La primavera se había ido aproximando a su final. Aún era demasiado temprano para que apareciesen los arbustos de hamayu, con sus flores parecidas a lirios que crecían en los acantilados del lado oriental de la isla, pero una variedad de flores coloreaban aquí y allá los campos. Los niños habían vuelto a la escuela, y algunas mujeres ya se zambullían en las frías aguas para recoger algas. En consecuencia, ahora era mayor el número de casas que permanecían vacías durante el día, con las puertas sin echar el cerrojo y las ventanas abiertas. Las abejas entraban en las casas vacías, volaban solitarias en su interior y a menudo se sobresaltaban al chocar de cabeza contra un espejo.
Nada ducho en intrigas, Shinji había sido incapaz de descubrir la manera de reunirse con Hatsue. Aunque hasta entonces sus encuentros habían sido pocos y muy espaciados, la alegre expectativa de su próxima reunión había hecho soportable la espera. Pero ahora sabía que no iba a haber otro encuentro y su deseo de verla era todavía más intenso. No obstante, la promesa de no gandulear que le había hecho a Jukichi le impedía tomarse un solo día libre. Así pues, cada noche, cuando regresaba de pescar, lo único que podía hacer era esperar a que las calles se quedaran vacías y entonces merodear por los alrededores de la casa de Hatsue.
A veces se abría una ventana del piso superior y Hatsue se asomaba. Excepto en las afortunadas ocasiones en que la luna tenía el brillo adecuado, su rostro quedaba sumido en la penumbra. De todos modos, la aguda vista del muchacho le permitía ver con claridad incluso las lágrimas que humedecían los ojos de su amada. Hatsue nunca hablaba, por temor a que los vecinos se enterasen. También Shinji, desde detrás del muro de piedra que delimitaba el pequeño huerto en la parte trasera de la casa, se limitaba a permanecer allí y contemplar el rostro de la chica sin decir una sola palabra. La carta que Ryuji le entregaría sin falta al día siguiente trataría por extenso del dolor ocasionado por un encuentro tan efímero, y mientras Shinji leía las palabras, la imagen y la voz de Hatsue acababan fundiéndose, y en su mente la muchacha callada a la que había visto la noche anterior hablaba y se movía.
Esos encuentros también le resultaban penosos a Shinji, y a veces prefería aliviar sus emociones acumuladas deambulando por los lugares de la isla que nadie frecuentaba. En ocasiones su paseo se prolongaba hasta el antiguo túmulo del príncipe Deki. Los límites exactos del túmulo no estaban claros, pero en el punto más elevado se alzaban siete pinos en medio de los cuales había un pequeño toril y un santuario.
La leyenda del príncipe Deki era confusa. Ni siquiera se conocían los orígenes de ese extraño nombre. Cada año, en una ancestral ceremonia celebrada durante el Año Nuevo lunar, se abría brevemente la extraña caja que descansaba en el santuario y a las parejas mayores de sesenta años se les permitía atisbar fugazmente el objeto que contenía y que parecía ser la insignia en forma de abanico de un antiguo noble, pero nadie sabía cuál era la relación entre aquel misterioso tesoro y el príncipe Deki. Hasta una generación atrás, los niños de la isla llamaron eya a sus madres, y según decía, el motivo era que el príncipe había llamado a su esposa heya, que significa «habitación», y que su heredero había pronunciado mal la palabra, diciendo eya, sin aspirar la hache, cuando intentaba imitar a su padre.
Sea como fuere, cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo, el príncipe llegó a la isla en un barco dorado a la deriva, desde tierras muy lejanas, se casó con una muchacha isleña y, cuando murió, lo enterraron en un túmulo imperial. No existe información alguna acerca de la vida del príncipe ni circulan acerca de él ese tipo de relatos trágicos que suelen arraigar y quedar para siempre vinculados a una figura tan legendaria. Si se da por sentado que la leyenda se basa en hechos reales, ese silencio indica que la vida del príncipe Deki en Utajima debió de ser tan feliz y tranquila que no dio lugar al nacimiento de cuentos trágicos.
Tal vez el príncipe Deki fue un ser celestial que descendió a una tierra innominada. Tal vez vivió en la tierra sin ser reconocido e, hiciera lo que hiciese y por más que se empeñara, nunca dejó de ser feliz ni de recibir las bendiciones celestes. Tal vez sea ése el motivo por el que sus restos se enterraron en un túmulo desde donde se abarca la playa de Gori y el islote Hachijo, sin dejar ningún vestigio de su vida a la posteridad…
Pero el muchacho sólo conocía la desdicha mientras deambulaba por el santuario hasta que le venció la fatiga. Entonces se sentó distraídamente en la hierba, se rodeó las rodillas con los brazos y contempló el mar iluminado por la luz lunar. La luna estaba rodeada por un halo que predecía lluvia para el día siguiente.
Por la mañana, cuando Ryuji se detuvo ante la casa de Hatsue para recoger la carta diaria, vio que ésta sobresalía un poco bajo un ángulo de la tapa de madera de la tinaja, cubierta con una jofaina metálica para evitar que la lluvia la mojara.
Siguió lloviendo durante toda la jornada de pesca, pero Shinji logró leer la carta durante el descanso de mediodía, protegiendo el papel con su impermeable.
Era muy difícil descifrar la caligrafía de la muchacha, que le explicaba que estaba escribiendo en la cama, a primera hora de la mañana, y que lo hacía a oscuras para no despertar las sospechas de su padre si encendía la luz. Normalmente le escribía las cartas a ratos perdidos durante el día y se las «enviaba» antes de que los pesqueros zarparan a la mañana siguiente, pero aquella mañana tenía que decirle algo en seguida, por lo que había roto la larga carta de la víspera y le escribía aquélla en su lugar.
Hatsue seguía diciéndole que había tenido un sueño afortunado, en el que un dios le revelaba que Shinji era una reencarnación del príncipe Deki. Entonces se casaban, eran felices y tenían un hijo que parecía una joya.
Shinji sabía que Hatsue no podía estar enterada de su visita a la tumba del príncipe Deki la noche anterior. Este misterioso acontecimiento le impresionó tanto que decidió escribir a Hatsue una larga carta aquella noche, cuando volviera a casa, contándole esa prueba asombrosa del profundo significado del sueño que ella había tenido.
Ahora que Shinji trabajaba para mantener a la familia, ya no era necesario que su madre se zambullera cuando el agua estaba aún fría, y por ello esperaba al mes de junio para iniciar las inmersiones. Pero siempre había trabajado con ahínco, y ahora, a medida que el tiempo se suavizaba, se sentía insatisfecha sin otra cosa que hacer que las tareas domésticas. Cuando estaba desocupada, tendía a dejar que le acosaran toda clase de preocupaciones innecesarias.
Nunca dejaba de pensar en la desdicha de su hijo. Shinji era ahora completamente distinto del que había sido tres meses atrás. Estaba tan taciturno como siempre, pero la juvenil alegría que iluminaba su semblante incluso cuando permanecía en silencio había desaparecido.
Una mañana, cuando terminó de zurcir, se enfrentó al hastío de la tarde, y empezó a preguntarse ociosamente si ella no podría hacer algo por aliviar el sufrimiento de su hijo. La casa no era soleada, pero sobre el tejado del almacén contiguo contemplaba el cielo tranquilo de la primavera tardía. Tomó una decisión y salió de casa.
Fue directamente al rompeolas y contempló las olas que se deshacían al romper. Al igual que su hijo, también ella, cada vez que necesitaba meditar en algo, iba a buscar el consejo del mar.
Sobre el rompeolas se extendían las cuerdas de las que pendían los recipientes para la pesca del pulpo, puestas allí a secar, y en la playa, en la que ahora apenas si quedaba alguna embarcación varada, se extendían las redes, puestas también a secar. La madre vio una mariposa solitaria que voló caprichosamente desde las redes extendidas hacia el rompeolas. Era una mariposa con las alas posteriores bifurcadas, negra, grande y hermosa. Tal vez había acudido allí en busca de alguna flor nueva y diferente entre los aparejos de pesca y el cemento armado. Las casas de los pescadores no tenían jardines dignos de ese nombre, sino tan sólo unos descuidados macizos de flores a lo largo de los senderos estrechos, con vallas de piedra, y seguramente la mariposa se había llegado hasta la playa debido a la aversión que le inspiraban aquellas flores insignificantes.
Más allá del rompeolas el fondo del mar siempre estaba agitado y el agua tenía un turbio color amarillo verdoso. Cuando las grandes olas llegaban a las rocas y se fragmentaban, las aguas verdosas recordaban la forma de las hojas de bambú sacudidas por el viento. La madre observó que la mariposa se alzaba del rompeolas y volaba cerca de la superficie del agua turbia. Allí pareció descansar un momento, con las alas plegadas, y entonces remontó de nuevo el vuelo.
«Qué mariposa tan extraña —se dijo la mujer—. Está imitando a una gaviota». Y esta idea hizo que su atención se concentrara en el insecto.
La mariposa volaba alto, tratando de alejarse de la isla, y se internaba en la brisa marina. Por suave que pareciera, la brisa tiraba de sus tiernas alas. Pero, a pesar de esa resistencia, la mariposa logró adentrarse en el mar. La madre la contempló hasta que fue sólo una mota negra contra el cielo deslumbrante.
Durante largo rato la mariposa siguió aleteando en un ángulo de su campo visual, y entonces, volando bajo y con vacilación sobre la superficie del agua, regresó al rompeolas, hechizada por la extensión y el brillo del mar, sin duda desesperada porque la isla vecina parecía muy próxima, pero en realidad estaba muy lejos. Se posó en una de las cuerdas puestas a secar y su sombra sobre la que proyectaba la cuerda semejaba un nudo de gran tamaño.
La madre no tenía fe en los signos y las supersticiones, y, sin embargo, el inútil esfuerzo de la mariposa le ensombreció el ánimo.
«¡Estúpida mariposa! Si quiere marcharse, lo único que ha de hacer es posarse en el transbordador y viajar como una señora».
Y, no obstante, ella misma, que no tenía nada que hacer fuera de la isla, llevaba muchos años sin subir al transbordador.
En aquel momento sintió que un valor temerario inundaba su pecho. Se alejó rápidamente del rompeolas, con pasos firmes. Se cruzó con una buceadora, que le saludó y que quedó muy sorprendida cuando la madre de Shinji siguió adelante, como sumida en sus pensamientos, sin devolverle siquiera el saludo.
Terukichi Miyata era uno de los hombres más ricos del pueblo, aunque su casa sólo se diferenciaba de las demás en que era algo más nueva. Por lo demás, ni siquiera podía decirse de ella que el tejado se alzaba por encima de las casas vecinas. El edificio carecía de cancela y muro de piedra, y tampoco se distinguía de los otros por su disposición: el hoyo del que se extraían los excrementos para usarlos como abono estaba a la izquierda de la puerta principal, y la ventana de la cocina a la derecha, ambos huecos remarcando pomposamente su idéntica jerarquía, de la misma manera que el ministro de la Izquierda y el de la Derecha ocupan sus lugares de honor en el expositor escalonado donde se colocan los muñecos que representan a la corte y que se exhibe en el Festival de las Niñas. Y sin embargo, como se levantaba en una pendiente, la casa tenía cierto aspecto de estabilidad gracias a la robusta construcción de un sótano de cemento armado en el nivel inferior, donde finalizaba la pendiente. Esa pieza se utilizaba como almacén y sus ventanas daban directamente a la estrecha calle.
Junto a la puerta de la cocina había una tinaja de agua lo bastante grande para que un hombre pudiera esconderse en su interior. La tapa de madera, bajo la que Hatsue dejaba su carta cada mañana, parecía proteger el agua del polvo y la suciedad, pero en verano no podía impedir el paso de mosquitos y otros insectos voladores que de improviso aparecían muertos y flotando en el agua del recipiente.
La madre de Shinji titubeó un momento antes de entrar en la casa. El mero hecho de visitar el hogar de los Miyata, con los que no tenía una relación estrecha, bastaría para desatar las lenguas de los lugareños. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Sólo se veían unas pocas gallinas que escarbaban en el callejón y el color del mar allá abajo, distinguible a través de unas azaleas en la casa vecina.
La mujer se llevó la mano al cabello, descubrió que aún estaba despeinado por culpa de la brisa marina, se sacó del seno un pequeño peine de celuloide rojo al que le faltaban varias púas y se apresuró a peinarse. Vestía sus ropas de diario. Bajo el rostro, sin maquillaje, se iniciaba el pecho, quemado por el sol; llevaba la chaqueta y los pantalones ceñidos con elásticos a los tobillos que constituían su ropa de faena, ambas prendas con numerosos parches, y calzaba geta.
Tenía los dedos de los pies endurecidos por los cortes y moratones porque, como era costumbre entre las buceadoras, siempre golpeaba el fondo marino para subir a la superficie, y las uñas eran gruesas y estaban muy retorcidas. Desde luego no podría decirse que sus pies fuesen hermosos, pero cuando los afianzaba en el suelo eran firmes e inamovibles.
Abrió la puerta y entró en el taller central. Varios pares de geta aparecían esparcidos en desorden sobre el suelo de tierra, uno de ellos del revés. Otro par, con las correas de color rojo, parecía haber regresado poco antes de un viaje marítimo. Todavía se advertía arena mojada, con el contorno de las suelas de los pies, en las superficies de madera.
Reinaba el silencio en la casa y el olor del lavabo impregnaba la atmósfera. Las habitaciones contiguas a la estancia con el suelo de tierra estaban a oscuras, pero la luz del sol, que penetraba a través de una ventana en la parte posterior de la casa, iluminaba una pequeña extensión, como un paño de envolver de color azafranado, en medio del suelo de una de las habitaciones del fondo.
—Buenos días —dijo la madre de Shinji.
Aguardó un rato, y no obtuvo respuesta. Repitió el saludo.
Hatsue bajó por los empinados escalones que estaban a un lado de la habitación con suelo de tierra.
—¡Hola, tía! —exclamó. Llevaba unos pantalones de faena de color apagado y tenía el pelo recogido con una cinta amarilla.
—Qué cinta tan bonita —comentó la madre. Mientras le hablaba, inspeccionó minuciosamente a aquella chica de la que su hijo estaba tan enamorado.
Tal vez era producto de su imaginación, pero el rostro de Hatsue le parecía un tanto demacrado, el cutis un poco pálido. Y por ello sus ojos negros, claros y brillantes, resaltaban todavía más.
Al darse cuenta del examen al que estaba siendo sometida, Hatsue se ruborizó.
Hasta entonces la madre de Shinji no había perdido un ápice de su valor. Vería a Terukichi, defendería la inocencia de su hijo, pondría su corazón al desnudo y conseguiría que los chicos se casaran. La situación sólo podía solucionarse si los padres de ambos hablaban del asunto cara a cara.
—¿Está tu padre en casa?
—Sí.
—Tengo que hablar con él. ¿Quieres decírselo?
—Espera un momento.
Hatsue subió las escaleras con una expresión de inquietud en el rostro.
La madre se sentó en el escalón que comunicaba la habitación con suelo de tierra con la vivienda propiamente dicha…
Aguardó un buen rato, y echó de menos los cigarrillos, que no se había traído. Mientras esperaba, su valor fue mermando. Empezó a comprender la locura a que le había conducido su imaginación.
—Mi… mi padre dice que no quiere verte.
—¿Que no quiere verme?
—Así es, eso me ha dicho.
Esta réplica destruyó por completo el valor de la madre, y la humillación que experimentaba espoleó su cólera. En un instante recordó su larga vida de duro trabajo y sudor, y todas las penalidades a las que, como viuda, había tenido que enfrentarse. Entonces, en un tono de voz que, por su rudeza, podría haber ido acompañado de un escupitajo en la cara, y cuando ya había cruzado a medias la puerta principal, gritó:
—¡Muy bien, entonces! Dices que no quiere ver a una pobre viuda. Eso significa que no quiere que cruce nunca más este umbral. Bueno, déjame decirte algo, y díselo también a tu padre… ¡escucha! ¡Dile que yo lo he dicho primero… que jamás en mi vida volveré a cruzar el maldito umbral de su casa!
La madre no podía contarle a Shinji el fracaso de su iniciativa, y prefirió descargar su ira en Hatsue. Tan mal habló de ella que, en vez de ayudar a su hijo, lo único que hizo fue pelearse con él.
Madre e hijo no se dirigieron la palabra durante todo un día, pero al día siguiente hicieron las paces. Entonces la madre, abrumada de repente por el deseo de que su hijo la comprendiera, le contó en detalle su fracasada visita a la casa de Terukichi. Shinji ya estaba enterado de lo ocurrido, pues se lo había contado Hatsue en una de sus cartas.
En su confesión, la madre omitió la escena final, en la que ella lanzó aquellas atroces palabras de despedida, y Hatsue, en consideración a los sentimientos de Shinji, tampoco la había mencionado en su carta. Así pues, el hijo sólo podía tener la irritante idea de que su madre se había visto obligada a soportar la humillación de que la rechazaran en casa de Terukichi. El bondadoso muchacho se dijo que, aunque no podía estar de acuerdo con las cosas negativas que su madre había dicho de Hatsue, tampoco podía culparla por haberlas expresado. Hasta entonces nunca había intentado ocultarle a su madre el amor que sentía por Hatsue, pero decidió que, en lo sucesivo, nunca debería confiar en nadie excepto el patrón de pesca y Ryuji. El cariño que sentía hacia su madre le llevó a tomar esta decisión.
Así sucedió que, por haber tratado de realizar una buena acción y tras haber fracasado en su intento, la madre se sentía más solitaria que nunca.
Fue una suerte que no hubiera un solo día de descanso en las faenas pesqueras, pues de lo contrario Shinji sólo habría lamentado el tedio de una jornada en la que no habría podido reunirse con Hatsue. Llegó el mes de mayo, y sus encuentros aún seguían prohibidos. Pero un día Ryuji trajo una carta que volvió a Shinji loco de alegría:
«… Mañana por la noche, milagrosamente, mi padre tendrá visitantes. Son unos funcionarios de la prefectura que vienen desde Tsu y pasarán aquí la noche. Siempre que mi padre tiene invitados, bebe mucho y se acuesta temprano. Por eso creo que, alrededor de las once, podré hacer una escapada. Te ruego que me esperes delante del santuario de Yashiro…»
Aquel día, cuando Shinji regresó de pescar, se puso una camisa nueva. Su madre, a quien no había dado ninguna explicación, le miraba nerviosa desde el lugar donde estaba sentada. Se sentía como si, una vez más, estuviera mirando a su hijo aquel día de la tormenta.
Shinji ya conocía muy bien el dolor de la espera, y pensó que en esta ocasión sería mejor que fuese la muchacha quien esperase. Pero no podía hacer eso. En cuanto su madre y Hiroshi estuvieron acostados, salió de casa. Todavía faltaban dos horas para las once.
Pensó que podría matar el tiempo en la Asociación de Jóvenes. Las ventanas de la cabaña en la playa estaban iluminadas, y Shinji oía las voces de los muchachos que dormían allí. Pero entonces tuvo la sensación de que estaban chismorreando sobre él y pasó de largo.
Se encaminó al rompeolas envuelto en la oscuridad de la noche, y una vez allí se colocó de manera que la brisa marina le acariciara el rostro. Entonces recordó el barco blanco que había visto navegar contra un fondo de nubes iluminadas por el sol poniente, en el horizonte, el día en que Jukichi le informó de la identidad de Hatsue; recordó la extraña sensación que experimentó mientras veía alejarse el barco. Aquello había representado lo «desconocido». Mientras contempló lo desconocido desde cierta distancia, su corazón estuvo en paz, pero una vez subió a bordo de lo desconocido y zarpó, la inquietud y la desesperación, la confusión y la angustia habían unido sus fuerzas y le afligían.
Creía saber el motivo por el que su corazón, que en aquellos momentos debería rebosar de alegría, estaba en cambio abrumado, y no sabía a qué carta quedarse. La Hatsue con quien iba a reunirse aquella noche probablemente insistiría en alguna solución apresurada a su problema. ¿Fugarse juntos? Pero vivían en una isla, y deberían huir en barco, pero Shinji no tenía embarcación propia y, lo que era aún más importante, carecía de dinero. ¿Un doble suicidio entonces? Incluso en aquella isla había amantes que optaban por esa solución. Pero el buen juicio del muchacho repudiaba la idea y pensaba que aquellos suicidas eran personas egoístas que sólo pensaban en sí mismas. Ni una sola vez había pasado por su mente la idea de morir, y, por encima de todo, tenía que mantener a su familia.
Mientras permanecía sumido en estas reflexiones, el tiempo había pasado con sorprendente rapidez. Aquel muchacho tan poco dado a la reflexión se sorprendió al descubrir que una de las propiedades del pensamiento era su eficacia como medio para matar el tiempo. Sin embargo, el resuelto joven refrenó con brusquedad sus pensamientos, pues, al margen de lo eficaces que fuesen, lo que había descubierto con respecto a su nuevo hábito, por encima de cualquier otra consideración, era que también entrañaba un claro peligro. Shinji no tenía reloj. En realidad, no lo necesitaba, porque estaba dotado de la magnífica habilidad de saber instintivamente la hora, tanto de día como de noche.
Por ejemplo, las estrellas se movían, y aunque él no sabría medir sus cambios con precisión, su cuerpo percibía el giro de la inmensa rueda de la noche y la revolución de la gigantesca rueda del día. Puesto que vivía en estrecho contacto con el discurrir de la naturaleza, no era sorprendente que comprendiera el preciso sistema por el que ésta se regía.
Pero, a decir verdad, mientras permanecía sentado en la entrada al recinto del santuario de Yashiro, había oído la campanada de la media hora, y por lo tanto estaba doblemente seguro de que eran las diez y media pasadas. El sacerdote y su familia dormían a pierna suelta. Entonces el muchacho acercó el oído a los postigos cerrados y contó, en su totalidad, las once campanadas que desgranaba en el solitario interior un reloj de pared.
Shinji se puso en pie, avanzó a oscuras entre los pinos y se detuvo en lo alto del tramo de doscientos escalones por los que se bajaba al pueblo. No había luna, unas nubes delgadas cubrían el cielo y sólo de vez en cuando se veía una estrella. Y, sin embargo, los escalones de piedra caliza recogían hasta el último destello de la débil luz nocturna y, con el aspecto de una inmensa y majestuosa catarata, descendían desde el lugar donde Shinji se encontraba.
La noche ocultaba por completo la enorme expansión de la bahía de Ise, pero en las riberas más lejanas se veían luces, y aunque escaseaban a lo largo de las penínsulas de Chita y Atsumi, formaban bellos y densos racimos en torno a la ciudad de Uji-Yamada.
El muchacho se enorgullecía de la flamante camisa que llevaba. Estaba seguro de que su blancura inigualable llamaría de inmediato la atención desde el pie de los doscientos escalones. Hacia la mitad de la escalera había una sombra, como agazapada entre las ramas de pino que pendían a ambos lados de los escalones.
Una figura humana muy pequeña apareció al pie de la escalera. El corazón de Shinji dio un vuelco de alegría. El sonido de las geta que subían con decisión por los escalones resonaba con una intensidad que no guardaba proporción con la pequeñez de la figura. Las pisadas eran briosas y los pies que las causaban parecían infatigables.
Shinji contuvo el deseo de correr escalones abajo al encuentro de Hatsue. Al fin y al cabo, puesto que había esperado tanto tiempo, tenía derecho a permanecer tranquilamente allá arriba. Pero lo más probable era que, cuando ella se hubiera acercado lo suficiente para que él pudiera verle la cara, el único modo de refrenar el impulso de gritar su nombre fuese bajar corriendo hacia ella. ¿Cuándo podría verle la cara con claridad? ¿A la altura del centésimo escalón?
En aquel instante, Shinji oyó unos gritos coléricos desde el pie de la escalera, una voz que ciertamente parecía pronunciar el nombre de Hatsue.
La muchacha se detuvo bruscamente en el centésimo escalón, que era algo más ancho que los demás. Shinji observó la agitación de su pecho.
El padre de Hatsue emergió de la oscuridad donde había estado oculto. Asió a su hija por la muñeca, y Shinji les vio intercambiar unas palabras violentas. Permaneció inmóvil en lo alto de los escalones como si estuviera allí atado. Terukichi no se dignó mirar una sola vez en dirección a Shinji. Asiendo la muñeca de su hija, empezó a bajar los escalones.
Incapaz de decidir lo que debería hacer y con la sensación de que tenía la cabeza medio paralizada, el joven siguió inmóvil donde se encontraba, como un centinela en lo alto de los escalones de piedra.
Las figuras del padre y la hija llegaron al pie de los escalones, giraron a la derecha y desaparecieron.