CAPÍTULO TRECE
La cerradura del portal estaba destrozada. Alguien la había forzado sin ninguna delicadeza, sin preocuparse por las consecuencias de su allanamiento.
Imaginé la escena con increíble nitidez: el hombre al que pertenecía aquella silueta que había visto desde el desierto entrando por el vestíbulo después de reventar el cierre. Si sabía que las personas que buscaba estaban allí, lo más seguro era que también supiera la planta a la que tenía que subir, así que se dirigiría directamente al ascensor.
Visualicé su sombra proyectada por la luz de la cabina, su trayecto hasta el rellano, que se encontró abierto, como si fuera un invitado al que estuvieran aguardando, debido a la negligencia que yo mismo heredé de Mari. Demasiado acostumbrados a estar solos, demasiado confiados.
Pero había más, porque el hombre estaba en el interior del piso.
En mi mente lo veo agarrar la manilla de la puerta metálica. La abre con cuidado y asoma levemente, in tentando mantener el factor sorpresa con el que pillar desprevenidas a Mari y a Ángela. Con lo que no contaba era con que le pusieran las cosas tan fáciles. La chica está en el mismo rellano, postrada a la puerta de mi piso. Viene a avisarme de que su pequeña ya se ha dormido y podemos culminar aquella jornada para el recuerdo.
Al sentir el ruido a su espalda, se vuelve. Por un instante piensa que soy yo, que habré bajado a sacar la basura y acabo de regresar. Entonces palidece.
Un visitante inesperado, temido.
Cuando Mari se recobra lo suficiente de la impresión, se da cuenta de que la puerta de su piso está abierta. Pero es demasiado tarde. El hombre se abalanza a su interior y no puede detenerlo.
Puede que sucediera así o tal vez no. Lo cierto es que rechacé calcular hasta qué punto era responsable de lo que estaba sucediendo.
No tiene sentido ser hipócrita a estas alturas, así que no voy a negar que estuve a punto de seguir de largo y dejar atrás para siempre el edificio, a Mari, a Ángela y a todo Lantana abandonada a su suerte, sin advertirles de lo que se avecinaba. Huir para siempre, sin volver la vista atrás, como unos meses antes había hecho con una vida cómoda pero sin estímulos de ninguna clase. Sigo creyendo que era la mejor opción que tenía, pero hay una fracción de mi ser que, contra natura, alberga vestigios de valor y me empujó a tratar de ser el héroe que nadie, ni siquiera yo mismo, ha considerado nunca que fuera.
Un impulso, uno de esos destellos de locura que el raciocinio desecha de inmediato si le das tiempo al cerebro para procesar lo que estás a punto de hacer. Pero por eso mismo se les llama arrebatos, porque consiguen sortear el tamiz de la prudencia, desoyendo las sirenas que tratan de advertirte de que es una mala idea.
Entré en el edificio como una exhalación y malgasté energías subiendo los ocho pisos a la carrera, saltando los peldaños de dos en dos, al no encontrar el ascensor en la planta baja. Habría llegado mucho más rápido si hubiera pulsado el botón y esperado, pero cuando la urgencia apremia tendemos a correr, aunque sea lo menos práctico y carezca de sentido.
Los gritos desesperados de Mari se escuchaban desde el primer piso. Me estaba llamando a voces, convirtiéndome en la única persona que podía ayudarle, y esto no hizo más que reforzar mi arranque de osadía.
Cuando alcancé la sexta planta me pareció distinguir también la voz de un hombre y los sollozos de Ángela, apenas perceptibles en medio del barullo imperante.
La perspectiva de tener que ingeniármelas para forzar la cerradura del piso de Mari fue apenas un chispazo que se difuminó en cuanto llegué a la planta y abrí la puerta del rellano, sin necesidad de hacer uso de mi llave, y vi que solo mi piso permanecía cerrado. A su lado, aquel hogar al que había sido invitado pocas horas antes me exhortaba a acudir a su interior por mediación del bostezo del marco de su puerta al descubierto.
Irrumpí en el piso con idéntico frenesí al que me había arrastrado hasta allí y con la misma falta de reflexión con la que me había anexado al núcleo familiar que habitaba en él.
Mi aparición provocó un extraño efecto entumecedor en las tres personas que estaban en el interior, congelando la escena para que pudiera hacer un rápido balance de lo que estaba sucediendo.
Mari, con el rostro cubierto de lágrimas y encarnado por la desesperación, trataba de acercarse a un hombre bajito y fornido, de facciones redondas que le conferían un aspecto bonachón que chocaba con su actitud amenazante y con el cuchillo de cocina que sostenía en la mano derecha. Con la hoja afilada hacía presión sobre el cuello de la pequeña Ángela a cada movimiento que trataba de hacer su madre para aproximarse a ellos. La niña, vestida con su pijamita de Dora la Exploradora, lloriqueaba con dejadez, como si estuviera a punto de quedarse dormida.
—¡Nacho! —gritó la mujer al verme aparecer, resumiendo en el diminutivo de mi identidad una súplica exasperada que contenía infinidad de matices y connotaciones. Por primera vez, mi nombre me sonaba como una retahíla interminable.
Entonces habló el hombre, y la inflexión de su voz me heló la sangre.
—¿Quién cojones eres tú? —preguntó en un susurro entre dientes, aumentando el peso a cada sílaba que salía de sus labios, conteniendo a su vez una cantidad ingente de amenazas que neutralizaban la súplica de Mari.
—Yo soy Nacho —anuncié, como si pudiera significar algo para él.
—Ya veo, otro de los gilipollas a los que se tira la zorra de mi mujer —dijo en tono asqueado, volviendo a incrementar la presión sobre el cuello de la niña, que ya mostraba una fea marca por la que discurría un hilillo de sangre.
Mi audacia se espesó varios grados, pero ya no había vuelta atrás. Las piezas dispersas del suceso no daban pie a conjeturas. Tuve claro quién era el hombre antes de que lo dijera, cuando no era más que una silueta. También lo que había venido a hacer y que estaba en mis manos evitarlo. Así que me lancé a por él sin sopesar que, de nuevo, estaba tomando la decisión menos acertada.
Los impulsos generan caos.
El movimiento de su mano derecha, con la que empuñaba el cuchillo, fue tan fugaz que la brecha en el cuello de Ángela pareció dibujarse sola mientras me acercaba a ellos. Una enorme boca carmesí se abrió y por ella vomitó sangre, con la que me empapó el pecho, mientras la cara de la pequeña se volvía hacia atrás y sus ojos perdían el enfoque tratando de asirse a la realidad que abandonaban.
Impacté contra ambos con excesiva fuerza, así que el cuerpo de la niña quedó emparedado entre su padre y yo, fuera del alcance de la vista de Mari. O eso pensé.
El empellón hizo que fuésemos a dar contra la pared. Escuché con claridad un crac, y deseé con todo mi ser que fuera la cabeza de aquel lunático, que se hubiera roto el cráneo con la fuerza suficiente como para hacerle perder el conocimiento.
Pero no existen acciones fáciles, solo algunas acertadas y otras muchas erróneas. La mía fue de las segundas, porque precipitó una consecuencia que quiero creer que se hubiera dado en cualquier caso. Necesito pensarlo para dejar de vivir con la certidumbre de que Mari y Ángela están muertas por mi culpa, que fue el hombre el que tuvo en todo momento sus vidas en las manos, y que es él quien carga con un delito de sangre que me atormenta por la mera casualidad de haber llegado en aquel momento.
No fue su cabeza lo que crujió, sino la tela del brazo de mi sudadera al ser atravesada por el mismo cuchillo con el que Ernesto acababa de rebanar el cuello de su propia hija, terminando para siempre con mis posibilidades de pertenecer a aquella familia. No llegó a herirme, aunque después pude ver que tenía el antebrazo delimitado por un delgado arañazo marcado por la hoja de metal, sin llegar a traspasar la piel.
Describir la debacle desde ese punto concreto es una tarea casi imposible. Los recuerdos me asaltan fragmentados, soy incapaz de colocar en orden los acontecimientos sucesivos. Las secuencias se agolpan en mi memoria como retazos de un puzle al que le faltan piezas, aunque puedas hacerte una idea de la imagen que representa si eres capaz de unir algunas de sus partes completas.
El cuerpo de Ángela se desplomó a un lado en cuanto Ernesto reaccionó a la sorpresa inicial. Hubo un forcejeo, una pelea de la que me llevé la peor parte y en la que tuve la suerte de que mi adversario perdió el arma al engancharla en mi ropa, porque de lo contrario habría acabado conmigo enseguida.
También hubo gritos. Parecían varios a la vez y su intensidad era demasiado sobrecogedora para estar saliendo de una única boca. La de Mari, que corrió a reunirse con su hija tan pronto como nuestra danza torpe de lucha precipitada nos llevó hasta el rincón opuesto del salón.
Más que una lucha, fue un constante intento por mi parte de dejar de encajar los golpes que me asestaba aquel tipo. Retrocedía como podía, notando la carga de sus puños y rodillas contra todo mi cuerpo, pero sin sentir todavía el dolor que le correspondía.
Un alarido lastimoso llamó la atención de Ernesto por un segundo, en el que me dio tiempo a ver cómo aparecía un brillo de satisfacción en su mirada, provocado por la certeza de haber cumplido con el cometido que lo había traído hasta allí, sabiendo que acababa de segar una vida demasiado valiosa.
En un alarde de reflejos, supe aprovechar ese instante en el que bajó la guardia para volver a cargar el peso de mi cuerpo contra él y derribarlo, y acto seguido comencé a lanzar patadas a su cabeza, cegado por la descarga de adrenalina que mi cuerpo acababa de inocularme, sin pararme a comprobar siquiera si mis ataques tenían algún efecto.
De fondo, un pitido familiar se coló por una pequeña rendija de mi percepción. Otro sonido que se empastaba a la insidia que gobernaba nuestras vidas.
El hombre que yacía a mis pies se convirtió en un fardo inmóvil. No tomé la precaución de comprobar si estaba muerto o inconsciente, porque en ese momento era mucho más importante para mí atender a Mari, que estaba arrodillada en el suelo, sosteniendo en brazos el cadáver ensopado en sangre de su hija, meciéndolo adelante y atrás mientras lloraba una pérdida que cualquiera se negaría a asumir. No sé por qué, pero me fijé en que de la comisura de su labio inferior pendían hilillos de babas que caían sobre el pelo de la niña, y pensé, de manera incoherente, que acababa de bañarla y estaba poniéndola perdida.
Un inesperado espasmo en el cuerpo de Ángela nos arrancó de súbito de nuestros respectivos letargos.
—¡Cariño! ¡Mi pequeña! ¿Me escuchas? —imploraba Mari mientras yo me agachaba al lado de ellas para comprobar si su corazón todavía latía. No pude apreciar palpitación alguna en su pecho.
Un nuevo espasmo y esta vez abrió los ojos, pero en ellos no quedaba ni el más mínimo residuo de conciencia de la niña que había sido. En su lugar se concentraba una vesania que no pertenecía a nuestra especie, ni siquiera a nuestra realidad. Una acechanza que llegaba del otro lado de la ventana, cabalgando sobre el pitido agudo que parecía delatar nuestra posición ante las fuerzas que se habían desatado en el desierto.
—¡Está viva, Nacho, está viva! —La mujer nos miraba alternativamente a mí y a la niña, incapaz de decidir qué debía hacer a continuación.
Ángela había comenzado a gruñir y trataba de zafarse del abrazo de su madre, que la oprimía contra ella.
—Mari, suéltala —conseguí pronunciar al fin.
—¿Que la suelte por…?
Pero no pudo terminar la pregunta, porque de pronto la niña alzó los brazos y se asió del cuello de su madre, que la atrajo hacia sí en un impulso de protección maternal o quizá suponiendo que lo que su hija buscaba era su abrazo.
Me incorporé todo lo rápido que pude para intentar sacarle de encima a la criatura que una vez fue Ángela, pero esta ya había hundido su dientes en el cuello de Mari y le desgarraba jirones de cartílago y músculo que escupía a un lado para poder continuar asestándole una dentellada tras otra.
Si la mujer llegó a ser consciente en algún momento de lo que estaba sucediendo es algo que no puedo saber, pero espero que no.
Yo volví a acobardarme, esta vez no pude eludir el impulso de claudicar ante aquella visión espeluznante, por mucho que me avergüence reconocerlo.
El cuerpo de Mari cayó hacia atrás y la niña rediviva dejó de morder. Entonces se volvió hacia mí y me miró con sus ojos inyectados en sangre y poseídos por la cólera más pura que se puede transmitir, como si se proyectase en un estado casi sólido, recorriendo los escasos centímetros que nos separaban para abofetearme. Pero en aquel momento algo la despistó. Parpadeó y sus globos oculares bailaron un instante en las cuencas para después fijarse en un punto a mi derecha.
Por el rabillo del ojo advertí el movimiento que acababa de distraer la atención de la criatura. Era Ernesto, que se levantaba del suelo todavía aturdido por los golpes que acababa de recibir y que llevaba marcados con la forma de la suela de mis botas por todo el rostro.
Ángela abrió la boca y bramó con el furor de un animal a punto de atacar. Pero ahora el objetivo era su padre, y yo había dejado de existir para ella. Tenía que saldar una deuda mucho más trascendente.
Mientras se dirigía hacia el hombre, aproveché para continuar reculando lentamente hacia la puerta del piso, intentando no hacer ningún movimiento brusco para no llamar su atención.
La última imagen que se imprimió en mi retina fue la de la pequeña encaramándose al cuello de su padre, mientras el cuerpo de Mari comenzaba a temblar, revelando que madre e hija volvían a estar unidas en su nueva condición.
En cuanto me encontré al otro lado del umbral, las luces automáticas del rellano se encendieron y me sentí al descubierto, así que saqué la llave del bolsillo de mi pantalón y corrí a encerrarme en mi piso. El eslabón definitivo en aquella cadena de decisiones poco afortunadas.