El Utajima-maru regresó al puerto de Kobe varios días después de lo previsto. Así pues, cuando el capitán, Shinji y Yasuo llegaron a la isla, adonde tenían que haber regresado antes de mediados de agosto, a tiempo para asistir al festival del O-bon, las festividades ya habían terminado.
Se enteraron de las noticias sobre la isla a bordo del transbordador Kamikaze-maru. Pocos días antes del festival, una enorme tortuga había quedado varada en la playa, y la mataron en seguida. Contenía más de un cesto de huevos, que fueron vendidos a dos yenes cada uno.
Shinji fue a rezar al santuario de Yashiro, para agradecer su regreso sano y salvo, y entonces se dirigió a la casa de Jukichi, que le había invitado a una celebración. A pesar de las protestas del muchacho, que nunca bebía, le llenaron varias veces la taza de sake.
Dos días después salió de nuevo a pescar en el barco de Jukichi. Shinji no había contado nada acerca de su travesía, pero el capitán había informado a Jukichi de todos los detalles.
—Tengo entendido que has hecho algo extraordinario.
—Qué va.
El muchacho se ruborizó un poco, pero no tenía nada más que decir. Cualquiera que no estuviese familiarizado con su personalidad podría haber llegado fácilmente a la conclusión de que se había pasado el último mes y medio durmiendo en alguna parte.
Jukichi permaneció un rato en silencio, y entonces le habló con un aire de naturalidad.
—¿Tienes alguna noticia del tío Teru?
—No.
—Ah.
Nadie mencionó a Hatsue, y Shinji, a quien la soledad no afectaba demasiado, se entregó por completo a la actividad cotidiana, mientras el barco se mecía en las aguas encrespadas durante la canícula. El trabajo armonizaba a la perfección con su cuerpo y su alma, como un traje bien cortado, y no dejaba espacio para que aparecieran otras preocupaciones.
La extraña sensación de confianza en sí mismo no le abandonó en todo el día. Cuando oscureció vio la silueta de un carguero blanco que navegaba muy lejos mar adentro, y era diferente del que viera aquel día, tanto tiempo atrás, pero una vez más Shinji experimentó una nueva emoción.
«Sé a dónde se dirige ese barco —pensó—. Sé qué clase de vida llevan los tripulantes a bordo, qué clase de penalidades soportan. Lo sé todo de ese barco».
Por lo menos, aquel barco blanco no era ya una sombra de lo desconocido. Ahora había algo en el lejano carguero blanco que iba dejando una estela de humo en el crepúsculo de fines del verano, que apresuraba los latidos de su corazón todavía más de lo que los apresuró en su día el buque desconocido. El muchacho volvió a sentir en sus manos el peso de aquella cuerda salvavidas de la que tiró con todas sus fuerzas. Ciertamente, con sus fuertes manos había tocado una vez ese algo «desconocido» que antes había contemplado desde una gran distancia. Tenía la sensación de que ahora le bastaría con alargar la mano para tocar aquel barco blanco que se adentraba en alta mar.
Obedeciendo a un impulso infantil, tendió sus cinco dedos de grandes nudillos hacia el mar, en dirección este, donde ya era muy densa la oscuridad del crepúsculo.
Ya había quedado atrás la mitad de las vacaciones estivales y Chiyoko no volvía a casa. El farero y su esposa aguardaban un día tras otro el regreso de su hija a la isla. La madre le escribió una carta apremiante, pero no recibió respuesta. Volvió a escribir, y al cabo de diez días le llegó una respuesta malhumorada. Chiyoko no le daba ningún motivo y se limitaba a decirle que no le era posible volver a la isla durante aquellas vacaciones.
Finalmente la madre decidió probar con el sentimentalismo como medio de persuasión y envió a su hija por correo urgente una carta de más de diez páginas en la que le expresaba sus sentimientos y le rogaba que volviera a casa. Recibió la respuesta cuando sólo quedaban unos pocos días de vacaciones y una semana después del regreso de Shinji a la isla. Era una réplica que jamás habría pasado por la cabeza de la sorprendida madre.
En su carta Chiyoko confesaba que había visto a Shinji y Hatsue bajar por la escalera de piedra cogidos del brazo aquel día de la tormenta, y que ella les había puesto en serias dificultades con su impertinente decisión de contárselo a Yasuo. A Chiyoko aún le atormentaban los sentimientos de culpa, y siguió diciendo que, a menos que Shinji y Hatsue hallaran por fin la felicidad, ella seguiría sintiéndose demasiado avergonzada para regresar a la isla. Si su madre actuaba como intermediaria y persuadía a Terukichi de que les permitiera casarse… Ésa era la condición que ella ponía para regresar a la isla.
Esta carta trágica, exigente e inoportuna hizo estremecerse a la bondadosa madre. Cruzó por su mente la idea de que, si no emprendía las acciones apropiadas, su hija, incapaz de soportar el remordimiento de conciencia, podría incluso suicidarse. Sus amplias lecturas hicieron recordar a la señora del faro diversos casos aterradores de adolescentes que se habían quitado la vida por alguna cuestión igualmente trivial.
Decidió no mostrar la carta a su marido, el farero, y pensó que cada día contaba, que debería encargarse de todo por sí sola, a fin de lograr que su hija regresara a casa lo antes posible.
Mientras se ponía sus mejores prendas de vestir, un traje de batista blanco, renació en ella la briosa sensación que experimentó años atrás, cuando era maestra en una escuela de niñas y en una ocasión fue a quejarse a unos padres acerca de una alumna problemática.
Delante de las casas, a lo largo de la carretera que conducía al pueblo, habían extendido esteras de paja sobre las que se secaban al sol semillas de sésamo, alubias rojas y granos de soja. Las minúsculas y verdes semillas de sésamo, bañadas por el sol del verano tardío, arrojaban, una tras otra, sus diminutas sombras ahusadas sobre la áspera paja de las esteras recién tejidas.
Desde allí se vislumbraba la expansión del mar, cuyo oleaje no alcanzaba aquel día demasiada altura.
Cuando la esposa del farero bajaba la pendiente escalonada que constituía la calle principal del pueblo, sus zapatos blancos producían un sonido ligero contra el cemento armado. Entonces empezó a oír unas voces animadas y risueñas, y el sonido elástico de ropa mojada y golpeada.
Se acercó al lugar de donde procedían aquellos sonidos y vio a media docena de amas de casa que lavaban la ropa junto al arroyo al borde de la calzada. La madre de Shinji era una de ellas.
Después del festival O-bon las buceadoras tenían más tiempo libre, y sólo en ocasiones se zambullían en busca de algas. Así pues, dedicaban sus energías a lavar la ropa sucia acumulada. Apenas empleaban jabón; extendían las prendas sobre piedras planas y las pisoteaban.
—¿Qué tal, señora? ¿Adónde va?
Todas las mujeres inclinaron la cabeza y saludaron a la esposa del farero. Bajo sus faldas remangadas, los reflejos del agua ondulaban en sus muslos tostados.
—Voy un momento a visitar la casa de Terukichi Miyata-san.
Mientras decía esto, pensó que resultaba extraño encontrarse con la madre de Shinji y, sin decirle una sola palabra del asunto, seguir adelante por su cuenta y arreglar el compromiso de su hijo. Así pues, se dio la vuelta y empezó a bajar el empinado tramo de escalones, cubiertos de musgo y resbaladizos, que comunicaban la calle con la orilla del arroyo. El tipo de zapatos que calzaba hacía el descenso arriesgado, por lo que, de espaldas al agua, pero mirando continuamente por encima del hombro, bajó a gatas y lentamente los escalones. Una de las mujeres, que estaba de pie en medio del arroyo, le tendió la mano para ayudarla a bajar.
Cuando llegó a la orilla, la esposa del farero se quitó los zapatos y empezó a vadear. Las mujeres que estaban en la otra orilla observaron su arriesgado avance con disimulado regocijo.
La mujer tomó de la manga a la madre de Shinji e hizo un torpe intento de conversar en privado con ella, susurrándole al oído unas palabras que todas las demás podían oír claramente.
—Tal vez no sea éste el lugar apropiado, pero quería preguntarle cómo está últimamente la situación de Shinji-san y Hatsue-san.
La brusquedad de la pregunta sorprendió a la madre, y miró a su interlocutora con los ojos muy abiertos y sin decir nada.
—A Shinji-san le gusta Hatsue-san, ¿no es cierto?
—Bueno…
—Y Terukichi todavía se interpone, ¿verdad?
—Sí, ése es el problema, pero…
—¿Y cuál es la postura de Hatsue?
A esas alturas las demás buceadoras, que no podían haber dejado de oír la conversación, se pusieron a hablar entre ellas. Desde el día en que el buhonero organizó el concurso, cada vez que se hablaba de Hatsue todas las buceadoras sin excepción se revelaban como firmes defensoras de la muchacha. Por otro lado, la misma Hatsue les había contado la verdad de lo ocurrido y todas estaban como una sola mujer contra Terukichi.
—Hatsue también bebe los vientos por Shinji. Ésa es la pura verdad, señora. ¡Y, sin embargo, por increíble que parezca, el tío Teru tiene la intención de casarla con ese Yasuo que no sirve para nada! ¿Había oído usted alguna vez necedad semejante?
—Bien, eso es todo —dijo la señora del faro, como si se dirigiera a los alumnos de una clase—. Hoy he recibido una carta amenazadora de mi hija, que está en Tokyo, y me dice que no responde de sus actos si no ayudo a consumar ese matrimonio. Por eso voy a hablar con Terukichi-san, pero he pensado que primero debía ver a la madre de Shinji-san y pedirle su parecer.
La madre de Shinji se agachó para recoger el kimono de su hijo, que había lavado pisoteándolo sobre una piedra. Procedió lentamente a escurrirlo, para ganar algún tiempo que le permitiera pensar. Finalmente, se volvió hacia la señora del faro e inclinó la cabeza.
—Le agradeceré muchísimo cualquier cosa que pueda usted hacer —le dijo.
Las demás mujeres, deseosas de ser útiles, hablaban ruidosamente entre sí, como una bandada de aves acuáticas a orillas de un río, y decidieron que si ellas iban también, como representantes de las mujeres del pueblo, la exhibición de fuerza podría infundir respeto a Terukichi. La señora del faro se mostró de acuerdo, y las cinco mujeres, entre las que no figuraba la madre de Shinji, se apresuraron a escurrir la colada y la llevaron corriendo a sus casas, tras convenir que se encontrarían en el recodo de la carretera que conducía a la casa de Terukichi.
La señora del faro entró en la penumbrosa estancia con suelo de tierra en casa de los Miyata. Se detuvo en el centro.
—¡Buenos días! —gritó con una voz todavía juvenil y firme.
No hubo respuesta.
Las otras cinco mujeres permanecían ante la puerta, con sus caras tostadas por el sol alzadas como otras tantas hojas de cactus y los ojos brillantes de entusiasmo mientras atisbaban el oscuro interior.
La señora del faro llamó de nuevo, y su voz resonó en la casa como si ésta se hallara vacía.
Entonces crujió la escalera y apareció el mismo Terukichi, enfundado en una bata de baño. Al parecer, Hatsue no estaba en casa.
—Vaya, si es la señora del farero —gruñó Terukichi, imponente al pie de la escalera que partía del suelo de tierra.
La mayoría de las personas que visitaban aquella casa sentían el impulso de echar a correr cuando los recibía aquel hombre de cara poco amistosa y erizada cabellera blanca. La dama se sintió intimidada, pero hizo acopio de valor para proseguir.
—Hay cierto asunto del que quisiera hablar con usted un momento.
—¿Ah, sí? De acuerdo, pase.
Terukichi se dio la vuelta y subió por la escalera. Ella le siguió, y las otras cinco mujeres entraron de puntillas tras ella. Terukichi la precedió a la sala de estar en el piso superior y, sin más ceremonia, tomó asiento ente el tokonoma[9]. No pareció sorprenderse gran cosa al observar que el número de visitantes en la sala había pasado a ser de seis. Haciéndoles caso omiso, dirigió su mirada hacia las ventanas abiertas. Jugueteaba con un abanico decorado con la imagen de una bella mujer que anunciaba un comercio de Toba.
Las ventanas daban directamente al puerto de la isla. En la parte interior del espigón había un solo barco, perteneciente a la cooperativa. A lo lejos, unas nubes veraniegas flotaban sobre la bahía de Ise.
El soleado exterior era tan brillante que, en contraste, la sala parecía oscura. De la pared del tokonoma pendía un cuadro caligráfico enrollable, pintado por el penúltimo gobernador de la prefectura de Mié, y debajo, relucientes como si fuesen de cera, estaban las figuras de un gallo y su gallina, talladas en una raíz de árbol nudosa y retorcida, mientras que las colas y crestas estaban formadas con los delgados renuevos naturales que brotaban de la raíz.
La señora del faro se sentó a un lado de la mesa de palisandro. Las otras cinco mujeres, que habían perdido el valor que un poco antes las animaba, se sentaron en actitud muy formal delante de la cortina de varillas de bambú en la entrada de la sala, como si hicieran una exhibición de batas de casa.
Terukichi seguía mirando a través de la ventana sin abrir la boca.
Se hizo en la sala el silencio de una bochornosa tarde de verano, roto tan sólo por los zumbidos de varios moscones azules que revoloteaban en la estancia.
La señora del faro se enjugó el sudor de la cara varias veces. Por fin, empezó a hablar.
—Verá, deseaba hablar con usted acerca de Hatsue-san y Shinji, de la familia Kubo, y…
Terukichi seguía mirando a través de la ventana. Tras una larga pausa habló, y lo hizo de tal manera que parecía como si escupiera las palabras.
—¿Hatsue y Shinji?
—Sí…
Por primera vez Terukichi volvió el rostro hacia ella, y entonces habló, sin el más ligero atisbo de una sonrisa.
—Si eso es todo lo que quería decirme, ya está arreglado. Shinji es el joven al que adopto como marido de Hatsue.
Hubo revuelo entre las mujeres, como si se hubiera roto un dique, pero Terukichi prosiguió, sin prestar la menor atención a las reacciones de las visitantes.
—Pero en cualquier caso aún son demasiado jóvenes, por lo que he decidido que de momento estén comprometidos, y entonces, cuando Shinji sea mayor de edad[10], celebraremos una ceremonia como es debido. He oído decir que su madre tiene dificultades económicas, por lo que estaré dispuesto a aceptarla en esta casa junto con el hermano menor, o, según lo que finalmente se decida, ayudarles con una aportación mensual de dinero. Pero todavía no he dicho a nadie nada de esto.
»Al principio estaba enojado, pero entonces, cuando les obligué a dejar de verse, Hatsue estaba tan afectada que llegué a la conclusión de que las cosas no podían seguir así. Por ello ideé un plan. Les ofrecí a Shinji y Yasuo puestos de trabajo en mi barco y le dije al capitán que observase cuál de ellos actuaba mejor. Permití que el capitán le contara todo esto a Jukichi confidencialmente, y no creo que Jukichi se lo haya dicho a Shinji todavía. En fin, para abreviar, el capitán quedó encantado con Shinji y me dijo que nunca podría encontrar un marido mejor para Hatsue. Y entonces, cuando Shinji llevó a cabo aquella hazaña en Okinawa… bueno, cambié de idea y decidí que él era el marido adecuado para mi hija. Lo único que cuenta de veras… —Al llegar aquí Terukichi alzó la voz y recalcó sus palabras—. Lo único que cuenta de veras en un hombre es su empuje. Si tiene empuje es un hombre auténtico, y ésa es la clase de hombres que necesitamos aquí, en Utajima. La familia y el dinero son secundarios. ¿No le parece, señora del farero? Y eso es lo que tiene Shinji, empuje.