Gracias a Nacho Cid por haberse cruzado en mi camino y por esa sintonía especial que nos pone la piel literalmente de gallina. A Rafa Rubio por estar siempre ahí, incluso cuando parece que bailamos con música diferente, pero manteniendo el mismo ritmo. A Mónica Plasencia por creer con firmeza que el escritor que ella había vislumbrado en mis relatos existía también en formato largo, y hacérmelo ver. Y a Javier Pellicer por ser el ejemplo de escritor de oficio que no renuncia a su voz propia.
También querría agradecer a ese grupo de lectores entusiastas que me colmaron de esos elogios que los escritores a veces tanto necesitamos para alimentar nuestro insaciable ego, pero que tampoco temblaron a la hora de hacerme ver mis errores: Macu Marrero, Ana Kayena, Raquel Cruz y Paqui García, entre otros, porque este agradecimiento es extensible a todos lo que alguna vez me han leído, les gustase o no.
No puedo dejar de mencionar asimismo a mi «mentor» literario, Juande Garduño, al maestro Javier Cosnava, a mi amigo Ángel Luis Sucasas y a todo el selecto grupo de la Zervilleta. Ellos saben quiénes son y lo que podemos hacer cuando estamos hasta arriba de agua mineral. Gracias por ayudarme recuperar el norte, compañeros.
Pero, sobre todo, infinitas gracias a mi mujer, Anabel, que me rescató cuando era, como el protagonista de esta novela, un islote enclavado en medio de un océano de existencias cuyo vínculo no reconocía. Si no fuera por ti, habría acabado sumergiéndome para siempre. Te quiero.