CAPÍTULO ONCE
El bienestar siempre fue para mí un terreno vedado, sembrado y abonado para el disfrute de los demás. Esto era una inercia porque no supe ver que me había labrado mi propia ventura, así que tampoco podía recoger sus frutos, por más que hubiesen germinado y madurado ante mis ojos.
Cuando regresé al piso, con los hombros hundidos por el lastre de las declaraciones de Basilio Figueroa, descubrí un bálsamo reparador en forma de nota garabateada en la hoja de una libreta e introducida por debajo de la puerta, como en las historias edulcoradas de vidas ajenas que era incapaz de identificar con mi propia existencia.
Querido Nacho:
Mañana es sábado y no tenemos planes, así que hemos pensado que tal vez te apetezca venir con nosotras a comer por ahí y después ir al cine.
Si estás de acuerdo, pasaremos a buscarte a media mañana. Si no tienes ganas, ¡te aguantas!
¡Duerme bien, que va a ser un día largo!
Mari y Ángela.
El trazo de la letra de Mari —era obvio que no lo había escrito la niña, por la estabilidad de la caligrafía era redondeado, con letras grandes y pulso firme. Una nota resuelta, decidida; la invitación formal y rubricada que tanto había anhelado.
De pronto, nada importaba, ni las reflexiones inconexas que había emborronado en el falso cuaderno de periodista, ni la contundencia del testimonio de Basilio Figueroa, que permanecía anudado a la grabadora en forma de ceros y unos, y que decidí purgar con una acción tan simple como seleccionar la opción «eliminar todo» en el menú del aparato. Así se conjuran los malos presagios en la era digital, con una papelera virtual que no parece llenarse nunca y que recicla en espacio libre todo aquello que nos sobra. Tiempo y espacio son nuestros bienes más preciados.
Una vez hecho espacio para que se acomodaran y determinado a dedicarles mi tiempo a Mari y Ángela, pude respirar hondo, dejando que el aire se expandiera a través de mis pulmones y sintiendo cómo oxigenaba cada molécula de mi ser.
El día siguiente sería extenso y vertical, como una caída libre que podría eternizarse o acabar con todos nosotros desparramados en una tortilla de subsistencias interrumpidas a destiempo.
No me importaba, había dedicado demasiado de ese preciado tiempo a lamentaciones por todo lo que yo mismo me ocupaba de escamotear para impedirme ser feliz a fuerza de costumbre.
Me tocaba cobrar facturas, dejar de perdonar las deudas de conmiseración que el destino acumulaba a mi nombre; no volver a considerarme un moroso sentimental y pasar a ser acreedor de aquellas experiencias que resarcirían mi apetito voraz.
A la mañana siguiente, apenas había tenido tiempo de pegarme una ducha rápida y vestirme cuando sonó el timbre. Al abrir me encontré con madre e hija, encantadoras y sonrientes, dispuestas a hacerme hueco entre ellas.
—¿Estás listo? —preguntó Ángela sin ni siquiera cerciorarse primero de si había leído la nota.
—Preparado, cuando queráis.
Mari amplió su sonrisa hasta el límite que le permitían las mejillas y me regaló una de sus escasas miradas afectuosas con las que podía hacer claudicar la resistencia más obstinada.
—Perdona que hayamos venido tan temprano a buscarte —se excusó—. Los sábados pasa el autobús con menos frecuencia, así que, si no lo pillamos ahora, ya llegamos muy tarde para comer.
—No, está bien. Aprovechemos el día.
—¿Sabes qué peli vamos a ver, Nacho? —preguntó la pequeña.
—Déjame que piense… Una de esas de amor que tanto le gustan a tu mami —bromeé.
—¡Noooo! —Parecía realmente indignada ante la idea.
Durante el trayecto en autobús, la niña continuó comentándome los detalles de la película que veríamos esa tarde, como si ya la hubiera visto decenas de veces antes. Suplía con su imaginación todo lo que todavía no podía saber, pero fingí el mismo entusiasmo que ella, animándome con la idea de que cada paso que daba hacia Ángela afianzaba un poco más el vínculo que me enlazaba con Mari.
—Bueno, la película va a estar muy bien, pero tenemos que decidir dónde comeremos —propuso la mujer.
—¡En la hamburguesería! —exclamó la niña.
—De eso ni hablar, que esta semana ya comiste hamburguesas y a Nacho no le gustan —argumentó su madre, haciéndome partícipe involuntario de su estrategia disuasoria. Tenía que cubrirle, no me quedaba más remedio.
—No, a mí me gusta la verdura y el pescado, es lo más rico que hay —dije sin ninguna convicción, ganándome al momento una mirada reprobatoria de Mari por haber disimulado tan mal.
—Anda, que ya te vale. No hagas caso a Nacho, que yo tampoco voy a comer pescado. Bastante me cuesta quitarme el tufo que se me pega en la conservera durante toda la semana. Si huelo a pescado parecerá que he ido a trabajar. Hoy comemos lo que te apetezca, pero ni hamburguesas ni pescado. Vamos a un restaurante que me recomendaron en el trabajo, si os parece bien.
—Por mí vale —acepté.
—¡Siií! ¡Y seguro que tienen hamburguesas! —lo intentó de nuevo Ángela. No se le podía negar que era tenaz.
El restaurante que habían recomendado a Mari resultó pertenecer a una famosa franquicia de locales de comida vanguardista, de esos que pretenden simular que acercan la cocina elitista al bolsillo de cualquiera. En realidad, había uno exactamente igual en mi ciudad natal, con la misma decoración y el mismo menú. Hasta los sabores eran idénticos, lo que con toda probabilidad se debía a que la comida era precocinada.
En cualquier caso, el artificio estaba bien consumado, porque disponían los platos con presentaciones espectaculares en las que la comida era un elemento secundario dentro de una atractiva y estudiada composición. Cada vez que nos servían uno, Ángela lo celebraba con vítores que culminaron cuando nos trajeron el vistoso postre: volcán de chocolate.
El aspecto era francamente apetecible, estaba diseñado para despertar la gusa de cualquier tipo de comensal. Tampoco hubiera sido imprescindible, porque lo escaso de los platos principales hizo que los tres estuviéramos aguardando expectantes aquel festival dulce al que había echado el ojo Mari en cuanto nos repartieron las cartas, a nuestra llegada. Los tres pedimos el mismo postre sin necesidad de consensuarlo.
—¿Y tú te vas a tomar todo eso? —pregunté con un deje malicioso a Ángela.
—¡Claro! —asintió con brío, poniendo una mano delante como si yo hubiera mostrado en serio intención de quitárselo.
Un camarero displicente colocó delante de mí el platillo con la pequeña montaña de bizcocho negro, coronada con un cráter del que sobresalía la lava de chocolate. Por un instante mi vista se sumergió en su interior, como si esperase que fuera a entrar en erupción y me cubriese con aquel líquido denso…
… chocando contra mi mejilla para después deslizarse por ella…
Me costó un buen rato volver en mí y darme cuenta de que Mari y Ángela ya casi se habían terminado sus postres mientras intercambiaban bromas, sin prestarme ninguna atención. Me reproché al instante haber permitido que algo tan banal como un truco culinario hubiera sido suficiente para hacer que volviera a divagar sobre el pozo y que olvidase que estaba compartiendo una jornada maravillosa con mis vecinas.
No me estaba permitido bajar la guardia en ningún momento.
En el cine disfruté observando cómo ellas se lo pasaban en grande comentando la película en voz alta, del mismo modo que lo hacían otros padres con sus hijos, aprovechando la informalidad de la sesión para niños de la tarde. Era maravilloso contemplar aquella estampa, formar parte de ella, aunque siguiera empecinado en retrotraerme a mi mundo de recelos desmesurados. Ni siquiera sabría decir qué película vimos, pese a que tan solo han transcurrido unas horas desde entonces.
Mari me rescataba de mí mismo de cuando en cuando, dejando que su mano reposara de manera casual sobre mi brazo mientras me miraba de reojo. Y Ángela hacía su aportación llamando mi atención en las secuencias más interesantes de la película. Entre ambas lograron que aquel fuera el día más cercano a la auténtica felicidad que he tenido la oportunidad de vivir. Solo por eso, por esas horas de dicha en las que me sentí querido, puedo decir que ha valido la pena el viaje.
Cuando regresamos, los últimos rayos de sol lamían con su lengua abúlica de finales de otoño el paisaje mocho de vegetación del desierto. Nos apeamos del autobús dando aún coletazos de algarabía, dejando que Ángela consumiera todas sus reservas de energía, representando para nosotros los mejores momentos de la jornada en un repaso con el que constataba que había sido un día inolvidable para ella y quería aprovechar hasta el último segundo, aunque el cansancio le hubiera traicionado durante el trayecto de vuelta en forma de bostezos que no había conseguido reprimir.
Subimos hasta nuestra planta y las acompañé a la puerta de su piso, realizando un gesto de caballerosidad exagerado en el umbral para atrapar en mi memoria una última sonrisa de la pequeña, a la que su madre mandó entrar directamente al lavabo para que se fuera preparando para su baño, mientras se despedía de mí.
—Gracias por prestarte a esto, Nacho. Tienes una paciencia infinita con Ángela.
—No me des las gracias, en todo caso tendría que agradecéroslo yo. Lo hemos pasado todos muy bien.
—Es cierto. Pero para nosotros dos todavía no se acabó el día… —fingió un matiz enigmático mientras me guiñaba el ojo—. En cuanto se duerma la niña te doy un toque al timbre y si te apetece pasas a… cenar algo conmigo.
Ni el zumbido que sentía en la cara oculta de mis oídos ni la atracción, cuyos cables invisibles recorrían tensados todo mi piso, atravesando la puerta hasta llegar a mí, ni la certeza inapelable de que aquella misma noche sucedería algo que escapaba a mi juicio, fueron motivos de peso para rechazar la proposición de Mari.
Asentí, incapaz de articular palabra, temiendo que si me movía, ella podría percibir el interés que mi cuerpo ya estaba manifestando por su cuenta. Sonrió como siempre, sacándome una zancada de ventaja, y se acercó para darme un delicado beso de despedida, dejando que su lengua acariciara mi labio superior justo antes de separarse, a la vez que su mano ejecutaba un movimiento de idéntica sutilidad para pasar apenas rozando sobre la erección que luchaba por abrirse camino a través de mis pantalones.
Después se giró y entró a toda prisa, dejando atrás un ambiente sobrecargado por el deseo que acababa de estimular y contra el que probablemente también estuviera luchando ella. La pasión tiene la capacidad de obturar el sentido común, haciendo que nos olvidemos de todo lo demás y nos entreguemos al acto físico con la urgencia de las necesidades físicas incontenibles.
Pero Angela reclamaba a voces su parcela de atención desde el cuarto de baño, rompiendo el hechizo de nuestro anhelo.
Bueno, quizá solo consiguiera romper el de Mari, a mí me iba a costar un poco más sobreponerme.
Tras ser embuchado en las entrañas de mi hogar, intenté centrar toda mi atención en la velada que me aguardaba poco después.
Eran apenas las ocho de la tarde, como poco faltaba una hora para que la niña se durmiera, sin contar con el margen que dejaría Mari para asegurarse. Un intervalo simbólico en otras circunstancias, pero la enorme e irresistible carga magnética que gobernaba la vivienda lo convertían en toda una odisea.
Para ir haciendo tiempo, seleccioné una ropa con la que mi autoestima se reforzase, un envase llamativo que disimulara mi ausencia de confianza y con la que me sacase todo el partido que me fuera posible.
Entonces, el ruido de varios motores que sonaban de manera simultánea llamó mi atención, e irremediablemente tuve que acercarme hasta la ventana a curiosear, poniéndome una excusa que ni necesitaba para poder dar rienda suelta a la picazón que decomisaba mi voluntad.
Por el camino que conducía al pozo transcurría la comitiva que Basilio me había descrito el día anterior. En su mayoría, se trataba de coches de alta gama con los cristales tintados, aunque también había un par de todoterrenos bastante lujosos flanqueando los dos extremos de aquella caravana de automóviles negros que parecía arrastrarse por la arena como una cadena, atraída por la pujanza taimada proveniente de las profundidades de la perforación. La misma que trataba de engatusarme a mí.
Una prominente duna fue tragándose uno a uno los vehículos, lo que acrecentó mi ansiedad por saber lo que iba a pasar a continuación, cuando aquellas personas se apostasen frente a la enorme atalaya mecánica y procedieran a retirar el último tramo del perforador; la única cerradura que mantenía clausurado aquel abismo insondable.
Eché un vistazo al reloj para asegurarme de que tenía tiempo para llegar hasta allí caminando y volver antes de que Mari fuera a buscarme.
Las ocho y diez, seguía disponiendo de al menos una hora, quizá hora y media, lo cual era más que suficiente.
De haber pensado con la misma claridad con la que lo hago ahora, me habría dado cuenta de inmediato de que, aun llegando en veinte minutos apretando mucho el paso, y si estaba tan seguro de que algo iba a suceder, en ningún caso llegaría a reunirme con Mari a la hora acordada. También, lo más lógico habría sido advertirle de que iba a salir, que por otra parte sería la única manera de que alguien supiera dónde iba a estar. Pero ¿de qué habría servido? ¿Y cómo le iba a explicar los motivos de mi escapada al pozo?
Nada importaba ya, ni recordaba por qué tenía en las manos aquella ropa que arrojé encima del sofá, justo antes de salir del piso como alma que reclamaba con avidez el abismo horadado en el desierto.