NIILO KUUSELA

UNO

El viejo músico se desperezó, echando la cabeza hacia atrás y contrayendo los músculos para evitar estirarse ante su poco atento público, una vez se hubieron desprendido de su violín las últimas notas de la pieza que acababa de ejecutar, mientras estas todavía permanecían flotando en el ambiente eléctrico de los minutos que precedían a la puesta de sol.

Echó un fugaz vistazo al estuche del instrumento y sonrió. Había sido un buen día, sin duda. Un tapete de monedas cubría todo el forro aterciopelado del estuche, sin dejar rendijas a la vista. Casi todo monedas pequeñas, aunque seguro que sumaban una buena cantidad.

Recogió la calderilla en un pañuelo limpio y lo anudó por las cuatro puntas, haciendo un pequeño hatillo que se echó al bolsillo de su raída americana. Después colocó con mimo el violín en el estuche, lo cerró y se lo puso bajo el brazo.

Con su mirada cristalina escudriñó todo el largo del Paseo Principal de Lantana, tratando de situar a alguno de sus compañeros mendigos. El día había estado despejado, así que varios de ellos todavía permanecían por la zona, aprovechando los últimos minutos de luz del final de la tarde, antes de que comenzara a refrescar.

Pasó frente a ellos, pero al ver que todos tenían sus recipientes tan a rebosar de monedas como su improvisada bolsita, cuyo peso hacía que el lado derecho de su americana pareciera ahora más holgado, continuó adelante hasta el límite de la calle principal.

Alcanzó el supermercado y vio que a sus puertas no había nadie solicitando la caridad de los compradores. Torció a la izquierda en el último cruce de caminos, recorrió la calle transversal y al final de esta volvió a girar una vez más y se internó en uno de los callejones más inhóspitos de la zona, un reducto de la austeridad que en otro tiempo había sido característica en todo el centro de Lantana.

Fue dejando atrás los portales que todavía conservaban la mayor parte de la pintura sobre sus puertas, como si en su avance el entorno se fuera deteriorando de manera progresiva, desconchando los acabados, erosionando la piedra o el cemento de la fachada de los viejos edificios, hasta llegar a aquellos cuyos cimientos dejaban escapar suspiros gemebundos que se podían escuchar incluso en el bullicio del día, lamentándose porque apenas podían ya cargar con el peso de las vidas que albergaban en su interior. A su vez, los inquilinos que los habitaban tosían a las paredes para hacerles saber que estaban igualmente enfermos, suplicándoles que resistieran, que no se derrumbaran sobre ellos, que a poco que aguantaran, la vida acaba ría desahuciándoles antes de que la humedad terminara de carcomer sus tapias.

De entre todos esos inmuebles, el violinista escogió el más decrépito: una vieja casa de adobe que no quería ni alzarse en su única planta y esbozaba una mueca de tristeza en la hendidura que cada día se agrandaba más al extremo de la construcción, haciendo que la ventana de ese lado añadiera una nueva grieta cada pocas horas, hasta que finalmente terminase por estallar.

Golpeó con los nudillos en la puerta con mucha suavidad, temeroso de que pudiera echarla abajo con sus buenas intenciones. Al poco apareció frente a él una joven de aspecto varonil, vestida con ropas recogidas en la iglesia o en los contenedores del paseo. A su alrededor se hacinaron rápidamente una colección de mocosos —en el sentido más literal—, que acudieron en cuanto escucharon la voz del hombre. Sabían que su visita significaba que aquella noche cenarían bien.

—Buenas tardes —saludó Niilo haciendo una reverencia, como siempre que se encontraba ante una dama, por más que esta pareciera un hombre. En realidad, la chica había potenciado su lado masculino al poco de llegar al país, ya que pronto descubrió que de esta manera los otros mendigos la dejaban tranquila y no intentaban aprovecharse de ella. Hasta que descubrían que era una chica.

La joven sonrió, devolviendo el saludo con su gesto. Sabía a qué había venido el violinista, recibían su visita de cuando en cuando y no se sentía orgullosa de aceptar las limosnas de otro indigente. Pero necesitaba el dinero.

Sin pronunciar más palabras, el hombre metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó el pañuelo con la recaudación de la tarde y se lo tendió a la muchacha. Los niños que la rodeaban comenzaron a emitir gritillos de júbilo al escuchar el tintineo de las monedas que su benefactor acababa de entregar a su madre o hermana. Ella apenas chapurreaba algunas palabras en español y nadie había conseguido hasta entonces averiguar su país de procedencia, así que algunas veces daba a entender que los niños eran sus hermanos. Pero en el trozo de cartón que utilizaba para mendigar a las puertas del supermercado llevaba escrito, con un trazo grueso y colmado de faltas de ortografía, que tenía cinco hijos para alimentar. Probablemente serían ambas cosas o quizá ni ella misma supiera ya con seguridad el parentesco que les unía, afanada como estaba por sacarlos adelante como buenamente podía, desde que había descubierto que todas las promesas de prosperidad que le habían hecho al entrar en el país se venían abajo en cuanto abría la boca y evidenciaba que era extranjera; una sin papeles que usurpaba un espacio que no le pertenecía dentro de una realidad que no la aceptaba. Ni a ella ni a los pequeños. En cambio, pese a que nadie quería darle trabajo, sobrevivir allí era posible gracias a la caridad, cosa inconcebible en su tierra natal.

Niilo sabía que aquello la incomodaba, así que no se demoró más ni esperó palabras de agradecimiento por su gesto de buena voluntad. Se limitó a realizar una nueva reverencia y a volver sobre sus pasos por la callejuela, rumbo al Paseo Principal, desde donde vería morir la tarde, escudriñando el horizonte con curiosidad, dejando que su mirada se perdiera en el camino que unía la opresión de la ciudad con la inmensidad del desierto.

Desde allí sentía la llamada del pozo, del mismo modo que la había sentido hacía más de dos décadas, cuando todavía era un joven que soñaba con mantener a su familia con el sudor de su frente.