DOS
Niilo Kuusela entró en el Hostal Principal soltando la puerta para que se golpeara contra el quicio con estrépito. Sabía que esta era la mejor manera de llamar la atención de doña Concha, la propietaria. No tenía nada que decirle, porque desde que había cogido la habitación, varios meses antes, siempre llevaba la llave en el bolsillo.
Como esperaba, la mujer asomó la cabeza desde la entrada del baño de la planta baja y lo miró como si acabara de interrumpir un momento trascendental de su vida, pero, al ver que se trataba de Niilo, esbozó lo más parecido a una sonrisa que le permitían los pliegues acartonados de su rostro, desacostumbrados a la sensación alegre que experimentaba en presencia del ruso.
—Ah, es usted, Nilo —dijo con algo parecido a una voz jovial—. Hoy llega pronto, ¿no hubo suerte con los turistas?
Al hombre le hacía gracia que la anciana siempre le dispensara un trato tan cordial, en contraste con su actitud hastiada con respecto al resto de los clientes. El día que llegó le confesó que le recordaba a un novio de juventud con el que no pudo casarse, y desde entonces Niilo se afanaba en provocar su mal humor para ver hasta qué punto podía soportar sus impertinencias por un detalle tan arbitrario como era aquella coincidencia. Y hasta la fecha, todavía no había conseguido sacarla de sus casillas, pese a incumplir deliberadamente las normas que le dictó aquel primer día.
—No, hoy no me llevé el violín, se me rompió una de las cuerdas y tengo que repararla —explicó, continuando con el embuste que le había contado a Nacho hacía un rato.
—Ya me parecía que no iba usted tan elegante como de costumbre —observó la mujer, mirándolo de arriba abajo—. ¿Necesita alguna cosa?
Esto suponía otra concesión que no hacía con nadie más, ya que ninguna de las personas que se hospedaban allí le había escuchado jamás pronunciar aquella pregunta. Por lo general, solo se dirigía a la clientela para increparle por haberle molestado más allá de sus funciones básicas, que se limitaban a cubrir la ficha a la llegada, hacer entrega de la llave y volver a guardarla en su raído mandil de faena cuando finalizaba la estancia.
—No, no necesito nada, gracias. Puede seguir con lo que estaba haciendo.
En realidad estuvo tentado a pedirle que le preparara la cena, pero no tenía tiempo de ver cómo encajaba aquella petición, si el recuerdo de aquel amor de juventud era tan intenso como para transigir ante una de las solicitudes que más detestaba la mujer que le realizaran. Por lo que le había contado una vecina, doña Concha estuvo casada más de cuarenta años. Hasta la muerte de su marido habían regentado juntos el negocio, y su carácter, que recordasen, había sido siempre igual de áspero con él.
Pero Niilo esperaba una visita importante, así que, tras despedirse de la anciana, se dirigió a su habitación, situada al fondo de la planta baja. Fue desde ese mismo cuarto donde vio por primera vez a Nacho, en los días que estuvo alojado en el hostal. Entonces distinguió por el brillo esquivo de sus ojos que poseía una percepción más aguda que el resto de la gente, y que con toda probabilidad terminaría sintiendo la atracción que el pozo ejercía sobre ellos. La influencia del pozo se extendía al resto de las personas, pero solo unos pocos tenían la capacidad de discernirla conscientemente. Lo habitual era que ese influjo impulsara a realizar actos involuntarios, como ya había podido ver de joven, mientras trabajaba en la perforación de Kola.
Sí, Nacho poseía esa clarividencia que se reserva para las mentes que no limitan su percepción a las imágenes que les llegan a través de los ojos, sino que profundizan en espectros invisibles. Y por un lado sentía lástima, porque él había sido un joven fuerte y decidido, con la firmeza necesaria para encajar aquel don, al contrario de Nacho, que llevaba estampada en la frente la insignia de la debilidad.
Niilo quería ayudarlo, enseñarle a enfrentarse a lo desconocido, temiéndolo pero sin permitir que el miedo le hiciera ceder o avenirse al peligro sin oponer resistencia. También quería comprobar con sus propios ojos si eran ciertas aquellas historias que circulaban por toda la península de Kola sobre fantasmas que emergían desde las profundidades de la Tierra y sobre gritos provenientes de un infierno real. Para un hombre sin fe como él se hacía muy difícil asimilar que algo así pudiera existir. Siempre había pensando que el concepto mismo del averno era algo metafórico, una representación de la penitencia que la humanidad debe pagar por sus abusos y cuyo origen se negaba a creer que tuviera algo que ver con la religión ortodoxa en la que, como a la mayor parte de sus compatriotas, lo habían educado.
Entró en la habitación sumido en sus pensamientos, pero la destreza adquirida con la experiencia le hizo ponerse en guardia apenas hubo traspasado el umbral.
Alguien más estaba allí dentro.
—Kto zdes? —dijo en su idioma natal.
—Hola, papá —respondió una mujer, saliendo de detrás de la puerta—. Disculpa que me haya escondido, pero no sabía si sería la señora de la limpieza.
El hombre se relajó de inmediato al escuchar la voz de su hija, Mila, y cerró la puerta. Hacía tres años que no se veían, y aunque algo en su interior se encogió al volver a encontrarse en presencia de la belleza aterida de su única descendiente, no hubo ninguna muestra de cariño entre ellos, no al menos tal y como se concebían en el país en el que ahora residía. No era una cuestión cultural, más bien un aprendizaje necesario.
—Dobro pozhalovat, doch. Has llegado pronto —observó Niilo—. Contaba contigo dentro de un par de horas.
—Ya lo sé, pero los planes han cambiado, padre. No podemos esperar, tenemos que abandonar esta ciudad de inmediato.
—¿Ahora? No puede ser, todavía no he terminado lo que vine a hacer.
—Lo sé, pero no hay opción. Te han descubierto, probablemente sepan incluso que estás alojado aquí, así que debemos marcharnos cuanto antes. No creo que cuenten con que vayas a huir, no saben que he venido a advertirte.
—¿Cómo que me han descubierto? Eso no es posible, llevo años en este país y no he dejado ninguna huella. Siempre soy muy precavido.
Antes de que Niilo escuchase la explicación de su hija, ya comenzaba a hacerse una idea del motivo de que hubieran encontrado su pista después de tanto tiempo infiltrado, extendiendo redes por todo el país y cambiando de ciudad cada pocos meses, bajo la identidad del violinista que mendigaba por las calles. Para alcanzar su posición era necesario llevar siempre algo de ventaja, y era por eso por lo que no encajaba bien no haber previsto aquel giro de los acontecimientos.
—¿Quién ha sido? —preguntó.
—Luka. Lleva varias semanas en España. No estamos seguros del todo, pero sabemos dónde encontrarlo.
—Vamos pues —resolvió Niilo con determinación—. Tenemos que zanjarlo lo antes posible para llegar a Simetría en la fecha convenida.
En el estricto código de conducta de la organización que él mismo había creado, las prioridades estaban definidas y eran inapelables. La traición no se toleraba.
—No tendremos que desviarnos, no te preocupes. Iremos por carretera hasta Málaga, atravesando la ciudad de Amalgama. Antes de llegar ya me habrán confirmado si Luka sigue allí.
—¿En Amalgama? Es el último lugar en el que estuve antes de llegar aquí. ¿Qué hace Luka en esa ciudad?
—No lo sabemos, seguramente seguía tus pasos. El soplo nos lo dieron los mismos contactos con los que cerraste el trato allí. Se presentó haciendo muchas preguntas. Por suerte estaban advertidos del protocolo y nos avisaron de inmediato.
—Pues vamos, no perdamos más tiempo —resolvió Niilo, mientras guardaba el violín en su estuche y lo ponía bajo el brazo.
—¿No necesitas recoger nada más? —preguntó Mila.
—No, no hace falta. Si registran esta habitación podremos ganar algo de tiempo si piensan que sigo en la ciudad.
Antes de salir, Niilo cogió un puñado de billetes y los guardó en un sobre que dejó sobre la mesilla, en pago por las noches que todavía adeudaba. Le hubiera gustado tener tiempo para hacer un último intento de irritar a doña Concha, pero las circunstancias apremiaban.
«Lo siento, querido Nacho, pero te va a tocar enfrentarte solo a esto», pensó mientras abandonaba el hostal acompañado por Mila, que caminaba delante, atenta a cualquier movimiento inusual entre las personas que abarrotaban el paseo.
El Hyundai i20 de Mila recorría las lenguas de carreteras secundarias que separaban Lantana de Amalgama con la inercia que le conferían a la conductora los miles de kilómetros que tenía a sus espaldas. Aquel coche había rodado por media Europa sin dar mayores problemas que los propios del desgaste natural de cualquier vehículo. Eficiente, tal y como a Niilo le gustaba que fuera todo aquello que le rodeaba. Bajo su criterio, las máquinas fallaban de manera involuntaria, eran las personas las que lo hacían deliberadamente, y entonces le obligaban a hacer ajustes o a desguazarlas.
—No puedes seguir exponiéndote así, tienes que empezar a pensar en delegar en otras personas —dijo Mila.
—Hay cosas que debe hacerlas uno mismo. Lantana es una ciudad que tenía que ver con mis propios ojos.
—Pero no tenemos ningún contacto allí. Es un terreno por explotar, demasiado arriesgado sin allanarlo un poco primero. ¿Por qué tanto interés en ese lugar?
—No vine por negocios, Mila —aclaró, mirando por la ventanilla el paisaje farragoso que iban dejando a su paso.
—¿Es por la perforación del desierto, por lo que pasó en Kola?
—Sí, ese es el principal motivo. Tenía que comprobar si lo de Kola había sido real, si podía repetirse aquí.
—¿Y bien? ¿Qué has encontrado?
Niilo se volvió para encarar a su hija, intentando sondear su rictus roqueño en busca de alguna señal de recelo, pero resultaba imposible traspasar la barrera de su semblante. Había hecho un gran trabajo adiestrándola desde niña.
—Está volviendo a suceder, no me cabe duda —admitió al fin—. Sin embargo, esta vez las sensaciones son mucho más intensas. Ni siquiera he estado cerca del pozo, pero su pujanza se percibe por todas partes, en las personas que llegan por decenas cada día y por la atmósfera enrarecida que se respira en sus calles.
Mila asentía, a pesar de que había estado en la ciudad sin notar nada de lo que su padre le estaba describiendo. Sin embargo, jamás se le ocurriría poner en duda lo que le dijera, por increíble que pudiera resultarle.
—¿Qué crees que va a pasar ahora? —preguntó la chica.
—No tengo ni idea, pero no será bueno, de eso no me cabe ni la menor duda. Y tampoco creo que se vaya a limitar a Lantana o a su gente. Allí se está emboscando algo que no podremos eludir ninguno de nosotros.
El silencio volvió a reinar en el interior del coche tras esta revelación de Niilo. Nada de lo que su hija pudiera decir cambiaría el destino que su padre auguraba, así que se limitó a seguir conduciendo para cumplir el plan que tenían establecido y llevar a su padre a Simetría para ponerlo a salvo.
—Todavía tenemos tres noches antes de que el barco nos recoja en Málaga —comentó finalmente Mila, cambiando de tema—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Buscaremos algún lugar para pasar esta noche. Mañana iremos hasta donde está Luka, resolvemos ese asunto y nos vamos a Málaga. No creo que den con nosotros allí con facilidad. Y aunque así fuera, estaríamos cubiertos.
—Sí, en Málaga no se atreverían a acercarse a nosotros. Nos esperan para mañana, así que tengo que dar aviso de que nos retrasaremos un día más. ¿Qué vamos a hacer con Luka?
—No lo tengo decidido, quizá lo mejor sea llevarlo con nosotros. No puedo dejarlo en Amalgama, no sería apropiado. Además, no sabemos hasta qué punto tiene protección.
—Ese no es problema, ya lo sabes —afirmó Mila, atravesando el parabrisas con la vista, sin perder detalle de la carretera. Siempre avizor—. Pero si estás intranquilo, puedo pedir refuerzos o encargarle a alguien que se ocupe de él.
—No estoy intranquilo, nos arreglaremos. Debo ocuparme yo.
Tras pasar la noche en un apartado motel de carretera, Niilo y Mila llegaron a Amalgama a media mañana. Según las indicaciones que les habían dado, Luka residía en un chalé de las afueras, en una urbanización.
La chica, atendiendo a las instrucciones de su padre, condujo hasta un aparcamiento de la costa, frente a la línea de playa, en el punto opuesto de la ciudad. La zona estaba muy concurrida, a pesar de la hora y de que el cielo había amanecido entintado de gris y auguraba una lluvia inminente.
—Tendrás que ir tú primero a inspeccionar el lugar —decidió Niilo—. Luka no te conoce, aunque deberás ser discreta igualmente. No creo que pasaras desapercibida para él si se topa contigo a poca distancia. Además, a estas horas ya le habrán dicho que no estoy en Lantana, y sabe de sobra que iré a buscarlo.
—Descuida, no le será tan fácil detectarme.
—Solo reconocimiento del terreno. Intenta determinar con el menor margen de error posible cuántas personas viven con él y la vigilancia que hay en torno a la casa.
—Perfecto, pero me llevará algunas horas. ¿Qué harás mientras tanto?
—No te preocupes por eso —la tranquilizó, alzando el estuche del violín y tamborileando con los dedos sobre su tapa—. Pasaré el rato tocando un poco, así aprovecho para ponerme al día de la situación en esta ciudad. Hacia el final de la tarde volvemos a vernos en este aparcamiento.
—¿Quieres que te acerque a la ciudad?
—No, voy a ir paseando —dijo mientras se apeaba del coche, se encasquetaba su viejo sombrero borsalino y se enfundaba su traje de chaqueta característico, volviendo al lucir el atuendo con el que Nacho lo había conocido unos días atrás.
Antes de marcharse, se acercó hasta la ventanilla del conductor, se agachó y le dedicó a Mila una reverencia con la que manifestaba todo aquello que no podía expresarle con palabras. Ella le respondió asintiendo.
Después, comenzó a caminar por la acera, rumbo a las calles de Amalgama, donde se reencontraría con viejos conocidos a los que agasajaría con las melodías de su violín.
Mila lo siguió con la mirada mientras pasaba frente a las discotecas de la zona y esperó hasta que su silueta desapareciera por la ancha carretera principal. A continuación, giró la llave en el contacto, encendió la radio, introdujo un viejo cedé de REM que le traía muchos recuerdos y se alejó por un camino paralelo, en la misma dirección.