CAPÍTULO CUATRO
El tiempo me ha dado una perspectiva más clara de lo que sucedió aquella noche, y que en principio había asociado a una vieja amiga que me acompaña desde la adolescencia: la angustia.
Angustia, ese sonido de fondo con el que nos vemos obligados a convivir, el precio que debemos pagar por el regalo de existir, soportándolo en la medida que alcance los límites de cada individuo. Algunos son capaces de acostumbrar el oído y obviarlo, la mayoría lo soportamos a medias. Los menos afortunados deciden acabar con él de manera dramática. No es mi estilo, aunque he de reconocer que hay situaciones en las que se convierte en la única opción.
La angustia da lugar a menudo a lo que se conoce como «crisis de ansiedad», que es la definición de cualquier episodio psicológico que los facultativos no pueden etiquetar dentro de ninguna de las enfermedades mentales diagnosticables.
De haber consultado con un especialista, habría dicho que aquella noche, en el apartamento, sufrí una crisis de ansiedad. Cierto es que no estaba especialmente preocupado por ningún tema en concreto, y de hecho estaba pensando en aspectos que se pueden considerar positivos y alentadores dentro de mi nueva vida. Ante esto, el hipotético especialista argumentaría que, aunque conscientemente no me hubiera percatado, toda la carga emocional de las últimas semanas, abandonar mi ciudad natal, dejar lejos a la familia y a los supuestos amigos, y los cambios drásticos en general estaban cultivados en mi cerebro, germinando en un momento a priori contraindicado.
De haber consultado en aquel momento, sí, es muy probable que lo hubiera creído así.
Sin embargo, ahora conozco la verdad. Inverosímil e inasumible, pero la verdad.
Los días se vuelven clónicos cuando se instala la rutina. Cae uno detrás de otro sin que nos demos cuenta, y nuestra existencia comienza a girar en torno al fin de semana, que aguardamos ansiosos y consumimos sin poder perder de vista la perspectiva del lunes siguiente.
El trabajo no era complicado, consistía en introducir láminas de chapa en una máquina de embutición y apretar simultáneamente los dos enormes botones de un mando colocado sobre un pie metálico para que la pesada prensa hiciera su trabajo, moldeándola para darle la forma adecuada. Después sacaba las piezas y las colocaba en torres dentro de un palé. Poco antes de llenar cada palé, un operario con carrito de pinzas lo recogía y lo sustituía por otro vacío.
El ritmo marcado (ciento veinte piezas a la hora) se apoderó de mí al tercer día, dejando espacio a lo largo de las jornadas para el ensimismamiento absoluto. Era un puesto cómodo, sin dificultades, pero me obligaba a mantenerme aislado, a excepción de las visitas del carrista que recogía las piezas y con el que no podía hablar, ya que en nuestro taller era obligatorio el uso de tapones de insonorización para evitar que los fuertes ruidos de las máquinas nos ocasionaran lesiones auditivas.
Mi trato con los compañeros quedaba limitado al descanso de veinte minutos a mitad de jornada, en el que me reunía con Enrique en el área para los empleados, que no era más que una fría cabina de chapa que habían acondicionado con una mesa y unas sillas tan grises como nuestras fundas de faena.
Allí repetíamos básicamente las conversaciones de los días anteriores, que Enrique copaba casi por completo con sus historias sobre su fracaso matrimonial, o cantando las virtudes de sus hijos, en caso de que no le correspondiera su tutela ese fin de semana, o sus defectos, si los iba a tener en casa.
En cualquier caso, todo me resultaba agradable, desde mi monótona función hasta las anécdotas mil veces repetidas de Enrique, que comenzaba a ser lo más parecido a un amigo que había tenido en mucho tiempo. En más de una ocasión continuábamos con la conversación unidireccional en alguna cafetería del centro, si la jornada había sido especialmente larga o si alguno de los dos necesitaba compañía. Algo que era bastante habitual.
Es posible que aquella fuera la época más feliz de mi vida, aunque en ese momento no lo sabía, y por tanto tampoco pude disfrutarlo como debiera. Supongo que siempre es así, que pasamos el tiempo rogando por esa felicidad, y cuando la estamos experimentando no somos conscientes de ello.
Mari y Ángela eran el otro pilar maestro en que se sostenía mi nueva vida. Iba con ellas al cine un par de veces al mes o las acompañaba cuando iban a algún parque de la ciudad para que la niña liberase toda la energía que no había conseguido consumir en las horas de colegio. Allí mantenía largas conversaciones con Mari, en las que ella preguntaba mucho y contaba poco, cosa que por otra parte agradecía. Equilibraba mi balanza de relaciones sociales.
De lo poco que pude deducir sobre ellas, ya que Mari se mostraba bastante hermética, supe que se había divorciado unos meses antes y que había decidido cambiar radicalmente su vida buscando trabajo en otra ciudad. El padre de Ángela, aunque Mari no lo dijo específicamente en ningún momento, no debía de ser ningún modelo de conducta paternal.
Claro que esto es una conjetura, porque mis intentos de sonsacar algo sobre su pasado eran atajados con rapidez por ella, que me espetaba un rotundo «Prefiero no hablar del pasado» en cuanto sacaba el tema. Supuse que su matrimonio era algo que necesitaba dejar atrás, y la sombra de los malos tratos planeaba de una manera casi visible sobre ella. Se le tatuaba en el iris cuando se veía obligada a evocar recuerdos que no quería rememorar.
Una de aquellas tardes, mientras caminábamos por el Paseo Principal hacia el parque infantil, escuché una melodía que me resultaba muy familiar, tocada al violín. «Nightswimming», una vieja balada de REM, resultaba embriagadora en las notas suaves y prolongadas del instrumento. La ejecutaba un hombre escuálido, ataviado con un traje marrón que le quedaba dos o tres tallas grande, y tocado por un sombrero borsalino negro que no encajaba para nada en el conjunto.
—¿Vamos al parque o te vas a quedar toda la tarde escuchando al violinista? —preguntó Mari.
—No, vamos. Es que es una canción que me gusta mucho.
—Ya veo. Te gusta la música clásica.
—¿Clásica? ¡Pero si es una canción de REM!
—Y yo qué sé, si me sacas de lo que ponen en la radio y no conozco ningún grupo —confesó la chica.
—Pues muy mal, tendré que dejarte algunos discos buenos.
—Vale, pero ahora vamos al parque, que Ángela no nos espera —dijo señalando a la niña, que ya se había soltado de la mano de su madre y correteaba al encuentro de sus amigos.
Antes de seguirlas, rebusqué en mis bolsillos hasta dar con una moneda y la eché dentro de la funda del violín. Tan pronto como apreció el sonido, el hombre abrió los ojos sin dejar de tocar y me clavó una mirada penetrante de un azul intenso que contrastaba sobremanera con el tono oscuro de su piel. Me impresionó que un sencillo movimiento le hiciera parecer mucho mayor de repente. Unas profundas arrugas surcaban todo su rostro y se acentuaron cuando me dedicó una sonrisa agradecida y, apenas perceptiblemente, me dio las gracias con un acento cuyo origen no logré determinar. Sonó algo así como «gresias».
Le devolví la sonrisa y fui a reunirme con Mari y Ángela, sintiendo aquella mirada azul incrustada en mi espalda. Una huella quedó grabada esa tarde en mi memoria, una estampa inusual, una melodía que me seguiría envolviendo después, cuando llegué al piso, y que me meció mientras conciliaba el sueño.
Así que regresé, por descontado. Tenía que volver a ver a aquel violinista de indumentaria peculiar que interpretaba baladas de grupos de rock con la misma entrega que otros le pondrían a una pieza de Bach o Chopin. Claro que yo tampoco sé demasiado de música, y mucho menos de la clásica, pero sé distinguir la pasión del que está viviendo lo que hace.
Pocos días después, acudí al lugar confiando en que volvería a encontrar al músico. Y allí estaba, en el mismo punto del paseo, con la misma ropa y tocando, abismado, otra pieza que esta vez no reconocí, pero que resultaba igualmente seductora.
Me acerqué con cautela, como si temiera sacarlo del hechizo que le permitía lanzar las notas al aire con aquella maestría. Según avanzaba, volví a reparar en que su rostro parecía arrugarse cuanto más cerca me encontraba de él, y aunque en principio me había parecido un hombre de unos cuarenta años, a poca distancia podría jurar que se acercaba a los sesenta. Su piel carecía de brillo, era oscura como solo puede serlo la de aquellos que la castigan bajo el sol durante largas jornadas.
Mantenía los ojos cerrados mientras tocaba, concentrado en su música, pero cuando estaba ya a pocos pasos de él, separó los párpados y me miró. O sería más preciso decir que me sumergió en una inmensidad azul tan hipnotizadora como las melodías que hacia manar de su añejo violín.
A sus pies reposaba la funda abierta del instrumento, con unas pocas monedas desperdigadas por su interior. Sentí la necesidad de nuevo de aportar algo a la que fuera su causa personal, así que metí la mano en el bolsillo del pantalón, agarré una cualquiera y la solté en medio de la constelación de calderilla, justo en el momento en que el hombre finalizaba la pieza.
Con un movimiento de cabeza hacia un lado, elegante y armonioso, mostró su gratitud, que certificó con aquella palabra pronunciada con lo que ahora me pareció un leve acento de Europa del Este: «Gresias».
—De nada. Una canción muy bonita —dije, sintiéndome de inmediato algo avergonzado al percibir el tono infantil de mi propio comentario.
Me respondió con otro movimiento de cabeza, asintiendo, así que pensé que quizá era lo único que sabía decir en mi idioma. Pero tenía una curiosidad inmensa por aquel personaje y necesitaba saciarla.
—Hace unos días pasé por aquí y le escuché tocar otra melodía. Juraría que era una canción de REM.
—Juraría usted bien, joven —respondió, sobrecargando las palabras con el enigma que envuelve la pronunciación extranjera a oídos de los autóctonos—. Mi hija me pidió que la aprendiera, es una de sus canciones favoritas.
—También una de las mías. Su hija tiene muy buen gusto.
El hombre esbozó una sonrisa críptica, carente de alegría, como si un recuerdo lejano le hubiese asaltado a traición e intentase darle esquinazo. Después volvió a enfocar la mirada en mí y sus ojos se tornaron en recipientes que acogieron una fracción de mi ser. De pronto, sentía que aquella persona podía intuir los pensamientos más recónditos que albergaba.
—No es usted de la ciudad, ¿verdad? —preguntó.
—No, soy del norte, vine aquí por trabajo.
—Lo imaginaba. Le he visto unas cuantas veces paseando por la zona, observándolo todo como solo lo hacemos los recién llegados.
—Sí, suelo salir mucho a pasear, me despeja —confesé, un tanto sorprendido por mi propia franqueza para con aquel desconocido.
A lo largo de la vida nos encontramos con algunas personas a las que tenemos la sensación de haber conocido antes, y estrechamos con ellas la relación de un modo sencillo y espontáneo. No podría ser de otra manera. Pero siempre he ligado esa impresión al amor, al encuentro con una persona con la que conectas a nivel sentimental.
Este no era el caso. El violinista era familiar, cercano, pero en el sentido que lo puede ser un buen psicólogo, un profesional que ha estudiado cada gesto, cada entonación y cada palabra para invitarte a que te sinceres con él.
—Disculpe mi mala educación —dijo de pronto, agachándose para apoyar el violín sobre la funda para después tenderme la mano—. Me llamo Niilo Kuusela, aunque por aquí me dicen simplemente Nilo.
—Nacho —me presenté, estrechando su apergaminada mano.
Ni siquiera tenía claro qué hacía allí, hablando con un artista callejero que tocaba por unas monedas. Pero el hombre resultaba intrigante, tenía tatuado en su rostro un conocimiento que parecía ir mucho más allá de los años que hubiera acumulado, y sobre todo un hálito dadivoso que te hacía sentir que, fuera lo que fuera lo que te inquietase, podías compartirlo con él.
—Entonces, ¿ha venido para trabajar allí, en la perforación? —preguntó Nilo, volviendo la mirada hacia el final del paseo, en dirección al desierto.
—No, no. Qué más quisiera. No soy científico ni ingeniero. Trabajo en la fábrica de envases.
—Ah, es un buen trabajo. Sin complicaciones, ¿no es cierto?
—Así es, sencillo.
Y sí, lo era. En ese momento me di cuenta de lo fácil que se había vuelto mi vida una vez asumidas las responsabilidades que me había forzado a rechazar. Los prejuicios habían instalado la insatisfacción en mi cerebro mucho antes de darme tiempo para valorar la situación con objetividad.
—Es increíble la cantidad de gente que llega a este pueblo —divagó Nilo, con la mirada todavía perdida en la lejanía.
—Sí, está creciendo muy deprisa.
—¿No le encanta el clima de este lugar?
—Pues no sabría qué decirle, la verdad es que echo algo de menos la lluvia de mi tierra.
—Claro —comentó—, siempre se echa en falta la tierra de uno.
El hombre guardó silencio durante varios segundos, atravesando con su mirada el horizonte, alcanzando lo que había más allá del desierto para volver hasta mí con una revelación que provocó una quemazón en mi nuca y un aguijonazo de dolor en el dedo lastimado de mi pie.
—Es la atracción. Venimos aquí porque la perforación nos reclama, aunque la mayoría no son conscientes —desveló con tono resuelto, pronunciando con vírgula cada palabra.
En aquel momento empequeñecí, me volví compacto ante la magnitud de una confidencia pronunciada en voz alta, un secreto que solo yo poseía y que ahora estaba en una boca y en un rostro ajeno. Recordé todas las veces que me había sorprendido a mí mismo observando la perforación desde la ventana del apartamento, sin saber cómo había llegado hasta allí.
—Usted también lo ha notado —alcancé a decir.
No era una pregunta, sino una afirmación, el acta levantada de una evidencia.
—Sí, lo he sentido, y es algo que ya me resultaba familiar. No es casualidad que haya llegado a este pueblo. Lo que sí es accidental es nuestro encuentro —afirmó—. No todos advierten de igual forma esa atracción, de la misma manera que no todo el mundo tiene un idéntico umbral del dolor o el miedo.
—¿Qué quiere decir con que le resultaba familiar? ¿Lo había sentido antes?
—Si tienes un rato, vayamos a tomar un café y te lo cuento —propuso, dejando de lado la fórmula de cortesía—. Estaremos más tranquilos, este no es lugar para contar historias del pasado.
No sabría decir por qué, pero acepté la invitación sin dudarlo, haciendo caso omiso al sentido común.
Algo había de delirante en el hecho de encontrarme en la misma cafetería en la que había desayunado con Iván mi primera mañana en Lantana, compartiendo mesa con un viejo músico extranjero que tocaba por las calles a cambio de la caridad de otras personas. Pero no me importaba, porque abrirse a Nilo era tan sencillo y natural como respirar; no necesitaba pensar en ello.
Empezó contándome cosas de su pasado en Rusia, lo duros que habían sido los años posteriores a la muerte de Stalin —época en la que había nacido—, en plena lucha interna por hacerse con el poder en un gobierno que, de puertas afuera, mostraba una imagen irreal de liderazgo colectivo. Pero, como me explicó Nilo, mientras el mundo observaba admirado las maravillas de la competencia con Estados Unidos por la conquista del espacio, la realidad del pueblo era muy distinta, ya que todos los esfuerzos de los gobernantes, y todas las inversiones, se destinaban a esa carrera espacial, al pulso por la soberanía tecnológica y, por consiguiente, a convertirse en la primera potencia mundial, destronando al rival norteamericano.
Un desequilibrio que se tradujo, en el caso de un todavía joven Nilo Kuusela, en la obligación de dejar su Rostov natal, rumbo a la península de Kola, donde se realizaba una perforación análoga a la de Lantana. Otro proyecto titánico del gobierno ruso, cuyos poderes habían pasado a manos de Mijail Gorbachov, instaurador de las famosas reformas económicas y políticas que a la postre habrían de provocar el colapso y la desintegración de la URSS, y que todos conocemos como Perestroika y, en menor medida, Glásnot. Esta última la escuchaba nombrar por primera vez en boca de Nilo, aunque nunca hasta ese momento había sentido un interés especial por la historia rusa.
—Entonces ya hubo un precedente de lo que están haciendo aquí, en Lantana —comenté.
—Así es, aunque a día de hoy todavía no sé qué es lo que se investiga en esas prospecciones. Mi familia es de origen muy humilde, como ya te he contado. Al igual que la mayoría de los compatriotas de mi generación, no tengo ni los estudios básicos, así que mi trabajo en la perforación consistía en labores de desescombro y limpieza. Ni sabía, ni tenía interés, solo quería ganarme el jornal y enviar a mis padres todo el dinero que pudiera.
—Por lo que yo entendí, leyendo algo de información por Internet, se trata de sondeos geotécnicos —expliqué—. Estudios para reconocimiento del terreno, para entendernos.
—Claro, eso lo sé, pero un estudio normal de los que dices se realiza para saber si se puede cavar un pozo de agua, o si los cimientos de un edificio resistirán, amigo Nacho. Tanto en Kola como ahora, en Lantana, pretenden perforar a mucha más profundidad.
—Saber qué hay más allá de lo que conocemos —divagué en voz alta.
—Eso es. Pero ese conocimiento puede entrañar consecuencias. Solo podemos manejar las situaciones que hemos experimentado antes.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como cuerpos sumergidos en un líquido denso. Necesitaba empujarlas para sacarlas a flote o llevarlas hasta el fondo de su significado.
Había una pregunta evidente que tenía que formular.
—¿Qué pasó en Kola?
—Oficialmente, nada fuera de lo normal. La perforación se suspendió porque una vez alcanzados los doce kilómetros de profundidad, la maquinaria no resistía el calor que se encontró, mucho mayor de lo previsto.
—¿Y extraoficialmente?
—¿Le suena lo de las voces del Infierno?
La ignorancia nos hace felices, el conocimiento genera miedos que se ensamblan con aquellos que ya llevamos grabados desde nuestra propia concepción, ligados a la gran ventaja, y al mayor inconveniente, del ser humano con respecto a otras especies: la propia conciencia. Cuanto menos sepamos, más fácil resultará vivir, menos temores portaremos, el equipaje será más liviano y el viaje puede llegar incluso a resultar reposado y llevadero, aunque de vez en cuando nos mareemos en las curvas.
Nilo me introdujo en una carretera secundaria, olvidada, desgastada y repleta de escollos que todavía no estaba preparado para sortear. Ahora volvía a ser un conductor novel al volante de un coche prestado: necesitaba familiarizarme.
Lo primero, compartir aquella información con alguien, y en Lantana las posibilidades se reducían a dos: Mari o Enrique. A mi parecer, las revelaciones de Nilo eran un justificante que podía presentar para abordar temas que hasta entonces no veía oportuno comentar con la chica. Lo último que quería era que me tomara por un paranoico.
Era última hora de la tarde, habíamos pasado casi tres horas hablando, y tras pagar los dos cafés —un gesto que me pilló desprevenido y no pude atajar—, el violinista cogió su instrumento y regresó al paseo para aprovechar los últimos rayos de luz de la tarde y canjearlos por un puñado de monedas. Así pues, tras despedirme de él, volví directo al edificio.
Presenté mi invitación a la puerta del piso de Mari y franqueé la entrada por primera vez. Sí, el hecho de haber compartido mesa de café con un artista itinerante pareció despertar la curiosidad de la chica, porque en cuanto comencé a contarle a qué había dedicado la tarde, me pidió que pasara.
A esa hora, acababa de bañar a Ángela y la estaba preparando para cenar y enviarla a la cama, así que nos sentamos en el sofá de un salón que representaba el reflejo impreciso del de mi vivienda, con diferentes muebles y olores, y con las pruebas palpables de que allí residía una niña: juguetes dispersos por todos los rincones de la estancia.
—¿Vas a cenar con nosotras, Nacho? —me preguntó la niña cuando salió del baño, con el pelo todavía húmedo, encantadora en su pijama de Dora la Exploradora y sus zapatillas de Hello Kitty.
—No, señorita —apuró a contestarle Mari—. Tú vas a cenar ahora y a la cama, que mañana hay cole.
—¡Pero ha venido Nacho! —exclamó la pequeña, como si mi visita acarreara algún tipo de licencia en sus rutinas.
—Es lo mismo. Hoy puedes cenar aquí, con Nacho, pero te vas a la cama en cuanto termines.
Así que Ángela procuró demorar al máximo su cena, jugueteando con la comida y dedicándome algunas muecas a las que yo respondía solamente cuando su madre miraba hacia otro lado. En realidad, me sentía cómodo en aquel contexto de familia que no me pertenecía, convertido en una suerte de padre postizo que realizaba concesiones.
Pero no era mi familia ni mi contexto. Eso se leía en la bruma que me parecía entrever en la mirada de Mari, en cuanto me excedía un poco en mi función de visita puntual. Entonces me tensaba, adquiría una pose menos distendida en el sofá e instaba a Ángela a que obedeciera a su madre y se terminase la cena.
A eso de las nueve y cuarto, la niña accedió a irse a dormir con la promesa de que iríamos los tres al parque en los próximos días.
Mari regresó al salón al cabo de unos minutos, portando la pantalla de un vigila-bebés. No le pregunté nada al respecto porque enseguida comprendí que, aunque la niña ya fuera mayor para eso, toda precaución debía ser poca a ojos de una madre soltera.
—¿Ha quedado tranquila? —pregunté.
—Mira —respondió, acercándome la pantalla.
En ella se veía, en una imagen verdosa de cámara de visión nocturna, una cama con un bulto inmóvil. No se distinguían los rasgos de la niña, pero a través del pequeño altavoz llegaba el sonido de la respiración pesada que antecede al sueño profundo.
—Madre mía, qué rapidez —comenté, realmente admirado porque no habían pasado ni diez minutos desde que Mari se había llevado a la pequeña a su cuarto.
La mujer apoyó la pantalla sobre la mesita de centro que había frente al sofá y se sentó a mi lado, mientras me contaba que era muy disciplinada con los horarios desde que Ángela había nacido y que esto le permitía tener sus horas de respiro.
—Pero bueno, cuéntame. ¿Qué es eso de que te has ido de copas con el violinista? —preguntó de pronto, cambiando de tema.
—Eh, no. No nos hemos ido de copas, solo a tomar un café.
—Es igual. Eres un tío muy raro, alternas por ahí con mendigos.
Aquel comentario me resultó ofensivo. Pero no por mí, sino por haber tachado de mendigo a Nilo. Una definición que por otra parte era acertada, aunque yo no fuera capaz de catalogarlo de esa manera.
Mari debió notar mi malestar, porque automáticamente cambió el tono y me preguntó por lo que habíamos hablado.
Mientras le contaba detalles del pasado de Nilo, lo de la perforación de la península de Kola, similar a la de Lantana, y la atracción que este aseguraba sentir (y obviando comentar que yo también percibía), dispuso una cena frugal para nosotros, sin consultar nada al respecto. Estaba compuesta por un par de sándwiches y café. No tuve el valor de decirle que nunca bebía café por la noche, debido a mi tendencia insomne, y me tomé todo lo que me puso por delante.
—Así que tu amigo ruso cree que estas perforaciones provocan algo… ¿paranormal?
—No lo había pensado de esa manera, pero sí, vendría resumiéndose en algo así. Me contó que muchos de los que trabajaban en el pozo de Kola, idéntico al que están haciendo aquí, escuchaban gritos que provenían de su interior.
La chica se quedó pensativa durante varios segundos, mirando hacia su ventana.
—Pues yo no noté nada raro, la verdad —dijo al fin—. Pero sí es cierto que esta ciudad está repleta de leyendas de ese tipo, así que no me extrañaría que ese hombre hubiera venido hasta aquí a propósito.
—¿Qué leyendas? —pregunté intrigado.
—¿En serio no sabes nada de este lugar?
Negué con la cabeza.
—No, ni siquiera sabía que existía hasta que vi la oferta de trabajo de Metalpacker.
—Bueno, ni yo, pero antes de venir aquí estuve buscando cosas sobre Lantana en Internet. Lo de «La casa mimética» es la hostia, Nacho. Tienes que escucharlo, hay una grabación circulando por ahí.
—¿La casa mimética? No había oído nada de eso. También leí información sobre la ciudad antes de venir, pero ya sabes, lo típico que viene en las webs de turismo y poco más.
—Pues, según contaban en la web en la que encontré la grabación, la casa debía estar cerca de aquí, en el límite con el desierto de Perlada. En serio, tienes que buscarlo, no tienes más que poner «casa mimética Lantana» en cualquier buscador y te saldrán un montón de páginas en las que está colgado el audio.
—Pero ¿qué hay en esa grabación?
—Vas a alucinar cuando lo oigas, está muy currado —comentó, visiblemente entusiasmada con el tema—. Según la historia que se cuenta en esas páginas, dos investigadores paranormales que escribían un libro sobre casas encantadas llegaron hasta Lantana para visitar lo que se conocía por aquí como «La casa mimética», que no era más que una vieja choza de ladrillo que se caía a cachos y que ya tenía incluso las ventanas tapiadas en espera de su derribo.
—Qué poco glamurosos somos en este país. Nada de casas victorianas ni castillos góticos con fantasmas. Aquí tenemos manchas de lejía en las paredes de las casas de la aldea.
—Pues sí, pero esta no era una casa con fantasmas ni con caras de Cristo en las paredes. Si escuchas el audio te quedarás de piedra. Al principio solo se oye a dos tipos describiendo cada detalle de la casa, supongo que tomando notas para el libro. Te puedes saltar los primeros seis minutos de grabación tranquilamente, porque lo gordo viene después. Llegados a un punto, uno de ellos comenta que tiene que ir a buscar algo al coche y, cuando va a abrir la puerta, está atrancada.
—Tópico del género —me burlé.
—Sí, pero después la cosa cambia mucho. Eso es lo último que uno de los dos dice por separado. A partir de ahí, los investigadores empiezan a hablar a la vez, diciendo exactamente lo mismo.
—¿Se repiten el uno al otro?
—No, no se repiten. Hablan exactamente al mismo tiempo. Es algo increíble, no sé cuántas veces lo ensayarían para grabarlo, pero, desde luego, da muy mal rollo porque se les escucha amenazarse mutuamente, decir cosas sin sentido para ver si uno pilla desprevenido al otro… Pero nada, siempre hablan a la vez. Es enfermizo.
—Cuánto tiempo libre tiene la gente —dije, restándole importancia, aunque en ese momento volvía a sentir una quemazón que me impelía a acercarme a la ventana y echar un vistazo hacia el desierto.
—Sí, pero la verdad es que les quedó bien, da miedillo. Es… cómo te diría… Muy natural, parece todo bastante espontáneo.
—Y supongo que nadie ha podido entrevistar a esos investigadores para corroborarlo, claro.
—No, no. Es que ahí llega lo mejor. La grabación se corta en el momento de máxima tensión de los dos tíos, cuando se amenazaban abiertamente uno al otro, acusándose entre ellos de querer hacerse enloquecer. En la página pone que se mataron, que encontraron sus cuerpos junto a dos grabadoras que registraron todo cuando la editorial para la que realizaban el proyecto dio aviso de que no habían vuelto.
—Claro, y esa editorial, en lugar de encargarle a alguien que escribiera la historia y forrarse con el tema o vender la grabación a los medios, decidió filtrarla por Internet. Supongo que para advertir de que nadie debía acercarse a la casa —comenté con un deje cínico.
—A ver, Nacho, que yo tampoco me lo creo. Solo te lo cuento y te digo que puedes escucharlo tú mismo y ver que está muy bien montado.
—Pues sí, lo escucharé.
—De todas maneras, no hagas ni caso al ruso. Esos eran los reclamos que tenía la gente de la zona para llamar la atención de los curiosos. Antes de la conservera y la fábrica, era un sitio tranquilo por el que no pasaba nadie, y de alguna manera tenían que atraer al turismo.
—Ya me imagino. Y ahora se está convirtiendo en la ciudad más próspera en medio de un país en crisis.
—Sí, y por eso se le habrá dejado de dar bola a esas leyendas. Ya no las necesitan, ahora tienen el problema contrario. En breve no habrá donde meter a toda la gente que llega a Lantana para buscar trabajo.
—Pues podrían empezar por llenar este edificio.
Fue una frase hipócrita, lo que creí que le gustaría escuchar, porque bien es cierto no tenía ningún interés en que llegasen nuevos vecinos. La sombra de la soledad era demasiado alargada, y más personas representaban para mí una amenaza a la relación que la necesidad estaba forjando. Una actitud triste, según lo veo ahora.
Pero hubo un tiempo en que estuve solo, y no estaba dispuesto a volver a esa etapa.