CAPÍTULO UNO
Recuerdo el sonido de la soledad en mi infancia. Encerrado entre las cuatro paredes del cuarto oscuro de mi imaginación, desde donde observaba al resto de los niños, tan ajenos a mi existencia que me parecían de otra especie.
Mis padres fueron colaboradores voluntarios de mi aislamiento. Testigos mudos que no paraban de hablar sin llegar a decir nada, como si mi presencia no se percibiera o como si su ausencia no fuera real. Más que dos personas, eran un eco que se resistía a dejar de rebotar en las paredes de mi vida, obligándome a escucharlos sin poder interactuar con ellos, como todos los demás niños que cada día se despedían de otros padres a la puerta de un colegio al que no consigo recordar ni cómo llegué. Quizá siempre hubiera estado ahí.
Profesores como hologramas, recitando enseñanzas que retuve a duras penas para cumplir unos trámites que en realidad tampoco había pactado, y sobre los que probablemente nadie me iba a pedir que rindiera cuentas.
Siempre solícito, llegaba a casa al final de cada trimestre (por mi propio pie, porque a mí nadie me esperaba a las puertas del colegio) y entregaba a los espectros tangibles el boletín con unas notas ajustadas pero diligentes. A cambio, estos me obsequiaban con una sonrisa dibujada y un gesto de aprecio vacuo que se me hendía en el pecho, dejándome una herida que tardaría otros tres meses en cerrarse y una cicatriz de por vida. Después, vuelta a empezar.
Representé mi infancia con rigor y los demás me obviaron con naturalidad.
Pero, sobre todo, hubo un tiempo en que tuve miedo.
El tren traqueteaba por mi pecho con ritmo sincopado, acorde con el paisaje que íbamos dejando a nuestro paso. Vías, casas, prado, río, edificios, carretera. Repetimos. Vías, casas, prado, río, edificios, carretera. Reordénese al gusto.
Este viaje podría haberse resuelto en poco más de hora y media de avión, pero hubo un tiempo en que tuve miedo, y todavía llevo la sensación adherida en la pared posterior de mi cráneo como un post it. Así que me decidí a viajar por raíles, que son unas pautas marcadas, un trayecto seguro que solo se sale de su recorrido si alguien altera el protocolo establecido.
No sería yo.
Por esto, en lugar de hora y media, tuve que pasarme quince encerrado en una cabina de metal, más concretamente en uno de esos compartimentos con tres estrechas literas a cada lado.
Me tocó la de arriba. Previsible, porque era la que estaba más aislada del resto de los pasajeros, a quienes solo podía ver asomándome por el borde, siempre con el riesgo de caer. Por encima de mí, a poco más de medio metro de mi cara, si me tumbaba boca arriba, estaba el techo del vagón. A mi derecha, la pared. A mi izquierda, las tres personas con las que compartía el viaje, les gustase o no.
A mí me daba igual.
Cuando nos subimos al tren en la estación de Pontevedra, las literas estaban replegadas y, a pesar de que era de noche, ninguno quería ser el primero en hacer el gesto de acomodarlas. Yo, por indiferencia; me imagino que ellos, por la costumbre mundana de esperar a que fuera otro el que diera el primer paso.
En un momento inconcreto, me levanté del asiento para comprobar el número de litera que tenía asignado, aunque mi intuición me decía que lo único que debía saber era si se situaba a la izquierda o a la derecha. Los demás se tomaron esto como una invitación, se incorporaron y cada cual preparó su catre como si fuera una señal acordada.
Todos a la cama, que ya es de noche.
Sin embargo, la invitación a acostarse lleva implícita la licencia de charla, así que dos de los pasajeros, unos chavales de apenas veinte años, comenzaron con una cháchara incesante en supuestos susurros que perforaban mis tímpanos como gritos mal disimulados.
Mi compañero de debajo, un tipo tosco que se había mantenido en completo silencio hasta ese momento, creyó conveniente darles réplica desde su sitio, y al poco rato ya estuve al corriente de lo que había dado sus vidas hasta ese preciso instante. Es una necesidad, casi como respirar, así que decidí participar del ritual.
El tipo tosco nos contó que era guardia civil como si nos soltase una diatriba. Los dos chavales intercambiaron algunas palabras en voz baja que no alcancé a escuchar, pero las puse en contexto cuando nuestro miembro de la benemérita les dijo:
—No os preocupéis por eso, no estoy de servicio. Tenéis una imagen muy mala del cuerpo; yo también fumo.
Así que, tras cruzar opiniones sobre la marihuana (tema del que quedé un tanto descolgado porque solo la fumé una vez y me volvió invisible) llegó mi turno de presentación.
Empecé con una frase estándar:
—Me llamo Nacho y voy a Lantana para trabajar en la fábrica de recipientes.
Después de eso, no sé lo que conté, ni puedo reproducir lo que escuché. Necesitaba sentirme un poco menos solo; hubo un tiempo en que tuve miedo a ser ignorado y ahora aprovecho cada congregación que se me pone a tiro. Después me sentí más aislado que nunca, porque asomarme para hablar me mareaba, así que tenía que hacerlo enviando las ondas sonoras de mi voz al techo del vagón, que parecía absorber mis palabras. Me pregunto si alguien habrá escuchado lo que dije.
Tan repentinamente como habían empezado a hablar, se quedaron dormidos en medio de uno de mis soliloquios. Entonces tuve tiempo para repasar mentalmente (aunque podría haberlo hecho a voz alzada) los motivos de mi viaje sin retorno.
Confieso que antes me atemorizaba un poco encontrarme conmigo mismo, pero con el tiempo lo he ido dominando. Ahora, cuando me asusto, ya no necesito abofetearme. Me reprendo y sigo con lo que estaba. Capacidad de concentración.
Como en este momento, que me voy por las ramas y ya me obligo a volver al tema que estaba tratando.
El motivo de mi viaje, mi destino (el real, el físico, el punto exacto en que el tren se detendría y tendría que apearme).
Lantana.
El sueño me pilló desprevenido. Es algo que solo me pasa cuando no tengo intención de pegar ojo en toda la noche. La traición del tedio, que espera su momento para atacar.
Cuando desperté me encontré con que mi litera era la única que estaba todavía desplegada. Las otras tres ya descansaban enganchadas a los soportes de las paredes del vagón, y mis tres compañeros permanecían sentados en el asiento frente a mí, con evidentes síntomas de ebriedad y las pruebas tangibles de este estado en forma de botellas de licor vacías apiladas a un lado y colillas de porros en un bote de cristal.
Esto me dejó un poco descolocado. ¿Cuándo se habían despertado? ¿Cómo era posible que tres personas se levantaran de sus catres, los recogieran y se agarrasen una cogorza en un habitáculo de poco más de dos metros cuadrados sin que yo me enterase de nada?
Me bajé de la litera y la coloqué en la misma posición que el resto. Después me senté en el asiento contrario, ya que los otros tres ocupaban todo el largo del suyo, y me sentí fuera de lugar en el grupo. Me faltaban unas cuantas copas y otras tantas confesiones etílicas de madrugada para ponerme a la altura, y teniendo en cuenta que llegaríamos a Lantana en un par de horas, ya casi lo iba a dejar pasar.
Así que dediqué ese tiempo a mirar el paisaje por la ventanilla (vías, casas, prado, río, edificios, carretera) con el sonido de sus risas como telón de fondo.
Sospeché que se burlaban de mí, así que, tras disculparme por nada, salí del cuartillo con destino al baño. Tenía que hacer la primera evacuación del día, pero me impulsó más la curiosidad de comprobar si presentaba el mismo aspecto que antes de quedarme dormido. Me conozco demasiado bien el tema de las bromas de borrachos.
Creí que esto estaría superado hacía tiempo, pero la verdad es que sentía un terrible bochorno imaginándome mi rostro garabateado con obscenidades o con bigotes y adornos varios hechos con rotulador permanente que no podría borrar hasta que llegase a la habitación de hostal que había reservado antes de salir.
Pero no tenía nada. El aspecto era casi el mismo, lo único que había variado era la composición de mi semblante, que estaba algo oblicuo por el efecto de unas rayas marcadas de lado a lado de la cara, impresas por mi manta de viaje mientras dormía.
Desanduve el trayecto por el pasillo del vagón y volví a mi sitio. Allí ya no estaban los otros viajeros, aunque sí sus equipajes, en los mismos lugares que habían ocupado en sus asientos.
Por extraño que resulte, ya no volví a verlos, ni siquiera al apearme en la estación de Lantana.
Mi destino.
Al bajar del tren respiré un aire distinto. Un fin y un comienzo a la vez. El lugar en el que todo pasaría. Porque antes no había pasado nada.
Hasta mi llegada a la ciudad, la información que tenía de Lantana era más bien escasa. Había leído en Internet algunas cosas y también busqué fotografías. Las que más me impactaron fueron las del desierto de Perlada, que se extendía a las afueras de la urbe como una sábana retirada que estuviera esperando a que alguien la tendiese sobre la cama de cemento y hormigón en que se había convertido el otrora pueblo.
El crecimiento del municipio se había acelerado en las últimas dos décadas, primero por la apertura de una conocida empresa conservera y, al poco, por la llegada de una multinacional que levantó una enorme fábrica de envases y recipientes de metal. La más grande de Europa, o eso ponía en el dossier informativo que me enviaron por correo electrónico desde la empresa, en respuesta a la solicitud de empleo que les remití por la misma vía.
Aparte de esto, la región era conocida por el sondeo geotécnico que se estaba llevando a cabo en el mismo desierto. Una perforación cuyos fines no conseguí dilucidar en ninguna de las páginas web que trataban el tema. Lo más que pude averiguar era que había comenzado en 1991 y que el objetivo era llegar hasta los 14,4 kilómetros de profundidad; justo donde se calcula que se encuentra el magma terrestre. Veinte años después, si las fuentes que consulté estaban actualizadas, habían conseguido batir el récord anterior, establecido en poco más de doce kilómetros, y se afanaban por desarrollar una variante de la máquina perforadora que soportase las altas temperaturas que se encontraron a esa profundidad.
Resumiendo, me hallaba en un lugar del mundo que albergaba un compendio de cambios fascinantes, una mezcolanza incierta. Por un lado, estaban los nativos del pueblo, que tenían el recelo incrustado en los sentidos y, por otro, los habitantes de una ciudad que se había erigido encima de lo que poco más de dos décadas antes había sido el pequeño pueblo de casi dos mil desconfiados. El recuento del censo del año anterior cifraba en unos ciento veinte mil los ciudadanos empadronados en Lantana. Esto sin contarnos a los que íbamos llegando con cuentagotas para trabajar, bien en la conservera, bien en la fábrica, y que ni nos tomábamos la molestia de empadronarnos, salvo que fuera requisito imprescindible por algún motivo burocrático.
A mí nadie me lo pidió, pese a que mi intención era quedarme allí para siempre. No porque hubiera encontrado el trabajo de mi vida (vida y trabajo son dos conceptos que siempre van unidos, pero no dejan de ser polos opuestos que se repelen y nos empeñamos en juntar), más bien porque no se me perdía nada en la otra punta del país.
No me voy a engañar, me encontraba de nuevo a punto de pasar por el aro de una parodia de la vida. Aunque tampoco puedo negar que me embargaba una creciente emoción ante lo nuevo que resultaba todo aquello para mí. Las posibilidades que creía que me brindaba Lantana y que nunca llegarían a concretarse de la manera que imaginaba.
De antemano, había establecido un orden de tareas prioritarias a mi llegada, así que decidí no perder tiempo y me puse a ello de inmediato.
Primero, buscar el hostal céntrico en el que había reservado una habitación para pasar los primeros días, mientras acondicionaba el piso que había alquilado por mediación de una agencia inmobiliaria. Tenía asignada una cita para el día siguiente con un tipo llamado Iván Moscardó, que me esperaría en una cafetería próxima al hostal para llevarme hasta el inmueble, situado a las afueras, en el límite con el desierto (mucho más barato que las viviendas de la ciudad).
Una vez desembarazado del escaso equipaje que portaba, me tocaría acercarme hasta las oficinas de la empresa, en las que tenía que cumplimentar una ficha para que me entregaran la tarjeta identificativa de acceso a la nave. Un pasaje en primera clase a la alienación, con derecho a un uniforme gris cemento que me volvería indistinguible del resto de pasajeros, hasta el punto que llegaría a dudar cuál de ellos era.
Por último, mi intención era callejear por mi nuevo entorno, familiarizarme y dejarme ver como novicio por la zona que supuestamente me acogería con los brazos abiertos, como a todos los nuevos obreros que llegaban dispuestos a contribuir. De eso se trataba, de continuar con la cadena, de aportar al crecimiento de Lantana formando parte del enjambre. Cargar, transportar, depositar la miel y saludar a la reina con una reverencia.
Tan pronto me interné en la ciudad, pude vislumbrar los signos inequívocos de su creciente prosperidad: multitud de nuevos y modernos locales de ocio, proliferación de bazares orientales, personas de diversas razas y nacionalidades deambulando por sus calles. Un pueblo considerable que poco a poco se convertía en una gran urbe.
Un taxi me dejó a las puertas del vetusto hostal, que en directo parecía mucho más pequeño que en la foto de su web, estratégicamente enfocada para que adquiriera dimensiones exageradas.
El nombre de la calle, Paseo Principal, denotaba que la intención era poner las cosas fáciles. No tenía ni idea de dónde estaría mi edificio, pero ya me imaginaba que en alguna Travesía Alejada, Límite de la Ciudad o Culo del Mundo. Supuse que la ciudad tampoco tenía suficiente historia como para adjudicar a las calles nombres de vecinos ilustres.
Confirmación: Hostal Principal. Dos estrellas regaladas o sin contrastar. Una vez traspasada su puerta, se accedía a un recibidor tan minúsculo que pensé en quedarme bajo el dintel para dejar espacio al miembro del personal que saliese a recibirme.
No fue necesario, porque la anciana, que apareció de la nada al escuchar la campanilla que pendía del techo y sonaba al chocar con la puerta, era tan liviana como un suspiro contenido. El contraste se establecía al hablar, porque de aquel cuerpo anecdótico emergía un torrente de voz de una resolución absoluta, como la arenga de un sargento militar.
Me miró de arriba abajo, sin disimular una mueca de desaprobación, y espetó:
—Eres Nacho.
No fue una pregunta, lo afirmó con la seguridad del que te saca varias vueltas de ventaja en la carrera de la vida, como si lo llevara tatuado en la frente o como si mi nombre fuera tan representativo de la imagen que proyecto que no diese pie a alternativa alguna. Tal vez sea así, quizá yo sea la abreviatura de un ser humano indigno de un nombre completo.
—Sí, soy Nacho, reservé una habitación por teléfono. —Evidencia para romper el hielo que escarchaba su semblante.
—Ya. Necesito el carné de identidad. —Se lo extendí y la mujer se puso a cubrir a mano, con una caligrafía de trazos enormes y torcidos, una fotocopia que hacía las veces de ficha, mientras continuaba hablando—. El desayuno lo servimos entre las ocho y las diez. Si no te levantas a esa hora, puedes tomar algo en el salón.
Eché un vistazo a la zona que señaló con una mirada fugaz, como si en realidad ya tuviera que saber dónde estaba. El «salón» era un cuartucho situado entre el minúsculo recibidor y el pasillo que daba acceso a las habitaciones de la primera planta. En él había una mesita baja rectangular sobre una alfombra tan ajada como superflua, y un par de sillones colocados al azar o desplazados por el uso. Comprobé que el desayuno que uno podía tomarse fuera de horas de comedor consistía en café frío y una caja de pastas de una marca extranjera que no conocía y que nadie se atrevió a tocar en los días que pasé en aquel hospedaje.
—No hay minibar en las habitaciones, pero no me importa si quieres traer comida de fuera. Casi mejor, porque nadie come aquí, y si quieres el servicio tenemos que cocinar expresamente para ti. —Esto lo aclaró levantando al fin la vista de la fotocopia y clavándome una mirada con la que parecía desafiarme.
—No será necesario, comeré por ahí —contesté vencido.
Entonces apartó la vista de nuevo, se tomó un instante para comprobar que los datos estaban transcritos correctamente y me devolvió el carné para a continuación hacerme entrega de una llave que sacó directamente del bolsillo de su delantal de faena. Detrás del mostrador no había compartimentos para los juegos de llaves.
—Si sales, te puedes llevar la llave; si la dejas aquí, que sea porque no tienes previsto llegar de madrugada, no me levanto para abrir a nadie. La habitación está subiendo por la escalera que hay al fondo del pasillo de esta planta.
Asentí, di las gracias sin atreverme a replicar ninguna de sus instrucciones, sin intención de pedirle que me acompañara, y desaparecí deglutido por la laringe del pasillo, que me masticó después con los dientes de su estrecha escalera y me escupió al piso de arriba con un desdén heredado de la mujer que acababa de atenderme.
Entré en mi habitación y me di de bruces con un nuevo contraste: un cuarto minúsculo pero impoluto, del que hasta las motitas de polvo que bailaban en el haz de luz que se filtraba por la ventana parecían estar emprendiendo la huida. La cama vestía unas ropas viejas pero limpias que desprendían un agradable y suave aroma a suavizante. Por lo demás, solo había una pe quena mesilla de noche a la izquierda de la cama y un modelo de televisor antiguo con un receptor de TDT encima que lo hacía parecer un anciano con la gorra de su nieto adolescente.
Ni rastro del cuarto de baño. Más tarde descubrí que compartíamos dos entre todos los huéspedes de cada planta. Algo que, por supuesto, se había omitido en la información de la página web.
Metí la maleta en el armario sin sacar nada de su interior y me senté en la cama. Antes de darme cuenta, fui abducido por ella; me atrajo y me narcotizó con su fragancia de bienestar.
Desperté varias horas después. Demasiadas. El reloj de mi móvil anunciaba que ya era última hora de la tarde.
Lantana estaba consiguiendo algo inaudito hasta aquel momento de mi vida: que durmiese a pierna suelta y por sorpresa, sin intuir el sueño.
Pero la cuestión es que se me hacía tarde para ir a las oficinas de la fábrica a rellenar los impresos. Me habían avisado de que cerraban a las ocho, y ya eran casi las siete y media cuando conseguí salir del sopor. Habría empalmado con la noche sin ningún problema si no hubiera sido porque la cita ya estaba acordada y no quería empezar con mal pie en la nueva empresa. Tiempo tendría después de dar pasos en falso.
Así que no me demoré en nada más que en dedicar unos minutos a asearme para intentar, sin éxito, eliminar las huellas de mi larga siesta en uno de los baños de la planta. Pero el espejo no fue indulgente, me mostró la realidad sin filtros. Más me valía espabilarme por el camino.
Lo mejor para eso era hacer el trayecto a pie, así que cogí el callejero que había imprimido antes de salir de Pontevedra y me dispuse a recorrer las cuatro manzanas que me separaban del complejo de oficinas a la carrera y en menos de veinte minutos. Mala decisión; al final tuve que coger un taxi cuando faltaban apenas diez para la hora de la cita.
Le di la dirección al taxista sin facciones que estaba al volante del coche, y sin avisarme al respecto, recorrió las tres calles de distancia en apenas medio minuto. Andando me habría llevado cinco a lo sumo.
Paró el taxímetro en la tarifa mínima, que por descontado no había superado, me cobró sin volverse en ningún momento, y me bajé del vehículo sintiéndome estúpido.
Como era de esperar, las oficinas eran la antítesis del hostal. Estaban ubicadas en un moderno edificio acristalado de ocho plantas, compartido por casi todas las empresas de la ciudad. Al lado, un viejo inmueble de piedra de tres pisos, un delirio urbanístico propio de la falta de planificación, o idea de algún profesional desquiciado o genial, según el prisma que quisieras aplicar al observarlos.
La primera planta era propiedad de la que estaba a punto de pasar a ser mi empresa; tenía cuatro despachos, como pude comprobar en los buzones que rezaban su nombre: Metalpacker. Muy llano y apropiado, como todo en Lantana. Lo extraño es que la empresa matriz era extranjera, pero había encajado como una pieza más del puzle deslavazado de aquella ciudad.
«Primera planta, oficina 2. Preguntar por Juan Manuel Tagle», llevaba anotado en una servilleta desde que me llamaron para confirmar que me daban el trabajo. Tagle era un apellido tan poco común como ordinario su nombre compuesto. No podía ser de otra manera, no al menos en este lugar.
Pulsé el timbre y la puerta se abrió con un zumbido metálico. Sistema automático para hacernos la vida más fácil o todo lo contrario, según las intenciones de la visita. Una prueba de la suficiencia y fatuidad de las grandes empresas, que se saben inmunes a los ataques del obrero.
Tras acceder a la oficina me desorienté por un instante. Esperaba toparme con una recepcionista detrás de un mostrador, a la que daría mis datos y me acompañaría hasta el despacho correspondiente. En lugar de eso, me encontré ante un largo pasillo de paredes completamente blancas y puertas a juego, sin saber en cuál de ellas se me esperaba.
Avancé con cautela por el pasillo, como si mi presencia, requerida por la propia empresa, supusiera una molestia para los ocupantes de los despachos gemelos que se extendían por todo el recorrido.
Entonces se abrió una de las puertas y asomó un rostro perfectamente esculpido, como el de una estatua griega, coronado por una mata de pelo con corte a la moda, fijado con un gel que lo mantenía en la posición «modelo de peluquería» para todo el día. Ocho de la tarde y el peinado inamovible, como el gesto de su portador.
—Pase, por favor —me indicó, asomando parte del cuerpo y haciendo un gesto de cortesía ensayado.
Un poco amedrentado, accedí al despacho, blanco nuclear en las paredes, y me coloqué delante de una incómoda silla de plástico que me dejó frente a la mesa de madera noble y el ostentoso sillón de cuero que ocuparía mi interlocutor.
Antes de sentarnos, me tendió la mano con la palma boca abajo para estrechar la mía con la suficiencia del que sabe que está por encima de ti. Ahora era propiedad de la empresa, firmar el contrato no era más que un trámite.
—Ignacio López Queisada, me imagino —dijo el responsable de personal sin presentarse previamente.
Aunque reconocí el nombre y asentí, no me terminaba de identificar.
—Puedes llamarme Nacho —respondí, sabiendo que era poco probable que tuviera que volver a nombrarme, al menos en mi presencia, y arrancándole un leve gesto de desaprobación por haberme tomado la licencia de tutearle.
Sin contestar a mi impertinencia, el hombre tomó asiento, hurgó en una bandeja colocada de manera perfectamente simétrica con respecto al resto de enseres, y extrajo un par de formularios y el contrato de trabajo. Después me extendió los papeles, intentando un esbozo de sonrisa que parecía estreñirle, y me señaló el lapicero para que cogiese uno de los bolígrafos y los cubriese.
No hicieron falta más palabras hasta que volvimos a levantarnos; me entregó la tarjeta de acceso a la fábrica, volvió a estrecharme la mano con fuerza y regurgitó un insustancial «Bienvenido a Metalpacker».
Lo curioso es que salí del edificio con un entusiasmo muy poco acorde con la frialdad con que la empresa acababa de recibirme.
Faltaban dos semanas para incorporarme a mi puesto de trabajo.