lo que le explicó, ¿verdad?
—Exactamente fue eso —dijo mi cliente, con una expresión de sorpresa.
—Y fue ahí cuando decidió cancelar sus servicios.
—Sí. ¿Pero cómo sabe…?
—Amigo mío, es obvio. Usted creía que la señora era responsable del comportamiento ocultista de su esposa, así que la intención de despedirla, seguramente, ya estaba presente en su pensamiento antes de ir a verla aquella mañana. De cualquier modo, si hubiera estado aún cobrando de su bolsillo, difícilmente le hubiera amenazado con llamar a las autoridades. Ahora, por favor, disculpe estas ocasionales interrupciones. Son necesarias para agilizar lo que de otra manera sería redundante para mi mente. Continúe.
—¿Qué otra cosa podría haber hecho, señor? No tenía otra opción. Siendo como soy justo y educado, no insistí en que me devolviera lo abonado por las lecciones que quedaban, y ella, por otro lado, no se ofreció a devolver el dinero. Sin embargo, me quedé perplejo por su compostura. Le dije que no requeríamos más de sus servicios, y ella sonrió, y asintió conforme.
—Bueno, señor —dijo ella—, si usted cree que eso será lo mejor para Ann, entonces yo también lo creeré. Usted es su marido, después de todo. Espero que los dos sean felices juntos.
—Debería haber desconfiado de su palabra. Cuando llegué a su apartamento aquella mañana, sabía que ella conocía la influencia que su persona ejercía sobre Ann, y que mi esposa no se resignaría a olvidarla. Ahora me doy cuenta de que es una mujer confabuladora del peor tipo. A posteriori, me ha resultado evidente. La manera en la que ella me ofreció inicialmente aquel descuento por el precio de las clases y, luego, una vez que la pobre Ann estuvo bajo su influjo, cómo sugirió el extender las horas de clase con el fin de sacar más dinero de mi bolsillo. Aún más, temo que haya puesto el ojo en la herencia que Ann recibió de su madre, la cual, si bien no es sustanciosa, sigue siendo una suma de consideración. De eso estoy completamente convencido, señor Holmes.
—¿Y no se le ocurrió todo eso en aquel momento? —pregunté.
—No —contestó—. Mi única preocupación era cómo respondería Ann a las nuevas. Pasé todo el día sin estar en mí, sopesando la situación en el trabajo, y meditando las palabras apropiadas que utilizaría para darle la noticia. Después, al volver a casa aquella noche, le pedí a Ann que viniese conmigo a mi estudio, y, sentada delante de mí, le expliqué de forma calmada mi parecer. Le hice saber que la forma negligente en sus labores y responsabilidades, y su obsesión con la armónica, esta era la primera vez que la califiqué de aquella manera, estaban poniendo en riesgo nuestro matrimonio. Le expliqué que los dos teníamos obligaciones para con el otro. Las mías, eran proveerle un ambiente seguro; la suya, mantener al día las labores del hogar para mí. Además, como he dicho, estaba muy preocupado por lo que había visto en el ático, pero que no le reprochaba en absoluto el mantener un luto por los nonatos. Después saqué a colación mi visita a Madame Schirmer. Le expliqué que ya no habría más lecciones de armónica, y que Madame Schirmer había estado de acuerdo por su bien. Tomé su mano, y la miré directamente a su rostro inexpresivo.
—Te prohíbo que veas a esa mujer de nuevo, Ann, —le dije— y mañana sacaré la armónica de esta casa. No es mi intención ser cruel o irracional en este asunto, pero necesito que mi esposa vuelva a mi lado. Quiero que vuelvas, Ann. Quiero que seamos como una vez fuimos. Necesitamos poner en orden nuestras vidas.
En ese momento empezó a llorar, pero con lágrimas de remordimiento y no de ira. Me arrodillé ante ella.
—Perdóname —le dije, y puse mis manos sobre sus hombros.
—No —me dijo en un susurro—, soy yo la que te debo pedir perdón. Estaba tan confusa, Thomas. Me siento como si no pudiera hacer nada correctamente nunca más, y no entiendo por qué.
—No debes pensar eso, Ann. Simplemente, si confías en mí, verás que todo va a salir bien.
Entonces, señor Holmes, me prometió que se esforzaría por ser una mejor esposa. Y de hecho pareció que realmente lo prometió en serio. Nunca antes la había visto cambiar de parecer de aquella manera. Por supuesto, hubo veces en los que me percataba de que los momentos oscuros volvían a ella de manera sutil. En ocasiones, su humor se tornaba melancólico y lúgubre, como si algo que la oprimiera se hubiera infiltrado en sus pensamientos, y al menos hubo dos ocasiones en las que tuvo una exagerada obsesión por mantener limpio el ático. Pero por aquel entonces, la armónica había desaparecido, así que no me preocupé demasiado. ¿Por qué hubiera debido? Todas las labores estaban correctamente acabadas para cuando volvía del trabajo. Después de la cena, disfrutábamos de la compañía del otro, tal y como lo hacíamos en los buenos tiempos, sentándonos juntos y hablando durante horas en la puerta principal de la casa. Parecía que la felicidad había vuelto a nuestro hogar.
—Me alegro por usted —dije de manera insípida mientras me encendía mi tercer cigarrillo, pero aún ignoro la razón por la que me ha elegido para esta consulta. En verdad es una historia intrigante, dentro de cierto nivel, pero parece intranquilo por alguna otra razón, la cual no entiendo. Parece que puede ocuparse de sus propios asuntos sin ningún problema.
—Por favor, señor Holmes, necesito su ayuda.
—Me va a ser imposible ayudarlo sin conocer la verdadera naturaleza de su problema. Por lo que usted me expone, aquí no hay ningún puzzle sin resolver.
—¡Pero es que mi esposa sigue desapareciendo!
—¿Qué sigue desapareciendo? Por lo que deduzco, siempre termina reapareciendo, ¿no?
—Sí.
—¿Cuántas veces ha sucedido?
—Cinco veces.
—¿Y cuándo comenzaron estas desapariciones?
—Hace dos semanas.
—Ya veo. Un martes, por lo visto. Y nuevamente al siguiente miércoles. Corríjame si me equivoco, pero a la semana siguiente supongo que sucedió lo mismo, y este último martes también, por supuesto.
—Exactamente.
—Perfecto. Ahora estamos llegando a algún lado, señor Keller. Claramente, su historia termina justo delante de la puerta de Madame Schirmer, eso es obvio, pero aún hay uno o dos detalles que se me escapan. Si fuera tan amable de empezar a relatarme los momentos de la primera desaparición, facilitaríamos las cosas, a pesar de que creo que no es en absoluto exacto describir como tal el comportamiento de su esposa.
El señor Keller me lanzó una tristísima mirada. Después, dirigió su atención hacia la ventana, agitando su cabeza con solemnidad.
—He pensado mucho en esto —dijo—. Ya que durante mis quehaceres diarios tiendo a estar muy ocupado, es el chico de los recados el que me suele traer la comida. Pero aquel día salí antes del trabajo, así que decidí volver a casa y almorzar con Ann. Cuando descubrí que no estaba, tampoco me preocupé demasiado. De hecho, últimamente había animado a Ann a que saliera de la casa regularmente, y supuse que, tomando mi consejo, había empezado a realizar paseos vespertinos. Creí que eso era lo que estaba haciendo, así que le dejé una nota y volví a la oficina.
—¿Y adónde la dirigían esos paseos?
—Al carnicero, o al mercado. También había empezado a visitar el parque público de la Sociedad de Física y Botánica, ya que, según me decía, gustaba de pasar horas y horas leyendo entre las flores.
—De hecho, sin lugar a dudas, es un sitio ideal para ese tipo de entretenimientos. Continúe con su exposición, por favor.
—Volví a casa esa misma tarde, tan solo para descubrir que todavía no había vuelto. La nota que dejé en la puerta principal todavía estaba allí, y no había ningún signo de que hubiera vuelto a casa. Llegados a ese punto, empecé a preocuparme. Lo primero que se me pasó por la cabeza era salir en su busca, pero tan pronto como me disponía a salir, Ann atravesó la puerta. Señor Holmes, parecía tan cansada… y el mero hecho de verme pareció ponerla nerviosa. Le pregunté que de dónde venía tan tarde, y me explicó que se había quedado dormida en la Sociedad de Botánica y Física. La excusa era extraña, pero posible, así que rehusé seguir haciéndole preguntas. Con franqueza, simplemente estaba aliviado de que hubiera vuelto a casa sana y salva.
Dos días después, sin embargo, ocurrió exactamente lo mismo. Llegué a casa y Ann no estaba. Llegó poco después, dando como excusa que nuevamente se había quedado echando la siesta bajo un árbol en el parque. A la semana siguiente, volvió a ocurrir, exactamente igual que la vez anterior. Esto solo ocurría los martes y los jueves. Si los días hubieran sido alternos y diferentes, mis dudas no hubieran surgido tan rápidamente, y tampoco hubiera ido a verificar la situación con mis propios ojos el pasado martes. Sabiendo que sus anteriores clases de armónica comenzaban a las cuatro y terminaban a las seis, salí del trabajo temprano y me posicioné de manera oculta en la calle que cruzaba la tienda de Portman. Aproximadamente a las cuatro y cuarto, me embargó una vaga sensación de alivio, pero justo cuando iba a abandonar mi posición de vigilancia, la divisé. Caminaba a lo largo de Montague Street, al otro lado de la calle, sosteniendo en su mano el parasol que le regalé por su cumpleaños. Mi corazón saltó, y allí me mantuve quieto, sin llamarla ni ir tras ella, solo mirando cómo cerraba el parasol y entraba en la librería.
—¿Daba la impresión de que su mujer llegaba tarde a una cita?
—Al contrario, señor Holmes. Ella siempre ha creído que la puntualidad es una virtud, y hasta hoy en día, lo es.
—Ya veo. Siga, por favor.
—Supongo que puede imaginarse el enfado que iba creciendo en mí. Segundos después, yo galopaba hacia las escaleras del apartamento de Madame Schirmer. De hecho, pude oír claramente a Ann tocando la armónica, con esas tristes y apagadas notas tan peculiares suyas, y el mero sonido del instrumento hizo acrecentar mi ira, así que fui y aporreé con todas mis fuerzas la puerta.
—¡Ann! —grité—. ¡Ann! Pero no fue mi esposa la que me recibió. Fue Madame Schirmer. Abrió la puerta y me lanzó la más venenosa de las miradas que jamás he presenciado.
—¡Quiero ver a mi esposa inmediatamente! —exclamé—. ¡Sé que se encuentra aquí!
Y al decir esto, la música que procedía del interior del apartamento cesó abruptamente.
—Vuelva a casa si quiere ver a su esposa, Herr Keller —dijo en voz baja, cerrando la puerta tras de sí—. Ann ya no es mi alumna.
Mientras hablaba, mantenía una de las manos sobre el pomo, con su enorme cuerpo cubriendo la entrada, impidiéndome entrar.
—Usted me ha engañado —le dije, hablando lo suficientemente alto para que Ann pudiera oírme—. Ambas lo han hecho, ¡y eso no lo consiento! ¡Es usted una persona vil y ruin!
Madame Schirmer se puso hecha una furia, y, de hecho, yo mismo estaba tan enfurecido que mis propias palabras salieron de mi boca como si fueran puro veneno. Mirándolo ahora fríamente, me doy cuenta de que mi comportamiento fue irracional, a pesar de que aquella pérfida mujer me hubiera engañado, y de que yo temiera por mi esposa.
—Yo simplemente estoy realizando mi trabajo —dijo ella—, pero usted me lo está imposibilitando. Es usted un borracho, y cuando se acuerde de todo esto mañana, usted mismo se verá como un perturbado. No voy a hablar más con usted, Herr Keller, así que no se le ocurra volver a llamar a mi puerta de esa manera.
En ese momento, mi temperamento se desbordó, señor Holmes, y me temo que levanté mi voz más allá de lo debido.
—¡Sé que ha venido hasta aquí, y estoy seguro de que usted la sigue confundiendo con sus demoníacas supercherías! No tengo ni idea de lo que pretende ganar con todo esto, pero si es su herencia lo que busca, ¡le aseguro que haré todo lo humanamente posible para evitar que toque un solo chelín! Deje que le advierta una cosa, Madame Schirmer, hasta que mi esposa esté completamente libre de su influencia, se encontrará conmigo a sus espaldas allá donde vaya, y no voy a dejar que me tome usted por idiota durante más tiempo, haga usted lo que haga para impedírmelo.
La mano de la mujer dejó el pomo, y sus dedos formaron un puño, haciendo el amago de golpearme. Tal y como dije, era una enorme y fornida germana, y no tengo ninguna duda de que hubiera podido tumbar a más de un hombre. Sin embargo, reprimió su hostilidad y dijo:
—La advertencia se la hago yo, Herr Keller. Váyase y no vuelva más. Si vuelve a aparecer por aquí con problemas, haré que lo arresten.
Después giró sobre sus talones, y volviendo a meterse en su apartamento, cerró de un portazo.
Sumamente alterado, dejé el lugar y volví a mi casa, con la plena intención de castigar a Ann a su vuelta. Estaba seguro de que ella había oído toda mi discusión con Madame Schirmer, y aún me enfadaba más el hecho de que hubiera permanecido escondida en el cuarto de instrucción de la mujer en lugar de salir a mi encuentro. Por mi parte, yo no tenía ninguna razón para negar el hecho de que la estuviera espiando. Ella, a partir de aquella tarde, tenía pleno conocimiento de este hecho. Sin embargo, para mi más profunda sorpresa, ya estaba en casa cuando llegué. Y eso es lo que no me explico. Era imposible que hubiera dejado la casa de Madame Schirmer antes que yo, ya que el apartamento estaba en una segunda planta. Incluso si lo hubiera conseguido de algún modo, no hubiera sido capaz de tener la cena preparada a mi llegada. Estuve, y todavía estoy, perplejo ante tal hecho. Durante nuestra cena, esperé a que mencionara algo sobre mi discusión con Madame Schirmer, pero ella no dijo una palabra al respecto. Cuando le pregunté dónde había estado esta tarde, contestó:
—He empezado a leer una nueva novela, y antes, he ido a dar una vuelta por la zona de la Sociedad Botánica y Física.
—¿Nuevamente? ¿No estás cansada de visitar ese lugar?
—Cómo podría. Es un lugar precioso.
—¿No te habrás citado con Madame Schirmer en esos paseos tuyos, no, Ann?
—No, Thomas, por supuesto que no.
Le pregunté si cabía la posibilidad de que se estuviera equivocando y, visiblemente enojada por mi insinuación, insistió en que no la había visto.
—Entonces le estaba mintiendo —dije—. Algunas mujeres tienen un talento innato para hacer creer a los hombres lo que ellos ya saben, a ciencia cierta, que es falso.
—Señor Holmes, no me entiende. Ann es incapaz de urdir una mentira conscientemente. No es natural en ella. Y si lo fuera, yo así lo hubiera visto y se lo hubiera dicho allí mismo, pero no, no estaba mintiéndome. Lo vi en su cara, y estaba completamente seguro de que no tenía idea alguna de mi enfrentamiento con Madame Schirmer. Cómo era posible está más allá de mi conocimiento. Estoy completamente seguro de que ella estaba allí, de igual manera que estoy seguro de que me estaba diciendo la verdad, pero soy incapaz de encontrarle sentido a cualquiera de las dos cosas. Por esta razón le escribí con tanto apremio aquella noche, con la intención de que me diera consejo y ayuda.
Este fue el enigma que mi cliente me presentó. Insignificante y, sin embargo, con muchos puntos que atraían mi atención. Utilizando mi, por otro lado conocido, método de lógica analítica, empecé a eliminar conclusiones enfrentadas, hasta que una de ellas permaneció, ya que parecía que había muy pocas posibilidades que pudieran determinar la realidad del asunto.
—En aquella tienda de libros y mapas —pregunté— ¿vio usted, y para esto necesito que me conteste con total seguridad, a algún otro empleado aparte de su propietario?
—Tan solo recuerdo al propietario, y a nadie más. Creo que regenta la tienda por sí solo, a pesar de que parece que está pasando una mala época.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que no parece gozar de buena salud. Tiene una tos crónica, una tos que no suena nada bien, y su vista le falla. La primera vez que fui al local le pregunté por la ubicación del apartamento de Madame Schirmer, y se puso unas enormes gafas de aumento para poder hablar conmigo. Esta última vez que fui, ni tan siquiera se percató de que había entrado en la tienda.
—Tal vez, demasiados años encorvado sobre manuscritos a la luz de una lámpara, sospecho. A pesar de que conozco Montague Street y sus inmediaciones como la palma de la mano, debo admitir que esta tienda en particular me es muy poco familiar. Supongo que será un local amplio repleto de material, ¿me equivoco?
—Más bien es un sitio bastante pequeño, señor Holmes. Creo que con anterioridad fue el hogar de alguna familia. Cada habitación contiene pilas y pilas de libros. Los mapas, por lo que parece, están almacenados en otro lugar. Hay un cartel en la entrada de la tienda en la que se avisa de que las consultas de mapas se deben hacer directamente al señor Portman. De hecho, no recuerdo haber visto un solo mapa en la tienda.
—Por casualidad, no le preguntaría al señor Portman, suponiendo que el nombre de la tienda coincida con el del propietario, si había visto alguna vez entrar a su mujer en la tienda, ¿verdad?
—No tuve la necesidad. Tal y como le dije, aquel hombre casi estaba ciego. De cualquier forma, yo mismo vi cómo ella entraba en el local, y mi visión es más que buena.
—No lo pongo en duda, señor Keller. De hecho, el pormenor carece de importancia, pero hay un par de cosas que deben ser confirmadas en persona. Ahora mismo nos pondremos en marcha hacia Montague Street.
—¿Ahora mismo?
—Es jueves por la tarde ¿Verdad?
En un rápido vistazo a mi reloj, determiné que eran las tres y media.
—Y, si partimos ahora mismo, llegaremos a Portman antes de que lo haga su esposa.
Levantándome para coger mi gabán, dije:
—Debemos ser circunspectos a partir de ahora, ya que estamos tratando con la complejidad emocional de, al menos, una mujer con problemas. Esperemos que su esposa sea tan fiable y firme en sus acciones como mi reloj. Al menos, tendremos algo de ventaja si nuevamente acude tarde, y conseguimos llegar al lugar antes que ella.
Entonces, con algo de prisa, salimos calle abajo por Maker Street, y no pasó mucho tiempo antes de vernos inmersos en el bullicio de la vía pública londinense. Mientras nos encaminábamos hacia Portman’s, empecé a cerciorarme de que el problema para el que el señor Keller me requería era, considerando los detalles, de poca, o incluso ninguna, importancia. De hecho, no creo que pudiera atraer la atención ni siquiera de las inquietudes literarias del buen doctor. Era, dándome cuenta ahora, de ese tipo de males menores en los que me hubiera metido de lleno en mis años de formación como detective, pero ahora, ya en el ocaso de mi carrera, veía más apropiados para otros. Muy a menudo, me refería a este tipo de asuntos como material a tratar por alguno de esos jóvenes y presuntuosos nuevos valores, como podían ser Seth Weaver, Trevor de Southwark, o Liz Pinner, y otros que ya habían demostrado meter el pie dentro del negocio del detective privado.
Sin embargo, debo confesar que mi interés en el caso del señor Keller no concluía en su prolija cuenta, sino única y exclusivamente en dos puntos que, a pesar de no guardar ninguna conexión el uno con el otro, me mantenían fascinado de manera privada: las asombrosas capacidades musicales que podía general la desacreditada armónica de cristal, un instrumento del que siempre he querido poder disfrutar; y el atrayente a la par que curioso rostro que divisé en la fotografía. Sin necesidad de mención, puedo obviar mi predilección por uno de estos puntos más que por el otro, y desde entonces decidí que mi vocación, de vida corta, todo hay que decirlo, por el sexo débil nació de la creencia que John solía sostener sobre los saludables beneficios que otorgaba la compañía femenina.
Aparte de asumir tales sentimientos irracionales en mi persona, aún sigo sin concebir la atracción que sentí por la fotografía sin importancia de una mujer casada.