LANTANA

CAPÍTULO SIETE

El autobús serpenteaba por la carretera rumbo a la fábrica. En su interior, una versión abotagada de mí mismo se afanaba por despejarse.

Cuando pasamos frente al edificio quise echar un vistazo, pero el coche dribló con naturalidad los malos presagios, al no haber nadie aguardando en la parada en la que yo me subía cada mañana. Continuó de largo, dejando atrás cualquier reminiscencia de la insidia que pudiera perdurar en aquel lugar.

Pero no conseguí olvidar que tendría que regresar para pasar allí la noche.

—Menudo careto que traes, chaval —comentó Enrique nada más verme en los vestuarios de la fábrica—. No me digas que te fuiste de juerga entre semana.

—Algo así —respondí con desgana.

—¿Y ese moratón que tienes en la frente? ¿Te metiste en alguna pelea o qué?

Lo cierto era que me había olvidado del golpe que me di cuando caí desmayado, así que en principio no entendí de qué me hablaba, hasta que me toqué en la zona que señalaba y un pinchazo de dolor me refrescó la memoria.

—No me peleé, qué va. Es que bebí un poco más de la cuenta y tuve una noche accidentada. No me acuerdo muy bien ni de cómo fue —inventé.

—Joder, sí que te lo montas tú bien. A ver cuándo me llevas contigo a conocer a unas chavalas.

Habría ignorado su ofrecimiento, como había hecho muchas otras veces, si no fuera porque caí de golpe en que esa podía ser una oportunidad para no tener que enfrentarme a la soledad de mi piso, al menos por aquella noche.

—Pues cuando quieras. Hoy mismo, si no tienes planes —propuse.

—Vaya, pero hoy es el partido, tenía pensado verlo en algún bar, ya sabes.

—Claro, el partido… —No tenía ni idea de a qué se refería, pero estaba dispuesto a improvisar—. Pues podemos verlo juntos, en mi piso. Nos tomamos unas cervezas y luego vamos a dar una vuelta por la ciudad.

—Vale, me apunto —aceptó entusiasmado—. Vamos a quemar los garitos de este pueblucho, aunque mañana vengamos a currar como un par de lelos.

Parte de su fervor de divorciado desesperado se me contagió, porque de pronto me veía con ganas de salir por ahí con aquel tipo. En principio sin quemar nada, eso sí.

—Venga, pues después, a la hora del bocadillo, te paso la dirección y quedamos.

—Cojonudo. Pero ahora vámonos para el puesto, que esto va a arrancar sin nosotros. Y tómate un café cargadito, que como te vea el encargado con esa cara te la va a liar.

En cierta manera, sus intentos de parecer más joven, de ponerse al que creía que era mi nivel, resultaban simpáticos. Éramos dos seres humanos antagónicos, pero no podía negar que me caía bien, que contemplaba la posibilidad de trabar una amistad firme con él, aunque eso conllevara tener que tragarme un partido de fútbol que no me interesaba ni lo más mínimo, acompañado por las mismas anécdotas de nuevo soltero que me repetía cada semana y que —según intuía— eran en su mayor parte inventadas o, como mínimo, muy exageradas.

Comencé a acusar la falta de sueño apenas media hora después de empezar a trabajar. Al ser una tarea monótona, el tedio se instalaba con facilidad, dando lugar a un sopor intenso, casi imposible de combatir. Los párpados se me caían como si pesaran toneladas y las piezas iban a parar al suelo cada dos por tres debido a mi falta de atención.

El operario que recogía mi producción me avisó varias veces de que el encargado estaba por allí pasando revista de los puestos para comprobar nuestra adaptación, y que si no me andaba con ojo acabaría en su despacho.

Como si las advertencias de mis compañeros funcionaran a modo de invocación, finalmente acabó apareciendo el encargado, el señor Gil. Su visita coincidió con un momento en el que estaba más o menos alerta, así que me afané en realizar mis tareas del modo más eficiente que mi lasitud me permitía.

Pero hubo un detalle que se me pasó por alto.

Cuando ya iba a continuar de largo hasta el siguiente puesto, haciendo anotaciones de todo lo que veía sobre unos impresos sujetos a un portafolios de plástico gris Metalpacker, el señor Gil decidió echar un vistazo dentro del contenedor destinado a los recortes de chapa y a las piezas defectuosas, donde reposaban todos los envases que se me habían caído a lo largo de la jornada.

—Marcos, ¿puedes explicarme por qué hay tantas piezas para desechar? —preguntó con fingida indiferencia, disimulando bastante mal la inminente bronca que seguramente estaba ya preparando.

—Nacho —contesté, tensando un poco más la situación.

—¿Disculpa?

—Que me llamo Nacho, señor Gil —puntualicé, remarcando su nombre para hacerle ver que yo sí era capaz de recordarlo.

—Vale, Ignacio. ¿Me cuentas qué ha pasado con esos envases? ¿Tuviste algún problema con la embutidora?

La pregunta sobraba porque, en caso de avería, el primero en ser informado es el encargado de la sección, que debe autorizar las reparaciones y avisar a los técnicos de mantenimiento. Pero las demostraciones de poder conllevan un formulismo que mi superior se conocía al dedillo. La intimidación requiere aprendizaje y entrenamiento.

—Se me cayeron —admití sin más, demasiado cansado para inventarme alguna excusa convincente.

—¡Pero si aquí hay por lo menos cuarenta piezas, Marcos! —vociferó, ahora visiblemente enfadado.

—Ya, lo siento mucho —me disculpé, intentando parecer afligido—. Es que he pasado una mala noche, pero prometo prestar más atención.

—De acuerdo, continúa. Pero pásate por mi despacho antes de que termine tu tiempo de descanso.

La amenaza velada se quedó encallada en el ambiente, soltando esporas de consecuencias que no me apetecía asumir. No al menos aquel día, después de todo lo que había pasado.

Valoré todas las posibilidades que tenía, desde fingir estar enfermo hasta provocarme alguna pequeña herida que me llevase a la enfermería, donde podría dormitar al menos un par de horas. Suficiente para aliviarme el embotamiento. Pero era absurdo, ya que eso no me iba a librar de tener que aguantar la reprimenda del encargado, a la que encima tendría que sumar una larga charla sobre seguridad laboral.

Así pues, opté por la salida fácil, que fue pasar de todo, echar las horas que me restaban y volver a casa. Al día siguiente alegaría que me había despistado y ya capearía el temporal como pudiera.

La luz del día espanta a los fantasmas, que vuelven a agazaparse en sus escondrijos para aguardar a que el manto de la noche despierte de nuevo nuestros temores, sean estos reales o no.

A decir verdad, en aquel momento me veía incapaz de asegurar de manera tajante que el episodio con la mujer de negro surgida del desierto hubiera sido real.

En todo caso, lo único que podía hacer al respecto, una vez descartada la opción de volver al piso para intentar recuperar horas de sueño que ya ni echaba en falta, era ir al encuentro de Nilo y contarle todo lo sucedido.

Confiaba en que el ruso tuviera respuestas. Como poco, estaba seguro de que no me tomaría por un demente, que era lo más probable en caso de que confiara aquello a cualquier otra persona.

Pero no existen acciones fáciles ni caminos con un solo sentido.

Nilo no estaba en el tramo de paseo que solía ocupar cada tarde. Pero lo más curioso del asunto era que en su lugar había una mujer joven que tocaba el mismo instrumento, aunque sin la gracia y entrega del ruso.

De haber estado pleno de facultades, es probable que esto fuera suficiente para empezar a inquietarme, para atar cabos de cordeles imaginarios que solo yo podía unir, formando una madeja de mentiras que me susurraría a mí mismo en mi empeño de alimentar la monomanía inherente a mi personalidad.

Tal vez en cualquier otro momento.

Por el contrario, acepté el contratiempo con naturalidad y barajé las opciones. Si no estaba allí, era probable que la chica hubiera llegado antes, y Nilo habría tenido que buscar otro lugar desde el que agasajar a los transeúntes con su música.

Recorrí el paseo de una punta a otra, afinando el oído para distinguir las notas de su inconfundible violín, pero fue en vano.

Cuando ya había aceptado que no lo iba a encontrar y me disponía a volver al edificio, noté una mano sobre mi hombro y escuché mi nombre pronunciado con el característico acento de Nilo.

—Nacho, ¿me estabas buscando?

Al volverme me encontré con una imagen que no concordaba con la del hombre que había conocido unos días antes. Vestía vaqueros y un jersey viejo de lana, un atuendo mucho más informal, más común de lo que me había acostumbrado a verle. Era muy posible que nos hubiéramos cruzado sin que lo reconociese.

—Sí, te buscaba. Me extrañó encontrar a aquella chica en tu lugar —dije, señalando a la joven que lo había sustituido.

—Ya, hoy me quitaron el sitio. Se me ha estropeado el violín y no puedo tocar hasta que lo repare. Me llevará algún tiempo.

Me estaba mintiendo, y además lo hacía sin intentar resultar convincente o sin saber cómo llegar a parecerlo. Pero eso no me inquietaba en aquel momento porque tenía otras preocupaciones.

—¿Tienes tiempo para charlar un rato? Te invito a un café —propuse, sintiéndome todavía en deuda por haber permitido que pagara él la última vez que nos habíamos visto.

—Claro, vamos —aceptó.

El mismo bar, la misma clientela, o tal vez otra con la misma máscara de desidia adherida al rostro. El ambiente olía a grasa, a café barato y a la nicotina que todavía se negaba a desprenderse de los techos de un local que había absorbido durante años el humo de generaciones de fumadores.

Nilo revolvía el café con tranquilidad, mirándome fijamente con una sonrisa que invitaba a la confidencia. Era tan sencillo encomendarse a él que cualquier otro se habría puesto a la defensiva.

—Esta noche ha pasado algo muy extraño, Nilo.

—Lo suponía, tienes aspecto de cansado. ¿Qué has visto?

La pregunta precisa, sin titubeos, en boca del que venía de vuelta.

—Una mujer que caminaba por el desierto en plena noche. Sé que no tiene sentido, pero apareció de la nada y llegó andando hasta mi edificio.

—Es una de ellos —afirmó resuelto, como si hubiera estado esperando aquel momento.

Por la manera en que enunció la frase, al instante sentí un escalofrío. Tenía el peso de las revelaciones ignotas. Hasta ese momento podía intentar engañarme a mí mismo, forzar a mi mente a creer que había sido una mala pasada de la imaginación. Pero Nilo lo pronunciaba en voz alta como un hecho, no como una posibilidad.

Había algo que acechaba.

—¿Qué son? —pregunté.

—No lo sé. A decir verdad, yo nunca he visto una de esas apariciones, o por lo menos no podría asegurarlo. Tal vez sí, camufladas entre el resto de las personas, como creo que pueden estar ahora mismo, en esta ciudad. —El hombre hizo una pausa para mirar a su alrededor, mientras parecía rememorar algo—. En mi país les llamaban vurdalaks, a falta de una palabra que los definiera mejor, y fueron muchos los que juraban que recibían visitas de esas apariciones durante la noche, dentro de sus propias casas. Por lo que contaban, parecían seres humanos, pero nadie los escuchó hablar. Se limitaban a permanecer en algún punto determinado y observar.

—Pero la mujer que yo he visto sí se movía, llegó hasta mí caminando, no apareció sin más.

—Bueno, sí, alguna vez me contaron de alguno que andaba, o incluso me hablaron de los que gritaban.

Una llama de turbación se formó en mi cerebro, dejando un sedimento de migraña. Lo inconcebible empezaba a tomar forma. Ya no estábamos hablando de sensaciones extrañas, de pálpitos o augurios. Hablábamos de apariciones, de entes que podían allanar las casas a voluntad, seres que se comunicaban con señales punzantes que desafiaban el raciocinio.

—Pitidos —aclaré.

—¿Cómo dices?

—Que no son gritos, es una especie de pitido agudo. Es insoportable, perfora los oídos y hace que todo el cuerpo vibre, como si te convirtiera en una cavidad, dejando algo en tu interior.

—¿Quieres decir que sigues escuchándolo ahora?

—No exactamente. Pero ha sido mencionarlo y la sensación volvió con intensidad, como cuando escuchas una explosión y te deja el eco de ese chiflido tan molesto.

Nilo consideró mis palabras durante largo rato, ensimismado, calculando lo que iba a decir a continuación.

—El Infierno, eso es lo que creían que estábamos destapando en Kola.

—¿Y qué crees tú?

—«Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos y en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesús, el Cristo, es el Señor, para gloria de Dios Padre». Esto está escrito en la Biblia, lo recitaba uno de mis compañeros en Kola, y no es la única mención a criaturas que viven bajo la tierra. Pero, en realidad, no soy un hombre creyente y no tengo ni idea. ¿Qué puedo saber yo de todo esto? Entonces no vi nada, solo tenía las mismas sensaciones que me han arrastrado hasta aquí, esa fuerza de atracción que ejerce la perforación sin que la mayor parte de la gente se dé cuenta. El magnetismo.

—No sé lo que se nos viene encima, Nilo, pero lo veo muy negro —comenté apesadumbrado.

—La oscuridad total no existe, Nacho. El negro no es más que la concentración masiva de otros colores. Debes aprender a diluirlos y separarlos, verlos cada uno por su lado.

—Pero no lo puedo negar, todo esto me da miedo; estoy aterrado —confesé.

—Y lo entiendo. Tememos todo aquello que no conocemos, y quizá tenga que ser así, pero tampoco creo que vayamos a poder darle la espalda. Yo he venido hasta aquí expresamente. Quiero verlo —reconoció al fin—. Necesito verlo.

Su deseo hizo resonar una parte de mi memoria, provocando un intenso déjà vu. Por otra parte, me hacía ganar un aliado.

—Puedes venir a mi piso —propuse—. Si ha llegado hasta allí, es de suponer que volverá, o que vendrán otros.

Nos citamos al día siguiente en el mismo bar para ir al piso a hacer guardia durante toda la noche, aprovechando que sería viernes y el sábado no tenía que madrugar para ir a la fábrica. Incluso barajamos la posibilidad de ir hasta la perforación, al origen mismo de todo aquello.

Si decidimos posponerlo no fue por respetar mi velada futbolera con Enrique, sino porque Nilo dijo que no podía esa misma noche. Me contó otra milonga, que esperaba la visita de su hija, que pasaría por la ciudad hacia el final de la tarde, camino de la isla Simetría, donde trabajaba.

De nuevo, no me creí una palabra, pero decidí que los asuntos de aquel hombre no me concernían y debía respetarlo. No podía permitirme el lujo de perder al único aliado que tenía para enfrentarme a la situación, que se volvía más demencial a cada nuevo descubrimiento.

Envalentonado, aquella misma tarde volví al piso, que me recibió lamiéndome con la dulzura que se adscribe al hogar. Aquel era mi sitio, a pesar de todo, y me arrullaba en su confortable ambiente.

El cadáver mutilado del teléfono móvil, cuyas piezas aparecían dispersas por el suelo, era la única prueba tangible de lo que allí había sucedido horas antes. Pero ni eso consiguió turbarme, extenuado como estaba tras casi veinticuatro horas de vigilia ininterrumpida.

Decidí descansar unas horas hasta que llegase Enrique, pero al poco rato de embozarme con las mantas, sin tiempo más que para dar un par de cabezadas, escuché a Mari, que llegaba de trabajar. Tuve el pálpito de que vendría a verme, así que salté de la cama y corrí a lavarme para no volver a recibirla con cara de sueño.

Pero mi intuición no iba bien encaminada. No tuve visita hasta que llegó Enrique, media hora antes de lo acordado, mientras trataba de recomponer mi teléfono móvil e intentaba en vano que volviera a funcionar.

Entró por el piso luciendo un ánimo envidiable. Realmente necesitaba la compañía tanto o más que yo.

Mientras rebuscaba en la cocina para servir algo de picar (por suerte, las cervezas las trajo él), Enrique se peleaba con el mando de la tele, intentando sintonizar la retransmisión del partido.

—Oye, Nacho, ¿cómo tienes configurados los canales de pago? —preguntó, mientras seguía pasando de una cadena a otra sin encontrar nada.

—¿Canales de pago? —pregunté desorientado.

—Vale, tío, déjate de coñas. El partido se emite por un canal de pago. ¡Son los cuartos de final! —exclamó, como si aquello supusiera una evidencia para cualquiera.

—Creo que voy a dejar lo del picoteo, nos vamos a toda leche a buscar un bar.

Al menos Enrique había llegado en coche, así que en pocos minutos estábamos en el centro, compartiendo espacio de ocio con un nutrido y heterogéneo grupo de personas ataviadas con gorros, bufandas y camisetas con los colores de sus equipos. La cosa estaba equilibrada, casi al cincuenta por ciento, entre el azul de unos y el rojo de otros. Yo era un islote en medio, con mi sudadera verde y mi cabeza al descubierto.

De algún modo, conseguí contagiarme de la tensión del encuentro, aunque no tenía claro cuándo debía celebrar o protestar la jugadas, así que opté por esperar a que fuera Enrique el que reaccionara para ir acorde con mi acompañante. Después reparé en que en su indumentaria predominaba el rojo, lo que me facilitó un poco las cosas.

Cuando el partido entró en una fase distendida y tediosa, Enrique aprovechó para iniciar una conversación.

—Tío, ¿has oído lo de Marcos?

—No oí nada. ¿Qué Marcos? —pregunté.

—Joder, Marcos Cantos, el que entró a trabajar con nosotros. Estaba en nuestro grupo de formación.

—Ah, sí…, Marcos —asentí, todavía sin saber a quién se estaba refiriendo.

—Pues es la hostia. Resulta que me lo encontré esta tarde en el centro comercial y estaba hecho una mierda. Lo suspendieron de empleo y sueldo una semana.

Entonces tuve una revelación, uno de esos momentos de lucidez en los que te das cuenta de que aquello que te están contando, de alguna manera, está ligado a ti.

—¿Qué dices? ¿Y sabes por qué?

—Pues eso es lo peor, que él no tiene ni idea. Me dijo que le enviaron una notificación por mensajería urgente a casa para informarle, y solo ponía que le avisaban de la sanción por… ¿cómo se dice cuando desobedeces al jefe, pero en fino?

—Insubordinación.

—Sí, creo que era algo así, o alguna palabra por el estilo, de esas que se usan en las circulares formales —comentó Enrique, que parecía más divertido que apenado por la suerte de su compañero, o tal vez por tener una primicia que contarme.

A esa altura de la conversación, mi corazón había comenzado a olvidar cómo se latía, y tenía una presión molesta en la boca del estómago; un indicio de culpabilidad que todavía se resistía a materializarse por completo, a falta de alguna evidencia definitiva. Pero me era imposible evadir el recuerdo del señor Gil, el encargado, llamándome Marcos y diciéndome que fuera a verlo a su despacho antes de que acabara el descanso.

—¿Y te ha dicho qué va a hacer? —pregunté, tratando de sonar ecuánime.

—Pues me dijo que mañana iría hasta la fábrica a pedir explicaciones, porque no tuvo ningún problema con el encargado ni con ningún otro de los jefes. Cree que puede ser porque la semana pasada fichó cinco minutos tarde. Yo lo encuentro un poco exagerado, pero con estas empresas grandes… ¡Joder, pero tira coño, que estás solo! —se interrumpió de pronto, más concentrado en el televisor que en lo que me estaba contando—. ¿Qué te decía? Ah, bueno, eso. Que con las empresas grandes nunca se sabe, son muy estrictas con lo de la puntualidad.

Después volvió a centrar su atención en el partido, que entraba en otra fase intensa, mientras a mí me empezaba a atenazar la certidumbre de que otra persona fuera a comerse una sanción por mi negligencia de aquella mañana.

A lo largo de mi vida he pagado muchas veces los platos rotos por otras personas, en ocasiones incluso de manera alevosa, pero esta era la primera vez que me encontraba al otro lado. Un compañero había sido inhabilitado por mi culpa, por no haber querido asumir mi responsabilidad, y al igual que muchas de las experiencias vividas en los últimos meses en Lantana, esta resultaba tan nueva y desapacible que no sabía cómo debía confrontarla.

Lo más honesto sería acudir inmediatamente a aclararlo todo con el encargado al día siguiente, antes de que el tal Marcos se presentase en la fábrica y la situación pudiera empeorar. Era posible que aquello acabase con otra sanción para el señor Gil por su despiste, y no me podía permitir tener en contra a un mando directo para el resto de mis días en la empresa.

—Oye, Enrique, espero que no te parezca mal, pero creo que me voy a volver a casa. No me siento muy bien. —Ya no tenía moral para estar allí, fingiendo entusiasmo por un deporte que me era indiferente y con la expectativa de una larga noche por delante.

—¿Y eso? ¿Qué tienes?

—No sé, debe ser por la borrachera de ayer, que se me revuelve el estómago. O a lo mejor por el golpe —continué improvisando.

—Vaya hombre, pues te vas a perder lo mejor del partido —respondió, bastante menos afectado de lo que había previsto.

—Bueno, lo escucharé por la radio y mañana me cuentas. Lo siento por nuestra noche de juerga.

—Nada, vete tranquilo, que lo primero es lo primero —espetó campechano, como si fuera algo que le sucedía con regularidad. Tal vez fuera así—. ¿No prefieres que te acerque hasta tu casa en el intermedio?

—Qué va, no te preocupes —lo tranquilicé, aunque en el fondo sabía que no tenía intención alguna de moverse y solo me lo preguntaba por cortesía—. Ya nos vemos mañana en el trabajo.

Por otra parte, tampoco tenía ninguna intención de volver a mi piso. Si quería estar al día siguiente lo bastante despejado como para afrontar todo lo que se me venía encima, tanto en el trabajo como después con Nilo, debía buscar algún lugar en el que mantenerme lejos del influjo del desierto.

La espontaneidad no es lo mío, ya lo he dicho. Siempre prefiero los raíles, las pautas marcadas. El Hostal Principal se convirtió en mi primera y única elección. Además, estaba cerca de allí, así que llegaría en pocos minutos a pie.

Traspasé la puerta del hospedaje reviviendo las sensaciones de mi primera estancia. La campanilla repicó y la anciana se demoró un buen rato hasta que decidió acudir a la recepción para atenderme.

Cuando por fin se dignó a hacer acto de presencia, me dedicó una mirada con su habitual displicencia, pero me despachó rápido y sin hacer preguntas, lo que agradecí. Ni siquiera me pidió de nuevo los datos, y tampoco puso pegas cuando le solicité que me adjudicase la misma habitación que había ocupado unos meses antes. La suerte, que suele mostrarse esquiva conmigo, parecía estar un poco de mi parte, y resultó que el cuarto estaba libre.

Si el piso ya me recibía con un hálito hogareño, aquella habitación no quería ser menos y recordaba mi presencia, se adaptaba a la perfección a mi zozobra. Era el lugar en el que quería estar, el remanso de sosiego que mi ánimo demudado reclamaba.