Eduardo Botto, presidente de la Asociación de Psiquiatría de la comunidad, aparcó en una de las plazas reservadas al personal de guardia del Hospital General de Lantana. En sus más de veinte años de carrera profesional, como eminencia que era en su campo, había tenido que atender urgencias en plena noche en muchas ocasiones, pero algo le hacía creer que este no era un caso más. No le gustaba la calma que reinaba en el lugar.
El colega que lo telefoneó, el doctor Lorenzo Aguerralde, al cargo de las urgencias psiquiátricas aquella jornada, parecía en verdad alarmado ante el lance que le había tocado enfrentar. Ni siquiera quiso darle demasiada información por teléfono, solo especificó que se trataba de una mujer que habían encontrado deambulando por en medio de una carretera secundaria, y que era imprescindible que acudiera lo antes posible.
Entró en el hospital por la puerta principal y se dirigió de inmediato a la ventanilla de información, donde una funcionaria hablaba por el móvil de manera distendida. Alguna llamada personal.
Sin aguardar a que se decidiera a atenderlo, golpeó la ventanilla y habló con autoridad.
—Buenas noches, soy el doctor Botto. Me están esperando.
La mujer levantó la cabeza al instante y tapó el micrófono de su teléfono con la palma de la mano.
—Ah, sí. Buenas noches, doctor. Espere un segundo, enseguida aviso de que ha llegado. —Tras decir esto, destapó de nuevo el móvil—. Vienen a verla, te llamo después —dijo susurrando.
Eduardo Botto volvió a incomodarse, preguntándose por qué un caso psiquiátrico estaba despertando tal expectación, hasta el punto de que fuera motivo de cotilleo por parte del personal del hospital.
—Puede sentarse ahí —ofreció la funcionaria, señalando los incómodos asientos de plástico de la recepción—. Enseguida sube el médico responsable.
Cuando apenas había tenido tiempo de apoyar el trasero, hizo su aparición Lorenzo Aguerralde. Se trataba de un médico muy joven, de poco menos de treinta años. Con toda probabilidad acabaría de finalizar su período de interno hacía poco y le habrían asignado las urgencias, como a todos los novatos. Esto tranquilizó algo a Eduardo, que pensó que quizá se había alterado innecesariamente en cuanto se le presentó el primer caso delicado. Seguro que se trataría de alguna yonqui con delirios o tal vez un caso agudo de esquizofrenia.
—Buenas noches, doctor Botto. Muchas gracias por acudir a la llamada. ¿Puede acompañarme? —solicitó, casi como si estuviera ordenándoselo.
—Vamos, pues —aceptó este sin más, comenzando a pensar en cómo señalaría en el informe de la visita el recibimiento tan poco adecuado que le dispensaron a su llegada, a pesar de haber acudido a la llamada a altas horas de la noche.
Atravesaron el recibidor a la carrera. Eduardo seguía al médico de urgencias dos pasos por detrás, tratando de adaptarse a su ritmo, pero le quitaba un par de décadas y al menos treinta kilos de peso a su colega, que ni se paraba a comprobar si iba tras él.
Caminaron hasta la fila de ascensores y continuaron un poco más allá para llegar al que se destinaba al transporte de las camillas. Entonces, Lorenzo Aguerralde se detuvo un momento y encaró a Eduardo.
—Tengo que advertirle de algo antes de bajar, doctor Botto.
—Usted dirá —concedió.
—Este no es un caso común —anunció el joven.
—Ninguno lo es, doctor Aguerralde. Cada caso es único, es algo que ya debería saber a estas alturas —espetó con solemnidad.
—Ya… No, no me ha comprendido. Esta… Esta mujer no responde a lo signos de ninguna patología que conozca. Está casi catatónica, solo se mueve en contadas ocasiones, y no habla.
—¿Ha pensado que quizá esté en estado de shock?
—Por supuesto, pero no, no se trata de eso. Verá, se limita a permanecer de pie, clavar la mirada y…, bueno, no puedo explicarlo de ninguna otra manera, pero grita con un sonido agudísimo. Por eso la tenemos abajo.
—¿Abajo?, ¿no está en la planta de psiquiatría?
—No, doctor. No podíamos ponerla con otros pacientes, ni siquiera dejarla en esta zona del hospital, porque despertaría a todos los ingresados. Insisto en que… Bueno, tiene que verla usted mismo. El personal le tiene miedo.
—Déjese de tonterías, Aguerralde. —Eduardo Botto comenzaba a enfadarse con tanto misterio—. Dígame entonces, ¿a qué planta la han llevado?
—Esto no le va a gustar, ya lo sé, pero era la única solución. Está en el depósito —anunció.
—¡¿En el depósito?! —vociferó Eduardo—. ¡¿Pero están ustedes locos o qué?!
—Vuelvo a insistir, lo entenderá en cuanto la vea. Era la única sala con suficiente aislamiento acústico.
Mientras hablaban, el encargado de las urgencias había pulsado ya el botón de llamada del ascensor y la puerta se abría ante ellos.
—Por Dios, esto es de locos, Aguerralde, de locos. Pienso incluir todo en el informe, así que más le vale que esté justificado el trato que le están dando a esa mujer.
Sin contestar a la amenaza, Lorenzo Aguerralde lo invitó con un ademán a entrar en el ascensor. Ya en el interior de la cabina, hurgó en el bolsillo de su bata blanca y sacó dos pequeños cubitos rosados que le tendió al doctor Botto.
—Tenga, son tapones de silicona —explicó.
El otro frunció el ceño con incredulidad, pero no dijo nada. Se limitó a coger lo que le estaba dando y a guardarlo en el puño.
Salieron del ascensor en el sótano y recorrieron un largo pasillo sin apenas iluminación, hasta que llegaron a las puertas del depósito de cadáveres del hospital. Frente a ellas estaba apostado un celador gordo y calvo que parecía haberlos esperado ansioso, como si no le llegara la hora de abandonar la tarea que le habían encomendado.
—Vale, Pedro, tienes que quedarte por aquí. Ya nos encargamos el doctor y yo, pero estate atento por si te llamamos.
El celador asintió, al mismo tiempo que dejaba escapar un bufido mal disimulado. Esperaba que, tras la llegada del experto psiquiatra, le dejaran abandonar el sótano y volver a sus labores rutinarias. Alejarse de lo que fuera que estaba al otro lado de la puerta.
Para entonces, el desasosiego ya se le había incrustado en los sentidos a Eduardo Botto, así que, sin ser consciente de ello, demoró un poco más el enfrentamiento con aquella mujer.
—Antes de entrar a verla, necesito conocer las circunstancias exactas en las que fue encontrada la paciente —solicitó.
El joven médico y el celador intercambiaron una mirada turbadora.
—Sí, qué despiste. Perdone que no le haya puesto en antecedentes, doctor —se excusó su colega—. Es una mujer de unos cuarenta años, caucásica, de pelo negro y piel de extrema lividez. El aviso lo dieron los del servicio de recogida de basura, que la encontraron inmóvil en medio de una carretera secundaria de las afueras, en el camino que bordea la ciudad. Está despierta y en apariencia consciente, pero no responde a ningún estímulo auditivo. No se comunica de ninguna manera.
—¿Qué me dice de la visión?
—No parece tener problemas de vista, pero no parpadea y el iris de sus ojos es de un tono inusualmente gris, casi transparente.
—¿Pero responde a señales visuales?
—No exactamente. De hecho, es difícil sostenerle la mirada… Sabemos que nos ve porque llegó hasta aquí siguiendo al enfermero.
—¿Qué significa eso? ¿No la trasladaron en ambulancia?
—Sí, pero… ¿Cómo se lo explico…? No hubo manera de moverla, entró en la ambulancia siguiendo al médico e hizo el trayecto hasta el hospital de pie. Nadie consiguió tumbarla, es como si tuviera todos los músculos en tensión. Sufre alguna variedad de catalepsia que hasta ahora no había visto jamás.
—Lo intentamos entre tres hombres fuertes y no hubo manera, era como intentar arrancar una estatua de su pedestal —intervino el celador.
—¿Y por qué no la han sedado?
El doctor Aguerralde se llevo la mano a la boca, en un gesto pensativo, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—No me va a creer, pero ni las auxiliares ni el enfermero ni yo mismo hemos conseguido encontrarle ninguna vía. Clavarle la aguja es como hundirla en arcilla.
—¡Qué sarta de tonterías me está contando, Aguerralde! Vamos a ver a la paciente —solicitó al fin, perdiendo del todo su temple habitual.
El otro, obedeciendo, sacó un manojo de llaves del bolsillo, introdujo una en la cerradura y descorrió el pestillo. Antes de abrir la puerta, sostuvo un instante la manilla y se volvió hacia el doctor Botto una última vez.
—¿Está listo? —preguntó.
Este asintió, aunque enseguida comprendió que nadie podía estar listo para lo que se iba a encontrar en el interior de la fría sala del depósito.
En las tres paredes frente a ellos estaban las cámaras frigoríficas en las que guardaban los cadáveres a la espera de ser trasladados, bien al tanatorio, bien a la incineradora. Esto hacía que la habitación al completo resultase mucho más gélida de lo que era en realidad, ya que la hacía parecer un enorme habitáculo metálico.
De pie, en medio de la estancia e inmóvil por completo, estaba la mujer que le acababa de describir el doctor Aguerralde a Eduardo Botto. Tenía la piel de un tono tan pálido que debería traslucir las venas, aunque no era así. Su pelo era negro, a juego con la indumentaria que la cubría de la cabeza a los pies. Pero lo más llamativo eran sus ojos, grises y penetrantes.
En cuanto la tuvo frente a él, Eduardo perdió la noción de lo que había ido a hacer allí. Solo podía observar sus ojos, dejándose llevar por una sensación de cohesión intensa que lo supeditaba a su voluntad. Ni siquiera reparó en que la mujer estaba separando los labios poco a poco hasta que el doctor Aguerralde le propinó un codazo que lo arrancó del ensimismamiento.
—Los tapones, doctor, ¡rápido! —le advirtió.
Entonces se dio cuenta de que su colega ya tenía incrustados otros pedazos de silicona en las orejas y apuró para colocarse los que le había entregado en el ascensor, que estaban reblandecidos por el calor y el sudor de su mano.
Pese a la protección, cuando el sonido comenzó a adquirir potencia consiguió penetrar la barrera de los tapones, y Eduardo Botto intentó remitirlo apretando ambas manos contra los oídos con todas sus fuerzas.
Lo que ninguno de los dos médicos pudo percibir en aquel momento, y poco tiempo después sería demasiado tarde, eran los golpes y arañazos que los cadáveres reanimados comenzaban a dar dentro de los frigoríficos, tratando de salir de su encierro.