CAPÍTULO TRES
Un paisaje rojizo me recibe con una vaharada de aire cálido y viciado, desagradable como el de la calefacción de un coche antiguo. Me acompaña Iván, la única persona que puede guiarme en medio del inmóvil oleaje de arena que se esparce ante mí.
Me toma de la mano como si fuera su pareja y me conmina a seguirlo por un sendero que se ramifica en todas las direcciones posibles y que solo él sabe transitar con naturalidad.
El cielo envía un mensaje de euforia azul celeste con pinceladas blancas que se mueven en dirección contraria a nuestros pasos, repelidas por nuestro avance. El horizonte es tan vasto como las intenciones más aviesas; no tiene final o no consigo atisbarlo.
Mi anfitrión sí parece saber adónde nos dirigimos o adónde me dirige. Quiere mostrarme algo que sé que me gustará. Eso dice sin hablar, lo interpreto por la decisión con la que da cada paso por esta arena que no es capaz de enterrar ni el ancho de la suelas de nuestros zapatos, como si nos llevara en volandas. Aunque en mi caso me hundiría por completo si soltase la presa de su mano. Lo sé con la misma certeza con la que puedo predecir que algo increíble está a punto de suceder. No estoy seguro de que sea bueno, pero quiero verlo. Necesito verlo.
Ya vislumbro algo en la lejanía. Es la figura de una mujer tumbada sobre la leve pendiente de una duna poco pronunciada; lo justo para que se convierta en una ofrenda desnuda. Sabía que me gustaría, pero supera las expectativas.
Ella no me espera a mí, eso también lo sé.
Nos acercamos todo lo que me está permitido e Iván suelta mi mano, dejándome varado a varios metros del objeto de deseo más intenso que haya contemplado jamás. Mari se contonea de manera sinuosa entre granos de arena que no se atreven a cubrirla, que respetan la belleza de un cuerpo que parece impetrar para ser poseído.
Noto la pulsión de una erección que responde al estímulo con virulencia, intentando arrastrarme. Pero sigo sin poder moverme, estoy obligado a permanecer impasible, luchando contra un deseo enfermizo que ha tornado los matices del cielo, ensombreciéndolo y encolerizando también las formas suaves de las nubes, que ahora parecen plomizas, como si fuesen a caer sobre nosotros y aplastarnos bajo su peso inverosímil.
Iván llega hasta ella, se vuelve un instante y me guiña el ojo con complicidad, como si mi apetito pudiera satisfacerse a través de su cuerpo. A continuación encara a Mari. Puedo intuir el gesto lascivo del chico en la predisposición que muestra la mujer, que abre las piernas de par en par y le ofrenda un sexo que palpita como un corazón aquejado de arritmias acuosas. Él no se desnuda, simplemente baja la cremallera de sus pantalones, se saca un sexo metálico y desproporcionado y lo hunde en la mujer, descargando de manera inmediata su simiente y dejando escapar de su boca un suspiro prolongado que provoca palpitaciones ávidas en mi propia entrepierna.
El cuerpo de Mari se arquea hasta formar una u invertida, y a continuación cae con brusquedad sobre la arena, produciendo un sonido que reverbera en el desierto durante varios segundos, de manera incierta. Un eco que rebota en ninguna parte.
Iván se vuelve de nuevo hacia mí, sin abandonar el refugio de ardentía en el que acaba de embestirse.
—Esto sí que es clavarla a fondo, ¿no te parece?
Mi sexo no puede soportarlo más y eyaculo.
Algo acaba de gestarse.
La pesadilla me apartó de los brazos de Morfeo como una madre que lucha para impedir que secuestren a su pequeño. Tenía todos los sentidos alerta, incluso creía que podía notar el roce de las patitas de los ácaros sobre la almohada.
Era mi primera noche en el piso tras dos semanas en las que gocé de las comodidades del hostal, sin tener que limpiar o hacer la cama. Me gustaría decir que dediqué los días a disponerlo todo con minuciosidad, pero en honor a la verdad tengo que reconocer que lo único que hice fue perder el tiempo de las maneras más absurdas. Dormía una media de catorce horas, paseaba sin rumbo definido por las calles de la ciudad. Iba al cine, a los museos y a los bares, que tampoco difieren demasiado entre sí. No fue has ta el día antes de abandonar el hostal cuando llevé mis escasas pertenencias al piso y di por concluida la mudanza.
Precisamente por esto me resultaba extraño desvelarme de aquel modo, que un simple sueño pesado pudiera truncar una rutina de descanso que me había costado veintisiete años adquirir.
Pero allí estaba, con los ojos abiertos como dianas y la mirada clavada en el techo de la habitación, sin poder volver a conciliar el sueño. El reloj del teléfono móvil marcaba las tres de madrugada cuando desperté. Lo primero que hice fue comprobar la hora porque esa misma mañana empezaba a trabajar en la fábrica y tenía la idea de que me iba a quedar dormido atravesada como un clavo oxidado que cruzase mi cráneo y se fundiera con el hueso. Imposible desprenderla.
Supuse que ese sería el motivo de mi insomnio, así que decidí que no era aconsejable tratar de forzarme a dormir. Es contraproducente, como cuando uno habla con una persona con una malformación y pretende disimular que la ha detectado.
Me levanté y me fui al salón, me dejé caer en el sofá cuan largo era y encendí el televisor. Veintisiete canales emitían programas clónicos en los que chicas de pechos sintéticos y nulas cualidades interpretativas reprendían a supuestos telespectadores que llamaban para intentar en vano dar la respuesta correcta a un acertijo fútil.
A cada rato me sorprendía con la vista fija en la ventana, intentando intuir la imagen del desierto al otro lado. Algo centelleaba en mi cabeza, algo que unía mi vigilia con la pesadilla que me había despertado y que no conseguí recordar hasta bastante tiempo después, cuando la realidad se vio impregnada de salpicaduras oníricas, predicciones escupidas a desgana.
La alarma del móvil aulló un anuncio de cambios inevitables, de trastornos en unas rutinas que no me correspondían. Empezaban las tareas inapetentes, el panorama de una vida unida irremediablemente a las obligaciones alimenticias.
Y me pillaba tras una noche de duermevela.
En el fondo sabía que tarde o temprano me acostumbraría a la situación, que aquel empleo pasaría a ser otra de tantas actividades insustanciales pero necesarias para seguir adelante con la pantomima.
La emoción de la novedad tampoco se había disgregado por completo; una parte de mí ansiaba empezar a trabajar y ver si se concretaban las expectativas que me habían alentado a cruzar el país desde una punta hasta la otra. Si mi única intención hubiera sido la de subsistir, habría seguido ejerciendo de reponedor de supermercado en mi ciudad natal, rodeado de réplicas de las que no me diferenciaba ni en la manera de expresarme. Algo había salido ganando con el cambio.
—Los del norte tenéis un acento muy agradable, casi musical —comentó Mari en uno de los encuentros que forcé durante mi periplo ocioso.
Fue el mismo día en que conocí a su hija, Ángela. La niña tenía cinco años, una mirada intensa y vivaracha, parte de la belleza lacónica de su madre y un desparpajo poco habitual para una criatura tan joven. A través de sus ojos podías enamorarte de Mari, cuando intercambiaban miradas más propias de amantes. El suyo era un amor tan profundo como difícil de asimilar para alguien como yo, que se crio bajo la incuria de unos padres tan cumplidores a nivel práctico como apáticos en el sentimental.
Los niños pueden darte o arrebatarte cualquier esperanza, según les encaje tu presencia en sus vidas, sobre todo si no cuentan contigo. Yo tengo la suerte de que suelen tolerarme bastante bien, casi diría que ven en mí algo que les hace pensar que estamos a un nivel parejo, que pueden detectar parte del niño que en realidad nunca creí haber sido. O que nunca me dejaron ser.
Angela no fue una excepción, a los pocos minutos ya estábamos manteniendo una charla animada sobre nuestras películas de dibujos preferidas (otro punto a mi favor, que no tolero demasiado bien el cine en imagen real y siempre me decanto por la fantasía pura). Mari nos miraba con una mezcla de curiosidad y ternura, y supe de inmediato que gran parte del camino que conducía hacia ella se había allanado a partir de aquel momento. La confirmación llegó en forma de invitación a acompañarlas al cine en una fecha por determinar.
Siguiendo las indicaciones de Iván, cogí el autobús en la parada que había a pocos metros del edificio. El coche iba completamente lleno tras recoger a la mayor parte de los obreros por la ciudad.
Quince minutos después me encontraba ya frente al descomunal complejo de naves que conforman la fábrica de Metalpacker, la mayor factoría de envases y recipientes de toda Europa.
Me coloqué al final de la extensa serpiente de escamas humanas que se agolpaba frente a las puertas, dispuesto a unirme a la cadena de la comodidad, a batirme en duelo para disputar un puesto indefinido con el que garantizarme el poder transmitir mi sabia para crear nuevos eslabones que perpetuasen la especie. Extrañamente feliz, a pesar de la modorra que no había conseguido desprender arrojándole por la garganta una ingente cantidad de café cargado.
Al llegar al edificio de la recepción, un pequeño receptáculo acristalado por el que se tomaban hasta seis direcciones distintas —según la puerta que traspasaras—, la serpiente se separó en dos; por un lado, se formó una gran fila de peones que ya tenían asignados sus puestos y claras sus funciones, y por otro, una pequeña culebra de poco más de veinte nuevos integrantes que fue guiada hasta un aula de formación por una chica joven y menuda que vestía una especie de bata de charcutera y sostenía una carpeta con el listado de nombres, entre los que se encontraba la versión larga de mí mismo.
Un primer día ideal para mi estado mental, ya que pasamos ocho horas encerrados en aquella aula, escuchando las normas de higiene, seguridad y convivencia en la empresa.
Al final de la charla nos entregaron unos tiques de comedor que rezaban «Invitación al comedor. Válido para el día…». Completamos a mano la fecha, y la encargada de nuestra formación nos guio de nuevo por una serie de pasillos que creí imposible recordar, hasta la entrada del comedor, en la que volvimos a unirnos a la enorme cola formada por el grueso de empleados con el que compartíamos el segundo turno (horario de mañana, desde las seis hasta las dos de la tarde).
En unos minutos me encontré portando una bandeja astillada y mal lavada, seleccionando dos platos de entre los seis que conformaban el menú del día y que venían siendo un rancho insípido pero abundante y saturado de grasas que satisfacían el apetito más voraz.
Junto a mis compañeros de hornada, me desenvolví en el interior del comedor por imitación, siguiendo a los empleados y mimetizando cada gesto que ejecutaban. Después tomamos asiento en la primera mesa que encontramos libre y demoramos la comida casi una hora y media; durante ese tiempo intercambiamos nuestras primeras impresiones sobre la empresa, la formadora y sobre lo poco que habíamos retenido de sus explicaciones, sobre los compañeros y compañeras más atractivos y, en general, otra puesta al día de las vidas de los veintitrés individuos que formábamos parte del homogéneo grupo.
Desde el primer momento, me aferré al tipo que se sentó a mi lado en el aula, y de igual modo el resto, salvo alguno que quedó descolgado, al ser un grupo impar, y que me alegré de no ser yo. A mí me tocó en suerte Enrique (jamás escuché a nadie llamarlo Quique). Divorciado, con dos hijos (un niño y una niña) a los que veía cada quince días a desgana, una ex mujer a la que obedecía con la diligencia que le había faltado durante sus años de casado y con un montón de esperanzas puestas en su incorporación a la empresa, que creía le salvaría de la dinámica anodina en la que se había sumido tras su separación, cuatro años antes.
Todo esto me lo contó en el tiempo que tardó la formadora en pasar lista y repartir las fotocopias con las normas de la empresa. Durante la comida se dedicó a ampliar algunos aspectos, a hacerme preguntas puntuales y a continuar con lo suyo sin esperar mi respuesta.
Me caía bien, el día pasó en un suspiro gracias a él.
Sobre las cuatro y media estaba de vuelta en el piso.
Lo primero que hice, y esto se convertiría en rutina desde entonces, fue agudizar el oído para ver si Mari y Ángela estaban en casa. Estaba deseando «encontrármelas» para poder compartir con alguien lo que había dado de sí mi primer día en la fábrica. Hubo un tiempo en que retuve todas mis experiencias, y ahora ya no puedo albergar más sin correr el riesgo de que mi psique reviente en una enorme aspersión de confesiones etílicas realizadas a eremitas tan desesperados por ser escuchados como yo. Aunque no me gusta beber, me vuelve invisible.
Como no parecía que las chicas estuvieran en casa y la necesidad de hablar con alguien apremiaba, me decidí a llamar por primera vez a mis padres desde mi llegada a Lantana. He de decir que tampoco ellos habían hecho ningún esfuerzo por contactar conmigo más allá de un escueto correo electrónico que descubriría casi tres meses después de empezar a trabajar.
Mi teléfono móvil emitió tres tonos monocordes antes de que mi madre descolgase al otro lado y escuchase su habitual entonación de cariño fingido para conmigo:
—¡Hola, hijo! ¿Qué tal te va? ¿Ya estás en Almería?
—Lantana, mamá —corregí, sin devolverle siquiera el saludo y arrepintiéndome de inmediato de haber marcado su número—. Estoy en Lantana, no en Almería.
—Bueno, es igual, también tiene desierto, ¿no?
—Sí, tiene desierto.
—Pues eso, hijo. ¿Qué tal te va en el trabajo?
—Hoy fue mi primer día, todavía estoy en formación y…
—Ah, pues cuánto me alegro de que te vaya bien —me interrumpió—. Por aquí, todo estupendo, aunque tu padre está cansadísimo y no para de hablar de la jubilación anticipada. A mí me parece maravilloso porque tenemos un buen plan de pensiones y así podremos dedicarnos a viajar, que ahora casi no lo hacemos más que en vacaciones, con lo que trabaja papá. Y mira, a lo mejor hasta iríamos algún día a visitarte a Almería para que nos enseñes todo eso…
Tres cuartos de hora más tarde pulsé el botón de fin de llamada sin haber sido capaz más que de asentir o emitir algún gruñido de aprobación perezoso para que mi madre supiera que todavía estaba al otro lado.
Decidí hacer algo más productivo y acostarme para engañar al cuerpo haciéndole creer que podía recuperar las horas de sueño perdidas la noche anterior.
Desde la adolescencia, mi vida sentimental se había limitado a una serie de sucedáneos de relación, parejas de marca blanca y conformismo emocional por las dos partes. A ojos del resto del mundo, un chico y una chica con envoltorio de novios tradicionales, pero en el interior no había más que un afecto mutuo basado en la necesidad de estar con alguien.
Sí, hubo un tiempo en que fui conformista, y por eso la irrupción de Mari en mi vida fue arrolladora. Para mí ya no se trataba de resignación, sino del anhelo por formar parte del universo en que habitaban la chica y su hija. No puedo hablar de amor, es una palabra que le viene grande al ser humano, sino de ansiedad afectiva.
Quise a Mari, en términos posesivos, desde nuestro primer encuentro. Por eso mismo no fui capaz de enfadarme cuando, después de aquella jornada agotadora, el timbre de mi piso restalló como una alarma nuclear, resonando en las paredes de mi sueño profundo y provocándome una arritmia salvaje que hizo que saliera despedido de la cama por el impulso del resorte de la sorpresa.
Eché un vistazo por la mirilla y allí estaba ella: Mari.
Respiré profundamente para que los latidos de mi corazón dejasen de sonar acompasados al tamborileo nervioso de sus dedos sobre el marco de la puerta de mi piso. Era la primera vez que uno de los dos acudía expresamente al otro, y no podía imaginar cuál sería el motivo de la visita, así que jugué por un instante con la idea de no abrir la puerta, temeroso de que al hacerlo el gato de Schrödinger apareciera muerto ante mis ojos.
Sin pensarlo más, descorrí el cerrojo intrínseco de la puerta de mi vida y me expuse ante aquella mujer que podía someter mi ánimo con una sola mirada.
—Ay, Nacho, perdona. ¿Estabas durmiendo?
Claro, no había caído en que mi aspecto podía delatar aquel pequeño detalle. No por mi indumentaria, ya que siempre he dormido enfundado en un sencillo chándal de felpa, efectivo para desprender el frío más arraigado, el que se escarcha desde la cara oculta de la piel.
—Sí… No, bueno, no te preocupes, solo estaba echando una siesta —mentí.
—Buf, pues parece que se te alargó un poco, chico. Son casi las diez.
—Vaya, se ve que estaba cansado.
—Pues nada, perdona, te dejo seguir durmiendo.
—No, no te preocupes. Cuéntame, ¿necesitas algo? —pregunté, intentando mentalizarme por si tenía que asumir que la visita de Mari se debía a alguna necesidad mundanal del tipo «venía a pedirte un poco de azúcar».
—No…, es que ahora me siento mal por haberte hecho levantar, porque solo vine a preguntarte qué tal te había ido en tu primer día en la fábrica. Era hoy, ¿no?
En ese momento, una amalgama de sensaciones detonó en mi interior como un obús, haciéndome levitar desde la puerta de entrada de mi piso hasta los momentos de angustia nocturna que había vivido más veces de las imprescindibles, en cada desengaño, cada paso en falso que había dado en las relaciones humanas y que ahora se veían compensados con un simple gesto de afabilidad que podía significar simple y llanamente «Yo también estoy sola». «Ojalá fuera eso», pensé, y de inmediato me reprendí por ello.
—Ah, sí. Bueno, me fue bien. ¿Quieres pasar a tomar algo y te cuento?
—No, qué va. No te preocupes, si es que no puedo —dijo visiblemente nerviosa, como si de pronto mi propuesta le hubiera hecho darse cuenta de que estaba dando un paso en falso hacia un camino que no pretendía recorrer—. Es que Ángela acaba de quedarse dormida y aproveché para pasarme un momento y preguntarte, pero ya no te entretengo más.
Y con estas palabras, la ilusión se convirtió en una mancha de aceite sobre agua, visible en la superficie pero imposible de combinar.
—Pues gracias por interesarte. Estuvo bien, pero solo nos dieron una charla aburridísima sobre las normas de la empresa. Mi primer día será mañana, en realidad —expliqué, intentando soldar el endeble filamento que la mujer me había tendido en el momento en que pulsó el timbre y que me negaba a permitir que se rompiera.
—Bueno, me alegra saber que te fue bien. Mañana ya me contarás. Te dejo, que voy a echar un ojo a la niña —sentenció sin derecho a réplica, volviéndose ya hacia su piso.
—Gracias, hasta mañana —me dio tiempo a responder.
Antes de cerrar la puerta, me dirigió una última mirada y se despidió con un gesto de su mano. Después cerró con suavidad y la adiviné caminando de manera liviana hacia la habitación de su hija. Tal vez recriminándose a sí misma su atrevimiento.
Sin embargo —aun sin concretarse ninguna clase de interés—, aquel gesto había alentado ya mis esperanzas de que Mari fuera la persona que habría de salvarme de la desidia a la que me creía avocado desde que tenía uso de razón.
Demasiada responsabilidad para alguien que ya tenía un sustento emocional sólido —Ángela— y que era una persona a la que no conocía prácticamente nada.
Sabiendo que sería imposible volver a conciliar el sueño de inmediato, me preparé una cena ligera y me fui al salón, a disfrutarla delante del pequeño televisor led de veinte pulgadas que había comprado para mi nuevo hogar. Un artículo imprescindible para alguien que vive solo, ya que crea una efectiva sensación ilusoria de compañía, tan artificial como necesaria.
Mientras cenaba, y sin prestar atención al programa que emitían, me puse a repasar mentalmente los encuentros que había tenido con Mari hasta aquella noche, intentando dilucidar en qué punto de confianza nos encontrábamos. Era consciente de que mi necesidad hacía que en ocasiones intentase acelerar el proceso de consolidar una relación que en realidad no podía existir. Éramos dos desconocidos que apenas habían intercambiado unas cuantas charlas amables en el rellano, aunque el hecho de ser los únicos inquilinos del edificio, y de toda aquella parte de la ciudad, nos impulsaba a apoyarnos uno en el otro.
Su gesto de aquella noche me había dejado descolocado. Por una parte, era evidente que ella tenía algún interés, había quedado patente con su muestra de preocupación por mi primer día de trabajo. Pero la reacción abrupta ante la invitación a pasar a mi piso delimitaba el marco de acción que me estaba consintiendo. Seguíamos en el punto de relación de rellano, aunque ya podíamos asomar sutilmente al pozo de la intimidad.
Era un principio.
No sería capaz de determinar en qué momento, mientras permanecía sumergido en mis pensamientos, me levanté del sofá y fui hasta la ventana. Cuando volví a centrarme en el entorno que me rodeaba, ya estaba allí, con la vista fija en la zona en la que se hallaba la perforación. A esas horas era lo único que se podía distinguir en medio del desierto, al ser la única parte que contaba con iluminación, y solo las noches que seguían trabajando hasta tan tarde.
Entonces sucedió algo que me resulta muy difícil de explicar.
Cuando me di cuenta de que había llegado hasta allí prácticamente inconsciente, sentí una fuerte desazón. Iba a volver al sofá cuando me encontré con mis propios ojos reflejados en el ventanal. Más que encontrarlos, me hundí en ellos, atisbé pensamientos oscuros, indescifrables en mi vigilia. Una sonrisa se dibujó en mi rostro sin pretenderlo, como si en lugar de estar observando mi reflejo fuera el de otra persona.
Mi reacción fue desproporcionada, un pánico absurdo e irracional se apoderó de mí y me aparté de la ventana con brusquedad. En vez de sentarme de inmediato para recuperar la calma, comencé a errar por el piso, desorientado. Todo parecía estar fuera de su sitio, daba vueltas sobre mi propio eje sin alcanzar a reconocer las formas que me rodeaban.
La habitación estaba iluminada únicamente por el destello del televisor, que proyectaba sombras imprecisas y cambiantes, potenciando la sensación de extrañeza que me embargaba.
Me sentía incapaz de recuperar el norte, a cada paso que daba me encontraba más perdido, todo se distorsionaba a mi alrededor, aumentando el pánico e inyectándome dosis de adrenalina.
Entonces grité, aullé como un animal atrapado y salí corriendo hacia delante, con los ojos cerrados, esperando que en mi huida hacia ninguna parte me encontrase sin querer con la cordura que acababa de abandonarme sin razón aparente.
En lugar de eso, con lo que fui a dar fue con la esquina del sofá, que golpeé con el dedo gordo de mi pie derecho descalzo. El golpe fue brutal, pero el dolor consiguió devolverme a la realidad.
Exhausto, me dirigí hacia el interruptor de la luz y contemplé atónito que había desplazado unos cuarenta centímetros el mueble contra el que me había golpeado. Moverlo hasta la posición en que estaba me había llevado unos buenos veinte minutos, cargando todo el peso de mi cuerpo para desplazarlo poco a poco. Ahora acababa de girarlo noventa grados de una sola patada.
Volví a sentarme sobre él y observé el dedo lastimado. Habían pasado solo unos segundos y ya presentaba un aspecto bastante feo. Estaba hinchado y amoratado, y tenía un pequeño corte en paralelo a la uña por el que salía un débil hilillo de sangre.
Un dolor cálido, casi diría que agradable, recorría todo mi pie, dejándolo adormecido. Por un momento sopesé la idea de ir al hospital para que le echaran un vistazo, por si el hueso pudiera estar astillado o necesitara puntos, pero una vez revisado con detenimiento decidí que lo mejor sería hacerle una cura, ponerle hielo para bajar la inflamación y tomar un analgésico.
Estaba agotadísimo. Cuando conseguí recuperar el ritmo normal de mi respiración, sentía como si acabara de correr un maratón durante horas.
Mientras me hacía las curas me costaba mantener los párpados separados.
Me recosté en el sofá para descansar un segundo. Cuando volví a abrir los ojos, ya era de día.