LANTANA

CAPÍTULO SEIS

¿Qué se puede esperar de una relación alzada sobre una base de sentimientos de estaño? Tan pronto han solidificado, como pueden deshacerse si les aplicas más calor del imprescindible.

Acudir a Mari al día siguiente de haber estado en su piso por primera vez era demasiado arriesgado, intensificaba la llama que podía fundir esa solidez aparente que se había fraguado con rapidez, con la premura impresa por dos personas demasiado dispuestas por la indigencia afectiva. Y ella tenía su asidero particular, que era Ángela, para sostenerse en caso de que se viniera abajo la endeble estructura de nuestro vínculo.

Aun así, decidí jugármela al todo o nada, y volví a pulsar el timbre de su piso a la misma hora, confiando en tener una buena mano con la que rematar la partida del día anterior.

Me recibió con un rictus demasiado serio, que estrenaba en mi presencia, rematado por una palidez a su vez inusitada.

—Hola, Nacho, pasa —dijo en tono lánguido. Al menos me invitaba a entrar, lo que no era mala señal.

—¿Estás bien?

—Sí, sí… No te preocupes, entra. La niña iba a empezar a cenar y me estaba preguntando por ti. Tenía ganas de verte.

Su aspecto derrotado hizo que olvidara por completo el motivo de mi visita y que fijase de golpe la atención en su estado de ánimo. La cuestión pasaba siempre por estrechar lazos con Ángela para después poder abordar con confianza a Mari.

—¿Qué tal, pequeña? —pregunté mientras me sentaba a su lado en el sofá.

—¡Nacho! —exclamó con júbilo, lanzándose a mis brazos y plantándome un beso en la mejilla que derrumbó cualquier resquicio de resistencia emocional que pudiera quedar—. ¿Cuándo vamos al parque?

—En cuanto tu mami esté libre por las tardes, prometido.

Estaba empezando a familiarizarme con los mecanismos de la infancia. Por ejemplo, con esa fijación que tienen los niños cuando algo se les mete entre ceja y ceja. En ese momento me di cuenta de que me lo preguntaría cada vez que nos viéramos, hasta que fuéramos al parque finalmente. O hasta su siguiente antojo, lo que ocurriera antes.

La niña se quedó pensativa un momento, calibrando la sinceridad de mi promesa, y a continuación volvió a centrar la atención en su plato, al ver que Mari había entrado en la habitación tras de mí. Pero la mujer no parecía estar por la labor de azuzar a su hija para que se lo comiera todo y se fuera a la cama. Iba de un lado a otro recogiendo los mismos juguetes que ya estaban allí la noche anterior, ordenando figuras o demorándose en quitar arrugas a la alfombra.

Desde el televisor llegaba el sonido de fondo de las noticias, a las que Ángela parecía prestar atención como si fuera la única adulta de la estancia, aunque en realidad lo más seguro era que su mente estuviera planeando por otros rincones más lúdicos. Poco interés podía tener para una niña de cinco años que grupos de ciudadanos, hartos de la situación crítica que atravesaba el país, hubieran decidido tomar las plazas públicas para exigir un cambio.

Una realidad muy alejada de la que estábamos viviendo en Lantana, a años luz de mis preocupaciones, y en aquel momento podría jurar que también de las de Mari, fueran estas cuales fueran.

Tampoco hizo falta que su madre la apremiara, porque del mismo modo que los padres conocen cada detalle del carácter de sus hijos, estos a su vez saben cuándo pueden tensar el hilo de su paciencia sin temor a que se quiebre. Esta no era una de esas ocasiones, y la pequeña comió hasta vaciar su plato por completo, lo llevó al fregadero, volvió al sofá a darme otro beso de buenas noches, y cogió de la mano a su madre para que la acompañara a su cuarto.

De regreso en el salón, Mari se dejó caer a mi lado como un peso muerto, vencida por la que fuera la batalla que no había conseguido ganar. Supe al momento que no opondría resistencia y me lo contaría todo, así que le dejé margen para que pusiera orden en sus ideas y fuera ella misma la que diera el paso crucial hacia la confidencia.

—Creo que nos ha encontrado, Nacho —dijo al fin, con voz quebrada.

—¿El padre de Ángela? —pregunté, aunque estaba seguro de que se refería a él.

—Sí, Ernesto. No sé cómo lo ha conseguido, pero creo que sabe que estamos aquí, en Lantana.

—Pero no lo has visto, ¿verdad?

—No, me ha llamado al móvil. Y es imposible que haya podido averiguar el número. Es una línea nueva y ni siquiera está a mi nombre —explicó.

—Bueno, eso tampoco significa que sepa dónde estáis, simplemente habrá dado con el número. De alguna manera.

—Nacho, nadie más que yo conoce este número. Ni siquiera lo uso para llamar a mi familia, lo hago desde cabinas públicas. Si ha podido dar con eso también dará con nosotras y… —El aliento no llegó a tiempo para completar la frase, así que tragó saliva y empezó de nuevo—. No quiero ser un número más, Nacho, no quiero ser la víctima número el-que-sea de este año. Y, sobre todo, no quiero que haga daño a mi hija.

Las lágrimas brotaban de sus ojos sin que pudiera remediarlo, descendiendo con delicadeza por sus mejillas y dejando un rastro de debilidad que no se correspondía con la mujer de carácter férreo que había demostrado ser hasta aquel día. Y que de alguna manera seguiría siendo, porque a pesar de aquella flaqueza puntual, estaba seguro de que no se resignaría, como tantas otras.

Mientras hablaba, yo me ahogaba en mi incapacidad para decir algo que pudiera consolarla, sentía una bola atascada en medio de mi laringe, impidiéndome pronunciar las palabras que ella necesitaba escuchar. La capacidad de reacción conlleva un período de aprendizaje al que nunca había tenido acceso hasta ese momento, en el que se confirmaban mis sospechas sobre el padre de la niña.

«Solo podemos manejar las situaciones que hemos experimentado antes», musitaba Nilo, fuera de su contexto.

—Si viene aquí, será él o yo, Nacho —espetó de repente Mari, interrumpiendo el llanto y haciendo desaparecer sus vestigios salados con una mano, mientras me clavaba una mirada decidida que no admitía réplicas. Una sentencia.

Entonces la abracé. Fue un gesto irreflexivo al que no opuso resistencia. Al contrario, se apretó contra mí como si mi cuerpo fuera lo único a lo que pudiera aprehenderse para no caer al pozo de un odio que llevaba larvado demasiado tiempo, enraizando hasta quedarse prendido con firmeza, esperando el momento de aflorar a la superficie.

Un pozo.

Algo en mí se desprendió del confort de su abrazo, sin deshacerlo, y entorné los ojos para enfocar la mirada por encima del hombro de Mari, hacia la ventana, intuyendo las mismas vistas que había desde mi propio salón.

La atracción hizo que no fuera capaz de adivinar su siguiente movimiento, que hubiera debido prever por la leve fricción de su pecho contra el mío, por su balanceo sinuoso y necesitado.

Pero no me di cuenta de ello hasta que su mano ya sondeaba mi entrepierna, frotando con ansiedad un sexo que ni siquiera me había dado cuenta de que tenía erecto hasta aquel momento.

Mi imaginación estaba sobrevolando el desierto, pero mi cuerpo seguía allí, anhelando a aquella mujer que llenaba mis fantasías desde la primera vez que nos habíamos visto.

Con torpeza, me incorporé un poco para quitarle la sudadera y reclinarme sobre ella. Mientras, sus manos recorrían con impaciencia mis pantalones. Me los desabrochó, tiró de ellos casi con furia, y sin esperar ni un segundo a que pudiera participar del rito de desnudarnos mutuamente, se bajó los suyos y me empujó por las nalgas hacia ella.

Contuve con un frenazo en seco el impulso de eyacular de inmediato y continué embistiendo al ritmo que Mari marcaba con su cadera, embebido por su cuerpo, presa de un deseo madurado durante semanas.

Por un instante abrió los ojos, y con una mirada caliginosa me advirtió de que aquello no significaba que estuviéramos juntos; solo nos estábamos repartiendo la soledad.

No sé cuánto tiempo se prolongó aquel coito agónico —en el que cada uno de mis orgasmos fue apenas una pausa— hasta que por fin nos dejamos vencer por el cansancio con la misma contundencia con que acabábamos de entregarnos el uno al otro.

Antes de sumirme por entero en el sueño, un movimiento captado por el rabillo del ojo llamó mi atención. Alcé levemente la cabeza, que reposaba sobre el pecho de la mujer, y miré hacia la puerta que daba al pasillo.

En el rellano estaba Ángela, que contemplaba la estampa mientras me susurraba: «Eso sí que es clavarla a fondo, ¿verdad?».

—Nacho, despierta. Tienes que marcharte.

Al escuchar la voz de Mari me incorporé, todavía demasiado amodorrado, y vi que ella ya estaba vestida de nuevo, acuclillada a mi lado y dándome golpecillos en el hombro para despertarme, mientras que yo tenía los pantalones bajados hasta los tobillos.

Me sentí tremendamente avergonzado, pero ella no me permitió recrearme en esa sensación.

—Vamos, vístete. Tienes que irte a dormir, mañana te levantas muy temprano.

—¿Qué hora es?

—Las once y media. Venga, no hagas ruido, no vayas a despertar a Ángela.

Tenía la sensación de haber dormido largo rato, y apenas había sido poco más de una hora.

Me subí los pantalones en silencio, tratando de recuperar al menos una parte de mi orgullo, y me dirigí a la puerta, acompañado por Mari, que volvía a mostrar su determinación habitual y una urgencia por sacarme de su piso que resultaba lacerante, si teníamos en cuenta lo que acababa de pasar allí.

En un último y desesperado intento de retener parte de los sentimientos mostrados, me volví hacia ella justo antes de salir y le di un suave beso en los labios que no esquivó.

—No te preocupes por nada —dije en voz baja. Una ridiculez más de mi repertorio de frases insulsas.

—Hasta mañana —respondió mientras cerraba la puerta del piso, y con ella la de las vagas esperanzas que todavía pudiera albergar.

Que te echen de casa en el íntimo paréntesis destinado a la depresión post coital suma un par de grados a esa sensación melancólica que se impregna en los sentidos cuando acabas de vaciarte en brazos de la mujer a la que quieres amar.

Pero como no iba a ser mi día para regocijarme en la sima de la aflicción, el teléfono móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón apenas hube traspasado el umbral de mi hogar.

En la pantalla iluminada aguardaba el espectro digital de mi madre, con quien no habría hablado bajo ningún concepto de haber sido aquel un día más que se consumía en el almanaque de mi vida. Pero pensé que quizá atenderla supondría una escisión en mi proceso depresivo, el bálsamo de superficialidad necesario para aterrizar sobre el suelo que pisaba.

—Hola, mamá —la saludé con ímpetu, obviando reprocharle que no era la hora más adecuada para llamar por teléfono, teniendo en cuenta que al día siguiente debía madrugar.

—Hola, cariño, ¿qué tal te va por Almería?

—Bien, va todo bien.

—¿Es muy tarde para hablar?

Un renuncio, esa era nueva.

—No, ya estamos hablando. ¿Ha pasado algo?

La pregunta era de rigor porque mi madre no habría mostrado interés, ni un tono tan complaciente, de no ser porque le preocupaba alguna cosa.

—Bueno, no, estamos todos bien. Yo estoy muy bien, hijo.

—¿Y papá?

—Por eso te llamo. Mira, no te lo puedo decir de ninguna manera que suene bien, así que allá va. Vamos a divorciarnos —anunció con estudiado dramatismo.

No sé cuál esperaba que fuera mi reacción, si creía que hablaba con un niño pequeño —como suele ocurrir con la mayor parte de las madres—, o si creía que tenía que mostrarse afligida para no decepcionarme. Pero desde luego no me importaba ni lo más mínimo. Quisiera decir que me habría afectado si hubiera sucedido durante mi infancia, pero estaría mintiendo.

—Vaya, mamá. En fin…, que lo siento, pero si vais a estar mejor así…

Una de esas frases estándar para este tipo de situaciones, porque en realidad no era algo que me viera venir. No recordaba haberlos visto discutir nunca. Aunque tampoco soy capaz de rememorar gestos afectuosos entre mis padres, más allá de los que exige el protocolo social en eventos puntuales. Como un matrimonio de conveniencia, pero venido a menos, porque no eran ricos ni por asomo.

—Yo sí, cariño. Estoy muy bien, de verdad. Creo que voy a volver a casarme el próximo verano.

—Entiendo —afirmé. Pero no entendía nada, solo estaba curado de espanto.

Mi madre continuó contándome cómo habían llegado a aquella situación, cómo conoció a un tipo en el gimnasio al que había empezado a ir unos meses atrás. Era un poco mayor que mi padre, pero al menos estaba en forma —son sus palabras— y la trataba con un cariño y un respeto que nunca nadie había demostrado hacia ella. Tenía pasta, mucha, por supuesto. No lo dijo, pero se interpretaba por lo que iba captando entre líneas.

«Puede que este sea uno de los días más extraños de mi vida», pensé mientras oteaba el horizonte por la ventana, intentando no perder el hilo del soliloquio de mi madre, por si necesitaba asentir en algún momento.

Entonces lo vi. Había alguien caminando por el desierto.

Al principio pensé que sería la sombra de algún ave nocturna, proyectada por la luz de una luna que descollaba en un cielo que lucía despejado por completo. Sin embargo, cuando la vista se me acostumbró al entorno del desierto, reparé en que era la figura de una persona. No tenía ninguna duda.

Pero no podía ser.

La perforación estaba parada a aquellas horas. Algunos días seguían trabajando hasta bien entrada la madrugada, incluso hacían turnos continuos. Aunque no esa noche, porque de ser así distinguiría los focos que iluminaban las instalaciones, y el horizonte era un enorme fondo opaco.

—… y, claro, cuando se lo expliqué a tu padre, al principio no lo entendió muy bien. Ya sabes, él cree que tiene todo perfectamente atado. Que ese es otro de los problemas…

La plática continuaba de manera ininterrumpida, ya ni siquiera era necesario que mostrase interés, así que mi atención comenzó a centrarse solo en la silueta que se acercaba lentamente hacia el edificio.

Frotarse los ojos y parpadear son gestos involuntarios cuando nos encontramos ante una imagen poco proba ble, como si lo imposible se pudiera conjurar arrastrando legañas. Pero no fue así.

Aquella persona continuaba aproximándose con paso firme y decidido. Ya casi podía distinguir sus facciones, esculpidas en un rostro tan pálido que parecía refulgir. También podía sentir cómo me clavaba la mirada, aunque fuera imposible ver sus ojos desde la altura a la que me encontraba.

Era una mujer. Lucía una larga melena negra retirada del rostro —«Descubierto para mí», recuerdo que pensé—, y ya estaba tan cerca que podía apreciar sus facciones duras, casi masculinas.

Vestía algo parecido a una sotana negra que la cubría de la cabeza a los pies.

Por un instante pensé que al llegar rodearía el edificio, buscando la entrada principal para venir en mi busca —estaba allí por mí, era una certeza—, pero, en lugar de eso, se detuvo en un punto desde el que quedábamos enfrentados.

Reaccioné ante el miedo que comenzaba a atenazarme con un grito hacia adentro, de esos que nacen inspirando el aire y el alarido, de manera que emites un sonido gutural más cercano al gruñido de un cerdo. Lo único que pensaba era: «No, no, no. No hay nada, no hay nada, tranquilo, la imaginación te la está jugando». Aunque sabía perfectamente que no era cierto, que cuanto más forzaba la vista para que se adaptase a la oscuridad, más clara se volvía la imagen de aquella persona.

Intenté moverme, huir de su ángulo de visión, pero el miedo me lo impedía. Sus ojos, de un intenso gris, casi plateado, estaban abiertos en expresión alucinada.

No habría persecución. Me estaba sometiendo, acorralando y despojándome de voluntad. Me convertía en una presa fácil.

Intenté respirar profundamente, sosegarme. Pero aquella mujer no respondía como una invención de mi alterada imaginación. No podía expulsarla sin más. Su aspecto era tangible como el resto de elementos a nuestro alrededor; como las puertas, como las paredes, como la bombilla que pendía desnuda del techo, como el desierto que se abría tras ella… Cuando la amenaza es tan real como imposible, no puedes desprenderte del pánico. La parte racional te abandona, dejándote frente a un precipicio. Sabes que si te despeñas no hay más opciones que llegar al suelo y reventar, o seguir cayendo para siempre, hasta que las fuerzas te abandonen y pierdas la cordura.

El corazón comenzó a latirme de manera pesada, acuosa y casi audible, presagiando un terror absoluto. Un aire cálido, sofocante e insoportable, se abría paso hacia mí, a pesar de que el doble ventanal estaba cerrado. Entonces percibí que la mujer comenzaba a separar los labios muy lentamente. Un sonido, como el pitido lejano de una olla exprés al hervir, salió de su boca, incrementándose de manera paulatina. A los pocos segundos ya retumbaba.

Mientras aquel silbido, imposible e insoportable, reverberaba en mi universo, no conseguía pensar en nada. Olvidé que tenía el teléfono pegado a la oreja, aunque lo más probable era que mi madre hubiera colgado hacía rato. Me es imposible precisar el tiempo transcurrido desde que distinguí la silueta hasta que la mujer y yo estuvimos a una distancia en la que podíamos vernos.

El calor se abrió paso por mi garganta, invadió mi interior, tornándose en un fluido grasiento que se mezcló con el pánico que me atenazaba, tensando cada músculo de mi cuerpo.

El pavor, cuando alcanza su punto álgido, provoca un colapso general.

Caí desmayado.

No sé cuánto tiempo pasé inconsciente. A juzgar por lo que dio de sí la noche desde que desperté, supongo que apenas habían transcurrido unos minutos.

Estaba empapado en sudor, y al caer me había golpeado la cabeza con el marco de la ventana. El dolor latía en el lado derecho de mi frente, por encima del ojo, y lanzaba punzadas que se transformaban en pequeños puntos de luz.

Recordé casi de inmediato el motivo por el cual estaba allí tumbado, pero no tenía el valor suficiente para comprobar si aquella «visitante» aún estaba cerca o si todo había sido fruto de mi imaginación, espoleada por los descubrimientos de los últimos días.

Me volví y comencé a gatear, evitando mirar siquiera de soslayo. Algo en mi interior me decía que seguía frente al edificio. Casi podía sentir aquella terrible mirada en el cogote, cuyo vello volvió a erizarse tan pronto como la sensación se hizo latente. Mi actitud continuaba siendo pueril, ya que el hecho de no darme la vuelta no implicaba que desapareciese la amenaza.

Continué gateando hasta la puerta del piso, sintiéndome desprendido de cualquier indicio de pundonor. Me daba igual, en lo único que pensaba en aquel momento era en alejarme de la ventana, salir del aparta mento y buscar ayuda. Aunque ¿quién podría ayudarme? Mi único refugio en el edificio era Mari, pero estar asustado, dolorido y aturdido no me impedía ser consciente de que mi visita a esas horas la alarmaría mucho. Quizá me ofreciera pasar la noche en su piso, o podría venir conmigo a comprobar la autenticidad de lo que le estaba contando. Pero al final, en algún momento tendría que volver a enfrentarme solo a la situación.

¿Qué opciones me quedaban? Abandonar el edificio y deambular por las calles de Lantana, dejando que mis pies se arrastrasen por el baldosado gris hasta que la luz del sol ahuyentase mis delirios y pudiera ir en busca de Nilo para contarle lo sucedido. En resumen, evadir la responsabilidad para conmigo mismo.

No me veía capaz de regresar, de enfrentarme a aquellos ojos que habían ahondado más profundo de lo que cualquiera se hubiese aproximado antes. ¿Quién sabe lo que pudieron encontrar allí? Tal vez no buscasen nada, tal vez su objetivo no era otro que depositar algo. Un germen, una semilla.

Desde luego, la desazón, lejos de abandonarme, crecía a cada paso que me alejaba por la carretera, rumbo a la ciudad.

Ni tan siquiera tuve valor para darme la vuelta y mirar hacia la ventana de mi vivienda; temía descubrir, si lo hacía, que la mujer me observaba desde el interior.

¿Y si me estaba siguiendo?

Un zumbido resonó en mi oído izquierdo, poniéndome de nuevo en alerta. Apreté el paso y, a medida que mi respiración se agitaba por la prisa, resonaban a mi espalda unas pisadas que se acompasaban a su sonido, pretendiendo disimularse. Ligeras, como si los pies apenas rozasen el suelo para avanzar. Pero las percibí con nitidez.

Tras cerca de una hora de carrera al trote, vi luz en un viejo local, un bar de las afueras. Me apresuré para llegar antes de que, fuera lo que fuese aquello que me estaba siguiendo, llegara a darme alcance.

Entré atropelladamente, haciendo que la puerta de cristal se golpease contra parte del escaparate al abrirla y sobresaltando a las únicas tres personas que había dentro: un camarero de mediana edad y dos clientes de su misma quinta que bebían vino en la barra a aquellas horas intempestivas.

—¡Eh, cuidado chaval, que me rompes la puerta!

—Perdón —acerté a decir secamente, mientras me sentaba en una mesa próxima a la barra, de espaldas a la puerta y sin atreverme a mirar hacia atrás.

—¿No es un poco temprano? —preguntó el camarero sin salir de detrás de la barra.

—Temprano —repetí confuso.

—Sí, normalmente no llega ninguno hasta las cuatro de la madrugada. Porque eres de los de la fábrica, ¿no?

Entonces comprendí que me había confundido con algún trabajador del turno de noche, y sin saber muy bien por qué, asentí.

—Sí, lo que pasa es que salí antes esta noche. Se estropeó una de las máquinas —mentí con pasmosa naturalidad.

—Vaya suerte, una noche que dormirás un poco más. El caso es que aún no he terminado de preparar nada para comer, pero te puedo hacer un bocadillo frío.

—Vale.

Acepté sin prestar atención a lo que me decía.

Aprovechando que la conversación me había sacado de mi estado de tensión extrema, miré hacia afuera. Allí no había nada ni nadie; si me habían seguido, ya no estaban cerca.

—¿Le vale de queso? —preguntó el camarero.

—¿El qué?

—El bocadillo, hombre, ¿qué va a ser?

—Ah, sí. Perdone. Me vale, claro.

El hombre cortó un trozo de pan allí mismo, sobre aquella barra que parecía resistirse a abandonar, sin limpiarla antes ni poner un plato debajo. Metió un par de lonchas de queso dentro con cierta desgana y, ante mi estupor, roció el pan con un chorro de aceite de oliva. Esto me descolocó un poco, pero también me ayudó a terminar de centrarme, a comenzar a prestar atención a lo que me rodeaba, aunque solo fuese por el asco que me produjo.

Empecé a pensar en qué iba a hacer a continuación. No tenía agallas para volver al apartamento y tampoco conocía a nadie más en la ciudad a quien pudiese recurrir, al menos hasta que hubiera amanecido. La única opción viable era quedarme allí mientras llegaba la hora de ir a trabajar. Por lo que dijo el camarero, deduje que el local estaría abierto toda la noche para servir desayunos a los trabajadores que terminaban el turno por la mañana.

Comprobé el reloj que había en una de las paredes. Marcaba las dos y media. Yo tenía que fichar a las seis en punto. Ir sin dormir me pareció un mal menor en aquel momento.

El resto de la madrugada transcurrió deprisa. Un par de horas más tarde —en que estuve dándole vueltas a mi bocadillo pringoso sin llegar a pegarle un solo mordisco—, comenzaron a aparecer empleados de la fábrica y pasé desapercibido entre ellos. Muchos se quedaron hasta después de que saliese de allí, aliviando su estrés con alcohol. Un gran desayuno.

No pude evitar observarlos entristecido y plantearme la posibilidad de que algún día yo terminaría igual que ellos. En realidad, incluso lo deseé. Los consideraba afortunados, viéndolos disfrutar de su camaradería, ajenos a cualquier preocupación que fuese más allá de su trabajo, matrimonio, hijos, hipoteca o el último partido que hubiese perdido su equipo de fútbol.

¿Por qué no podía ser así mi vida? Creo que la sensación de tristeza que me producían responde a esta pregunta. Eran todo lo comunes que se puede llegar a ser. Pero no estaban solos. Como mínimo se tenían los unos a los otros en esas veladas de bar. Yo ni siquiera podía presumir de lo mismo.