Al día siguiente, cuando almorzaban a bordo del Taihei-maru, el patrón abrió su bolsa de tabaco y sacó un trocito de papel con muchos dobleces. Con una ancha sonrisa, se lo tendió a Shinji. Pero cuando éste iba a tomarlo, Jukichi le dijo:
—Escúchame… si te doy esto, ¿me prometes que, después de haberlo leído, no empezarás a gandulear?
—No soy esa clase de persona —replicó Shinji con firmeza.
—Muy bien, es una promesa de hombre… Esta mañana, cuando pasé ante la casa del tío Teru, Hatsue salió corriendo y me puso esta nota en la mano, apretándola con fuerza. No dijo una sola palabra y volvió en seguida a la casa. Recibir una carta de amor a mis años halagaba mi vanidad, pero la abrí y ¡cómo iba empezar si no era diciendo: «Querido Shinji»! «¡Viejo estúpido!», me dije, y estuve a punto de romper la carta y tirarla al mar. Pero entonces pensé que eso sería una vergüenza, así que te la he traído.
Shinji tomó la nota, mientras el patrón y Ryuji se reían.
El delgado papel había sido doblado muchas veces hasta convertirlo en un minúsculo cuadrado, y Shinji lo abrió con tiento, procurando no desgarrarlo con sus dedos gruesos y nudosos. De los pliegues se desprendía polvo de tabaco que caía sobre sus manos. Hatsue había empezado a redactar la carta con pluma, pero, al parecer, al cabo de unas pocas líneas la tinta se le terminó y ella siguió escribiendo con un lápiz de pálido trazo. La nota, escrita con una caligrafía infantil, decía:
«… Anoche, en los baños, mi padre oyó unos chismorreos muy maliciosos acerca de nosotros, se enfadó muchísimo y me ordenó que no viera nunca más a Shinji-san. Por más que le expliqué, fue inútil, no hay manera de convencer a un hombre así. Dice que no debo salir de casa desde que los pesqueros vuelven por la tarde hasta después de que hayan zarpado por la mañana. Dice que le pedirá a la señora que vive al lado que nos traiga el agua cuando nos toque el turno. Así que no puedo hacer nada. Soy tan desgraciada, tanto, que no puedo soportarlo. Y dice que los días en que los barcos no salgan a faenar, él estará a mi lado y no me quitará los ojos de encima.
»¿Cómo podré ver de nuevo a Shinji-san? Por favor, piensa en alguna manera de reunirnos. Enviarnos cartas por correo es peligroso porque el viejo administrador de la estafeta se enteraría de todo. Así pues, cada día te escribiré una carta y la pegaré bajo la tapa de la tinaja de agua que hay delante de nuestra cocina. Puedes dejar tus respuestas en el mismo lugar, pero como sería peligroso que vinieras tú mismo a buscar las cartas, te ruego que le pidas a algún amigo de confianza que lo haga por ti. Llevo en la isla tan poco tiempo que no conozco a nadie en quien pueda confiar sin reservas.
»¡De veras, Shinji-san, sigamos adelante con todas nuestras energías! Cada día rezaré ante las tablillas funerarias de mi madre y mi hermano para que Shinji-san no sufra ningún accidente. Estoy segura de que sus espíritus comprenderán cómo me siento».
Mientras Shinji leía la nota, la expresión de su rostro alternaba, como el sol y la sombra, entre el pesar de verse separado de Hatsue y la alegría de tener aquella prueba del afecto que la muchacha sentía por él.
En cuanto el joven terminó de leer, Jukichi le arrebató el papel de las manos, como si ése fuese el deber de un portador de mensajes amorosos, y lo leyó de arriba abajo. No sólo lo hizo en voz alta, para que Ryuji se enterase, sino también empleando su peculiar tono, como si entonara una balada. Shinji sabía que Jukichi siempre leía el periódico en voz alta y en aquel mismo tono cantarín, y que ahora lo estaba haciendo sin asomo de malevolencia, pero de todos modos le dolía aquella parodia de las vehementes palabras escritas por la muchacha a la que amaba.
A decir verdad, Jukichi se sentía sinceramente conmovido por la carta y, mientras la leía, suspiraba a menudo y lanzaba exclamaciones. Al finalizar, expuso su opinión con la misma voz potente con la que daba las órdenes mientras faenaban, una voz que ahora resonó en el mar, silencioso a mediodía, en un radio de centenares de metros a la redonda.
—Hay que ver lo juiciosas que son las mujeres, ¿eh?
En la embarcación nadie podía oírle, salvo aquellos dos hombres en los que confiaba, por lo que, a instancias de Jukichi, Shinji se sinceró poco a poco con ellos. Les contó con torpeza lo sucedido. De vez en cuando equivocaba el orden de los hechos, y se saltaba detalles importantes. Tardó bastante tiempo en hacerles un breve resumen. Por fin llegó al meollo del asunto y les contó que el día de la tormenta, aunque él y Hatsue estaban desnudos y abrazados, no le fue posible salirse con la suya.
En aquel momento Jukichi, que casi nunca sonreía, se echó a reír sin poder contenerse.
—¡Si me hubiera pasado a mí…! ¡Ah, si me hubiera pasado a mí! Desde luego, vaya una manera de estropear las cosas. Pero, en fin, supongo que eso es lo que pasa cuando eres virgen. Y además la chica es tan gazmoña que lo tenías difícil de veras, pero de todos modos lo ocurrido es ridículo… Bueno, todo irá bien cuando sea tu mujer. Entonces compensarás estas cosas dándole diez bastonazos al día.
Ryuji, que tenía un año menos que Shinji, escuchaba estas palabras como si sólo las comprendiera a medias. En cuanto a Shinji, no era sensible ni era tan fácilmente conmovible como un chico de la ciudad cuando vive su primer amor, y para él las chanzas del viejo, más que molestarle, le confortaron y le ofrecieron consuelo. Las suaves olas que mecían el barco también le serenaban el corazón y ahora que había contado todo lo ocurrido se sentía en paz. Aquel entorno de duro trabajo se había convertido para él en un incomparable lugar de reposo.
Ryuji, que pasaba ante la casa de Terukichi camino de la playa, se ofreció a recoger cada mañana la carta de Hatsue fijada bajo la tapa de la tinaja. Jukichi no solía bromear, pero esta vez lo hizo:
—Así pues, a partir de mañana serás el nuevo cartero —comentó.
Las cartas cotidianas se convirtieron en el principal tema de conversación durante el almuerzo a bordo, y los tres siempre compartían la angustia y el enojo causados por el contenido de las misivas. La segunda, en particular, provocó su indignación. En ella Hatsue contaba por extenso el ataque de que había sido objeto por parte de Yasuo en el manantial y en plena noche, y las amenazas que el joven le dirigió. Fiel a su promesa, Hatsue no lo había contado, pero Yasuo se vengó difundiendo por todo el pueblo aquella falsedad acerca de ella y Shinji. Entonces, cuando su padre le prohibió que volviera a ver a Shinji, ella se lo contó todo sinceramente, incluida la escandalosa conducta de Yasuo, pero su padre no hizo nada al respecto, y no sólo eso, sino que la relación con la familia de Yasuo era tan amistosa como siempre, y ambas familias seguían visitándose con la misma frecuencia. Pero ella no podía ver a Yasuo ni en pintura. Terminaba la carta asegurando a Shinji que jamás bajaría la guardia contra Yasuo.
Ryuji se mostró inquieto por Shinji, e incluso a éste le brillaron los ojos con una expresión de cólera, que no era nada frecuente en él.
—Todo esto me pasa porque soy pobre —comentó Shinji.
El muchacho no solía expresarse de un modo tan quejumbroso, y notó que las lágrimas afloraban a sus ojos, y no por el hecho de ser pobre, sino por haber sucumbido a la debilidad y haberse quejado así. Entonces tensó el rostro con todas sus fuerzas, rechazando aquellas lágrimas inesperadas, y logró evitar que su vergüenza se duplicara si los otros le veían llorar.
Esta vez Jukichi no se echó a reír.
A Jukichi le gustaba mucho fumar, y tenía el extraño hábito de hacerlo un día en pipa y al siguiente consumir cigarrillos. Aquel día tocaban cigarrillos. Los días en que fumaba en pipa no paraba de golpear el anticuado objeto, con una minúscula cazoleta de latón, contra el costado de la embarcación, costumbre que había acabado produciendo una pequeña muesca en cierto lugar de la borda. Como apreciaba mucho su barco, había decidido prescindir de la pipa uno de cada dos días y fumar entonces cigarrillos Nueva Vida, que insertaba en una boquilla de coral que él mismo había tallado.
Jukichi desvió la mirada de los dos jóvenes y, con la boquilla de coral entre los dientes, contempló la brumosa extensión de la bahía de Ise. El cabo Moro, en el extremo de la península de Chita, se vislumbraba a través de la bruma.
El rostro de Jukichi Oyama parecía de cuero. El sol lo había quemado de tal manera que era casi negro, incluso los surcos de sus profundas arrugas, y relucía como cuero lustrado. Tenía unos ojos vivos, de mirada penetrante, pero habían perdido la claridad de la juventud y parecían vidriados con la misma suciedad correosa que le revestía la piel, de modo que podían resistir cualquier luz, por intensa que fuese.
Debido a su edad y su gran experiencia como pescador, sabía aguardar sin inmutarse.
—Bueno —dijo al cabo de un rato—, sé exactamente lo que estáis pensando. Tenéis la intención de darle una paliza a Yasuo, aunque eso no servirá de nada… hacedme caso. Un necio es un necio, así que debéis dejarle en paz. Supongo que es difícil para Shinji, pero la paciencia es lo principal, es lo que se necesita para pescar. Ahora todo irá bien, ya lo veréis. La justicia vencerá, aunque sea a la chita callando. El tío Teru no es idiota, y podéis estar seguros de que sabe distinguir un pescado fresco de uno podrido. Dejad en paz a Yasuo. Al final vencerá la justicia.
Aunque siempre lo hicieran con un día de retraso, los rumores llegaban al faro con las entregas cotidianas del correo y los alimentos. Y la noticia de que Terukichi había prohibido a Hatsue ver a Shinji hizo que los sentimientos de culpa embargaran el ánimo de Chiyoko. Se consoló diciéndose que Shinji desconocía que ella había sido la causante de aquel chismorreo basado en una falsedad. Pero de todos modos, cuando Shinji acudió a la vivienda con el pescado para la familia del farero, la joven, completamente deprimida, no pudo mirarle a la cara. Por otro lado, sus cariñosos padres, que no sabían cuál era el motivo, estaban preocupados por el malhumor de Chiyoko.
Las vacaciones de primavera de Chiyoko finalizaron y llegó el día en que tuvo que regresar a su residencia estudiantil en Tokyo. Era incapaz de confesar lo que había hecho y, sin embargo, tenía la sensación de que no podía regresar a Tokyo sin haberle pedido a Shinji que le perdonara. Si no confesaba su culpa, Shinji no tendría ningún motivo para estar enojado con ella, pero de todos modos quería pedirle perdón.
Así pues, se las ingenió para que la invitaran a pasar la noche anterior a su partida hacia Tokyo en casa del administrador de correos en el pueblo, y a la mañana siguiente, antes de que amaneciera, salió sola.
En la playa, los pescadores ya estaban atareados con los preparativos para iniciar la jornada de pesca e iban de un lado a otro a la luz de las estrellas. Las embarcaciones, a las que unos, estimulados por los gritos de sus compañeros, empujaban sobre los bastidores en forma de ábaco, avanzaban centímetro a centímetro, como con desgana, hacia el borde del agua. No se distinguía nada con nitidez, salvo el blanco de las toallas y los paños para enjugar el sudor que los hombres se habían colocado alrededor de la cabeza.
A cada paso que daba, las geta de Chiyoko se hundían en la fría arena, y, a su vez, la arena se deslizaba con un susurro por los arcos de sus pies.
Todo el mundo estaba atareado y nadie miraba a Chiyoko. Ésta se dio cuenta, avergonzada, de que todas aquellas personas estaban inmersas en el monótono pero poderoso torbellino en qué consistía ganarse el sustento cotidiano, consumiendo sus energías físicas y anímicas, y ninguna de ellas respondía al tipo de persona que estaría absorta en problemas de índole sentimental como los suyos.
No obstante, Chiyoko escudriñaba ansiosa la oscuridad del amanecer en busca de Shinji. Todos los hombres vestían de la misma manera y era difícil distinguir sus rostros a la media luz de la mañana.
Por fin un barco alcanzó las olas y flotó en el agua como si se hubiera liberado de un estrecho confinamiento. Guiada por su instinto, Chiyoko dirigió sus pasos hacia aquella embarcación y llamó a un joven que tenía una toalla blanca enrollada a la cabeza.
El joven se disponía ya a saltar a bordo, pero se detuvo y se dio la vuelta. Su rostro sonriente revelaba la blancura de dos limpias hileras de dientes, y Chiyoko tuvo la certeza de que era Shinji.
—Me marcho hoy y quería despedirme de ti.
—Ah, ¿te marchas…? —después de decir esto, Shinji guardó silencio, y entonces, empleando un tono de voz poco natural, como si intentara decidir qué palabras eran las apropiadas, añadió—: Bueno… adiós.
Shinji tenía prisa, y al comprenderlo, Chiyoko se sintió todavía más azorada que él. No le salían las palabras, y mucho menos una confesión. Cerró los ojos, rogando que Shinji se quedase allí sólo un instante más. En aquel momento comprendió que, en realidad, su necesidad de pedirle perdón no era más que una máscara para ocultar el deseo que experimentaba desde hacía mucho tiempo de que Shinji fuese amable con ella.
¿De qué quería ser perdonada, aquella muchacha tan convencida de su fealdad? De improviso, sin detenerse a pensarlo, le hizo la pregunta que siempre retenía en el fondo de su corazón, una pregunta que probablemente jamás le habría hecho a nadie salvo a aquel muchacho.
—Dime, Shinji… ¿tan fea soy?
—¿Cómo? —replicó él, con una expresión de perplejidad.
—Mi cara… ¿es tan fea?
Chiyoko confiaba en que la oscuridad del amanecer le protegiera la cara, dándole una apariencia de hermosura, por leve que fuese. Pero el mar, hacia el este… ¿no estaba ya clareando?
La repuesta de Shinji fue inmediata. Como tenía prisa, rehuyó una situación en la que una respuesta demasiado lenta habría dolido profundamente a la muchacha.
—¿Por qué dices eso? Eres bonita —le dijo, con una mano en la popa y un pie iniciando ya el salto que le depositaría a bordo—. Eres bonita —repitió.
Como todo el mundo sabía, Shinji era incapaz de adulación. Ahora, apremiado por la falta de tiempo, se había limitado a dar una respuesta oportuna a la insistente pregunta de la joven.
El barco empezó a moverse, y Shinji la saludó alegremente, agitando la mano desde la cubierta mientras se alejaba.
Y la muchacha que estaba en pie al borde del agua se sintió feliz.
Horas después, los padres de Chiyoko bajaron desde el faro para despedirla, y mientras hablaba con ellos el rostro de su hija estaba radiante. Les sorprendió constatar lo feliz que se sentía porque regresaba a Tokyo.
El Kamikaze-maru se apartó del espigón y Chiyoko se quedó por fin a solas en la cálida cubierta. Entonces su felicidad, en la que había reflexionado sin cesar durante toda la mañana, fue completa.
«¡Me ha dicho que soy bonita! ¡Me ha dicho que soy bonita!». Chiyoko repitió de nuevo el estribillo que, desde aquel momento, se había dicho centenares de veces a sí misma.
«Eso es lo que ha dicho, y me basta. No debo esperar nada más. He de darme por satisfecha con eso y no esperar que, además, me quiera… ¡Qué mal me he portado con él! ¡Qué terrible desdicha le han causado mis celos! Y, sin embargo, él ha respondido a mi maldad diciéndome que soy bonita. Debo compensarle… de alguna manera debo hacer lo que pueda por recompensar su amabilidad…»
Una extraña irrupción de cantores cuya melopea se expandía por el mar sacó a Chiyoko de su ensoñación. Buscó el origen del jaleo y vio una flotilla de embarcaciones, cubiertas de estandartes rojos, que navegaban en dirección al canal de Irako.
—¿Quiénes son? —preguntó la muchacha al joven ayudante del capitán, que estaba enrollando un calabrote en la cubierta.
—Son barcos de peregrinos que se dirigen a los templos de Ise. Los pescadores de los alrededores de Enshu y Yaizu, en la bahía de Suruga, y sus familiares se dirigen a Toba en los pesqueros del bonito. En esos estandartes figuran los nombres de los barcos. Se lo pasan en grande bebiendo, cantando y jugando durante toda la travesía.
Los estandartes rojos se fueron haciendo más nítidos, y cuando los raudos pesqueros que avanzaban hacia alta mar se aproximaron al Kamikaze-maru, las voces de los cantores transportadas por el viento se hicieron casi estridentes.
Una vez más, Chiyoko se repitió:
—Me ha dicho que soy bonita.