Capítulo 10

El hermano de Shinji regresó a la isla. Las madres esperaban en el espigón para recibir a sus hijos. Lloviznaba y era imposible divisar el mar abierto. El transbordador sólo estaba a cien metros del espigón cuando su silueta apareció a través de la bruma. Todas las madres llamaban a sus hijos al mismo tiempo. Ahora podían distinguir con claridad las gorras y los pañuelos agitados en la cubierta.

El barco había llegado, pero incluso cuando desembarcaron y estuvieron delante de sus madres, aquellos alumnos de segunda enseñanza se limitaron a sonreírles un poco y siguieron bromeando entre ellos. Les desagradaba mostrar afecto a sus madres en presencia de los demás.

Tan entusiasmado estaba Hiroshi que ni siquiera en casa lograba serenarse. Todo lo que podía contar del viaje eran incidentes como el de la mañana en que estuvo adormilado porque a uno de sus amigos le dio miedo ir solo al lavabo y, en plena noche, sacudió a Hiroshi hasta despertarle para que le acompañara. Pero el chico no dijo una sola palabra acerca de los célebres lugares históricos que habían visitado.

Desde luego, Hiroshi había recibido algunas impresiones profundas durante el viaje, pero no sabía expresarlas. Trataba de pensar en algo que decir, pero todo lo que se le ocurría era algo parecido a aquella vez, más o menos un año atrás, en que se divirtió de lo lindo al encerar un trecho de suelo del pasillo y observar cómo una de las profesoras resbalaba y se caía. Aquellos tranvías y automóviles relucientes, vistos por primera vez de un modo tan repentino, habían pasado como una exhalación ante sus ojos y había desaparecido, aquellos edificios tan altos y los letreros de neón que tanto le habían impresionado… ¿dónde estaban ahora?

En casa no había cambiado nada; allí seguían el viejo armario, el reloj de pared, el templete budista, la mesa del comedor y el tocador, exactamente tal como estaban antes de que él se marchara… y la misma vieja madre. Allí estaban la cocina y las sucias esteras de paja. Todas estas cosas podían comprenderle aunque él no les dijera nada. Y, sin embargo, todas ellas, incluida su madre, insistían en que les hablara de su viaje.

Por fin, Hiroshi se tranquilizó más o menos a la hora en que Shinji regresó a casa tras la jornada de pesca. Después de la cena abrió su diario de viaje y presentó a la madre y el hermano un informe superficial de sus andanzas. Ellos se dieron por satisfechos y dejaron de hacerle preguntas acerca de la excursión.

Todo había vuelto a la normalidad. Llevaba de nuevo una vida en la que todo se comprendía sin necesidad de palabras. El armario, el reloj de pared, su madre, su hermano, la vieja y tiznada cocina, el fragor del mar… Rodeado por esos brazos familiares, Hiroshi se durmió profundamente.

Las vacaciones veraniegas de Hiroshi estaban a punto de terminar. Así pues, todos los días, desde que se levantaba hasta que se iba a la cama, se dedicaba con todas sus fuerzas a jugar.

En la isla abundaban los lugares donde hacerlo. Por fin Hiroshi y sus amigos habían visto las películas del Oeste de las que hasta entonces sólo habían oído hablar; jugar a indios y vaqueros se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos. La columna de humo que producía un incendio forestal alrededor de Motoura, en la península de Shima, al otro lado del mar, les recordaba inevitablemente las señales de humo que se alzaban de algún reducto indio.

Los cormoranes de Utajima eran aves de paso, y en aquella época del año empezaban a desaparecer uno tras otro. Ahora en toda la isla se oían con frecuencia los cantos de los ruiseñores. El empinado desfiladero que conducía a la escuela de enseñanza media se conocía como Desfiladero de la Nariz Roja debido a sus efectos sobre las narices de los transeúntes en invierno, cuando recibían una ráfaga de viento tras otra, pero ahora, por muy frío que fuese el día, las brisas que imperaban en la zona ni siquiera conseguiría colorear de rosa una nariz.

El promontorio de Benten, en el extremo meridional de la isla, proporcionaba a los chicos un escenario típico del Oeste norteamericano. El lado occidental del promontorio era por entero de piedra caliza y acababa desembocando en la entrada de una cueva, uno de los lugares más misteriosos de Utajima.

La entrada a la cueva era pequeña, más o menos de metro y medio de anchura y sesenta centímetros de altura, pero el ventoso pasadizo que se internaba en ella se ensanchaba gradualmente y formaba una caverna con tres niveles. Hasta ese lugar reinaba en el pasadizo una oscuridad absoluta, pero en la caverna propiamente dicha dominaba una extraña y cambiante penumbra. Esto se debía a que la caverna atravesaba todo el promontorio hasta una abertura invisible en el lado oriental, por donde el mar penetraba y cuyas aguas subían y bajaban en el fondo de un profundo pozo natural abierto en la roca.

Provistos de velas, los miembros de la pandilla se adentraron en la cueva. Gritándose «¡ojo!» y «¡cuidado!» unos a otros, avanzaron reptando por el oscuro pasadizo. Cada uno veía las caras de sus compañeros flotando en la oscuridad, mugrientas a la luz oscilante de las velas, y pensaban en lo estupendo que sería tener ese aspecto bajo aquella luz si tuvieran las mejillas hirsutas de unos jóvenes matones.

Formaban la pandilla Hiroshi, Sochan y Katchan, e iban en busca del tesoro indio oculto en los más profundos recovecos de la caverna. Sochan iba delante, y cuando penetraron en la caverna, donde por lo menos podían estar de pie, la cabeza del muchacho estaba absolutamente cubierta de espesas telarañas.

—¡Vaya, menuda pinta! —corearon Hiroshi y Katchan—. Tienes todo el pelo adornado. Puedes ser el jefe.

Colocaron las tres velas debajo de una inscripción en sánscrito que algún desconocido había grabado mucho tiempo atrás en una de las paredes cubiertas de musgo.

El flujo y reflujo del mar, en el pozo que se abría en el extremo oriental de la cueva, rugía con fiereza al abatirse contra las rocas. El sonido de las olas agitadas difería por completo de aquel al que estaban acostumbrados en el exterior. Era un sonido efervescente que resonaba en las paredes de roca caliza de la caverna, y las reverberaciones se superponían hasta que la cueva entera rugía y daba la impresión de que se inclinaba y oscilaba de un lado a otro. Estremecidos, los chicos recordaron la leyenda según la cual, entre los días dieciséis y dieciocho de la sexta luna, siete tiburones de un blanco inmaculado aparecían de improviso en el pozo que daba al mar.

En aquel juego, los muchachos cambiaban sus papeles a voluntad y pasaban de ser enemigos a amigos con la mayor facilidad. A Sochan le habían nombrado jefe por las telarañas que tenía adheridas al pelo, y los otros dos eran guardianes de la frontera, enemigos implacables de todos los indios; pero ahora, como querían preguntarle al jefe por qué las olas resonaban de un modo tan espantoso, se convirtieron de improviso en sus dos leales guerreros.

Sochan comprendió al instante el cambio que se había producido y, con una actitud muy digna, tomó asiento en una roca, bajo las velas.

—Oh, jefe, ¿qué es ese terrible sonido que oímos?

—Eso, hijos míos —respondió Sochan en un tono solemne—, es el dios que muestra su cólera.

—¿Y qué podemos hacer para apaciguar la cólera del dios? —inquirió Hiroshi.

—Bueno, veamos… Sí, no hay más alternativa que hacerle una ofrenda y entonces rezar.

Así pues, sacaron las galletas de arroz y los bollos rellenos de pasta de alubia roja que, o bien habían birlado, o bien habían recibido de sus madres, los dispusieron sobre una hoja de papel de periódico y, con gestos ceremoniosos, los colocaron sobre una roca desde la que se dominaba el pozo.

El jefe Sochan echó a andar entre los dos guerreros, avanzando en actitud solemne hacia el altar, y, después de postrarse en el suelo de piedra caliza, alzó ambos brazos, entonó un curioso e improvisado encantamiento y rezó, inclinando el torso adelante y atrás. Detrás del jefe, Hiroshi y Katchan realizaron las mismas genuflexiones. A través de los pantalones podían notar la fría superficie de la piedra en las rodillas, y los tres se sentían de veras como personajes en una película.

Afortunadamente, la cólera del dios pareció haberse aplacado y el fragor de las olas remitió un poco. Así pues, se sentaron en círculo y se zamparon las ofrendas de galletas y bollos que habían dejado sobre el altar. El sabor de los alimentos era diez veces más delicioso que de costumbre.

En aquel instante se escuchó un fragor aún más intenso, y del pozo emergió una rociada de agua que se alzó a gran altura en el espacio de la caverna. En la penumbra, la repentina rociada parecía un fantasma blanco. El agua retumbó en la caverna, y ésta volvió a dar la impresión de que se ladeaba; era como si el mar buscara la oportunidad de arrebatar incluso a aquellos tres indios, sentados en círculo en la pétrea estancia, y arrastrarlos a sus profundidades.

Aunque se esforzaban por no aparentarlo, Hiroshi, Sochan y Katchan tenían miedo, y cuando una repentina ráfaga de viento, surgida de no se sabe dónde, hizo oscilar las llamas de las velas debajo de la inscripción en sánscrito y, finalmente, apagó una de ellas, su temor se agudizó. Pero los tres muchachos siempre intentaban superarse mutuamente en exhibiciones de valentía. Así pues, con el alegre instinto propio de los adolescentes, se apresuraron a ocultar su temor aferrándose a la idea de que estaban jugando.

Hiroshi y Katchan se convirtieron en dos guerreros indios cobardes, que temblaban de miedo.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Tengo miedo, mucho miedo! Oh, jefe, el dios está terriblemente enojado. ¿A qué puede deberse su cólera? Dínoslo, oh, jefe.

Sochan se sentó en un trono de piedra, tembloroso y presa de sacudidas violentas pero majestuosas, como correspondía a su calidad de jefe. Presionado para que diera una respuesta, recordó el chismorreo que, en los últimos días, corría secretamente de boca en boca por toda la isla y, sin ningún propósito maligno, decidió utilizarlo. Se aclaró la garganta y dijo:

—Es por una inmoralidad. Es por una acción perversa.

—¿Inmoralidad? —preguntó Hiroshi—. ¿Qué quieres decir?

—¿No lo sabes, Hiroshi? Me refiero a lo que tu hermano Shinji le hizo a Hatsue, la hija de Miyata, me refiero al omeko, y por eso el dios está enojado.

Al oír nombrar a su hermano y darse cuenta de que el otro decía de él algo deshonroso, Hiroshi se enfrentó al jefe, enfurecido.

—¿Qué es eso que, según tú, mi hermano hizo con la hermana Hatsue? ¿Qué significa omeko?

—¿Ni siquiera sabes eso? ¡Es lo que se dice cuando un chico y una chica se acuestan juntos!

En realidad, Sochan no sabía mucho más acerca de esa palabra, pero sí sabía dotar a su explicación de matices insultantes, y Hiroshi, en un acceso de furor, se abalanzó contra él.

Antes de que comprendiera lo que ocurría, Sochan notó que el otro le aferraba los hombros y le abofeteaba. Pero la pelea fue de una brevedad decepcionante, pues cuando Sochan cayó hacia atrás y se golpeó contra la pared, las dos velas restantes cayeron al suelo y se apagaron.

En la caverna sólo quedó aquella tenue luminosidad, apenas suficiente para que los tres chicos se vieran vagamente las caras. Hiroshi y Sochan todavía seguían enfrentados, con la respiración entrecortada, pero poco a poco comprendieron el riesgo que corrían al pelearse en semejante lugar.

Katchan intervino entonces:

—¡Basta de peleas! ¿No os dais cuenta de lo peligroso que es esto?

Así pues, encendieron fósforos, buscaron las velas y salieron reptando de la cueva, sin decir apenas nada…

Cuando hubieron trepado a lo alto del acantilado, bañado por la luz brillante del exterior, y llegaron a la estribación del cabo, volvían a ser tan buenos amigos como siempre, y parecían haberse olvidado por completo de que poco antes se habían trabado en una pelea. Recorrieron el estrecho sendero paralelo de la estribación del cabo, entonando una canción:

A lo largo de la playa de Gori,

la playa donde está el Jardín de Benten-Hachijo…

La playa de Gori era el trecho de costa más bello de la isla, a lo largo del lado occidental del cabo de Benten. Hacia la mitad de la playa se alzaba una roca enorme, llamada isla Hachijo, tan alta como una casa de dos pisos, y en aquel momento, entre las tupidas enredaderas que crecían en su cima, se distinguía a cuatro o cinco pilluelos juguetones, que saludaban agitando las manos y gritaban algo.

Los tres muchachos devolvieron el saludo y siguieron caminando por la playa. Aquí y allá, en la suave hierba entre los pinos, había extensiones de tragacantos con flores de color rojo.

—¡Mirad! ¡Los barcos a jábega!

Katchan señaló el mar ante la ribera oriental del cabo.

En aquella ribera, la playa del Jardín tenía una cala pequeña y encantadora, en cuya entrada varios barcos a jábega flotaban inmóviles, esperando la marea. Eran los barcos desde los que se manipulaban las redes de arrastre mientras unas embarcaciones de mayor calado las arrastraban por el fondo del océano.

—¡Mirad! —exclamó también Hiroshi, y, como sus amigos, observó el mar con los ojos entrecerrados, pero lo que Sochan había dicho antes seguía pesando en su ánimo, y su peso parecía aumentar a medida que transcurría el tiempo.

Cuando Hiroshi regresó a casa, a la hora de cenar, estaba hambriento. Shinji aún no había vuelto, y su madre estaba sola y echaba leña al fogón de la cocina. El sonido crepitante de la leña se mezclaba con el del fuego, semejante al del viento, y sólo en esas ocasiones unos olores deliciosos se imponían al hedor del lavabo.

—Madre —dijo Hiroshi, tendido sobre el tatami.

—¿Qué?

—¿Qué significa omeko? Alguien me ha dicho que es lo que Shinji le hizo a Hatsue. ¿Qué quería decir?

Antes de que Hiroshi se diera cuenta, su madre había abandonado la cocina y estaba sentada muy erguida a su lado. Los ojos le brillaban de una manera extraña, le brillaban a través de unos mechones de cabello caídos que le daban un aspecto espantoso.

—¿Dónde has oído eso, Hiroshi? ¿Quién te lo ha dicho?

—Sochan.

—¡No vuelvas a decirlo jamás! No debes decírselo ni siquiera a tu hermano. Si lo haces, pasarán muchos días antes de que vuelva a darte de comer. ¿Me has oído?

La madre mantenía una actitud muy tolerante con respecto a los asuntos amorosos de los jóvenes, e incluso en la temporada de buceo, cuando todas sus compañeras chismorreaban mientras se secaban alrededor de la fogata, ella permanecía callada. Pero si los maliciosos chismorreos se referían a las acciones de su propio hijo, ella tenía que cumplir con su deber materno.

Aquella noche, cuando Hiroshi ya dormía, la madre se inclinó hacia el oído de Shinji y le habló en voz baja y firme:

—¿Sabes que por ahí andan diciendo cosas malas de ti y Hatsue?

Shinji sacudió la cabeza y se ruborizó. Su madre también se sentía azorada, pero insistió con una franqueza inflexible.

—¿Te has acostado con ella?

Shinji sacudió de nuevo la cabeza.

—¿Entonces no has hecho nada que pueda dar que hablar a la gente? ¿Me estás diciendo la verdad?

—Sí, te he dicho la verdad.

—Muy bien, entonces, no tengo nada más que decir. Pero ten cuidado… la gente siempre se mete en los asuntos del prójimo.

Pero la situación no tomó un mejor cariz. A la noche siguiente la madre de Shinji asistió a una reunión de la Sociedad del Dios Mono, el único club femenino, y, en cuanto ella apareció, todo el mundo dejó de hablar y pareció como si les hubieran aguado la fiesta. Era evidente que habían estado chismorreando. A la noche siguiente, cuando Shinji fue a la Asociación de Jóvenes y abrió de golpe la puerta con tanta despreocupación como de costumbre, se encontró con un grupo de jóvenes reunidos alrededor de la mesa, hablando animadamente a la luz de una bombilla eléctrica sin pantalla. Al ver a Shinji, todos callaron un momento. El sonido del mar era lo único que se oía en la inhóspita sala, como si allí no hubiera ningún ser humano.

Como de costumbre, Shinji se sentó contra la pared, se rodeó las rodillas con los brazos y no dijo una sola palabra. En seguida los jóvenes se pusieron a hablar a la manera ruidosa de siempre, sobre otro tema, y Yasuo, el presidente, que aquel día, algo raro en él, había acudido temprano a la reunión, saludó cordialmente a Shinji desde el otro lado de la mesa. Shinji le devolvió el saludo, sonriente y sin la menor suspicacia.

Pocos días después, mientras almorzaban a bordo del Taihei-maru y descansaban de las faenas pesqueras, Ryuji habló como si ya no pudiera contenerse.

—La verdad es que me hierve la sangre, hermano Shin, al ver cómo Yasuo va por ahí hablando mal de ti…

—¿Eso hace? —replicó Shinji, y entonces sonrió y mantuvo un silencio viril.

La embarcación se mecía suavemente en las aguas primaverales.

De improviso, Jukichi, que de ordinario era muy taciturno, intervino en la conversación.

—Lo sé, lo sé. Ese Yasuo está celoso. El muy tunante no es más que un necio de cuidado, que se cree algo por ser hijo de quien es. Me da asco. Resulta que ahora también Shinji se ha convertido en un hombre galante y Yasuo arde de celos. No prestes ninguna atención a lo que dicen, Shinji. Si hay algún problema, estoy de tu parte.

Así pues, el rumor que Chiyoko había iniciado y Yasuo expandido acabó siendo susurrado con insistencia en todo el pueblo. Y, no obstante, aún no había llegado a oídos del padre de Hatsue. Entonces, una noche, se produjo el incidente del que en el pueblo no se cansarían de hablar durante meses. Tuvo lugar en el baño público.

Ni siquiera las casas más ricas del pueblo contaban con baño propio, y aquella noche Terukichi Miyata fue al baño público como de costumbre. Apartó la cortina de la entrada con un altivo gesto de la cabeza, se desvistió como si desplumara un ave y depositó sus prendas en un cesto de mimbre. La camiseta y la faja cayeron al suelo, y el hombre, chasqueando ruidosamente la lengua, recogió las prendas con los dedos de un pie y las depositó en el cesto. Era una escena pasmosa para quienes la veían, pero su actuación en el baño era una de las pocas oportunidades que le quedaban al padre de Hatsue de alardear públicamente de que, por viejo que fuese, su vigor no había mermado en absoluto.

Lo cierto era que la contemplación de su cuerpo desnudo y entrado en años causaba asombro. Los miembros, con una tonalidad entre dorada y cobriza, no mostraban ningún signo de flojedad, y por encima de sus ojos penetrantes y de la frente, que reflejaba obstinación, su cabello blanco y revuelto parecía la melena de un león. Su pecho rubicundo era el resultado de beber copiosamente durante muchos años, y ofrecía un contraste impresionante con el cabello blanco. Los músculos protuberantes se habían endurecido a causa de un prolongado desuso, y reforzaban la impresión de un peñasco que, bajo la violencia del oleaje, se ha vuelto todavía más escarpado.

Sería acertado decir que Terukichi constituía la personificación del trabajo duro, la determinación, la ambición y la fuerza de toda Utajima. Rebosante de la energía algo tosca del hombre que ha conseguido que su familia pase de la nada a la riqueza en una sola generación, también tenía la suficiente estrechez de miras para no haber aceptado jamás un cargo público en el pueblo, lo cual se hacía aún más respetado entre la gente principal del lugar. La misteriosa exactitud de sus predicciones meteorológicas, su experiencia inigualable en cuestiones de pesca y navegación y el gran orgullo que sentía por saberse al dedillo la historia y las tradiciones de la isla quedaban a menudo contrarrestados por una tozudez inflexible, sus pretensiones ridículas y su belicosidad, que no se había reducido ni un ápice con el paso de los años. Pero, en cualquier caso, era un anciano que, aunque seguía vivo, podía actuar como una estatua de bronce erigida en su propio recuerdo y no parecer por ello ridículo.

Deslizó la puerta corredera de vidrio que daba acceso al baño desde el vestuario.

La sala del baño estaba bastante concurrida, y a través de las nubes de vapor se dibujaban las vagas siluetas de las personas que iban y venían. En el techo resonaban los sonidos del agua, los leves golpeteos de las jofainas de madera, la charla y las risas. En la sala abundaba el agua caliente, y en ella se experimentaba una sensación de libertad tras las fatigosas tareas de la jornada.

Rompiendo con la regla establecida, Terukichi nunca se lavaba primero antes de entrar en la piscina. Como de costumbre, avanzó con largos y dignos pasos desde la puerta hasta la piscina y, sin más, sumergió las piernas en el agua. Le daba igual la temperatura a la que estuviera. A Terukichi le interesaba tan poco el posible efecto del calor sobre el corazón y los vasos sanguíneos del cerebro como, por ejemplo, los perfumes o las corbatas.

A pesar de que al sumergir así las piernas les salpicaba la cara, cuando los demás usuarios del baño se daban cuenta de que se trataba de Terukichi le saludaban con corteses inclinaciones de cabeza. Entonces Terukichi se sumergió hasta el arrogante mentón.

Había dos pescadores jóvenes que se estaban lavando ante la hilera de grifos paralela a la piscina y que no habían reparado en la llegada de Terukichi. Sin bajar las voces, siguieron chismorreando sin comedimiento acerca del anciano.

—La verdad es que el tío Teru Miyata debe de estar viviendo su segunda infancia. Ni siquiera está enterado de que su chica se ha convertido en una jarra agrietada.

—Ese Shinji Kubo… qué manera de embaucar la suya, ¿no? Cuando todo el mundo lo consideraba un chico inocente, va y la roba ante las mismas narices del tío Teru.

Los que se encontraban en la piscina estaban nerviosos y mantenían los ojos apartados de Terukichi.

El semblante de Terukichi había enrojecido, pero daba una impresión de serenidad mientras salía de la piscina. Tomó en cada mano una jofaina de madera y las llenó en el depósito de agua fría. Entonces se acercó a los dos jóvenes, sin decir palabra les vertió el agua fría sobre las cabezas y propinó una patada a la espalda de cada uno.

Los jóvenes, con los ojos cubiertos de jabón y entrecerrados, se levantaron de inmediato para responder a la agresión, pero al darse cuenta de que se las habían con Terukichi, titubearon.

Entonces el anciano los aferró por el pescuezo y, aunque su piel enjabonada era resbaladiza bajo los dedos, los arrastró al borde de la piscina. Allí empujó con violencia sus cabezas, sumergiéndolas en el agua. Todavía aferrándoles los cuellos con sus manazas, sacudió las dos cabezas y las golpeó una contra otra, como si estuviera aclarando la colada.

Para rematar su acción, y sin lavarse siquiera, Terukichi abandonó la sala con sus largos pasos, sin dirigir una sola mirada a las espaldas de los otros usuarios, quienes se habían puesto en pie y le miraban con fijeza, mudos de asombro, mientras él se alejaba.