CAPÍTULO DOS
A la mañana siguiente salí del nuevo coma en que me sumí en cuanto llegué a la habitación del hostal, justo a tiempo para darme una ducha e ir a encontrarme con Iván, el agente inmobiliario, en el bar en que nos habíamos citado.
Estaba bastante cerca, así que llegué un rato antes que él y aproveché para desayunar bajo la mirada inquisitiva de los clientes habituales. Parejas de varias edades que compartían mesa, pero nada más, mientras sus hijos correteaban por el local sin ser conscientes todavía de que algún día relevarían a sus padres en sus simulacros de vida. O tal vez sí lo sabían, tal vez incluso ansiaban ocupar su lugar para no romper el ciclo vital de la existencia como paradigma de la oquedad.
Cuando Iván entró en el bar supe de inmediato que era él. Su aspecto no dejaba lugar a dudas; era un espécimen representativo del comercial moderno, con su peinado en semicresta, traje impecable y sin corbata —para darle un aspecto elegante pero informal—, la expresión jovial y una mirada decidida con la que ejecutó una minuciosa panorámica alrededor hasta dar conmigo.
Se aproximó a la mesa ampliando la sonrisa y me tendió la mano para estrechármela en un gesto opuesto al que me habían obsequiado el día anterior, en las oficinas de la empresa. Su apretón fue cordial, rozando lo amigable, e incluso apoyó la mano izquierda en mi hombro, para realzar su cercanía.
No puedo ocultar que me gustó, que casi lo necesitaba.
—¿Qué tal, Nacho?
—Bien. Supongo que tú eres Iván.
Fue una observación absurda, porque estaba claro que no había adivinado mi nombre ni iba por la vida estrechando la mano a cualquiera que se encontrase.
—Sí, el mismo —contestó el comercial, remarcando de nuevo su sonrisa para hacer que recuperase la comodidad. Hábil en su terreno, no hay duda—. Si te parece, te invito a otro café y después te llevo hasta el edificio.
—Perfecto, si no tienes prisa, por mí vale.
—Ninguna prisa, así me vas comentando un poco qué te ha parecido la ciudad.
A partir de ahí mantuvimos una charla reposada que me sentó muy bien. Era el primer contacto con un tipo de persona al que fácilmente podía identificar, más próximo a mí de lo que había encontrado en mucho tiempo, aunque la suya fuese una actitud impostada.
Iván era un par de años más joven que yo, pero mucho más resuelto, como exige su profesión, y supo ganarme de inmediato.
Estuvo un rato vacilando con el hecho de que aquella mañana había lloviznado y que esto era porque sin duda me había traído conmigo el clima del norte. En Lantana apenas llueve, ni siquiera en invierno. Las noches son muy frías, pero durante el día suele brillar el sol, con independencia de la temperatura que haya. El aire es seco y pesado hasta la extenuación, y los veranos, calurosos e implacables.
En un momento dado, sin que me percatase, pagó la cuenta y me llevó hasta su coche. Yo solo me dejaba hacer, como una adolescente enamorada o ebria. Ya podía endosarme el apartamento más cochambroso de todo Lantana, que estamparía mi firma en el contrato de alquiler con los ojos cerrados.
El edificio se alzaba regio entre las ruinas de lo que en otro tiempo debió ser la parte más desdeñada del núcleo del pueblo; una pequeña aldea dentro de otra.
Iván me aclaró que era la primera de varias construcciones similares que realizarían allí como parte de una gran urbanización. Las destartaladas casas que aparecían dispersas por el lugar ya estaban peritadas para su demolición y a la espera de que el ayuntamiento tramitase todos los permisos para ejecutarla, tras un cambio de gobierno local que había ralentizado el proceso. No tardarían demasiado, porque era un secreto a voces que el nuevo alcalde era una marioneta colocada allí por el comité de la patronal, formado por la ingente cantidad de empresas que llegaban a Lantana a por su pedacito de pastel.
—Me comentaste que necesitabas algo económico, así que pensé enseguida en esta zona, que está en ple no crecimiento y lejos del centro, donde los precios de los alquileres se disparan —aclaró Iván.
—Sí, perfecto. Aunque no parece que haya mucho movimiento por aquí —observé.
—De momento, no. De hecho, eres el segundo inquilino del edificio. Solamente vive aquí una mujer con su niña. Te reservé el piso de al lado para que os hagáis compañía mientras se van ocupando el resto de las viviendas.
—¿Vive sola con una niña, tan apartadas del resto del pueblo?
—Sí, pero esto es muy tranquilo y está bien conectado. —Se volvió mientras hablaba para señalar la carretera por la que habíamos llegado—. Por allí ya has visto que en unos veinte minutos nos hemos puesto desde el centro, y si coges el primer desvío a la derecha y sigues recto, llegas hasta la planta de Metalpacker en algo menos de diez.
—Pero no tengo coche. ¿Hay algún transporte público?
—Sí, por supuesto. Tienes un autobús que sale desde aquí cada dos horas, porque del otro lado del edificio está el camino que habilitaron hacia la excavación. Cada mañana verás llegar operarios en el primer coche que viene desde la ciudad.
—¿Estamos tan cerca del desierto?
—¡Sí! —exclamó el comercial con entusiasmo ficticio—. Es más, vamos a subir al piso, porque tu ventana da hacia la parte de atrás y desde ahí puedes ver cómo se abre todo el desierto de Perlada hasta donde te alcanza la vista. Es alucinante. Incluso puedes ver la nave y todas las instalaciones de la perforación.
Accedimos al edificio y subimos en ascensor hasta la octava planta, la última. Iván explicó, sin que preguntase nada, que nos había elegido pisos altos para que disfrutásemos de las vistas, aprovechando que éramos los primeros en llegar, y enseguida añadió que nos mantenía el mismo precio que en las viviendas de las plantas bajas.
Según salimos del ascensor, comprobé que había dos puertas de seguridad, una a cada lado, que daban acceso a los rellanos. En total eran cuatro domicilios por planta.
Nos dirigimos a la de nuestra izquierda. Iván sacó el juego de llaves de su bolsillo para abrir la cerradura, pero comprobó que no estaba echada.
—Vaya, tu vecina es algo descuidada. Te iba a comentar que las normas de la comunidad exigen que se cierre con llave la puerta de seguridad de cada rellano, pero ahora voy a quedar muy mal.
—¿Y quién redactó las normas de la comunidad, si no hay nadie más en el edificio?
—Se encarga una asesoría, la que lleva todo el papeleo y la contabilidad de las cuotas. Cosas de la inmobiliaria —explicó, como si en lugar de referirse a la empresa a la que representaba estuviera mencionando una entidad fantasma, ajena a él.
—Entiendo —asentí.
En principio pensé que no me gustaba la idea de que todo estuviese gestionado por empresas, pero mi reticencia fue atajada de inmediato por mi vena más práctica, que me hizo ver que aquello era una ventaja. Si todos cumplíamos, nos ahorraríamos discrepancias con los vecinos, además de unas cuantas reuniones innecesarias.
Al acceder al rellano, las luces del mismo se encendieron automáticamente, detalle sobre el que llamó mi atención Iván con un par de arqueos de cejas, como si me mostrase por primera vez en mi vida las maravillas de aquella tecnología. Acto seguido, rebuscó de nuevo entre las llaves, abrió la puerta de la derecha y se hizo a un lado para dejarme pasar al que iba a ser mi hogar.
El piso estaba inundado por la luz exterior al completo. Se habían tomado la molestia de abrir todo para que comprobase la buena iluminación que tenía, y lucía un aspecto tan pulcro como la habitación del hostal, solo que parecía incluso más inmaculado al estar casi vacío, a excepción de unos pocos muebles impersonales que aparecían diseminados por las estancias. Una peculiar forma de entender el término «semiamueblado» o de sustituir el «semivacío», que hubiera sido más apropiado. Pero, aunque reparase en ello, tampoco era algo que me preocupara. Ni tenía demasiadas cosas como para llenar armarios y estanterías, ni ganas de hacerlo.
Mi mente venía de vuelta de las explicaciones, intuyendo cada punto débil de mi nueva vivienda, que Iván revertía en ventajas en cuanto creía intuir que había dado con ellos. No lo necesitaba, pero lo agradecía igualmente. Se estaba ganando su salario de un modo admirable.
Tras varios minutos de charlas y explicaciones, me condujo hasta el enorme ventanal del salón y abrió la doble hoja para que pudiéramos asomarnos y contemplar la inmensidad del desierto.
—¿Te das cuenta de lo que te decía? ¿A que son una maravilla de vistas?
—Impresionante —comenté sin pasión.
—¿Verdad que sí? Y fíjate, allí a lo lejos puedes ver la perforadora con la que están trabajando en la prospección del terreno. Eso sí que es clavarla a fondo, ¿no te parece?
Sí lo era. La imponente máquina se erguía en medio del desierto como una violación de la naturaleza, otra muestra de la osadía del hombre que nada tenía que ver conmigo, pero que a la vez representaba un espectáculo visual que no se podía dejar de contemplar con fascinación. Ver el enorme brazo de la máquina moviéndose dentro de su esqueleto metálico, e incluso percibir en la lejanía el ruido que emitía, era hipnotizador.
El primer impulso que tuve fue encaramarme al alféizar de la ventana y precipitarme por ella, como si el aire del desierto fuera tan denso que pudiera nadar sobre él hasta allí para después dejarme absorber por el torbellino artificial del profundo agujero.
Al darme cuenta, me sobrevino un vértigo repentino que me hizo retroceder dos pasos, espantado ante la idea de que el abismo que se abría ante mis ojos me seducía y atraía, invitándome a saltar al vacío.
Iván, que no reparó en mi extraña reacción, se dio la vuelta y continuó con su perorata, guiándome hacia la cocina para cantarme las virtudes del equipamiento de última generación que habían instalado.
Mientras tanto, yo intentaba centrarme en sus palabras y hacía preguntas triviales para no atender al irracional impulso de volver a la ventana y dejarme embargar de nuevo por el influjo de la vastedad del desierto.
Al volver a atravesar el salón para mostrarme el dormitorio, me separé un instante de Iván y cerré rápidamente las dos hojas de la ventana, en un gesto precipitado que no le pasó por alto.
—Sí, mejor cerrarlas, que en esta época refresca mucho —comentó, sin que pareciera haberle dado importancia y sin fijarse en que mi cara había enrojecido—. Y ahora que me lo recuerdas, el panel de la calefacción está detrás de la puerta de la cocina, tienes un termostato en cada habitación…
Mientras continuaba haciendo gala de sus dotes para la venta, pensé que el lugar era ideal para mí, olvidándome al instante de la influencia del desierto, así que al poco me encontré firmando el contrato de alquiler sobre la encimera de la cocina.
—Pues nada, Nacho, bienvenido a Lantana. Si tienes algún inconveniente con el piso, esta es mi tarjeta, puedes llamarme a cualquier hora. El edificio es muy reciente y quizá haya cosas que se tengan que ir revisando, pero no se descubren hasta que uno toma posesión de la vivienda, con el uso.
—¿Puedo quedarme ya con las llaves para ir acondicionándolo, como habíamos comentado?
—Sí, claro. El contrato entra en vigor la semana próxima, pero si quieres puedes venirte ya, tienes la cama y los muebles indispensables.
—Bueno, en principio tengo pagada toda la semana en un hostal del centro, pero sí me gustaría ir trayendo mis cosas con calma.
Antes de que pudiéramos comentar nada más, escuchamos el ruido de la puerta del rellano abriéndose.
—Debe de ser Mari. Ven, que te la presento. Creo que te va a gustar… Ya me entiendes —comentó, mientras me guiñaba un ojo—. Madre soltera, además.
Entendí, claro. Tampoco podría negar el hecho de que sentí inmediatamente curiosidad, porque hubo un tiempo en que estuve muy solo, y la sensación se acompañaba de un deseo palpitante, físico. Nada que ver con la necesidad de interacción humana a niveles sentimentales, aunque esa carencia también estaba ahí, pero era más propensa a hacerse notar al caer la noche.
En estos casos hay que ser cauteloso para no dejar al descubierto las cartas desde el primer momento, como me pasó aquel día. Nada más cruzar el umbral, Iván y Mari se saludaron con lo que a mi parecer fue una excesiva confianza, teniendo en cuenta que solo estaban vinculados por un contrato inmobiliario, y después el comercial procedió a hacer las presentaciones.
—Mari, este es Nacho, vuestro primer vecino.
—Encantada, ya era hora de que fuera llegando gente, porque este sitio resulta un poco siniestro cuando vuelves a casa de noche —comentó la chica sin moverse del lugar en que se había detenido, al lado de la puerta de su piso, y sin hacer ademán alguno de estrecharme la mano o saludar con los dos besos de rigor.
Mari era una chica tres o cuatro años mayor que yo, de unos treinta, pero espléndidamente bien llevados. Lucía una melena corta y ondulada de un castaño a todas luces natural, y tenía la tez morena y unos rasgos marcados que le conferían un indudable atractivo. Vestía de manera informal, con vaqueros y jersey de punto.
Mi vista se apoyó un instante en la suave curva que trazaba su pecho bajo el jersey, y este fue el gesto que me dejó al descubierto, ya que no le pasó por alto. Pero también hay que decir que no pareció ruborizarle ni ofenderle, simplemente me brindó una mirada que puso de manifiesto que lo había notado. Una mujer consciente del deseo que puede despertar; se veía a la legua que no se amedrentaba con facilidad, aunque tampoco parecía en absoluto dispuesta a ninguna clase de zalamería.
—Un placer conocerte —acerté al fin a decir para salir de la situación con un mínimo de dignidad, aunque creo que incluso pudo añadir algo de perversión al momento, por el tono forzado de mis palabras.
Iván, siempre atento a todo, acudió al rescate.
—Bueno, pues acabo de enseñarle el piso a Nacho y se ve que le gusta. Las vistas le parecen geniales.
—Sí, es un alquiler muy baratito —interpuso Mari, con un deje burlón—. Eso es lo que quiere decir aquí el gran comercial, porque lo que es a mí, el desierto me agobia bastante. Vengo de vivir en la ciudad, creo que me costará acostumbrarme a esto si no empiezan a edificar pronto.
—Tú ni caso, Nacho, que seguro que esta tranquilidad os viene bien. Cuando esté todo urbanizado protestará porque los vecinos le molestan —respondió Iván.
El intercambio de pullas con aquella complicidad resultaba como mínimo peculiar entre dos personas que apenas se conocían. Al menos así me lo pareció, aunque nunca he sido muy bueno en esto de fijar las fronteras de la confianza; me cuesta detectar el punto de no retorno en el que pasas de ser amable a incordiar con tu presunción.
En lo que a mí respecta, aquello rompió mi mal inicio y a partir de ahí solo intercambiamos un par de comentarios más sin relevancia. Después Mari se disculpó, pretextando que tenía que prepararse para ir a buscar a la niña a la salida del colegio, y entró en su piso.
Por su parte, Iván se ofreció a llevarme de vuelta al centro, hasta el hostal.
Comenzaba mi vida en Lantana y, sin que lo supiera por entonces, también se podía decir que por primera vez iniciaba algo que se podía equiparar a una existencia convencional, con ilusiones y perspectivas de futuro.
La vida nos lleva por caminos raros, sin señalizar, esperando que sepamos cómo encararlos, siempre sin opción de volver sobre nuestros pasos. Siempre hacia delante.