PRÓLOGO

A pesar de que el sol todavía no había mostrado intención de asomar por el horizonte, el niño permanecía despierto en la cama, absorto, recordando el modo tan abrupto en que las cosas podían cambiar de un momento a otro.

Menos de veinticuatro horas antes, su abuela estaba tirando de sus piernas para conseguir levantarlo de la misma cama de la que ahora no quería salir por nada del mundo. Como siempre, lo llamó perezoso y le recriminó que nadie en la familia lo había sido nunca, que era nieto e hijo de hombres trabajadores, y que si seguía así se convertiría en la oveja negra de la familia. Entonces la odió un poco —muy, muy poquito— porque lo único que quería era echar una cabezadita más, cinco minutos para atemperar el cuerpo y el ánimo, en lugar de saltar a un nuevo día como si no hubiera mañana. Y pensaba que mañana sería igual.

Pero al día siguiente todo había cambiado, porque la abuela, que siempre había dormido en la cama más grande de la casa, yacía inmóvil en un angosto lecho de madera con el interior acolchado, colocado en me dio del salón para que toda la familia pudiera llorar su ausencia. El niño, sin embargo, no la notaba ausente. Desde su cuarto podía percibir la presencia de su cuerpo inerte, vestido con la ropa de misa y fiestas de guardar, aquella que la abuela se quitaba en cuanto volvían a casa porque se le hacía incómoda. Y ahora se quedaría con ella para siempre.

Claro que él no la había visto, porque su madre y sus tías se encargaron de los preparativos, ya que hasta el amanecer no empezarían a llegar todos los familiares para velarla. El niño no sabía qué significaba aquella palabra, la escuchó desde su cuarto porque le dijeron que debía acostarse temprano, que el día siguiente sería muy largo y tendría que madrugar, que a su abuela no le gustaba que fuera perezoso y que no querría disgustarla el día de su propio entierro.

«Si está muerta, ¿cómo va a disgustarse?», pensó el pequeño.

Recordó sus manos, arrugadas y venosas, hipnotizadoras. Nunca supo por qué, pero las manos de su abuela le transmitían serenidad. Se sentía protegido cuando las estrechaba, cuando recorría sus arrugas con sus pequeños deditos, descubriendo cada nueva grieta que surgía en ellas, trazando y memorizando su mapa interminable. No era capaz de concebir que ya no pudiera volver a hacerlo nunca más.

Se arrebujó entre las mantas. Los primeros rayos del sol por fin asomaban a lo lejos, diluyendo con su fulgor áureo el azul marino del final de la noche, sin llegar a mezclar esos colores en un verde improbable. Pronto aparecería alguien para despertarlo y le llevaría a ver a su abuela por última vez. Pero no quería hacerlo.

Mientras lo vestía, le lavaba la cara y lo peinaba, el niño no podía dejar de mirar a su madre, que realizaba las tareas como una autómata, como si su alma también hubiera abandonado su cuerpo para acompañar al de la abuela. Su rostro mostraba las señas inequívocas del agotamiento de la noche en vela que había pasado llorando la pérdida, pero sus movimientos eran decididos y precisos, y en unos minutos tuvo listo al pequeño.

Sin mirarlo a los ojos, se acuclilló frente a él para darle instrucciones. Le pidió que fuera respetuoso, que cuando bajasen al salón le diera un beso de despedida a la abuela y después se sentara al lado de sus padres y asintiese con la cabeza cada vez que alguien se acercara a darles el pésame.

La idea de besar el cadáver de su abuela se le antojó en cierto modo siniestra, pero no fue capaz de confesar que le daba miedo acercarse, que no quería verla muerta, y mucho menos tocarla o besarla. Prefería recordarla tal y como la había visto por última vez, antes de irse al colegio: enérgica, malhumorada pero cariñosa, como siempre había sido desde que el niño tenía uso de razón.

No pudo reunir el valor para hacerlo, y el momento se acercaba.

Su madre bajó primero, convencida de que el niño la seguiría de inmediato. Pero este permanecía anquilosado frente al tramo de escaleras que separaban el mundo, tal y como lo había conocido hasta ahora, de la profundidad abisal del piso inferior, donde le aguardaba el fin de la existencia. No de la suya, pero sí de otra que le obligaba ahora a reconocer por primera vez el inevitable destino que lo aguardaba.

Descendió un peldaño y la inercia ya le impelió para que llegase hasta el último, que representaba la frontera de su nueva existencia. Cuando lo alcanzó, acuciado por su progenitora, recorrió la garganta del largo pasillo de su casa y se detuvo justo antes de ser vomitado por la boca del lado contrario. Desde ese punto comprobó que los familiares que ya habían llegado (o que no se habían marchado) formaban un coro acompasado de lamentos y lloros respetuosos alrededor del féretro, como si se hubieran coordinado en una respiración única que evidenciaba quiénes eran los vivos y quién la muerta. Cada cierto tiempo, como si se tratase de una actuación ensayada, alguno de los presentes rompía la cadencia, alzando su quejido por encima del volumen del resto, y alguien se acercaba para consolarlo.

El niño observaba y analizaba desde el quicio de la puerta sin atreverse a dar el paso definitivo al interior. Quizá nadie reparase en él y se pudiera librar de tener que ver el cuerpo sin vida de la abuela.

Pero su madre, siempre atenta a todos los detalles, apareció a su lado de improviso (¿se había alejado en algún momento?), con esa cualidad etérea recién adquirida que imposibilitaba intuirla con la suficiente antelación para evitarla.

Sin mediar palabra, empujó al pequeño, suave pero firmemente, hasta dejarlo frente al ataúd abierto.

En ese instante, el niño quedó sumergido en la imagen que apareció frente a él. No era su abuela, de eso no tenía duda alguna. Sí, compartía los rasgos, eran su pelo y su cara, incluso intuía que detrás de los párpados sellados estaban sus ojos, pero el conjunto estaba demudado, formaba una amalgama imposible de aspecto cerúleo. Le recordaba a las figuras que el año anterior había visto en el museo de cera. Representaban a personas conocidas, famosas, aunque siempre había algo en aquellos rostros moldeados que no terminaba de encajar, y parecían lo que ahora le evocaba la figura de su abuela: una mala imitación.

Entonces reparó en las manos. El color era algo distinto, más lívido, aunque reconoció en ellas las intrincadas carreteras de venas y surcos que tanto lo hechizaban. Y ya no pudo reprimir las lágrimas, que comenzaron a brotar sin previo aviso, sin las señales habituales en forma de picores en los ojos.

Quería tocarla, volver a sentir el tacto de su piel, recorrer de nuevo con la yema de su dedo índice la larga estría que le nacía casi al borde de la palma y que llegaba hasta la muñeca, donde se bifurcaba en varios afluentes más pequeños que formaban una pulsera permanente a su alrededor. Solo el miedo irracional a que abriera los ojos y le reprendiese por despertarla se lo impedía.

La sala había quedado en completo silencio, sentía las miradas de los presentes como losas apiladas sobre su nuca, alentándolo a hacerlo, invitándole a que extendiese el brazo y ejecutase su particular ceremonia de despedida. Pero no era cierto, los gemidos y lloriqueos rítmicos seguían allí, aunque el niño estuviera tan abstraído que ya no los escuchara.

Por fin reunió la determinación para hacerlo; decidió que acariciaría sus manos por última vez y así podría descansar tranquilo, sintiendo que la honraba a su manera. Después podría unirse al resto y llorar como era debido la pérdida.

El tacto era el mismo, solo que faltaba la calidez que siempre había emanado, y esto le hizo volver a pensar en que lo que estaba frente a él no era más que un remedo de la mujer que hasta el día anterior había sido su abuela.

En ese momento algo llamó su atención. ¿Era posible que hubiese percibido movimiento en los dedos del cadáver? Aturdido por una sensación brumosa, el niño comenzó a retirar su propia mano con cuidado, como si la delicadeza exorcizase el embrujo que le había provocado aquella alucinación.

Antes de que pudiera retroceder por completo, los dedos de su abuela se separaron, alzó la mano y lo atenazó por la muñeca ante su estupor. Acto seguido, se incorporó en el ataúd y con la otra mano hizo presa en el cuello del pequeño, que en su desconcierto fue incapaz de articular palabra o emitir sonido alguno.

Un gruñido ahogado, imposible de expeler a través de la boca sellada de la anciana, consiguió hacerse oír, mientras los globos oculares daban vueltas frenéticamente detrás de aquellos párpados que no podía separar a causa del adhesivo que le habían aplicado al embalsamar su cadáver.

Bajo la mirada subyugada de los familiares, que no hacían ademán alguno de intervenir, la difunta soltó la muñeca de su nieto y se llevó la mano libre a la boca. Pegó un fuerte tirón del labio inferior para reabrir la cavidad bucal, dejándose parte del mismo colgando del tubérculo superior, para hundir a continuación sus dientes en la mejilla del pequeño.

El orfeón se rompió entonces, dando lugar a un clamor de insania que reverberó en cada rincón de la estancia.

Mientras tanto, en el exterior, un pitido punzante refrendaba el nuevo orden.