Cuando se aproximaba la temporada del buceo, las jóvenes de la isla sentían la misma opresión en el pecho que experimentan los chicos de la ciudad cuando tienen que enfrentarse a los exámenes finales en la escuela. En los primeros años de la enseñanza primaria competían por recoger guijarros en el fondo del mar cercano a la playa, unos juegos con los que iban adquiriendo la habilidad técnica del buceo, y de una manera natural, a medida que aumentaba su espíritu de rivalidad, adquirían cada vez más destreza. Pero cuando por fin empezaban a bucear para ganarse la vida y sus despreocupados juegos se convertían en un auténtico trabajo, las jóvenes, sin excepción, se asustaban, y la llegada de la primavera tan sólo significaba que el temido verano estaba próximo.
Les esperaba el frío, la sensación de ahogo, la angustia indecible cuando el agua penetraba bajo las gafas submarinas, el pánico y el temor a la sensación de marasmo que embargaba todo el cuerpo cuando una oreja de mar estaba a sólo dos o tres centímetros de los dedos. También ocurrían numerosos accidentes, y se producían heridas en los dedos de los pies al golpear el fondo marino, cubierto de conchas de afilados bordes, para impulsarse hacia la superficie, y una pesada languidez se apoderaba de las buceadoras cuando habían permanecido bajo el agua hasta casi superar el umbral de resistencia… Todas estas sensaciones se habían vuelto cada vez más nítidas en el recuerdo; la repetición había intensificado todavía más el terror. Y a menudo las muchachas se despertaban de súbito, como presas de una pesadilla, aunque su sopor era tan profundo que no parecía dejar espacio alguno a los sueños. Entonces, en plena noche, su terror traspasaba la oscuridad alrededor del apacible y seguro lugar donde dormían y contemplaban con sorpresa los puños fuertemente apretados y cubiertos en su interior de un viscoso sudor.
No les sucedía lo mismo a las buceadoras de más edad y a las que estaban casadas. Al emerger del agua, cantaban, reían y hablaban alzando mucho las voces. Daba la impresión de que para ellas el trabajo y el placer formaban un todo armónico. Al contemplarlas con envidia, las jóvenes pensaban que nunca llegarían a ser así, y sin embargo, cuando pasaran los años, se sorprenderían al descubrir que, sin darse cuenta, habían acabado por formar parte de ese grupo de buceadoras alegres y veteranas.
Los meses de junio y julio eran los de mayor ajetreo para las buceadoras de Utajima. Trabajaban en los alrededores de la playa del Jardín, en el lado oriental del cabo Benten.
Un día, antes de que empezara la estación lluviosa, un fuerte sol de mediodía, que ya no podía considerarse el de comienzos del verano, se derramaba sobre la playa. Habían encendido una fogata para secarse, y la brisa meridional acarreaba el humo hacia el antiguo túmulo del príncipe Deki. En la playa del Jardín se abría una pequeña cala más allá de la cual se extendía el océano. A lo lejos, a gran altura sobre la superficie del mar, se acumulaban unas nubes de verano.
Como su nombre sugería, la playa del Jardín tenía las características de un jardín escénico. Numerosos peñascos de caliza rodeaban la playa, y parecían haber sido colocados allí a propósito para que los niños pudieran ocultarse y disparar sus pistolas cuando jugaban a indios y vaqueros. Además, la superficie de las rocas era suave al tacto, y aquí y allá presentaban huecos del tamaño de un dedo meñique donde se refugiaban pequeños cangrejos y tiñuelas. La arena que rodeaba las rocas era totalmente blanca. En lo alto del acantilado frente al mar, a la izquierda, estaban en plena floración las plantas llamadas algodón de mar, y sus flores no eran las del final de la temporada, que parecían durmientes desgreñadas, sino que tenían los pétalos de vivo color blanco, sensuales, parecidos a cebolletas, y se alzaban contra el cielo de un azul profundo.
Era la hora del descanso a mediodía, y las mujeres reían y bromeaban alrededor de la fogata. La arena aún no estaba tan caliente como para quemar las plantas de los pies, y el agua, aunque fría, ya no era tan gélida que obligase a las buceadoras a correr para ponerse sus prendas acolchadas y acurrucarse junto a la fogata en cuanto emergían del mar.
Las mujeres, desternillándose de risa, sacaban pecho y exhibían sus senos con jactancia. Una de ellas empezó a alzárselos con ambas manos.
—No, no, no está bien que te los subas. Si haces eso puedes engañar todo lo que quieras.
—¡Mira quién habla! Con unas tetas como las tuyas no podrías engañar aunque te las alzaras con las manos.
Las mujeres se echaron a reír y discutieron sobre cuál tenía los pechos mejor formados.
Los senos de todas ellas estaban bien bronceados, y además de no distinguirse precisamente por esa calidad misteriosa que proporciona la blancura, carecían incluso en mayor grado de la transparencia de la piel reveladora de las venas. A juzgar tan sólo por la piel, parecían totalmente insensibles, pero por debajo de la epidermis tostada el sol había creado un color lustroso y semitransparente, como el de la miel. Las oscuras areolas de los pezones no destacaban como misteriosas manchas negras y húmedas, sino que adquirían gradualmente ese color de miel.
Entre los muchos senos congregados alrededor del fuego, había algunos que ya pendían fláccidos y otros cuyos últimos vestigios eran solamente unos pezones secos y duros. Pero en la mayoría de los casos los músculos pectorales, bien desarrollados, sujetaban los senos en unos pechos anchos y firmes y no los dejaban caer por su propio peso. Su aspecto indicaba que aquellos pechos se habían desarrollado día a día bajo el sol, ajenos totalmente al pudor, como frutos en maduración.
Una de las muchachas se lamentó porque uno de sus senos era más pequeño que el otro, pero una mujer mayor y sin pelos en la lengua le dijo:
—Eso no es nada preocupante. Y el día menos pensado un pretendiente joven y guapo te los acariciará hasta darles la forma adecuada.
Todas volvieron a reírse, pero la muchacha seguía preocupada.
—¿Estás segura, abuela Oharu? —le preguntó.
—Claro que estoy segura. Conocí a una chica con ese mismo problema, pero en cuanto tuvo un hombre los pechos se le igualaron perfectamente.
La madre de Shinji se enorgullecía de sus pechos, todavía firmes y vigorosos, los más juveniles entre las mujeres casadas de su edad. Como si nunca hubieran conocido el ansia de amor o los sufrimientos de la vida, sus senos se erguían durante todo el verano hacia el sol, del que obtenían directamente su fuerza inagotable.
Ella no envidiaba en especial los senos de las jóvenes, pero había unos especialmente hermosos que todas admiraban, incluida la madre de Shinji, y eran los de Hatsue.
Era el primer día de la temporada que la madre de Shinji iba a bucear, y por ello era también su primera ocasión de examinar con detenimiento a Hatsue. Desde que le dijera aquellas bruscas palabras de despedida, cada vez que las dos se cruzaban en la calle intercambiaban inclinaciones de cabeza, pero Hatsue era callada por naturaleza. También aquel día ambas habían estado ocupadas con una cosa y otra, y no habían tenido muchas ocasiones de hablarse. Incluso ahora, durante la competición para determinar quién tenía los pechos más bellos, las mujeres mayores eran las que llevaban la voz cantante, y la madre de Shinji, que ya estaba predispuesta contra ella, evitaba a propósito entablar conversación con Hatsue.
Entre dos montículos que mantenían erguidos sus capullos de color rosado se abría un valle que, si bien muy tostado por el sol, aún no había perdido su delicadeza, la suavidad y el frescor de la piel surcada de venas, un valle que recordaba la primavera temprana. Los senos, que seguían el ritmo del crecimiento normal de su cuerpo, no evidenciaban retraso alguno en su desarrollo. Sin embargo, su redondez, todavía con la firmeza de la infancia, parecía a punto de despertar de un sueño, como si bastara para ello el más ligero roce de una pluma o la caricia de la brisa más suave.
La abuela no pudo resistir el impulso de colocar su mano sobre los pezones de aquellos senos tan saludables y virginales pero que, al mismo tiempo, estaban tan bien formados. El contacto de su áspera palma hizo que Hatsue se incorporase de un salto. Todas las mujeres se rieron.
—¿Así que ahora, abuela Oharu, comprendes cómo deben de sentirse los hombres? —le preguntó alguien.
La anciana se restregó con ambas manos los senos arrugados y replicó con voz cascada:
—¿De qué estás hablando? Los suyos sólo son melocotones verdes, pero los míos… los míos son encurtidos bien sazonados. Han absorbido un aroma delicioso, créeme.
Hatsue se echó a reír y sacudió la cabeza. Un fragmento de alga verde y transparente se desprendió de su pelo y cayó sobre la arena deslumbrante.
Cuando estaban sentadas comiendo, un hombre que no les era desconocido abandonó de repente su escondite detrás de unas rocas, donde había estado esperando a que llegara el momento propicio para él.
Todas las mujeres gritaron por el mero gusto de hacerlo, depositaron la comida sobre los envoltorios de hoja de bambú extendidos en el suelo, a su lado, y se cubrieron los pechos. En realidad, no estaban en absoluto desconcertadas. El intruso era un viejo buhonero que iba a la isla cada temporada, y las buceadoras fingían estar avergonzadas sólo para divertirse a costa del viejo.
El buhonero llevaba unos pantalones raídos y una camisa blanca con el cuello abierto. Dejó sobre una roca el gran fardo con envoltura de paño que llevaba a la espalda y se enjugó el sudor de la cara.
—Supongo que os he dado un buen susto, ¿verdad? Puede que haya hecho mal al presentarme así. ¿Queréis que me vaya?
El buhonero se expresó así confiando plenamente en que ellas no permitirían que se marchara. Sabía que la mejor manera de excitar en las buceadoras el deseo de comprar era exhibir su mercancía allí mismo, en la playa. Cuando estaban a orillas del mar, las mujeres siempre se sentían audaces y generosas. Así pues, él dejaba que eligieran allí lo que deseaban comprar, y esa misma noche les llevaba los artículos a sus casas y cobraba. A las mujeres también les gustaba este sistema, porque a la luz del sol podían examinar mejor los colores.
El viejo buhonero extendió su mercancía a la sombra de unas rocas. Sin dejar de comer, las mujeres se agruparon a su alrededor.
Había rollos de tela de algodón estarcida para confeccionar kimonos, vestidos sencillos y prendas infantiles. Había fajas sin forro, bragas, camisetas y cordones para atar las fajas.
El buhonero alzó la tapa de una caja de madera y las mujeres lanzaron gritos de admiración. La caja estaba llena a rebosar de bellos artículos de mercería: monederos, correas para las geta, bolsos de plástico, cintas, broches y objetos por el estilo, todos ellos en una gama de colores amplísima.
—No hay nada que no me tiente —observó con sinceridad una de las buceadoras jóvenes.
En un abrir y cerrar de ojos, numerosos dedos ennegrecidos por el sol fueron al encuentro de la mercancía. Las mujeres examinaron minuciosamente y criticaron los artículos. Algunas entablaron discusiones sobre si uno u otro objeto le sentaba bien o no a tal o cual compañera y, medio en broma, se inició un prolongado regateo. Finalmente, el buhonero vendió dos rollos de una tela de colores chillones y textura de toalla, para confeccionar el ligero kimono veraniego llamado yukata, a casi dos mil yenes cada uno, una faja de kimono sin forro, tejido cruzado y gran cantidad de artículos diversos. La madre de Shinji adquirió por doscientos yenes un bolso de plástico para la compra, y Hatsue un rollo de la mejor tela de algodón yukata, con un juvenil estampado de dondiegos de día azul oscuro sobre fondo blanco.
El viejo buhonero estaba muy satisfecho del inesperado buen negocio. Era un hombre descarnado, y en el pecho tostado por el sol, visible a través del cuello abierto de la camisa, se le marcaban las costillas. Llevaba muy corto el cabello, negro entreverado de canas, y en las mejillas y las sienes mostraba varias manchas oscuras producidas por la edad. Su dentadura era ya muy escasa y estaba manchada por el tabaco, y esta carencia dificultaba la comprensión de lo que decía, sobre todo cuando, como ahora, alzaba mucho la voz. Sin embargo, por la risa que sacudía sus mejillas como si tuviera un tic y la exageración de sus gestos, las mujeres se dieron cuenta de que el buhonero se disponía a hacerles algún magnífico servicio, «totalmente al margen de cualquier ánimo de lucro».
Moviendo rápidamente las manos cuyas uñas de los dedos meñiques mostraban un crecimiento desmesurado, el buhonero sacó de la caja de artículos de mercería dos y hasta tres bonitos bolsos de plástico.
—¡Mirad! El azul es para señoritas, el marrón para mujeres de edad mediana y el negro para señoras de edad avanzada…
—Me quedaré el de las señoritas —dijo la misma anciana, y todas se rieron, haciendo que el buhonero alzara todavía más la voz trémula.
—El último grito en bolsos de plástico, y a precio fijo, ochocientos yenes…
—¡Vaya, qué caros son!
—Y tanto, les ha puesto un precio exagerado.
—Qué va, ochocientos yenes no es ninguna exageración. Y voy a regalar uno de estos bonitos bolsos a una de vosotras como muestra de mi agradecimiento por lo buenas clientas que sois… ¡totalmente gratis!
Docenas de manos candorosas y abiertas se extendieron simultáneamente, pero el viejo las apartó con un ademán.
—He dicho que uno. Uno solo. Es el premio Omiya, una atención de mi tienda que es todo un sacrificio, para celebrar la prosperidad del pueblo de Utajima. Vamos a hacer un concurso, y uno de estos bolsos será para la que gane. El azul si la ganadora es joven, el marrón si es una dama de edad mediana…
Las buceadoras retenían el aliento. Cada una de ellas pensaba que, con un poco de suerte, conseguiría gratis un bolso que valía ochocientos yenes.
Años atrás, el buhonero había sido director de una escuela de enseñanza primaria, y a menudo recordaba que la situación de humildad en que vivía se debía a cierto lío que tuvo con una mujer; pero ahora el silencio de las buceadoras le infundía una renovada confianza en su habilidad para ganarse el corazón de la gente, y una vez más se dijo que abandonaría aquella vida errante y volvería a ser director de escuela.
—Bien, si vamos a hacer un concurso, habría de consistir en algo que beneficie al pueblo de Utajima, al que tanto debo. A ver, señoras… ¿qué os parece competir por la recogida de orejas de mar? A la que obtenga la mayor captura durante una hora le entregaré el premio.
El hombre extendió con gestos ceremoniosos una tela a la sombra de otra roca y con toda seriedad dispuso allí los premios. A decir verdad, ninguno de los bolsos valía más de quinientos yenes, pero su aspecto podía justificar perfectamente los ochocientos. El bolso para jovencitas tenía forma de caja, y su color cobalto, brillante como un barco recién construido, contrastaba de una manera inefable y encantadora con el reluciente cierre de oro chapado. El bolso marrón, destinado a las mujeres de edad mediana, también tenía forma de caja, y la imitación de piel de avestruz era tan perfecta que, a primera vista, era imposible saber si se trataba de plástico o de auténtica piel de avestruz. El negro, para las señoras de edad, era el único que no tenía forma de caja, sino la oblonga de un barco, y su cierre largo, delgado y dorado le convertía en un objeto refinado y de buen gusto.
La madre de Shinji, que quería el bolso marrón, el apropiado para las mujeres de edad mediana, fue la primera que dio su nombre para participar en el concurso.
La segunda persona que lo hizo fue Hatsue.
La barca, con las ocho mujeres que se habían presentado al concurso, se alejó de la orilla. Una mujer gruesa y de edad mediana, que no participaba en el concurso, estaba erguida en la popa y manejaba el remo de singar. De las ocho, Hatsue era la única joven. El resto de las chicas se habían abstenido, pues sabían que, en cualquier caso, no podrían ganar, y animaban a Hatsue con sus gritos. En cuanto a las demás mujeres que se habían quedado en la playa, cada una alentaba a gritos a su favorita.
La timonel puso rumbo sur a lo largo de la playa y la barca se alejó hacia el lado oriental de la isla.
Las buceadoras que se habían quedado en tierra se reunieron en torno al viejo buhonero y entonaron canciones.
El agua de la cala era clara y azul, y cuando no había oleaje se veían con nitidez los cantos rodados del fondo, que, recubiertos de algas rojas, parecían flotar cerca de la superficie, aunque en realidad se hallaban a una profundidad considerable. Allí las olas alcanzaban gran altura y arrojaban sombras y refracciones de espuma sobre las rocas del fondo oceánico cuando las cubrían. Entonces, en cuanto una ola había alcanzado su máxima altura, rompía en la orilla, y una reverberación como la de un hondo suspiro inundaba la playa, ahogando el canto de las mujeres.
Al cabo de una hora, la barca regresó al lado oriental de la isla. Mucho más cansadas que de ordinario debido a la competición, las ocho buceadoras permanecían sentadas en silencio en la barca, apoyándose unas en las otras y con la mirada perdida en una u otra dirección. Tenían el pelo húmedo tan enmarañado que era imposible distinguir el de una buceadora del de sus compañeras. Dos de ellas se abrazaban para mantenerse calientes. La piel de gallina era visible en los senos de todas ellas, y bajo el sol demasiado brillante incluso sus cuerpos desnudos y tostados por el sol parecían demacrados y les hacían parecer un grupo de pálidas ahogadas.
En la playa fueron objeto de una ruidosa recepción que contrastaba con el silencio que reinaba a bordo de la barca. En cuanto desembarcaron, las ocho mujeres se dejaron caer en la arena, alrededor de la fogata, demasiado cansadas incluso para hablar.
El buhonero examinó el contenido de los cubos que le habían presentado las buceadoras. Al terminar, comunicó los resultados a voz en grito:
—Hatsue-san es la primera… ¡veinte orejas de mar! ¡Y la señora de la familia Kubo es la segunda: dieciocho!
Con los ojos fatigados e inyectados en sangre, la ganadora y la finalista intercambiaron miradas. La buceadora más experta de la isla había sido vencida por una muchacha cuya habilidad era resultado de las enseñanzas de las buceadoras de otra isla.
Hatsue se levantó en silencio y rodeó la roca para recoger el premio. Cuando regresó, el premio que llevaba en las manos era el bolso marrón, para las señoras de edad mediana, que ofreció a la madre de Shinji.
Un gozo profundo encendió el rostro de la madre.
—Pero… ¿por qué?…
—Porque siempre he querido pedir excusas a la tía desde que mi padre le habló con tanta rudeza aquel día.
—¡Es una buena chica! —exclamó el buhonero.
Al ver que todas le secundaban, alabando a Hatsue e instándole a aceptar la amabilidad de la muchacha, la madre de Shinji tomó el bolso marrón, lo envolvió cuidadosamente en una hoja de papel, se lo puso bajo el brazo desnudo y dijo con toda naturalidad:
—Pues muchas gracias.
El corazón sencillo y franco de la madre había comprendido de inmediato la modestia y el respeto que encerraba el gesto de la joven. Hatsue sonrió, y la madre de Shinji se dijo que su hijo había acertado al elegir novia.
De esta manera se solventaban siempre los asuntos de la isla.