Capítulo 9

Hiroshi, que seguía de viaje, envió un mensaje con franqueo de urgencia. Estaba escrito en una tarjeta postal que mostraba el famoso templo Kiyomizu de Kyoto y tenía impreso con tampón un gran sello conmemorativo de color morado. Si lo hubiera enviado por correo ordinario, lo más probable era que él hubiese llegado a la isla antes que el mensaje. Incluso antes de leerlo, su madre se había enfadado y había comentado que era una extravagancia por parte de Hiroshi pagar aquel franqueo adicional y que hoy en día los chicos desconocían el valor del dinero.

La apretada escritura de Hiroshi se refería en su totalidad a la experiencia de haber visto su primera película, y apenas mencionaba los paisajes afamados y los lugares históricos que visitaba:

«La primera noche en Kyoto nos dieron libertad para hacer lo que quisiéramos, así que Sochan, Katchan y yo fuimos a un gran cine del barrio. Era un sitio estupendo, como un palacio, pero los asientos eran horriblemente estrechos y duros, y cuando intentamos sentarnos en ellos fue como si estuviéramos en la percha de un gallinero. El trasero nos dolía tanto que no conseguíamos estar cómodos.

»Al cabo de unos minutos, el hombre que estaba detrás de nosotros gritó: “¡Los de delante, sentaos!”. Como ya estábamos sentados, nos lo tomamos a broma. Pero entonces el hombre, muy amablemente, nos enseñó lo que debíamos hacer. Dijo que eran asientos plegables, y que si los bajábamos se convertirían en butacas. Todos nos rascamos la cabeza, y comprendimos que habíamos cometido un estúpido error. Y al bajarlos comprobamos que, desde luego, eran unos asientos lo bastante cómodos para que se sentara en ellos el mismo emperador. Pensé que algún día me gustaría que mamá se sentara también en uno de esos asientos».

Shinji le estaba leyendo la postal a su madre, y esa última frase hizo aflorar las lágrimas a los ojos de la mujer. Depositó la tarjeta en el templete doméstico y le pidió a Shinji que se arrodillara con ella a rezar para que, de la misma manera que la tormenta dos días antes no había impedido la excursión de Hiroshi, no le sucediera nada durante el tiempo que aún tardaría en regresar a casa, lo que haría en un par de días.

Al cabo de un minuto, como si acabara de ocurrírsele, la emprendió a insultos con Shinji, diciéndole que leía y escribía demasiado mal y que Hiroshi era mucho más inteligente que él. Lo que ella consideraba inteligencia de su hijo menor no era ni más ni menos que la capacidad del adolescente de hacerle verter lágrimas de felicidad.

Sin pérdida de tiempo, corrió a mostrar la postal a los familiares de los amigos de Hiroshi, Sochan y Katchan. Más tarde, al anochecer, cuando ella y Shinji acudieron al baño público, la madre se encontró con la esposa del jefe de la estafeta postal y, en medio de la sala llena de vapor, se arrodilló e, inclinándose ante ella, le dio las gracias porque la postal enviada por correo certificado había llegado sin ningún incidente ni retraso a sus manos.

Shinji terminó pronto de bañarse y aguardó en la entrada de la casa de baños a que su madre saliera de la zona de mujeres. La madera tallada y pintada bajo los aleros de la casa de baños estaba desvaída y se descascarillaba en los lugares por donde salían las espirales de vapor. La noche era cálida, y el mar se mantenía en calma.

El muchacho observó que alguien estaba unos metros más adelante, en la calle, de espaldas a él, al parecer examinando los aleros de una casa. El hombre tenía ambas manos metidas en los bolsillos y golpeaba las losas del suelo con las geta, como si marcara el paso del tiempo. A la luz del crepúsculo, Shinji vio que llevaba una chaqueta de cuero marrón. En Utajima no todo el mundo podía permitirse el lujo de llevar una chaqueta así, y Shinji tuvo la certeza de que aquel hombre era Yasuo.

En el mismo momento en que Shinji estaba a punto de llamarle, Yasuo se dio la vuelta. Shinji le sonrió, pero Yasuo se limitó a dirigirle una mirada inexpresiva y le dio la espalda.

Shinji no se tomó esta actitud como un desaire, pero le pareció un poco rara. Entonces su madre salió de la casa de baños y el muchacho regresó a casa con ella, caminando en silencio, como de costumbre.

El día anterior, cuando los barcos regresaron tras una jornada de pesca en la que imperó el buen tiempo que siguió a la tormenta, Chiyoko se había encontrado con Yasuo. Le dijo que, como había ido al pueblo de compras con su madre, había decidido visitarle, y le explicó que lo hacía ella sola porque su madre había ido a casa del director de la cooperativa, que estaba cerca de allí.

Desde luego, la versión que le dio Chiyoko de lo que había presenciado —Shinji y Hatsue bajando juntos del monte desierto, y bien abrazados— no contribuía a hacer la situación menos comprometedora, y su revelación fue un duro golpe al orgullo de Yasuo, quien se pasó la noche entera meditando sobre lo ocurrido. Lo que Yasuo estaba haciendo cuando Shinji le vio por casualidad la noche siguiente era leer la lista que se exhibía bajo los aleros de una casa en la empinada calle que atravesaba el centro del pueblo.

En Utajima el suministro de agua potable era escaso, y alcanzaba su nivel más bajo en la época del Año Nuevo según el calendario antiguo, cuando las disputas por los derechos a disponer de agua eran interminables. Para proveerse de agua, los aldeanos contaban tan sólo con un estrecho arroyo que discurría por un lado de la calle adoquinada cuyos tramos de escalones descendían por el centro del pueblo. Durante la estación lluviosa, o tras un fuerte aguacero, el arroyo se convertía en un torrente turbio, en cuyas orillas las mujeres del pueblo hacían la colada mientras charlaban ruidosamente. También allí los niños realizaban las ceremonias de botadura de sus buques de guerra tallados en madera. Pero durante la estación seca el arroyo era casi una ciénaga seca, y la corriente ni siquiera tenía fuerza suficiente para arrastrar los desechos más pequeños.

Un manantial alimentaba al arroyo. Tal vez las lluvias que caían en las cumbres de la isla se filtraban hasta el manantial, pero, fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que no había ningún otro manantial en la isla. De aquí que, desde hacía mucho tiempo, las autoridades del pueblo estuvieran facultadas para determinar el orden en que los lugareños debían recoger el agua, un orden que variaba cada semana.

Sólo en el faro filtraban el agua de lluvia y la almacenaban en un depósito. El resto de las viviendas de la isla dependían exclusivamente de aquel manantial, y cada familia, cuando le tocaba el turno, debía soportar el inconveniente de que le asignaran las horas centrales de la noche para recoger el agua. Pero al cabo de unas pocas semanas, incluso el turno de medianoche ascendería gradualmente en la lista hasta llegar a las primeras horas de la mañana, las más convenientes. Recoger el agua era cosa de las mujeres.

Así pues, Yasuo examinaba la lista para la recogida del agua, colocada en el lugar más concurrido. Encontró el apellido Miyata escrito bajo la columna correspondiente a las dos de la madrugada. Ése era el turno de Hatsue.

Yasuo chasqueó la lengua. Se dijo que ojalá fuese la temporada del pulpo, pues entonces los barcos no salían a faenar tan temprano. Durante la temporada del calamar, en la que ya se encontraban, los barcos tenían que llegar a los caladeros del canal de Irako al amanecer. Así pues, a las tres de la madrugada, como máximo, en cada vivienda se preparaba el desayuno, y de las casas de los más impacientes el humo de los fuegos sobre los que cocinaban se atisbaba incluso antes de esa hora.

De todos modos, era una situación preferible a la de la semana próxima, cuando el turno de Hatsue estaba establecido a las tres de la madrugada… Yasuo se juró que poseería a la muchacha antes de que los pesqueros zarparan a la mañana siguiente.

Estaba examinando la lista, y acababa de tomar su firme resolución, cuando vio a Shinji en la entrada de la casa de baños. Al verle, se sintió tan molesto que, dejando de lado su formalidad habitual, le dio la espalda y apretó el paso para volver a casa.

Cuando entró en la vivienda, Yasuo miró por el rabillo del ojo la sala de estar, donde su padre y su hermano mayor se encontraban todavía, sirviéndose mutuamente el sake vespertino mientras escuchaban por la radio a una cantante de baladas cuya voz resonaba en toda la casa. Yasuo subió directamente a su habitación, en el primer piso, y con bruscos movimientos que evidenciaban su enojo se fumó un cigarrillo.

Yasuo se había hecho una idea de lo ocurrido basada en sus experiencias y su manera de pensar. Según él, puesto que Shinji había seducido a Hatsue, no había duda de que el muchacho no era virgen. Así que mientras asistía a las reuniones de la Asociación de Jóvenes y se sentaba allí con toda inocencia, rodeándose las rodillas con la manos, sonriente y escuchando atentamente lo que los demás decían, con aquel aire infantil… mientras actuaba así, mantenía a hurtadillas relaciones sexuales con mujeres. ¡El condenado zorro!

Y no obstante, dada la honestidad que reflejaba el rostro de Shinji, incluso Yasuo no podía creerle capaz de haber poseído a la chica con engaños. Así pues, la conclusión inevitable, y lo más insoportable de todo, era que Shinji había conseguido a la joven limpiamente, con una honestidad absoluta.

Aquella noche, en la cama, Yasuo se pellizcó los muslos una y otra vez para no dormirse, pero en realidad la medida era innecesaria, pues su animosidad hacia Shinji y los celos que sentía porque éste le hubiera ganado por la mano bastaban para mantenerle despierto.

Yasuo poseía un reloj con esfera luminosa, un objeto del que se enorgullecía y siempre se jactaba. Aquella noche se lo dejó en la muñeca y se acostó sin quitarse la chaqueta y los pantalones. De vez en cuando se llevaba el reloj al oído y a menudo consultaba la esfera resplandeciente. Yasuo opinaba que la mera posesión de un reloj tan extraordinario le convertía por derecho en un preferido de las mujeres.

A la una y veinte Yasuo salió sigilosamente de la casa. En la quietud de la noche se oía con claridad el rumor de las olas y la luna tenía un brillo intenso. En el pueblo reinaba el silencio.

En toda la isla no había más que cuatro farolas, una en el espigón, dos en la empinada calle que cruzaba el centro del pueblo y una en el monte al lado del manantial. Con excepción del transbordador, todos los barcos amarrados en el puerto eran pesqueros, por lo que allí no había luces de tope que animaran la noche, y las luces de todas las casas estaban apagadas. Además, en un pueblo pesquero, con los tejados de tejas o de hierro galvanizado, no existían esas hileras de tejados gruesos y negros que tan imponentes resultan de noche en un pueblo agrícola, no existía la majestuosa solidez de los espesos tejados de paja para intimidar a la noche y mantenerla a distancia.

Yasuo subió con rapidez la calle en cuesta por la derecha, sin que sus zapatillas produjeran siquiera el sonido de pisadas. Cruzó el patio de la escuela elemental, rodeado por hileras de ciruelos cuyas flores estaban medio abiertas. El patio era un anexo reciente a la escuela y habían trasplantado los ciruelos desde las montañas. La tormenta había derribado uno de los árboles jóvenes y su tronco aparecía completamente negro contra un montón de arena iluminado por la luna.

Yasuo subió los escalones de piedra al lado del arroyo hasta que llegó a un lugar donde podía oír el sonido del manantial, cuyos contornos divisaba a la luz de la solitaria farola.

Un agua cristalina brotaba entre las rocas cubiertas de musgo y caía en una cisterna de piedra por cuyo borde rebosaba. Allí la piedra tenía una capa de musgo lustroso, y daba la impresión de que no era el agua la que fluía sobre el musgo, sino que éste estaba recubierto por una capa de grueso, hermoso y transparente esmalte. Desde algún lugar, entre los árboles alrededor del manantial, un búho ululaba.

Yasuo se ocultó detrás de la farola. Se oyó un minúsculo aleteo de alas que emprendían el vuelo. El joven se apoyó en una enorme haya y aguardó, contemplando su reloj como si le desafiara a sostener durante más tiempo que él la mirada.

Pronto dieron las dos de la madrugada, y Yasuo avistó a Hatsue, que cruzaba el patio de la escuela con una vara sobre los hombros, de cada uno de cuyos extremos pendía un cubo. A la luz de la luna su contorno se dibujaba nítidamente.

Aunque el cuerpo femenino no está preparado para trabajar a medianoche, en Utajima tanto hombres como mujeres, ricos y pobres por igual, tenían que realizar sus tareas. La robusta Hatsue, endurecida por su actividad como buceadora, subió los escalones de piedra sin la menor dificultad, haciendo oscilar los cubos vacíos, y más bien con la alegre apariencia de que en realidad disfrutaba haciendo aquel trabajo a una hora intempestiva.

Por fin Hatsue depositó los cubos al lado del manantial. Ése era el momento en que Yasuo se había propuesto abalanzarse sobre ella, pero ahora titubeó y tomó la decisión de esperar hasta que ella hubiera terminado de sacar el agua. A fin de prepararse para saltar cuando llegara el momento, alzó el brazo izquierdo y asió una rama alta. Entonces se mantuvo perfectamente inmóvil, imaginando que era una estatua de piedra. Observó las fuertes manos de la joven, enrojecidas y un poco laceradas por el frío, mientras llenaba los cubos, de los que el agua rebosaba y caía con estrépito a su alrededor, y esa estampa estimuló su imaginación, de modo que por su mente cruzaron una serie de imágenes deliciosamente carnales del cuerpo sano y joven de Hatsue.

En todo momento el reloj de esfera luminosa del que Yasuo se enorgullecía tanto, y que llevaba en la muñeca de la mano con la que se sujetaba a la rama de haya, emitía su resplandor fosforescente, al tiempo que señalaba débil pero claramente los segundos. La luz y el tenue sonido despertaron a un enjambre de avispones que estaban en un nido fijado a la misma rama, y excitaron sobremanera su curiosidad.

Uno de ellos voló tímidamente hacia el reloj de pulsera y descubrió que aquel extraño escarabajo que emitía una luz resplandeciente y chirriaba metódicamente estaba protegido por una armadura de cristal fría y resbaladiza. Tal vez a causa de la decepción, el insecto volvió su aguijón hacia la piel de la muñeca de Yasuo y lo clavó allí con todas sus fuerzas.

Yasuo lanzó un grito.

Hatsue se irguió y se volvió en la dirección de donde había provenido el grito, pero ella ni siquiera chilló. En un abrir y cerrar de ojos, quitó las cuerdas de la vara para transportar los cubos y, sosteniéndola en diagonal ante su cuerpo, adoptó una postura de defensa.

Incluso Yasuo tuvo que admitir que debía de ofrecer a Hatsue un aspecto lamentable. Ella retrocedió uno o dos pasos delante de él, manteniendo la misma postura defensiva.

Yasuo decidió que lo mejor sería fingir que todo aquello había sido una broma. Dejó escapar una risa absurda y dijo:

—¡Eh! Supongo que te he asustado. Has debido de pensar que era un duende, ¿no es cierto?

—¡Vaya, si es el hermano Yasuo!

—Se me ocurrió esconderme aquí y darte un susto.

—Pero… ¿a estas horas de la noche?

La muchacha no se percataba todavía de lo sumamente atractiva que era. Tal vez habría reparado en ello de haberlo pensado a fondo, pero en aquel momento aceptó la explicación que le daba Yasuo de que se había escondido allí sin otro motivo que el de asustarla.

En un instante, aprovechándose de su confianza, Yasuo le arrebató la vara y le asió la muñeca derecha. El cuero de la chaqueta de Yasuo producía unos sonidos crujientes.

El joven había recobrado por fin la confianza en sí mismo y miraba furibundo a Hatsue. Ahora su sangre fría era absoluta y, tratando de ganarse a la chica limpiamente, sin darse cuenta llevó a cabo una imitación de la manera franca y abierta que, según imaginaba, Shinji debía de haber empleado en una ocasión similar.

—De acuerdo —le dijo en un tono razonable—. ¿Escucharás ahora lo que tengo que decirte? Si no lo haces vas a lamentarlo, así que será mejor que me escuches… a menos que quieras que todo el mundo se entere de lo que hay entre tú y Shinji.

A Hatsue se le encendió el rostro, y su respiración se volvió entrecortada.

—¡Suéltame el brazo! ¿Qué quieres decir… qué es eso que hay entre Shinji y yo?

—No te hagas la inocente. ¡Como si no hubieras estado tonteando con Shinji! Desde luego, me has dado gato por liebre.

—No digas ridiculeces. No he hecho tal cosa.

—Oye, lo sé todo. ¿Qué hiciste con Shinji allá arriba, en el monte, el otro día, cuando la tormenta?… ¡Eh! ¡Mira cómo se ruboriza!… Así que ahora vas a hacer lo mismo conmigo. ¡Vamos! ¡Vamos!

—¡Apártate! ¡Apártate de mí!

Hatsue se debatió, tratando de huir.

Yasuo no estaba dispuesto a soltarla. Era evidente que si la chica lograba marcharse antes de que sucediera algo, se lo diría a su padre. Pero luego… luego se guardaría bien de decirlo. Yasuo era un lector impenitente de las revistas populares que llegaban de la ciudad y que a menudo publicaban confesiones de chicas que habían sido «seducidas». ¡Qué sensación tan maravillosa poder hacerle eso a una muchacha y, sin embargo, tener la seguridad de que ella jamás sería capaz de decírselo a nadie!

Finalmente Yasuo inmovilizó a Hatsue en el suelo, al lado del arroyo. Uno de los cubos se había volcado, y el agua avanzaba por la tierra cubierta de musgo. A la luz de la farola, las aletas nasales de Hatsue temblaban, y sus ojos, muy abiertos, brillaban. La mitad de su cabello se extendía sobre el agua derramada.

De repente Hatsue frunció los labios y escupió a Yasuo en la cara.

Este acto estimuló todavía más la pasión del muchacho, que, notando el movimiento de los senos bajo su pecho, aplicó la cara a la mejilla de la chica.

En aquel momento lanzó un grito y se incorporó de un salto: el avispón había vuelto a picarle, esta vez en la nuca.

Fuera de sí, Yasuo trató alocadamente de atrapar al insecto, y mientras iba frenético de un lado a otro, Hatsue bajó corriendo los escalones de piedra.

El pánico y la confusión se apoderaron de Yasuo. Estaba empeñado en atrapar al avispón, y sin embargo se las arregló de alguna manera para satisfacer su impulso de capturar nuevamente a Hatsue, aunque por unos momentos no fue consciente de sus actos ni del orden en que los ejecutaba. Sea como fuere, logró asir una vez más a la muchacha.

Apenas había conseguido tumbarla una vez más a la fuerza sobre el musgo cuando el insistente avispón se posó, esta vez en el fondillo de los pantalones de Yasuo, y le hundió el aguijón en una nalga.

Hatsue estaba adquiriendo experiencia en el arte de la huida, y cuando Yasuo se levantó de un salto, echó a correr hacia el otro extremo del manantial. Al penetrar en el bosquecillo e ir a ocultarse tras una masa de helechos, divisó una piedra de considerable tamaño. La alzó con ambas manos por encima de la cabeza, recobró definitivamente el aliento y miró abajo, al otro lado del manantial.

En realidad, hasta aquel momento Hatsue desconocía qué dios había intervenido en su ayuda. Pero entonces, mientras observaba con recelo las cabriolas de Yasuo, comprendió que todo era obra de un listo avispón. Yasuo daba manotazos en el aire, y ella observó, en las yemas de los dedos, bajo la luz de la farola, los destellos de unas alitas de color dorado.

Cuando el pálido Yasuo vio que por fin había ahuyentado al insecto, se sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la cara. Entonces miró a su alrededor en busca de Hatsue. Al no verla, ahuecó las manos a modo de bocina y la llamó nerviosamente en voz baja.

Hatsue movió a propósito unos helechos con el pie.

—Ven aquí, ¿quieres? Te prometo que no haré nada más.

—No, no voy a ir ahí.

—Ven, por favor.

Yasuo empezó a subir los escalones, y Hatsue blandió la piedra. El joven retrocedió.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? Ten cuidado… eso es peligroso… ¿Qué puedo hacer para que bajes?

A Yasuo le habría gustado alejarse corriendo sin más ceremonias, pero el temor de que la chica le contara lo sucedido a su padre le obligaba a intentar persuadirla.

—¡Por favor! Haré cualquier cosa que me pidas, así que ven aquí… Supongo que se lo dirás a tu padre, ¿no es cierto?

No hubo respuesta.

—Vamos, te lo ruego, no se lo digas a tu padre, ¿eh? Haré lo que quieras con tal de que no se lo cuentes… ¿Qué quieres que haga?

—Bueno, si sacas el agua y me llevas los cubos hasta casa…

—¿De veras?

—De veras.

—Muy bien, lo haré. ¡Ese tío Teru es un hombre de mucho cuidado!

Entonces Yasuo se entregó en silencio a la tarea, con seriedad y entusiasmo, de la manera más ridícula. Llenó el cubo que se había volcado, colocó las asas de cuerda de los cubos en la vara, se puso éste sobre los hombros y echó a andar…

Al cabo de un momento, miró atrás y vio que Hatsue había bajado desde el bosquecillo sin que él se hubiese percatado y le seguía a un par de metros. Ni siquiera sonreía. Cuando él se detenía, ella lo hacía también, y cuando emprendía de nuevo el descenso de los escalones, ella le imitaba.

El pueblo seguía dormido, con sus tejados bañados por la luz de la luna. Pero mientras descendían por los escalones hacia el pueblo, un escalón tras otro, les llegaban desde todas las direcciones los cantos de los gallos, una señal de que el amanecer se aproximaba.