CUATRO
Cuando Niilo y Mila Kuusela estuvieron en la carretera, un coche con dos miembros de la organización les salió al encuentro, como había dispuesto la chica. Aunque en realidad, pudieron cubrir el trayecto hasta Málaga sin sufrir ningún contratiempo.
A su llegada, el coche los escoltó hasta el barrio de San Andrés, uno de los más humildes de la ciudad. Niilo siempre se sentía cómodo en esos ambientes, entre la clase obrera. Esta era una de las zonas de la periferia más castigadas por la crisis, en la que la mayor parte de los vecinos eran obreros de la construcción que se habían quedado en el paro hacía ya tiempo, más de un año en el mejor de los casos. Pero la situación empezó a cambiar cuando el ruso introdujo sus negocios en el lugar, sacando a muchas familias del trance que estaban viviendo, cosa que sabían agradecerle si las circunstancias lo requerían.
Allí era intocable, y aunque pudieran dar con él, nadie permitiría que la Interpol entrase en el barrio. Solo Simetría le otorgaba un manto de inmunidad superior, por eso lo esperaban en la isla. Aunque todavía no era de dominio público, los miembros más veteranos de la organización, entre los que se encontraba Luka antes de su traición, sabían que el viejo tenía previsto delegar en su hija y retirarse a Simetría para poder seguir manejando los hilos desde la sombra. Eran demasiados años y demasiados riesgos, a pesar de que siempre había hecho trabajo de campo y una de sus máximas era la de ir a la cabeza cuando se introducían en un terreno por explotar.
Pero la policía llevaba tiempo tras su pista, era cuestión de días, tal vez horas, que lo localizaran, y la traición de Luka, aunque imprevista, suponía el punto de inflexión definitivo.
Mila aparcó el Hyundai frente a un viejo edificio de dos plantas, en el corazón de la barriada, en el que se cobijarían durante su estancia. Detrás de ellos hizo lo propio el Mercedes que los había custodiado desde que huyeron de Amalgama, y sus ocupantes les salieron al encuentro. Eran dos hombres jóvenes, de unos treinta años, que vestían idénticas cazadoras negras de cuero y que poseían los inconfundibles rasgos angulosos de los habitantes del Este, con el pelo oscuro y unos ojos azul intenso, similares a los de Niilo y su hija, pero sin la misma firmeza en la mirada. Aunque no lo eran, podrían haber pasado perfectamente por gemelos, la única diferencia a simple vista era que uno de los dos era sensiblemente más bajito. Sus nombres suponían otra peculiaridad en la pareja, ya que ambos se llamaban Sacha; Kerzhakov e Ivanova.
Los cuatro se saludaron con aquel asentimiento privativo que utilizaban para cualquier ocasión.
—¿Está todo dispuesto para partir? —quiso saber Niilo.
—Tenemos un pequeño contratiempo, jefe —respondió uno de ellos, el más alto, Sacha Ivanova—. El barco no atracará en el puerto hasta pasado mañana.
—¿A qué se debe? —intervino Mila, a la que le gustaba tan poco como a su padre que las cosas no estuvieran perfectamente atadas.
Esta vez habló el otro Sacha, Kerzhakov:
—Parece ser que corríamos el riesgo de que nos interceptaran. La Interpol y los DEA están estrechando mucho el cerco. Hemos tenido que dar un buen rodeo para despistarlos. El barco carguero viajó hasta la costa de Portugal para desorientar un poco. Allí harán un cambio de tripulación mañana y cogerán un cargamento legal que se entregará aquí, en Málaga, para justificar su estancia en el puerto.
Niilo atendía a las explicaciones guardando silencio, evaluando las medidas que sus acólitos habían tomado. No era la primera vez que tenía que variar los planes por cuestiones parecidas, pero sí en la que más se estaban acercando y anticipando a sus movimientos, y esto empezaba a inquietarle sobremanera.
—No es inconveniente —se pronunció al fin—. Haremos tiempo por aquí un día más. Es una zona segura para nosotros.
En el fondo, no conseguía desprenderse de la sensación de que algo no iba bien, pero no tenía claro hasta qué punto se debía al asedio policial. Como le había contado a Mila, el hecho de que su último destino en España hubiera sido Lantana no respondía a intereses especulativos, sino a su necesidad de obtener las respuestas que anhelaba desde que había dejado Kola, veinte años atrás.
Aquella noche durmió inquieto y en sus sueños rememoró situaciones que ni siquiera había vivido en sus propias carnes. Vio desfilar a un orfeón de figuras oscuras, sintió la fascinación familiar que experimentaba con solo pensar en el pozo, pero multiplicada por el número incalculable de seres que formaban aquel crisol de formas demoníacas.
Al despertar, volvió a lamentarse por no haber podido prevenir a Nacho, por haberlo abandonado a su suerte en Lantana.
Mila y Niilo consumieron el inesperado día de asueto en Málaga de diferentes maneras. En el caso del hombre, como era costumbre, dedicó la mañana a desmontar y limpiar con mimo su apreciado violín para poder salir de nuevo a zambullirse por las calles de la ciudad. Por su parte, Mila se afanó en verificar personalmente los detalles del viaje a la isla Simetría, para evitar nuevos percances.
Al día siguiente, entrada la noche, fueron conducidos hasta el puerto de Málaga por los Sacha, que abrían el camino por el que les seguía el Hyundai de Mila a pocos metros.
Niilo viajaba intranquilo en su asiento, incapaz todavía de librarse de la desazón que le atería.
—¿Qué es lo que tanto te preocupa? —preguntó la chica, tan concentrada como siempre en sus funciones, lo que no le impedía captar los matices turbios del ánimo de su padre.
—A decir verdad, no lo sé, Mila. Tiene que ver con la perforación de Lantana, estoy seguro, pero tampoco es algo que pueda explicar con palabras. Es un mal pálpito.
—¿Quieres que volvamos allí?
—No, ya no puedo correr más riesgos, tengo que llegar a Simetría. Pero sí me gustaría que, una vez atraquemos en el puerto de la isla, enviaras a alguien a buscar a una persona.
—¿Tiene algo que ver con el negocio?
—No. Llegado el momento te diré de quién se trata.
Al ver que no le facilitaba más explicaciones al respecto, Mila decidió que no debía preguntar nada más. Respetaba y acataba cualquier disposición de su padre con diligencia, sin cuestionarlo jamás, por mucho que sus decisiones pudieran parecerle arbitrarias algunas veces. Estaba segura de que habría una razón.
Cuando llegaron al puerto, los Sacha dejaron el Mercedes aparcado en la calle y continuaron guiando a pie a Mila hasta el barco. El carguero disponía de una grúa con la que izaron el coche hasta la cubierta, con los ocupantes en el interior, mientras los otros dos hacían guardia.
Pero antes de que fueran capaces de reaccionar, un numeroso grupo de agentes de la DEA irrumpió en el muelle sin que los rusos pudieran apreciar dónde habían estado ocultos hasta ese momento.
Uno de los Sacha consiguió sacar su arma del pantalón y apuntó hacia los policías que estaban más próximos, pero recibió un disparo al instante y cayó al suelo.
Lejos de amedrentarse, su tocayo Ivanov dio un salto hacia delante y embistió contra los hombres como un animal desbocado. Consiguió tumbar a uno de ellos y con un movimiento de extrema agilidad sacó una pistola del interior de la cazadora y le descerrajó un disparo en la cara, salpicándose el rostro de sangre y de fragmentos de la pantalla del casco que protegía al agente.
Fue el único que pudo llevarse por delante, porque al instante tenía encima a otros cuatro efectivos que lo desarmaron y tumbaron boca abajo en el pavimento, mientras otros tantos le apuntaban con sus fusiles.
Mientras, a bordo del carguero, Mila y Niilo eran conducidos hasta el interior de las bóvedas del barco para ser puestos a salvo.
La tripulación estaba formada por cerca de medio centenar de hombres y mujeres que corrían de un lado a otro, intentando organizar la defensa.
Desde el exterior, la voz de uno de los policías les llegaba ampliada por un megáfono, instándoles a entregarse, y aunque sabían que el hecho de que los hubiera interceptado la DEA suponía que difícilmente tendrían escapatoria, nadie hizo ningún movimiento que denotase redención.
El primero de abordo acompañó a padre e hija hasta una sala y allí esperó a que Niilo se pronunciase.
—Es una redada improvisada, seguramente llevaban días vigilando la zona. Si hubieran contado con nosotros, no se habrían limitado a enviar a unos cuantos hombres a pie —caviló el viejo—. Pero no tardarán en llegar refuerzos.
—Se han arriesgado mucho, parece que tienen instrucciones de hacer un poco de tiempo hasta que llegue la caballería. Tenemos que zarpar ya —ordenó Mila al capitán.
—Pero… son la DEA, no vamos a ir muy lejos.
—¿Qué sugieres tú que hagamos, Nicolai? —preguntó Niilo.
Antes de que este pudiera responder, unos gritos, inusuales incluso dentro del bullicio reinante, se escucharon desde la cubierta y otro miembro de la tripulación, un joven portugués que habían reclutado el día anterior, entró en la sala en la que los mandos estaban reunidos, vociferando explicaciones incoherentes.
—¡Cálmate, muchacho! ¡¿Qué cojones está pasando ahí fuera?! —lo interrogó el capitán.
—Es… no… no es… posible. Uno de los hombres, al que dispararon en el puerto, está atacando a los policías. Estaba allí, tirado en el suelo y… y de pronto se levantó e intentó mo… morder a uno de ellos. Han empezado a dispararle, pero no conseguían pararlo. Le han acertado por lo menos con una docena de tiros y seguía lanzando mordiscos al chaleco de kevlar. Parecía como si estuviera… poseído.
Tras escuchar esto, Niilo abandonó la sala a la carrera, seguido por Mila.
En la cubierta se había desatado una auténtica batalla campal. Los miembros de la tripulación empuñaban fusiles de asalto y disparaban contra los DEA, que a su vez respondían a los ataques, apostados a cubierto entre los contenedores que habían sido descargados horas antes del propio barco.
En un vistazo fugaz, mientras se agazapaban tras el Hyundai, vieron que alguien había conseguido reducir finalmente a Kerzhakov disparándole en la cabeza; su cuerpo permanecía inerte en el suelo mientras su compañero gritaba insultos en ruso.
Nicolai, el capitán, se acercó de cuclillas hasta el extremo en el que estaban resguardados Niilo y Mila.
—Jefe, nos vamos de aquí como ordenaste —anunció.
—¿Han alcanzado a alguno más, a alguien dentro del barco? —inquirió este, haciendo caso omiso de lo que acababa de decirle.
Por primera vez en su vida, su hija veía cómo Niilo perdía la compostura. Estaba visiblemente alterado y en sus ojos atisbaba un resquicio de miedo que jamás imaginó que encontraría en su padre.
—Sí, le han dado a Alejandro, es…
—¡No me importa quién es, hay que tirarlo por la borda ahora mismo! —voceó Niilo.
—¿Ti… tirarlo por la borda?
—¡Haz lo que te digo, no me discutas!
Sin atreverse a añadir nada más, Nicolai se volvió y caminó acuclillado hasta donde estaban camuflados varios tripulantes armados, con el cuerpo de Alejandro a sus pies.
El barco comenzaba a separarse del muelle lentamente, así que padre e hija volvieron a la bodega para ponerse a salvo.
—¿Qué demonios está pasando, papá? —preguntó la chica.
—No lo sé —admitió Niilo, mientras para sí mismo pensaba que definitivamente acababa de destaparse el Infierno.
Al mismo tiempo, a pocos kilómetros de allí, una legión de almas sombrías abandonaba el seno de la Tierra para conquistar la superficie.