2

Holmes despertó en un ahogo. Sus párpados se abrieron, y miró a su alrededor en la biblioteca mientras carraspeaba. Después respiró hondamente, percatándose de la inclinación de los rayos del sol que entraban por la ventana oeste de la habitación. Como resultado, se originaba una mezcla de luces y sombras a lo largo de las enceradas baldosas del suelo, que se movían lentamente en el sentido de las agujas del reloj, justo hasta rozar el borde de la alfombra persa que se extendía bajo sus pies. Todo eso le decía que eran exactamente las 5:18 de la tarde.

—¿Ya se ha despertado? —preguntó la señora Munro, su joven ama de llaves, la cual estaba tras de él.

—Casi —dijo él. Se fijó en su sinuosa forma. En su largo pelo recogido en un moño alto, rizado, y de un marrón oscuro, que se deslizaba por su cuello, con las tiras de su delantal atadas a su espalda. La muchacha cogió la correspondencia de una de las cestas de mimbre que había sobre la mesa de la biblioteca (cartas con sellos extranjeros, pequeños paquetes, y algunos sobres grandes) y, tal y como hacía una vez por semana, empezó a ordenarlos según su tamaño.

—Estaba durmiendo su siesta, señor. Esa tos es la misma que tenía antes de marcharse. ¿Le traigo un vaso de agua?

—No creo que sea necesario —dijo él, asiendo casi sin darse cuenta los dos bastones.

—Como desee el señor.

Siguió ordenando la correspondencia. Las cartas a la izquierda, los paquetes en el medio, los sobres grandes a la derecha. Durante su ausencia, lo normal era que toda la mesa estuviera repleta de montones de correspondencia. Sabía casi a ciencia cierta que habría algún regalo, extraños objetos mandados desde muy lejos. También habría peticiones para realizar una entrevista para alguna revista o para la radio, y algunas súplicas de ayuda (una mascota extraviada, un anillo de bodas robado, un niño perdido, y otra serie de problemas desesperanzados que era mejor que permanecieran sin respuesta).

Asimismo encontraría manuscritos sin publicar. Engañosas y escabrosas obras de ficción basadas en sus aventuras pasadas, largos y densos tratados de criminología, recopilaciones de misterios, junto a lisonjeras cartas en busca de su aprobación, algún comentario positivo, una palmadita en la espalda, o, tal vez, una introducción al texto. Rara vez respondía a ninguna de ellas, y nunca lo hizo a periodistas, escritores o buscadores de publicidad.

Aun así, examinaba concienzudamente cada carta recibida, y revisaba el contenido de cada paquete enviado. Ese día de la semana, sin que importara qué mes fuera, realizaba la operación al calor de la chimenea, abriendo sobres con el abrecartas, y estudiando el asunto del mensaje enviado antes de hacer una bola de papel con el mismo y tirarlo a las llamas.

Los regalos, sin embargo, eran puestos aparte, depositados cuidadosamente en otra cesta de mimbre, para que la señora Munro los donara a aquellos que realizaban obras caritativas en el pueblo.

Pero si una misiva mostraba un interés específico, si carecía de halagos serviles, y se ceñía a hablar de una fascinación, compartida, con aquello que más le interesaba, que no era otra cosa que los entresijos de la transformación de una reina a partir del huevo de una abeja obrera, de los beneficios de la jalea real, o tal vez un nuevo descubrimiento al respecto de botánica étnico culinaria, como lo era el fresno espinoso americano[2] (rarezas de la naturaleza procedentes de lugares remotos, las cuales, como se creía de la jalea real, tenían la capacidad de apaciguar la atrofia que azota los cuerpos y mentes ancianas) la carta tenía una leve posibilidad de salvarse de las llamas. En lugar de eso, encontraba su salvación en el bolsillo de su chaqueta, permaneciendo allí hasta que Holmes se sentara frente al escritorio del ático del estudio, sujetando con sus dedos el documento para un estudio más profundo.

A veces, estas cartas con suerte lo llevaban a dirigirse a algún lugar. Un jardín de hierbas tras una abadía en ruinas cerca de Worthing, donde un extraño híbrido del burdock y la flor de sangre crecía de manera natural, una granja de colmenas a las afueras de Dublín, la cual producía una miel natural ligeramente ácida, pero no detectable por el paladar, producto de la humedad resultante al cubrir las colmenas en las estaciones particularmente calurosas. Más recientemente, incluso Shimonoseki, una aldea japonesa especialista en el arte culinario usando el fresno espinoso americano, que, junto a una dieta de pasta de miso y habas fermentadas, parecía concederle a la gente del lugar una longevidad sorprendente. La necesidad de tener documentación y conocimientos de primera mano de esta extraña manera de alargar los años de vida se convirtieron en el objetivo principal durante todo este tiempo de soledad.

—Se va a pasar un buen tiempo entre todo este desorden —dijo la Sra. Munro, señalando con la cabeza los montones de correspondencia. Después de dejar la cesta ahora vacía sobre el suelo, se volvió hacia él, y le habló de nuevo.

—Aún quedan más, frente al armario de la entrada principal. Cajas y cajas que me tienen toda la casa desordenada.

—Muy bien, Sra. Munro —dijo él secamente, intentando desbaratar cualquier retahíla por parte de su ama de llaves.

—¿Traigo el resto, o mejor espero a que el señor termine con ese montón?

—Pueden esperar.

Miró hacia la puerta, indicándole con los ojos que podía retirarse. Pero ella ignoró su mirada, deteniéndose antes, para alisar su delantal antes de continuar.

—Hay un montón enorme, en el armario de la entrada, como le he dicho. No se puede imaginar el montón tan enorme que es.

—Bien, veo que es el momento de que vaya a mirar qué es lo que hay allí entonces.

—Si desea el señor, yo puedo ayudarlo en lo que precise.

—Me podré ocupar por mí mismo, no se preocupe, gracias.

Esta vez con intención, volvió a mirar hacia la puerta, inclinando su cabeza en esa dirección.

—¿El señor tiene apetito? —preguntó ella, caminando esta vez hasta entrar en el haz de luz que iluminaba la alfombra persa.

La visión de un ceño fruncido detuvo su aproximación, pero se suavizó al alzar la vista.

—En lo más mínimo —contestó.

—¿El señor cenará esta noche?

—Si no queda más remedio, supongo que sí.

Tuvo una breve visión de la chica trabajando agobiada en la cocina, despedazando asaduras sobre la encimera, o dejando caer al suelo el pan junto con unas perfectas rebanadas de Stilton[3].

—¿Tiene usted la intención de cocinar su sosa sopa de rana?

—Me dijo que no le gustó —dijo ella, con un tono de sorpresa.

—Y no me gusta, señora Munro, realmente, no me gusta, al menos, no su versión del plato. Su tarta de carne, por otro lado, es harina de otro costal.

Su expresión se iluminó, incluso se tocó la frente en un signo de claro nerviosismo.

—Bueno, veamos, tengo algo de ternera del asado del domingo, podría usar eso, excepto porque sé perfectamente que usted preferiría cordero.

—Los restos de ternera serán más que suficientes.

—Pastel de carne entonces —dijo ella, tomando su voz un tono de urgencia de repente.

—Como sabrá, ya he dispuesto de su equipaje. No sabía qué hacer con ese cuchillo tan bonito que ha traído, así que lo he dejado en su almohada. Tenga cuidado de no cortarse.

La miró exagerando el gesto, cerrando luego sus ojos completamente, incitándola a que desapareciera enseguida.

—Es una Kusun-gobu[4], querida, gracias por su preocupación. Intentaré no apuñalarme en mi propia cama.

—¿Quién lo querría?

Con su mano derecha rebuscó en uno de los bolsillos de su chaqueta, intentando encontrar con sus dedos los restos de un jamaicano medio consumido. Pero, para su desgracia, no hallaba lo que le quedaba del cigarro (tal vez extraviado cuando se bajó del tren, mientras tropezó intentando mantener sujeto uno de sus bastones que se le había resbalado. Es posible que en ese momento, el jamaicano se le cayera del bolsillo, hacia el suelo de la plataforma, para terminar aplastado bajo algún pie).

—Puede —masculló—. Puede…

Buscó en su otro bolsillo, prestando atención a las pisadas de la señora Munro que dejaban la alfombra para luego cruzar las tablillas del suelo entarimado, atravesar la puerta, y dar siete pasos exactos, los suficientes como para que se hubiera alejado de la biblioteca.

Sus dedos palparon un tubo cilíndrico, de aproximadamente la misma longitud y circunferencia que el medio jamaicano, pero notando su peso y firmeza, se dio cuenta de que no era un cigarro. Levantó sus párpados finalmente, y vio que frente a su palma abierta había un tubo de cristal. Un examen más exhaustivo, a la luz del sol que hacía brillar el tapón de metal del objeto, estudió a las dos abejas muertas que se encontraban selladas en su interior, una junto a la otra, con sus patas entrecruzadas, como si ambas hubieran sucumbido en un abrazo íntimo.

—Señora Munro…

—¿Sí? —replicó ella, tras haber atravesado casi el corredor al completo y haber vuelto a paso ligero—. ¿Qué es lo que pasa?

—¿Dónde está Roger? —preguntó él, devolviendo el tubo de cristal a su bolsillo.

Entró en la biblioteca, y volvió sobre los siete pasos que marcaron su marcha.

—¿Perdón?

—Su hijo, Roger. ¿Dónde está? Todavía no lo he visto desde que llegué.

—Pero, señor, él fue el que recogió su equipaje. ¿No se acuerda? Después le dijo que le esperara en las colmenas. Le dijo que lo necesitaba allí para una inspección.

Una mirada confusa atravesó su pálido rostro barbudo, y ese momento de vértigo que lo inundaba cuando sentía cómo perdía el control de su mente por un momento también recayó sobre él. ¿Qué mas iba a caer en el olvido, que más se filtraría como la arena entre un puño fuertemente cerrado, y de que más iba a poder cerciorarse a partir de ahora? Aun así, siempre apartaba sus preocupaciones intentando encontrar una explicación razonable a lo que lo confundía de vez en cuando.

—Por supuesto, tiene razón. He tenido un viaje muy cansado. No he dormido mucho. ¿Hace mucho que espera?

—Un buen rato, no ha podido ni tomar su té. De todas formas, no creo que le importe. Desde su marcha, se ha preocupado más de las abejas que de su propia madre, si se me permite decirlo.

—¿Es eso verdad?

—Sí, desgraciadamente lo es.

—Bueno pues —dijo asiendo de nuevo sus bastones—, supongo que no puedo hacer esperar más al chico.

Levantándose del sillón, los pies lo mantenían de pie, se dirigió hacia la puerta, contando cada uno de sus pasos en pleno mutismo. Uno, dos, tres, mientras ignoraba completamente a la señora Munro, que caminaba tras él.

—¿Quiere que lo ayude, señor? ¿Puede usted solo?

Cuatro, cinco, seis. No se percató de cómo ella fruncía el ceño mientras avanzaba en su lento caminar, ni tampoco se dio cuenta de cómo su ama de llaves descubrió el cigarro jamaicano segundos después de que él dejara la habitación, al agacharse junto al sillón; cogió con dos dedos el apestoso cigarro del cojín del asiento y lo tiró a la chimenea. Siete, ocho, nueve, diez. Once pasos lo condujeron al corredor. Cuatro más de lo que le había costado a la señora Munro, y dos más que su media personal.

Tomó aire frente a la puerta, sin tener prevista una leve marea de pereza por su parte. Había atravesado medio mundo y había vuelto, y en ese tiempo había carecido de su habitual desayuno mañanero de jalea real sobre tostadas. La jalea real, rica en vitamina B, contenía una sustancial cantidad de azúcares, proteínas, y ciertos ácidos orgánicos, que la hacían indispensable para mantener su vigorosidad y bienestar habitual. Sin su alimentación habitual, se sentía positivo, pero su cuerpo había sufrido, de alguna manera, le estaba pasando factura.

Pero una vez fuera, su mente se revigorizó mientras veía cómo la tierra era bañada por la luz de media tarde. La flora no suponía ningún problema, al igual que tampoco lo eran las sombras oscuras y los vacíos donde residían ciertas partes de su memoria. Todo estaba igual que hacía décadas, al igual que él.

Paseando, no sin cierto esfuerzo, caminó abajo a través del jardín, pasando junto a los narcisos y las camas de hierbas, las budleias púrpura, y los cardos gigantes que se alzaban enroscándose. Lo olía todo a su paso. Una suave brisa meció los pinos de alrededor, y saboreó los crujientes sonidos que producía la gravilla bajo sus pies y bastones. Si hubiera mirado hacia atrás, sabría que la hacienda estaría ensombrecida por cuatro enormes pinos. La puerta central y los ventanales adornados con rosas de enredadera, los marcos moldeados de las ventanas, los maineles de ladrillo de las paredes exteriores. Todo apenas visible entre el vaivén de las ramas de los pinos.

Más adelante, donde terminaba el camino, había una estrecha zona de pasto con una profusión de azaleas, laureles y rododendros, tras los que aparecían súbitamente un grupo aislado de robles, y pasados los cuales, dispuestas en fila recta en grupos de dos colmenas, su colmenar.

En poco tiempo se vio caminando a través del campo de colmenas, mientras que el joven Roger, ansioso por impresionarlo con lo bien que habían sido atendidas las abejas en su ausencia, mientras deambulaba de colmena en colmena sin protección alguna, y con los guantes recogidos, le explicaba cómo después de que el enjambre se hubiera establecido a principios de abril, tan solo unos días antes de que Holmes partiera de Japón, ya habían creado la base de cera dentro de los cuadros, con los paneles de miel ya también hechos, y con las celdas hexagonales repletas. De hecho, para su deleite, el chaval ya había reducido los cuadros de nueve a seis por colmena, permitiendo así que las abejas prosperaran disfrutando de más espacio.

—Excelente —dijo Holmes—. Has criado a estas criaturas de Dios admirablemente, Roger. Estoy muy satisfecho con tus progresos.

Después, con el fin de recompensar al chico, sacó el tubo de cristal de su bolsillo, ofreciéndoselo mientras lo sujetaba con el anular y el pulgar.

—Esto es para ti —le dijo, mientras que Roger aceptaba el recipiente mirando su interior con un brillo especial en sus ojos.

Apis cerana japonica. Las llamaremos, para simplificarlo, abejas japonesas. ¿Qué te parecen?

—Gracias, señor.

El chico le ofreció una sonrisa, y él miró dentro de los perfectos ojos azules de Roger, al que revolvió ligeramente el pelo rubio, mientras también le sonreía. Después, inspeccionaron juntos las colmenas, sin decir nada durante un tiempo.

Durante los silencios como este, el colmenar siempre lo satisfacía plenamente, y por lo que veía en el mirar de Roger, tras de él, también creía que el muchacho compartía su satisfacción.

A pesar de que rara vez disfrutaba de la compañía de los niños, no podía evitar el sentir cierto acercamiento paternal hacia el hijo de la señora Munro, preguntándose a veces cómo de aquella mujer podía haber salido una descendencia tan prometedora.

Peor incluso ya a su avanzada edad, le resultaba imposible explicar sus sentimientos reales, especialmente, a un chico de catorce años de edad, cuyo padre había sido una de las bajas del ejército británico en los Balcanes, y cuya presencia, según siempre había sospechado, Roger echaba en falta en la soledad.

De todas formas, siempre es aconsejable mantener cierto control sobre los sentimientos cuando se contrata a un ama de llaves con descendencia. El silencio que ambos guardaban mientras sus ojos pasaban de una colmena a otra ya decía lo suficiente, mientras estudiaban las ramas de los robles, y contemplaban el sutil cambio en el que el atardecer se convertía en anochecer. No pasó mucho tiempo antes de que la señora Munro los llamara desde el camino del jardín, requiriendo la ayuda de Roger en la cocina. Entonces, no sin cierta renuencia, él y el chico atravesaron la zona de pastos, tomándoselo con tranquilidad, parándose a mirar las mariposas azules que atravesaban las fragantes azaleas. Momentos antes de que el sol terminara su trayecto descendente, entraron en el jardín, con la mano del chico sujeta a su hombro, la misma mano que lo guio a través de la puerta de la hacienda, sujeta a él hasta que terminaron de subir las escaleras y llegaron al estudio de su ático. Subir escaleras se había convertido en una tarea dificultosa, aunque se sentía seguro mientras que el muchacho estuviera junto a él como una muleta humana.

—¿Vengo a por usted cuando la sopa esté lista?

—Me harías un gran favor.

—Sí, señor.

Una vez llegó a la mesa se sentó esperando a que el chico lo ayudara una vez más a bajar las escaleras. Durante un rato, se entretuvo examinando unas notas previas a su viaje, mensajes crípticos garabateados en trozos de papel arrugados.

«La levulosa predomina, más soluble que la dextrosa».

El significado de los mismos se le escapaba. Miró a su alrededor, y se dio cuenta de que la señora Munro se había tomado ciertas libertades durante su ausencia. Los libros que normalmente estaban desparramados por el suelo, ahora permanecían apilados. El suelo había sido barrido, pero, tal y como él expresamente indicó, no se le había limpiado el polvo a nada. Sintiendo cada vez más la necesidad de fumar, abrió libros de notas y archivadores, con la esperanza de encontrar un jamaicano, o al menos un cigarrillo. Después de que sus esfuerzos resultaran inútiles, se resignó a mirar la correspondencia.

Llegó a una de las muchas cartas enviadas por el señor Tamiki Umezaki, la cual había recibido semanas antes de embarcarse.

Apreciado amigo:

Me siento extremadamente satisfecho con el hecho de que haya recibido mi invitación con tanto interés, y con el hecho de que haya aceptado el ser mi invitado en Kobe. Sin necesidad de que sea dicho, estoy impaciente por mostrarle los muchos jardines que nuestros templos albergan en esta parte de Japón, así como…

Ocurrió sin previo aviso. Tan pronto como se puso a leer, sus ojos se cerraron, y su barbilla, lentamente, fue inclinándose al encuentro con su pecho. Una vez dormido, no notó cómo la carta se deslizaba de sus dedos, ni la respiración estrangulada que emanaba de su garganta. Ni incluso cuando se despertó pudo recordar el campo de caléndulas en el que estaba de pie, ni el sueño que lo había llevado a aquel lugar de nuevo. En lugar de eso, se sobresaltó al ver a Roger sobre él, limpiándole la boca, y mirando fijamente la cara desconcertada del muchacho, balbuceaba aún no del todo despierto.

—¿Estaba dormido?

El chico asintió con la cabeza.

—Ya veo, ya veo…

—La sopa será servida enseguida.

—Sí, mi sopa va a ser servida enseguida —dijo en un murmullo, buscando sus bastones.

Al igual que antes, Roger ayudó cuidadosamente a Holmes a levantarse de la silla, sujetándolo mientras atravesaban la puerta del estudio. El chico anduvo junto a él mientras atravesaban el corredor, y luego escaleras abajo, para llegar al comedor, donde, finalmente, se zafó de la ligera sujeción de Roger, y caminando por su propio pie hacia la enorme mesa victoriana de roble, se situó en el único sitio donde la señora Munro había puesto cubiertos.

—Después de que haya acabado aquí —dijo Holmes, dirigiéndose al chico sin mirarlo—, me gustaría discutir contigo todo lo referente al colmenar. Quiero que me pongas al día de todo lo que allí ha concurrido en mi ausencia. Espero que puedas ofrecerme un informe detallado al respecto.

—Sin falta, señor —respondió el chico desde la puerta, mientras que Holmes dejaba sus bastones sobre la mesa antes de sentarse.

—Muy bien, entonces —dijo Holmes finalmente, mirando a través de la habitación, en busca de Roger— nos reuniremos en la biblioteca, ¿de acuerdo? Suponiendo que para entonces, el pastel de carne de tu madre no haya acabado conmigo.

—Sí, señor.

Holmes cogió una servilleta, y la sacudió al aire para luego colgársela en el cuello por una punta. Derecho en la silla, tomó unos momentos para alinear los cubiertos, disponiéndolos ordenadamente. Después, colocando sus manos pulcramente a cada lado del plato vacío, dijo:

—¿Dónde está esta mujer?

—Ya voy —dijo la señora Munro, apareciendo de repente tras de Roger, y sosteniendo una bandeja de comida humeante.

—Échate a un lado, hijo —le dijo al chico—. No estás ayudando poniéndote por en medio.

—Perdón —dijo Roger, apartando su delgada figura del camino para que su madre pudiera pasar.

Una vez que su madre hubo pasado como una exhalación hacia la mesa, lentamente, dio un paso atrás, y otro, y otro más, hasta salir del comedor. Sabía que se había acabado el perder el tiempo por hoy. Seguramente, su madre le mandaría a casa, o, aún peor, le ordenaría limpiar la cocina. Intentando, de momento, evitarlo, su escapada fue lo suficientemente silenciosa, pues salió de la habitación mientras que su madre servía a Holmes, y desapareció antes de que lo llamara con una voz.

El chico no se dirigió hacia el colmenar, tal y como su madre hubiera supuesto, ni tampoco se dirigió a la biblioteca para preparar las preguntas que Holmes iba a hacerle al respecto de las colmenas. En lugar de eso, volvió a subir escaleras arriba, y entró en la habitación donde Holmes se enclaustraba, el estudio del ático. Durante las semanas en las que Holmes estuvo de viaje, Roger pasó horas y horas explorando el estudio. En un principio, tan solo tomó algunos viejos libros, polvorientas monografías y alguna que otra publicación científica, leyéndolas con mucha atención mientras se sentaba en el escritorio. Cuando su curiosidad quedaba satisfecha, colocaba los ejemplares de nuevo en la estantería, asegurándose de no dejar ninguna prueba. En una ocasión, simuló incluso que era Holmes, reclinándose contra la silla del escritorio, con las yemas de los dedos de una mano apoyadas las unas contra las otras, mirando a través de la ventana, mientras inhalaba un humo imaginario.

Obviamente, su madre ignoraba completamente sus incursiones. De haberlo sabido, hubiera salido de aquella casa ipso facto. Cuanto más exploraba el estudio (al principio de manera discreta, incluso con sus manos en los bolsillos) más temerario se iba volviendo, husmeando en el interior de los cajones, sacando cartas de sobres ya abiertos, cogiendo, eso sí, con mucho respeto, la pluma, las tijeras y la lupa que Holmes solía utilizar habitualmente. Pasado un tiempo, empezó a escudriñar las montañas de folios escritos a mano que había sobre la mesa, intentando no dejar ninguna marca identificativa en las páginas, mientras que, al mismo tiempo, intentaba descifrar las notas y parágrafos incompletos de Holmes, a pesar de que casi todo escapaba al entendimiento del chico, ya fuera por la forma de escritura sin sentido que tenía Holmes, o porque el asunto tratado en las notas fuera de alguna manera demasiado clínico y literal. Aun así, estudió cada una de las páginas, deseando poder aprender algo único o revelador de aquel hombre tan famoso que ahora reinaba sobre las colmenas.

Roger, de hecho, apenas descubrió nada que alumbrara algo nuevo sobre Holmes. El mundo de aquel personaje estaba hecho de evidencias claras y hechos irrefutables, de observaciones detalladas y hechos externos, y rara vez se podía discernir alguna frase contemplativa que fuera suya propia. Aun así, entre aquellos montones de notas y escritos, enterrado, casi oculto, el chico encontró algo de verdadero interés, un relato corto, sin acabar, titulado El músico de las copas de cristal. El puñado de páginas se mantenían unidas por una tira de goma. A diferencia de los otros manuscritos de Holmes que había esparcidos por la mesa, este, tal y como se había dado cuenta el chico nada más echarle un vistazo, había sido escrito con sumo cuidado. Las palabras eran fácilmente distinguibles, no había tachaduras, ni tampoco había anotación alguna en los márgenes, ni borrones de tinta. Lo que leyó entonces atrajo su atención, ya que era de fácil lectura, y, de alguna manera, de naturaleza personal, pues el texto rememoraba un momento anterior de la vida de Holmes. Pero para desdicha de Roger, el manuscrito terminaba abruptamente, tan solo dos capítulos después de haber comenzado, dejando en el misterio la conclusión del relato. Incluso así, el chico lo leyó y lo releyó, con la esperanza de poder descubrir algo que se le pudiera haber escapado anteriormente.

Y ahora, al igual que durante las semanas en las que Holmes no estaba en casa, Roger se sentó en la mesa del estudio, sintiendo los nervios en su estómago, extrayendo metódicamente el manuscrito de debajo de un montón de desorden organizado. Quitó la sujeción de goma con rapidez, y acercó las páginas a la luz de la lámpara de la mesa.

Estudió de nuevo el documento, esta vez comenzando por el final, revisando con rapidez las últimas páginas, mientras algo dentro de sí le decía que Holmes no había tenido la oportunidad de continuar el texto. Después, comenzó por el principio, inclinándose hacia delante mientras leía, pasando una página tras otra. Si se concentraba lo suficiente, sin ninguna distracción, Roger creía que podría terminar el primer capítulo aquella misma noche. Solo cuando su madre lo llamó por su nombre levantó momentáneamente la cabeza. Estaba fuera, buscándolo en el jardín de atrás. Cuando su voz se fue alejando, bajó la cabeza de nuevo, recordándose a sí mismo que no le quedaba mucho tiempo, tal vez menos de una hora de estancia en la biblioteca, según había previsto. Dentro de poco, el manuscrito debería ser dispuesto tal y como fue encontrado, en su ubicación exacta original. Hasta entonces, un dedo que servía como guía seguía las palabras de Holmes, mientras que dos ojos azules parpadeaban continuamente, pero sin perder la concentración, y unos labios se movían sin producir sonido alguno, al tiempo que las frases empezaban a convocar escenas que eran familiares en la mente del chico.