Shinji no podía visitar abiertamente la casa de los Miyata. Una noche, cuando volvió de la jornada de pesca, llamó a Hatsue desde la puerta principal. Vestía unos pantalones recién lavados y una camisa deportiva blanca y limpia, y en cada mano llevaba un gran besugo.
Hatsue estaba preparada y le esperaba. Se habían citado para ir al santuario de Yashiro y al faro, donde anunciarían su compromiso y expresarían su agradecimiento.
La penumbra en la estancia con suelo de tierra se disipó un poco cuando bajó Hatsue. Llevaba un ligero kimono de verano con grandes dondiegos de día estampados sobre fondo blanco, la misma tela que le comprara en aquella ocasión al buhonero, y su blancura destacaba incluso de noche.
Shinji había permanecido apoyado en la puerta, esperando; pero cuando salió Hatsue, él bajó la vista de improviso, sacudió un pie enfundado en la geta, como para alejar a unos insectos, y musitó:
—Los mosquitos son terribles.
—Ya lo creo.
Subieron los escalones que conducían al santuario de Yashiro. Podrían haberlo hecho corriendo y sin detenerse para recobrar el aliento, pero subieron despacio, como si saboreasen el placer de cada escalón independiente. Cuando llegaron al centésimo, se detuvieron, como reacios a que la feliz ascensión terminara cuando llegasen a lo alto. El muchacho quería cogerle la mano, pero se lo impedían los besugos que colgaban de cada una de ellas.
También la naturaleza les sonreía. Cuando llegaron al último escalón, se volvieron y contemplaron la bahía de Ise. El cielo nocturno estaba lleno de estrellas y sólo unas nubes bajas se extendían por el horizonte en dirección a la península de Chita, iluminadas de vez en cuando por silenciosos relámpagos que surcaban el cielo. Tampoco el rumor del oleaje era intenso, sino regular y apacible, como si el mar respirase sumido en un sueño saludable. Atravesaron el pinar y se detuvieron en el modesto santuario para orar. El muchacho se sintió orgulloso del fuerte y claro sonido que produjo al dar la palmada ritual. El sonido se expandió a una distancia considerable, y le gustó tanto que dio otra palmada.
Hatsue había inclinado la cabeza y rezaba. En contraste con el fondo blanco del cuello del yukata, su cuello bronceado no poseía una blancura especial, y sin embargo a Shinji le gustaba más de lo que podría gustarle el más blanco de los cuellos.
El muchacho reflexionó de nuevo sobre su felicidad. Realmente los dioses le habían concedido todo aquello por lo que había rezado.
Ambos oraron durante largo rato. Y precisamente porque nunca se les había ocurrido dudar de la providencia de los dioses, percibían esa providencia a su alrededor.
El despacho del santuario estaba iluminado. Shinji llamó a la puerta, y el monje se asomó a la ventana.
Las palabras de Shinji resultaron bastante imprecisas, y durante un rato el monje no comprendió qué motivo había llevado allí a los dos jóvenes. Pero por fin cayó en la cuenta, y Shinji le entregó uno de los dos pescados como ofrenda a los dioses. Al recibir el espléndido regalo del mar, el sacerdote recordó que él sería el oficiante en su ceremonia matrimonial, y los felicitó efusivamente.
Al subir por el sendero que atravesaba el pinar detrás del santuario saborearon de nuevo el frescor nocturno. Aunque el sol se había puesto por completo, las cigarras cantaban todavía. El sendero que conducía al faro era empinado. Ahora Shinji tenía libre una mano y aferró la de la muchacha.
—Estoy pensando en examinarme para sacar la licencia de primer oficial —le dijo—. Puedes hacerlo al cumplir los veinte años, ¿sabes?
—Oh, eso sería estupendo.
—Creo que una vez consiga la licencia será el momento de celebrar la boda.
Hatsue no replicó y se limitó a sonreír tímidamente.
Rodearon la Cuesta de la Mujer y se acercaron a la residencia del farero. Como de costumbre, el muchacho alzó la voz para saludar desde la puerta de vidrio, donde una vez más vieron la sombra de la señora de la casa que iba de acá para allá mientras preparaba la cena.
La señora abrió la puerta, y allí, en la oscuridad, vio al muchacho y a su prometida, vacilantes.
—¡Vaya, aquí estáis los dos, bienvenidos! —exclamó la mujer, y finalmente tomó con ambas manos el gran pescado que Shinji le ofrecía. Entonces volvió el rostro hacia el interior de la casa—: Padre, Shinji-san nos ha traído un espléndido besugo.
El farero, que descansaba en una de las habitaciones interiores, respondió sin levantarse.
—Gracias como siempre. Y esta vez, también felicidades. Pasad, pasad.
—Pasad, por favor —añadió la mujer—. Mañana también regresará Chiyoko.
El muchacho no era en absoluto consciente de las emociones que había despertado en Chiyoko ni de la angustia mental que la joven había padecido por su causa, y oyó la brusca observación de la madre sin darle la menor importancia.
El farero y su esposa prácticamente les obligaron a cenar con ellos, por lo que se quedaron en la casa casi una hora. Entonces el farero les dijo que les mostraría el faro antes de que regresaran a casa. Hatsue, que llevaba aún poco tiempo en la isla, nunca había visto el interior del faro.
En primer lugar, el farero les enseñó la caseta de vigilancia. Para acceder a ella desde la residencia caminaron por el borde del pequeño huerto, donde el día anterior habían plantado nabos, y subieron un tramo de escalones de cemento armado. En lo alto se alzaba el faro, algo apartado y erguido contra el fondo del monte, mientras que la caseta de vigilancia estaba situada en el borde del acantilado a cuyo pie rompían las olas.
La luz del faro, como una reluciente columna de niebla, se deslizaba de derecha a izquierda sobre el tejado de la caseta, en el lado que daba al mar. El farero abrió la puerta de la caseta y, precediéndoles, encendió la luz. Vieron las escuadras colgadas del marco de una ventana, el escritorio escrupulosamente ordenado, sobre el que descansaba el cuaderno para anotar los movimientos de los barcos, y, en un trípode ante la ventana, el telescopio.
El farero abrió una ventana, ajustó el telescopio y lo situó a la altura de Hatsue.
La muchacha aplicó el ojo al visor, lo apartó y limpió la lente con la manga de su kimono, miró de nuevo y lanzó un grito de alegría.
—¡Qué bonito!
Entonces, mientras Hatsue señalaba las luces en diversas direcciones, Shinji las identificaba gracias a su excepcional vista y le iba diciendo a qué correspondían.
Sin apartar el ojo del telescopio, Hatsue señaló primero las docenas de luces que salpicaban el mar al sudeste.
—¿Ésas? Son las luces de los barcos de arrastre. Vienen desde la prefectura de Aichi.
Parecía como si cada una de las innumerables luces diseminadas por el mar tuvieran su contrapartida en algún lugar entre las innumerables estrellas del cielo. Directamente enfrente de ellos veían el haz luminoso del faro que se alzaba en el cabo Irako. Detrás estaban esparcidas las luces del pueblo de cabo Irako y a la izquierda resplandecían débilmente las de la isla de Shino.
En el extremo de la izquierda se distinguía el faro del cabo Noma en la península de Chita. A la derecha destacaban las luces arracimadas del puerto de Toyohama. Aquella luz roja en el medio… era la luz del espigón del puerto. Y allá lejos, a la derecha, en lo alto del monte Oyama, parpadeaba el faro aéreo que guiaba a los aviones.
Hatsue lanzó un segundo grito de admiración. Un gran transatlántico acababa de entrar en el campo de visión del telescopio. Apenas era visible a simple vista, pero a medida que avanzaba majestuosamente por el campo visual del telescopio, su delicado reflejo era tan espléndido y nítido que los dos jóvenes se turnaron para contemplarlo a través del telescopio.
Parecía ser un buque de carga y pasaje combinado, y desplazaba entre dos y tres mil toneladas. En una sala que daba a la cubierta de paseo distinguieron claramente varias mesas con manteles blancos y sillas. No se veía una sola persona. Al parecer, la sala era el comedor, y de improviso, mientras examinaban las paredes de asfalto bituminoso blanqueado, un camarero de uniforme blanco entró por la derecha y pasó por delante de las ventanas.
Poco después el buque, con luces verdes en la proa y la popa, rebasó el alcance del telescopio y siguió navegando por el canal de Irako, rumbo al Pacífico.
Luego el farero los llevó a la torre faro. En la planta baja el generador eléctrico producía un ruido sordo, y la atmósfera estaba impregnada de olor a petróleo. Había allí latas, bidones y lámparas de petróleo. Subieron por la estrecha escalera de caracol y en lo alto, situada en una habitación redonda, pequeña y solitaria, descubrieron la fuente de luz del faro, que proseguía allí su existencia silenciosa.
A través de la ventana, contemplaron el haz luminoso que barría el paisaje de derecha a izquierda, sobre las negras y ruidosas olas del canal de Irako. El farero tuvo el tacto de bajar por la escalera de caracol y dejar a la pareja allí a solas.
La pequeña habitación redonda en lo alto de la torre estaba rodeada por paredes de madera pulimentada. Sus accesorios de latón relucían, las gruesas lentes giraban pausadamente alrededor de la bombilla eléctrica de quinientos vatios, agrandando su potencia luminosa hasta sesenta y cinco mil bujías, y mantenía una velocidad que producía una serie constante de destellos. Los reflejos de la lente se desplazaban alrededor de la pared circular de madera y, con el acompañamiento del chirriante sonido que producía el mecanismo de giro, característico de los faros construidos antes del siglo XX, aquellos mismos reflejos se deslizaban por las espaldas del muchacho y su prometida, que apoyaban las caras en el cristal de la ventana.
Sus mejillas estaban tan juntas que podían tocarse en cualquier momento, y percibían el calor de sus epidermis… Delante de ellos se extendía la oscuridad insondable, atravesada con regularidad por el vasto haz luminoso del faro. Y los reflejos de la lente seguían girando en el interior de la pequeña habitación, tan sólo distorsionados cuando atravesaban la camisa blanca y el kimono con flores estampadas.
Una vez más resultó que Shinji, pese a lo poco dado que era a reflexionar, estaba sumido en sus pensamientos. Pensaba en que, a pesar de todo lo que habían padecido, al final estaban allí, libres dentro del código moral imperante en el lugar donde habían nacido, sin que una sola vez la providencia de los dioses les hubiese abandonado… que, en una palabra, aquella islita, envuelta en la oscuridad, era la que había protegido su felicidad y permitido la plenitud de su amor.
De repente Hatsue se volvió hacia Shinji y se echó a reír. Sacó de la manga de su kimono una pequeña concha rosada y se la mostró.
—¿Recuerdas esto?
—Sí, lo recuerdo.
El muchacho sonrió, revelando sus hermosos dientes. Entonces, del bolsillo de la camisa extrajo la foto de Hatsue y se la enseñó.
Hatsue tocó ligeramente la foto y se la devolvió. Sus ojos estaban llenos de orgullo. Pensaba que era su foto lo que había protegido a Shinji.
Pero en aquel momento el muchacho enarcó las cejas. Sabía que era su propia fortaleza la que le había ayudado a superar el peligro de aquella noche.