CAPÍTULO OCHO
—Marcos, ¿sabes por qué estás aquí?
Escucho la voz, pero no veo a nadie.
—No estoy en Almería, sino en Lantana.
—Da igual, eso no te va a librar de asumir tu culpa.
—Tampoco me llamo Marcos y… ¿de qué soy culpable?
—De abandonar a un amigo.
«¡Falta!», se escucha a lo lejos, fuera de la estancia sobreiluminada en la que me encuentro.
Una puerta se abre frente a mí y la luz se pierde por ella como si se la tragara un sumidero, tiñendo las paredes con la opacidad de las tinieblas.
—No existe el negro, solo son colores que no sabes separar. ¡Concéntrate, puedes hacerlo mejor! —me increpa de nuevo la misma voz, que no termino de identificar, aunque me resulte familiar.
Algo se arrastra a través de la marea de luz que se escapa por el hueco de la puerta, luchando a contracorriente. Es una figura humana; sin embargo, parece demasiado pequeña. Sus movimientos son arácnidos y quebradizos, parece que tiene los miembros fragmentados. No consigo distinguir su cara.
Es una sombra.
Con mucho esfuerzo, logra acceder al interior de la angosta habitación, en la que no parece que haya sitio para darnos cabida a todos.
Entonces, se incorpora de un salto. Erguida, la criatura apenas alcanza la altura de mi estómago.
Distingo una sonrisa en medio de la confusa maraña de raíces negras que surcan su rostro.
Abre la boca y por un instante espero escuchar un pitido. Pero en lugar de eso, de sus labios brota una pregunta:
—¿Hoy tampoco te has tomado tus medicinas? —me interroga con reprobación.
Le doy la espalda para ver si se olvida de mí y puedo volver a escuchar la familiar voz de mi otro acompañante. Pero al volverme compruebo que estaba solo. Siempre he estado solo entre estas cuatro paredes.
—Déjame —suplico—. Estoy haciéndolo lo mejor que puedo.
—Pues no es suficiente. No sabes enfrentarte a lo que desconoces —pronuncia cada palabra como un gruñido.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—Espera a la señal. Entonces lo averiguarás.
Su voz, plúmbea y repugnante como el calor que desprenden las vísceras de un ser vivo al descubierto, ha llegado hasta mí desde el frente.
Vuelve a encararme.
Cierro los ojos. No quiero verla de nuevo.
Noto cómo se me acerca. Quiere alcanzar mi rostro para susurrarme algo al oído, así que se encarama por mi torso y trepa hasta él. Siento su respiración chocando contra mi mejilla para después deslizarse por ella como un líquido espeso.
—Te han mentido. Sí existe la negrura absoluta, y yo te la voy a mostrar —susurra.
La suerte no deja de ser una casualidad significativa, un hecho o una sucesión de hechos que devienen en algo que puede resultar beneficioso para el afortunado. Pero siempre está la cara opuesta. Si hay agraciado, lo más probable es que exista también un damnificado.
Cuando esa casualidad significativa se produjo a mi favor, un tipo al que no conocía tuvo que pagar por ello, como tantas otras veces me tocó a mí acarrear con las consecuencias de los actos de otras personas mucho más indolentes que yo.
Ahí estriba la principal diferencia, en que a mí me resultaba muy difícil olvidar que estaba en mi puesto de trabajo, como si no hubiera pasado nada, mientras una persona a la que ni conocía se veía forzada a quedarse en su casa, sin cobrar y con una mancha en un expediente laboral que seguramente hasta aquel día estaba impoluto. O quizá no, esto tampoco puedo saberlo. Lo que estaba claro es que no le correspondía pagar.
Mi encargado, tras confesarle lo sucedido, determinó que lo mejor para «todas las partes» era dejar las cosas como estaban. No se trataba de una muestra de connivencia por su parte, huelga decir que era lo menos engorroso para él, que así se ahorraba tener que dar explicaciones sobre su despiste a la junta de la empresa. En una charla cargada de amenazas veladas, enmascaradas tras expresiones que aparentaban ser conciliadoras, dejó claro que no iba a dar marcha atrás bajo ningún concepto y que yo era el que más tenía que perder si todo aquel asunto salía a la luz.
Si he de ser sincero, no me importa admitir que incluso deseaba que me sancionaran. Una semana sin tener que preocuparme de horarios ni obligaciones me habría venido bien en aquel momento, mucho mejor que el dinero o la competencia que sacrificara con ello.
La fortuna me sonreía, pero era una sonrisa socarrona, maliciosa. Una mueca con la que me advertía de que seguiría sin ponerme las cosas fáciles.
Todo parecía indicar que aquel día se deslizaría con suavidad, fluyendo con soltura de un acontecimiento al siguiente. Un día rodado, de esos que se me escamoteaban por norma.
Así que no me extrañó que al regresar a casa Mari estuviera esperándome a la puerta de su piso, antes de marcharse a la conservera, con la intención de disculparse por su actitud de la otra noche. Y yo tampoco tenía intención de oponer resistencia de ninguna clase, porque la necesitaba cerca más que nunca, ansiaba el resguardo de su apego.
—Lo siento, Nacho, no quería echarte de esa manera, pero no estoy preparada para sentir nada por nadie, ni me encuentro en situación de regalar mi confianza —reconoció.
—Lo comprendo, no tienes que disculparte. Aunque tampoco voy a negar que me sintiera dolido. Me gustas mucho —me atreví a declarar, sonando un poco más tierno de lo que era mi intención.
—Tú también me gustas, y no cierro las puertas a nada. Pero ahora mismo mis preocupaciones son otras. Mi prioridad es mi hija, todo lo demás es secundario. Tenemos que darnos tiempo hasta que los dos estemos seguros de si queremos empezar algo o si solo nos estamos refugiando porque es lo más sencillo para ambos.
De pronto, me sentía apabullado por lo que me resultaba un exceso de sinceridad por su parte, por enunciar unos pensamientos que compartía de un modo demasiado parecido e íntimo, pero que no consideraba que se debieran pronunciar a voz alzada.
Así que decidí arrojar a un lado la carga de aquella confidencia, desviar el tema.
—¿Supiste algo más de tu ex marido?
—Volvió a llamarme, sí. Aunque no sabe dónde estamos. No tengo ni idea de cómo llegó a conseguir mi número de teléfono, pero cuando le dije que no íbamos a volver se delató al empezar a gritarme para sonsacarme dónde estábamos, amenazando con que vendría él a buscarnos.
—Me alegra saberlo, no me gustaría que tuvierais que marcharos por su culpa.
—A mí tampoco me gustaría —admitió la chica—. De momento intentaré no preocuparme por eso más de lo necesario. Pero no puedo bajar la guardia. He dado de baja esa línea y solicité un nuevo número.
Lo que me recordó que mi móvil seguía fuera de juego y que tendría que ir a comprarme otro lo antes posible.
—Bueno, ya sabes dónde estoy, Mari. Y me refiero a que podéis acudir a mí para cualquier cosa que necesitéis.
—Gracias, eres un cielo —dijo, intentando una sonrisa que lució temblorosa y endeble.
Un «te quiero» se deslizaba hasta el borde de mis labios, pero lo ahuyenté enseguida. No estaba dispuesto a volver a precipitar las cosas, por mucho que mis sentimientos estuvieran ávidos por exhibirse e implorasen ser correspondidos.
Me limité a asentir y después nos despedimos con miradas calimosas, que dejaban patente todo aquello que nuestras bocas se negaban a confesar.
Era demasiado pronto, pero en algún momento tendría que contarle lo que estaba pasando allí, que había mucho más de real en las historias fantásticas del mendigo ruso de lo que me habría atrevido a reconocerme a mí mismo solo unos días antes.
La oscuridad es demócrata. Las mismas sombras que me acechaban se cernían sobre todo aquello que me rodeaba, sin que se me brindara la oportunidad de soslayarlas.
Una de las características principales de la vorágine es su capacidad de expandirse como un virus, contagiándose a un ritmo vertiginoso. Dio igual que Lantana fuera un reducto de prosperidad que no se viera afectado por la situación crítica que atravesaba todo el país, porque una vez instalada la insatisfacción a nivel nacional, ninguna población se salvó del descontento que llevaba latente tanto tiempo que casi habíamos aprendido a convivir con él.
El Paseo Principal había sido tomado por grupos de personas gemelos a aquellos que llevaban varios días llenando los espacios informativos. Según el criterio o la filiación del medio que ofreciera la información, se trataba de ciudadanos cansados de un gobierno que no había sabido encarar la crisis global y que exigían una democracia que hiciera honor a su definición, o grupos de marginales que pretendían vivir del cuento y se echaban a las calles para predicar su modo de vida, basado en la holgazanería, el consumo de sustancias ilegales y la anarquía moral.
Una situación que me abofeteó por sorpresa, porque sentí que debía estar del lado de aquellos que reclamaban sus derechos haciendo gala, en realidad, de una capacidad organizativa y de convivencia encomiable.
Aquella palabra, «indignados», que esgrimían como si se tratase de un credo, se acoplaba a la perfección al sentimiento que durante años había albergado y que ahora no podía manifestar porque una amenaza mucho mayor de lo que cualquiera de ellos imaginaba me lo impedía.
Pensar que aquella indignación generalizada podía responder al influjo de la perforación me hubiera resultado descabellado en ese momento, pero ya no puedo descartarlo, después de todo lo sucedido desde aquella tarde.
Nilo no se presentó a la hora acordada. Estuve esperándolo durante cerca de una hora, y hubiera seguido allí, encerrado en la cafetería, viendo pasar frente a su escaparate a legiones de parroquianos que lanzaban consignas a voz en grito, de no haber entrado en escena dos tipos que se apostaron frente a mí con semblantes intimidatorios, mostrando identificaciones que ni tuve tiempo de verificar, y exigiéndome que les acompañara a la comisaría.
En mi estupor, no supe reaccionar más que convirtiéndome en un autómata que obedecía las órdenes de aquellos supuestos miembros de la autoridad que realizaban un investigación de incógnito, y cuyas pis tas apuntaban hacia mi persona por motivos que no me fueron desvelados hasta que me encontré en las dependencias policiales.
Los clientes del local me escoltaron con sus miradas hasta la puerta, burlándose en silencio de mi destino y aumentando varios grados mi geliofobia.
Una vez fuera, los detectives me pidieron que subiera a un coche negro que tampoco había manera de reconocer como oficial, aunque no se me ocurrió en ningún momento cuestionarles, y me llevaron a la comisaría de Lantana.
—¿De qué conoces a Niilo Kuusela? —interrogó uno de ellos en cuanto me metieron en una habitación austera que solamente tenía una larga mesa (similar a las de cocina) y tres sillas. Nada que ver con la imagen preconcebida de una sala de interrogatorios; todo era mucho más roñoso, aunque igual de impersonal. Tampoco había ninguna lámpara de escritorio con la que amedrentarme enfocándome la luz directamente a la cara.
El policía que hizo la pregunta debía ser más o menos de mi edad, pero en su rictus pétreo se reflejaba que había sido sometido a una disciplina dura, que lo habían adoctrinado para sonsacar cualquier información. Estaba de pie frente a mí, intimidándome con su envergadura (debía de sacarme como una cabeza de alto y dos cuerpos de ancho).
El otro, un hombre de unos cuarenta y pico años, mucho menos imponente físicamente, permanecía en silencio, sentado en una silla a mi lado, y escrutándome con una intensidad tal que parecía pretender leer directamente de mi cerebro.
—Lo conocí en el paseo del centro. Suele estar allí todos los días tocando el violín —respondí intentando aparentar normalidad, como hacemos todos en presencia de cualquier autoridad, aunque no tengamos nada que ocultar ni hayamos cometido delito alguno.
—Eso ya lo sabemos, ahora cuéntanos qué estabais negociando.
La pregunta me resultó incluso graciosa, por lo que no pude contener una risilla nerviosa, fruto de la tensión que se iba a adueñando de mí, al cobrar conciencia de que la personalidad impermeable del ruso escondía mucho más de lo que imaginaba.
—¿Te parece gracioso? —preguntó el que estaba sentado, sin mostrar ningún tipo de emoción, como si fuera una pregunta vacía que no necesitara respuesta.
—Sí…, bueno, gracioso no, pero ¿qué iba a negociar con un violinista callejero?
—No nos tomes por imbéciles, Ignacio López Queisada. —El más joven recitó mi nombre completo para hacerme ver que sabían de sobra con quién estaban hablando. El caso es que yo no sabía quiénes eran ellos ni qué hacía allí, aunque tampoco soy tan inocente, y desde el momento en que sacaron a relucir el nombre de Nilo comencé a hacer mis propias cábalas sobre la clase de persona que podía esconderse tras la fachada afable del ruso—. Sabemos que te has visto un par de veces con él en la cafetería en la que te hemos encontrado, así que es mejor que nos cuentes qué sabes de ese hombre y adónde ha podido irse esta noche.
—¿Nilo se ha marchado? —pregunté, ahora sí asustado de verdad al saber que la única persona que compartía mi secreto había desaparecido.
—¿Pretendes hacernos creer que no lo sabías? —intervino el de más edad.
—Claro que no lo sabía, de hecho estaba esperándolo cuando han llegado ustedes. Habíamos quedado allí esta tarde.
Tuvieron que transcurrir ocho horas de interrogatorios, intimidaciones infructuosas y amenazas de toda clase para que los detectives llegaran a la conclusión de que realmente no sabía quién era Nilo y que nuestra relación había sido fruto de la casualidad. Para alcanzar ese punto, no tuve más remedio que contarles que nuestra amistad surgió a rebufo de unas sospechas que me avergonzó tener que confesarles, sobre todo porque en ningún momento se preocuparon por disimular sus burlas ni los comentarios sarcásticos que intercambiaban entre ellos mientras relataba los acontecimientos de los últimos días.
Por mi parte, descubrí que Nilo era en realidad el cabecilla de una mafia rusa al que llevaban años siguiendo el rastro por varios países, hasta que descubrieron que deambulaba por Lantana haciéndose pasar por mendigo.
La única información de provecho que pude proporcionarles fue lo de la visita de su hija, que, según parecía, formaba parte de la organización liderada por Nilo, y era muy posible que hubiera pasado por la ciudad para advertirle de que habían dado con él, y abandonarla de inmediato.
La situación era tan surrealista que no conseguía valorarla con perspectiva. Me encontraba encerrado en una comisaría, bombardeado a preguntas por dos tíos que comenzaron desafiantes y acabaron mofándose de mí abiertamente. Es muy probable que me tomaran por un demente, y conocían detalles de mi pasado que sacaron a relucir para apoyar esta hipótesis.
En ningún momento supe responder a las múltiples humillaciones de los detectives, que culminaron con una sesión de polígrafo a la que me sometieron para concluir que les estaba diciendo la verdad. Nadie me informó de que para esto necesitaban una orden judicial, no me permitieron hacer llamadas ni avisar a un abogado, aunque tampoco pensé en reclamar mis derechos porque estaba demasiado avasallado por la situación como para caer en la cuenta de que habían sobrepasado con mucho su autoridad.
Todo esto me hacía sentir fuera de la realidad, como si estuviera asistiendo a una función en la que lo que me contaban formaba parte de un guión y en la que Nilo no era más que una invención de mi psique enferma. Pensaba que en cualquier momento se abriría un telón para mostrarme que el público había estado deleitándose con mi vejación.
Pero nada de eso sucedió. Al final, me dejaron marchar con la única condición de no abandonar la ciudad en las siguientes cuarenta y ocho horas, durante las que podían volver a requerirme en cualquier momento.
Dos días en los que el mundo cambió por completo para todos nosotros.