LANTANA

CAPÍTULO DOCE

Sumido en un vaporoso trance, me encaminé por el sendero de arena.

Apenas tenía visibilidad un par de metros por delante, ya que el sol se había ocultado casi por completo.

Mi paso liviano escasamente rozaba una arena…

… que no es capaz de enterrar ni el ancho de la suelas de nuestros zapatos…

… sobre la que me deslizaba, como si el propio desierto se hubiera decidido a colaborar en mi cruzada de enajenación.

Una brisa leve me empujaba a mis espaldas, impeliéndome a avanzar con sus diminutos dedillos, susurrándome al oído que no debía volver la vista atrás bajo ningún concepto.

En el cielo, una nube se arrastró hacia un lado despejando la luna, que dibujaba en su cuarto creciente una sonrisa torcida de medio lado.

Vacilé un instante, asustado por la imagen de aquel gesto irrealizable que me dedicaba el satélite, y lo pagué con un paso en falso que provocó que el hechizo del desierto se rompiera. El pie se me hundió en la arena hasta el tobillo.

Aparté la vista y la fijé de nuevo en el frente, haciendo que el vínculo se restableciera y volviese a recuperar la sensación de ingravidez.

En algún momento comenzaron a llegar hasta mi mente neblinosa los ruidos de las grúas que trabajaban en la retirada de la perforadora, lo que me indicó que ya estaba cerca.

Cuando dejé atrás la última duna, comenzaron los vítores de los invitados que habían acudido al evento, henchidos por el orgullo del objetivo cumplido y las perspectivas de la inminente fortuna que creían que les aguardaría a partir de aquel día.

Continué caminando hasta el extremo de la nave opuesto al pozo, desde donde tenía un buen ángulo para observar la escena sin ser descubierto.

Las voces triunfales de los presentes me llegaban disociadas; podía discernirlas por separado, eran justo una veintena. Aunque el rebumbio conformaba una misma aleación de bullicio desazonado, podía asegurar, sin temor a equivocarme, cuántos de ellos eran hombres y cuántos, mujeres; sus edades aproximadas e incluso el grado de sinceridad de las exclamaciones que articulaban. Al menos así lo creía.

Entre ellos abundaban los gestos de condescendencia, las palmaditas en la espalda y las sonrisas de oreja a oreja. Incluso a varios metros, pude reconocer al alcalde de Lantana, que aparecía a menudo en los diarios e informativos locales. Un hombre joven, probablemente de menos de cuarenta años, que daba la impresión de estar siempre demasiado ocupado estrechando las manos adecuadas y preparando la foto perfecta para su siguiente campaña. A su lado, dos armarios roperos con traje negro; con total seguridad, sus escoltas personales. Estos no participaban de las celebraciones, se ajustaban a su cometido sin disimular su creciente aburrimiento. Auguraban una noche tranquila.

Tal era el grado de exultación en el grupo que ninguno de ellos observó un movimiento que a mí me puso de inmediato a la defensiva. Una enorme grúa sostenía todavía el útil de perforación, y a su lado intuía, más que verlo, el socavón al descubierto, en cuyo borde comenzaban a aferrarse decenas de manos pálidas que arañaban la tierra en su afán por arrastrar los cuerpos a los que pertenecían al exterior.

El primero en reparar en los entes fue Basilio, que parecía no dar crédito a lo que estaba viendo. De la inmensa oquedad que acababan de dejar al descubierto, comenzaban a emerger figuras humanas que se abrían paso hasta la superficie trepando por las paredes del agujero. Desde donde yo estaba, apenas distinguía siluetas negras cuyos rostros destacaban de manera sobrecogedora por la extrema palidez que exhibían, y que los emparentaba con el brillo ebúrneo de aquella luna irónica que era testigo mudo del lance demencial que se cernía sobre la humanidad.

La cofradía continuaba celebrando, ebria como estaba de éxito, sin prestar atención al joven ingeniero, que intentaba hacerse escuchar por encima de sus festejos. A la distancia que me encontraba de ellos, el espectáculo resultaba dantesco. Varias criaturas habían salido ya del pozo y comenzaban a alinearse en su borde, mientras un oleaje de extremidades se movía como tentáculos negros a sus pies, buscando asideros para asomar y unirse a sus compañeros.

Otros dos miembros de la comitiva repararon en su presencia, aunque tardaron un buen rato en procesar lo que estaban viendo. Fueron los escoltas del alcalde, a los que la actitud de Basilio llamó la atención. Como accionados por un resorte, los dos guardaespaldas sacaron sus armas y uno de ellos se colocó frente a su protegido, mientras el otro se adelantaba unos pasos para encarar a las criaturas, que seguían formando como un ejército coordinado a la perfección.

La primera línea de seres comenzó a caminar en dirección a la comitiva, mientras el escolta que se había puesto a la vanguardia les gritaba que se detuvieran e identificaran, incapaz de asimilar que hubieran podido salir del seno del planeta. Pero hacían caso omiso y continuaban avanzando, así que no dudó en abrir fuego por encima de sus cabezas con la intención de amedrentarlos.

De pronto, todo el bullicio de dicha se fue transformando en una homogénea vocería de estupefacción y pánico ante lo imposible. El desconcierto hizo que las reacciones tardasen en sucederse, pero, como en un efecto dominó, en cuanto una mujer echó mano de su móvil, todos los demás comenzaron a hacer lo propio o a tratar de correr hasta sus coches para huir del lugar.

Al primer disparo le siguieron varias ráfagas que pronto se dirigieron directamente a los cuerpos de aquellos entes ataviados con sotanas negras, idénticas a las de la mujer que había visto la otra noche.

Sin ser consciente de ello, me estaba acercando hacia el lugar, con la espalda pegada a la pared de la nave, y cuando me di cuenta decidí detenerme en un punto intermedio, parapetado tras un contenedor de escombros, para seguir la escena sin ser sorprendido.

Solo un par de personas habían conseguido reaccionar con la antelación suficiente como para evitar a los seres y no se preocuparon de volver la vista atrás para ayudar a ninguno de sus compañeros.

Un tipo orondo de mediana edad, cuyos rasgos no podía apreciar, se metió en uno de los lujosos automóviles, arrancó a toda prisa y metió la marcha atrás sin reparar en que a pocos metros se acercaba una mujer que le pedía a gritos que la esperase. Haciendo caso omiso, el hombre pisó el acelerador a fondo y la arrolló, derribándola y pasándole después por encima del pecho con las ruedas del lado del copiloto.

Mientras, del pozo continuaban surgiendo decenas de entes, igual que una fuente inagotable de arañas negras, que comenzaron a rodear al resto de la comitiva. Cuando los tuvieron acorralados, se detuvieron todos a la vez, como si estuvieran ejecutando una coreografía ensayada. Después empezaron a pitar del mismo modo que la mujer que me había visitado un par de noches antes, pero con el efecto enloquecedor multiplicado por el número de criaturas que se habían manifestado y que no dejaba de aumentar.

Basilio fue nuevamente el único capaz de reaccionar, cargando contra una de las siluetas con todo su peso para apartarla y así poder escapar. Pero chocó con ella como si, a pesar de su aspecto humano, se tratara de una estatua anclada al suelo, inamovible.

Varias criaturas obviaron el cerco que sus congéneres habían trazado en torno a aquellas personas, que ahora parecían hipnotizadas por el sonido, y se dirigieron hacia el hombre del coche, que se había apeado y lloraba junto al cadáver de la mujer que acababa de atropellar. En su estado de conmoción, no reparó en la amenaza que recaía inexorable sobre él, y cuando quiso darse cuenta, ya los tenía a su lado, mirándolo fijamente y emitiendo su tañido estentóreo.

Al verse rodeado, el hombre se incorporó de inmediato, buscando una abertura por la que abrirse paso. Ese fue un nuevo error que pagó caro, ya que no pudo ver que la mujer arrollada había comenzado a moverse. Por increíble que resulte, vi cómo se ponía de nuevo en pie y, aunque todavía estaba a una distancia considerable, pude distinguir que tenía el pecho completamente hundido por la parte por la que le habían pasado las gruesas ruedas del coche.

A continuación, la mujer profirió un gruñido de alimaña justo antes de abalanzarse sobre el tipo que la había atropellado. Abrió la boca con tal violencia que las comisuras se rasgaron y comenzaron a sangrar profusamente. Acto seguido, hundió los dientes en el cuello del hombre y arrancó un rasgón de piel y carne para escupirlo de inmediato a un lado. De la herida abierta comenzó a manar la sangre a borbotones.

La mujer soltó entonces a su presa y se dirigió al grupo cercado por las criaturas de negro, que le abrieron paso al interior del círculo.

Mientras tanto, el hombre al que acababa de asesinar comenzó a convulsionar, alzó la cabeza de nuevo y me encaró.

Este fue el detonante que accionó al fin el interruptor de mi aletargado instinto de supervivencia. El trecho al que me encontraba me había salvaguardado, eludiendo a las criaturas, pero tarde o temprano también estas acabarían reparando en mi presencia, así que, sin detenerme ni un segundo a cuestionarme la veracidad de lo que acababa de presenciar, eché a correr hacia el edificio.

El planeta giró 180 grados en horizontal, volviendo a poner frente a mí, a mano cambiada, la imagen de la luna, cuyo gesto, que se me antojaba ahora entristecido, me instaba a sustraerme de los pinchazos de dolor que recorrían mis piernas debido al esfuerzo de la carrera, que se sumaba al que ya había realizado para llegar hasta el pozo.

Pese a que la temperatura era notablemente baja a aquellas horas, tenía la frente perlada de gotas de sudor que emprendían carreras por mi cara para descolgarse e ir al encuentro de la arena del desierto.

Perlada.

El único pensamiento que podía aislar de la maleza de terror que se apoderaba de mí era el de la necesidad de llegar hasta Mari y Ángela, llevármelas de allí cuanto antes. No tenía ningún plan y tampoco tiempo para explicarles la situación. Solo la obligación de sacarlas del lugar a toda costa.

Pero, de nuevo, los designios habían sido establecidos con antelación, previendo mi reacción y adelantándose a mis intenciones.

El edificio comenzó a cobrar forma frente a mí, y la luz del piso de Mari me animó a realizar un último esfuerzo, justo antes de que sobre las cortinas de su salón apareciera dibujada la figura de un hombre.

A poca distancia de él, la silueta de la chica deambulaba frenéticamente por la habitación.

Entonces corrí como si todas nuestras vidas dependieran de mí.

Prefiero pensar que no ha sido así.