Capítulo 8

Las labores de pesca proseguían sin que hubiera ninguna jornada de descanso a la vista. Por fin, dos días después de que Hiroshi hubiera partido de viaje con sus compañeros de escuela, azotó la isla una tormenta tan fuerte que los barcos no pudieron zarpar. Parecía que ni una sola de las escasas flores de cerezo, que estaban empezando a abrirse, se libraría de la destrucción.

El día anterior, un viento húmedo e intempestivo se abatió sobre las velas, y al ponerse el sol una extraña luz se extendió por el cielo. Había marejada, y las olas rugían en la playa; los insectos que viven en la arena se escabullían en busca de un terreno más elevado. Por la noche sopló un fuerte viento, mezclado con lluvia, y cielo y mar se llenaron de sonidos que parecían gritos humanos y agudos pífanos…

Shinji escuchaba desde su jergón las voces de la tormenta. Le bastaba aquel ruido para saber que los barcos no zarparían. Incluso hacía demasiado mal tiempo para trenzar cabos o reparar aparejos de pesca, y tal vez incluso para poner en práctica el proyecto de eliminación de ratas que tenían en la Asociación de Jóvenes.

Como no quería despertar a su madre, cuya respiración desde el jergón contiguo le indicaba que estaba dormida, Shinji se mantuvo solícitamente quieto, esperando con ansiedad que apareciera en la ventana la primera luz grisácea del día. La casa se estremecía con violencia y las ventanas matraqueaban. En algún lugar se desprendió una lámina de hojalata y cayó al suelo con un gran estrépito. Las casas de Utajima, tanto las viviendas de los ricos como las minúsculas casas de una sola planta, como la de Shinji, eran todas similares: por la puerta principal se accedía a un cuarto de trabajo cuyo suelo era de tierra, flanqueado por el lavabo a la izquierda y la cocina a la derecha, y en la negrura que precedía al amanecer, bajo los embates del viento, un solo olor se imponía en toda la casa e impregnaba su atmósfera: el olor oscuro, frío, meditativo del lavabo.

La ventana, que daba a la pared del almacén de la casa vecina, fue tornándose gris paulatinamente. Shinji contempló la intensa lluvia, que golpeaba los aleros y se extendía por los cristales. Antes detestaba los días en que no había pesca, días que le privaban del placer de trabajar y de los ingresos, pero ahora la perspectiva de un día así le parecía el más estupendo de los festivales. Era un festival glorioso, pero no por el azul del cielo y las banderas que ondeaban en lo alto de las astas rematadas con bolas doradas, sino por la tormenta, el mar enfurecido y un viento que ululaba al soplar entre las abatidas copas de los árboles.

Como la espera se le hacía insoportable, el muchacho saltó de la cama y se puso rápidamente unos pantalones y un jersey negro de cuello alto lleno de agujeros.

Al cabo de un momento se despertó su madre y vio la oscura silueta de un hombre contra la ventana, levemente iluminada por la luz del amanecer.

—¡Eh! —gritó la mujer—. ¿Quién anda ahí?

—Soy yo.

—Ah… ¡no me asustes así! ¿Vas hoy a pescar, con semejante tiempo?

—Los barcos no zarparán, pero…

—¿Por qué no duermes un poco más? ¡Ya ves, he pensado que había un desconocido junto a la ventana!

Lo primero que pensó su madre al abrir los ojos era bastante atinado: aquella mañana su hijo parecía de veras un desconocido. Allí estaba el Shinji que casi nunca abría la boca, cantando a voz en grito y haciendo una exhibición gimnástica al balancearse colgado del dintel de la puerta.

Como desconocía el motivo de la extraña conducta de su hijo, y temerosa de que echara la casa abajo, la madre gruñó:

—Puede que afuera haya tormenta pero ¿qué es lo que tenemos en casa?

Innumerables veces Shinji fue a consultar el tiznado reloj de pared. Puesto que no tenía costumbre de dudar, no se preguntó ni por un instante si la muchacha desafiaría la tormenta para acudir a la cita. Le era totalmente ajena esa manera melancólica y muy eficaz de entretenerse exagerando y complicando las sensaciones, tanto las de felicidad como las de inquietud, mediante el ejercicio de la imaginación.

Cuando ya no pudo seguir soportando la espera, Shinji se puso un impermeable de goma y salió al encuentro del mar. Pensaba que sólo el mar tendría la amabilidad suficiente para aceptar su muda conversación.

Unas olas embravecidas se alzaban a gran altura por encima del rompeolas, producían un estrépito tremendo y se desmoronaban. Debido al aviso de tormenta de la noche anterior, habían arrastrado los botes por la arena hasta vararlos en la playa mucho más lejos de la orilla que de ordinario. Cuando las gigantescas olas retrocedían, la superficie del agua adquiría una inclinación muy pronunciada, y daba la impresión de que el fondo del mar en la dársena iba a quedar a la vista.

El rocío de las olas, mezclado con la lluvia torrencial, alcanzó a Shinji en pleno rostro. El agua fría y salobre se deslizaba por sus mejillas enrojecidas, recorriendo los pliegues de su nariz, y el muchacho recordó el sabor de los labios de Hatsue.

Las nubes avanzaban al galope, e incluso en el oscuro cielo había una fluctuación inquieta entre la luz y la oscuridad. De vez en cuando, todavía a más altura, Shinji vislumbraba nubes iluminadas por una luz opaca, como una promesa de que el cielo se iba a aclarar, pero esas nubes desaparecían casi al instante.

Tan absorto estaba en la contemplación del cielo que una ola alcanzó sus pies y mojó la tira de cuero de la geta, introducida en el espacio entre el dedo gordo del pie y el contiguo. Vio en el suelo una pequeña y bella concha rosada, al parecer depositada allí por la misma ola.

Shinji recogió la concha y la examinó. Su forma era perfecta, sin la más leve muesca en su borde, delgado como papel. Pensó que sería un buen regalo y se la guardó en el bolsillo.

En cuanto terminó de comer, Shinji empezó a prepararse para salir de nuevo. Al verle salir por segunda vez con aquel tiempo tormentoso, la madre, que estaba fregando los platos, hizo una pausa y le miró fijamente, pero no se atrevió a preguntarle a dónde iba: algo en la actitud de su hijo, incluso de espaldas, le advertía de que guardara silencio. Cuánto lamentaba no haber tenido por lo menos una hija, que estaría siempre en casa para ayudarla en las tareas domésticas…

Los hombres van a pescar. Suben a bordo de sus barcos de cabotaje y transportan mercancías a diversos puertos. Las mujeres, que no están destinadas a lanzarse al ancho mundo, cuecen el arroz, recogen algas y, cuando llega el verano, se sumergen hasta el fondo del mar. Incluso para una madre veterana entre las buceadoras, ese mundo crepuscular del fondo marino era el mundo de las mujeres…

Ella sabía todo esto. El interior oscuro de una casa incluso a mediodía, los severos dolores del parto, la penumbra del fondo del mar: ésa era la sucesión de mundos estrechamente relacionados en los que transcurría su vida.

Recordó lo sucedido dos veranos atrás a una de las mujeres, también viuda, una mujer frágil que tenía un niño de pecho. Se había zambullido para recoger orejas de mar y, cuando se estaba secando junto a la fogata, perdió el conocimiento. Puso los ojos en blanco, se mordió los labios azulados y se desplomó. En el crepúsculo, cuando incineraron su cuerpo en el pinar, la desolación de las buceadoras era tal que no podían mantenerse en pie, y permanecían acuclilladas sollozando.

Circuló un extraño rumor acerca de ese incidente, y algunas mujeres temieron seguir buceando. Se decía que la fallecida había sido castigada porque había visto algo temible en el fondo del mar, algo que los seres humanos no deben ver.

La madre de Shinji hizo oídos sordos al rumor y se zambulló cada vez a más profundidad para obtener las mayores capturas de la temporada. Nunca le habían inquietado las presencias desconocidas.

Ni siquiera estos recuerdos podían hacer mella en su buen humor: presumía de su buena salud, y el rugido de la tormenta en el exterior aumentaba su sensación de bienestar, como le sucedía a su hijo.

Cuando terminó de fregar los platos, abrió las anchas faldas de su kimono, se sentó con las piernas desnudas extendidas hacia delante y las examinó minuciosamente a la luz que penetraba por las crepitantes ventanas. No había una sola arruga en los muslos maduros, espléndidamente torneados y cuya piel casi reluciente tenía el color del ámbar.

«A juzgar por cómo me conservo, aún podría tener otros cuatro o cinco hijos», pensó, pero en seguida el arrepentimiento embargó su virtuoso corazón.

Se apresuró a cubrirse con la prenda de vestir e hizo una reverencia ante la tablilla funeraria de su marido en el altarcillo doméstico.

La lluvia había convertido en un torrente de montaña el sendero que el muchacho recorría para dirigirse al faro, y borraba las huellas de sus pisadas. El viento aullaba entre las copas de los árboles. Caminaba con dificultad, debido a las botas de agua, y, como no tenía paraguas, la lluvia surcaba su cabeza casi rapada y se deslizaba por debajo del cuello de la camisa; pero él seguía avanzando, haciendo frente a la tormenta. No desafiaba a los elementos. Pero al igual que experimentaba una serena felicidad cuando estaba en medio de la naturaleza, en aquellos momentos sus sentimientos armonizaban por completo con la furia desatada de la naturaleza.

Entre los troncos de los pinos atisbó el mar allá abajo, cuajado de cabrillas. De vez en cuando, las olas cubrían incluso las altas rocas en el extremo del promontorio.

Al rebasar la Cuesta de la Mujer, Shinji vio la residencia del farero, el edificio de una sola planta que parecía arrodillado bajo la tormenta, con todas las ventanas cerradas y las cortinas bien corridas. Subió los escalones de piedra que conducían al faro.

No parecía haber nadie en el interior de la caseta de vigilancia, que tenía el cerrojo echado. Al otro lado de la crujiente puerta, por cuyos cristales corrían riachuelos de lluvia, se veía el telescopio, inútilmente enfocado hacia las ventanas cerradas. Las corrientes de aire habían diseminado por la estancia los papeles que estaban sobre la mesa, en la que había una pipa y una gorra de reglamento de la Guardia Costera. De la pared pendía un calendario con una llamativa ilustración de un barco recién botado y un par de escuadras colgadas despreocupadamente de un clavo.

Shinji llegó a la torre de observación calado hasta los huesos. En un lugar tan solitario la furia de la tormenta era todavía mayor. Allí, casi en la cima de la isla, sin nada que se interpusiera entre el cielo y la tierra, la tormenta imponía todo su poder.

El edificio en ruinas, con los huecos que antes fueron ventanas abiertos en tres direcciones, no proporcionaba la menor protección contra el viento. Parecía más bien que la torre invitara a la tempestad a penetrar en sus habitaciones para deleitarse allí dentro. Las nubes cargadas de lluvia reducían el alcance del inmenso panorama del Pacífico que se abarcaba desde el primer piso, pero las violentas olas, que se rasgaban para mostrar sus blancos revestimientos a derecha e izquierda, al desaparecer en el anfiteatro de negras nubes contribuían a que la turbulenta extensión pareciera ilimitada.

El muchacho bajó por la escalera exterior y se asomó a la habitación de la planta baja donde estuvo en otra ocasión para recoger la leña de su madre. Daba la impresión de que la estancia había sido utilizada en su momento como almacén, y sus ventanas eran tan pequeñas que sólo una de ellas estaba rota. Shinji constató que la pieza ofrecía un refugio ideal. Al parecer, se habían llevado, uno tras otro, la montaña de fardos de ramas de pino que estuvieron allí almacenados y sólo quedaban cuatro o cinco en un rincón.

«Es como un calabozo», pensó Shinji, mientras reparaba en el olor a moho.

Apenas se había refugiado de la tormenta cuando experimentó una repentina sensación de humedad y frío. Le acometieron unos violentos estornudos. Se quitó el impermeable y se palpó los bolsillos de los pantalones, en busca de los fósforos que la vida marinera le había enseñado a llevar siempre encima.

Antes de que encontrara los fósforos, sus dedos tocaron la concha que por la mañana había recogido en la playa. La sacó del bolsillo, la alzó a la altura de los ojos y la miró al trasluz de una ventana. La concha rosada y lustrosa resplandecía, como si aún estuviera mojada por el agua del mar. Satisfecho, el muchacho volvió a guardarla.

Extrajo de un fardo roto seca hojarasca de pino, la amontonó en el suelo de cemento y, con mucha dificultad, consiguió encender uno de los fósforos húmedos. Por un momento la habitación se llenó de humo, hasta que por fin de la broza que ardía lenta y tristemente surgió una llama minúscula que empezó a oscilar.

El muchacho se quitó los pantalones empapados y los colgó cerca del fuego para que se secaran. Entonces se sentó ante la fogata y se rodeó las rodillas con los brazos. Ya no tenía nada que hacer salvo esperar.

Shinji aguardaba. Sin la menor inquietud, se entretenía introduciendo sus dedos en los agujeros del jersey negro, agrandándolos más.

Se abandonó a las sensaciones de su cuerpo, que poco a poco iba entrando en calor, y a la voz de la tormenta que rugía en el exterior; se dejó invadir por la euforia causada por su confianza y lealtad. Su incapacidad para imaginar la diversidad de factores que podrían impedir que la muchacha se presentara no le preocupaba en absoluto.

Y en ese estado de ánimo apoyó la cabeza en las rodillas y se quedó dormido.

Cuando Shinji abrió los ojos, las llamas de la fogata ardían con el mismo vigor de antes, como si sólo se hubiera amodorrado unos instantes. Pero una sombra extraña y confusa estaba en pie al otro lado del fuego, frente a él. El joven se preguntó si estaba soñando.

Quien estaba allí era una muchacha desnuda, con la cabeza inclinada y sosteniendo una camisa blanca para que se secara. De pie y con ambas manos, de las que pendía la camisa, extendidas hacia las llamas, revelaba todo el torso.

Tras cerciorarse de que no estaba soñando, a Shinji se le ocurrió que, con un poco de astucia, si fingía seguir dormido, podría contemplar a la chica con los ojos entornados. No obstante, el cuerpo femenino era demasiado hermoso para poder contemplarlo sin hacer ningún movimiento.

Cuando las buceadoras salen del agua, tienen la costumbre de secarse junto a una fogata. Eso sin duda explicaba que Hatsue no se lo hubiera pensado dos veces antes de hacer lo mismo en la torre. Cuando llegó al lugar de la cita, se encontró con el fuego y con el muchacho… profundamente dormido. Así pues, era evidente que, tras decidirse con la rapidez con que lo habría hecho una niña, se dispuso a secar tanto sus ropas como su cuerpo mojado mientras el muchacho dormía. En una palabra, la idea de que se estaba desvistiendo delante de un hombre no había pasado por su mente. Sencillamente, se desvestía ante una fogata porque era el único fuego disponible y porque estaba mojada.

Si Shinji hubiera tenido más experiencia con las mujeres, al contemplar a Hatsue desnuda, al otro lado del fuego, en las ruinas azotadas por la tormenta, habría comprendido de modo inequívoco que su cuerpo era el de una virgen. Su piel, que estaba lejos de ser pálida, era una piel acostumbrada al contacto constante con el mar y estaba tensa y lisa; y allí, en la amplitud de un pecho capacitado para las numerosas y largas inmersiones, dos senos pequeños y firmes se desviaban un poco uno del otro, como avergonzados, y erguían dos capullos de color rosado. Puesto que Shinji, temeroso de ser descubierto, apenas había abierto los ojos, la silueta de la muchacha seguía siendo un vago contorno y, visto a través de un fuego cuya luz ascendía hasta el techo de cemento armado, resultaba casi indistinguible de las llamas oscilantes.

Pero entonces el muchacho parpadeó, y por un instante la sombra de sus pestañas, magnificadas por la luz del fuego, se proyectó en sus mejillas.

Rápida como el pensamiento, la joven se cubrió los senos con la blanca camisa, que no estaba completamente seca.

—¡Cierra los ojos! —gritó.

De inmediato, el honesto muchacho cerró los ojos y los apretó con fuerza. Ahora que lo pensaba, desde luego había sido un error fingir que aún estaba dormido… Claro que, ¿tenía él la culpa de haberse despertado cuando lo hizo? Este razonamiento imparcial le infundió valor, y por segunda vez abrió sus ojos negros y hermosos.

La muchacha no sabía qué hacer, y ni siquiera había empezado a ponerse la camisa.

—¡Cierra los ojos! —gritó de nuevo, en un tono agudo, infantil.

Pero Shinji no volvió a fingir que cerraba los ojos. Desde niño se había acostumbrado a ver desnudas a las mujeres del pueblo pesquero, pero era la primera vez que veía desnuda a la mujer que amaba. Y, sin embargo, no comprendía que, por el mero hecho de que estuviese desnuda, se había alzado una barrera entre ellos que dificultaba las muestras de cortesía ordinarias, las confianzas naturales. Con la franqueza de la juventud, se puso en pie.

Entonces ambos se quedaron quietos, mirándose, separados por las llamas.

El muchacho se movió un poco a la derecha. Ella hizo lo mismo. Y allí estaba la fogata, alzándose para siempre entre ellos.

—¿Por qué huyes?

—¿Por qué va a ser? Porque tengo vergüenza.

Shinji no replicó: «¿Entonces por qué no te vistes?». Quería mirarla, aunque sólo fuese un poco más. Sintió que debía decir algo, y se descolgó con una pregunta infantil:

—¿Qué es lo que te haría perder la vergüenza?

Entonces la joven dio una respuesta ingenua de veras, aunque sorprendente.

—Si tú también te desvistes, se me pasará la vergüenza.

Shinji se sumió en la perplejidad, pero, tras un instante de vacilación, empezó a quitarse el jersey de cuello alto, sin decir una sola palabra. Inquieto por la posibilidad de que Hatsue huyera mientras él se desvestía, permaneció ojo avizor incluso durante el momento en que se deslizaba el jersey por la cara. Entonces sus ágiles manos arrojaron el jersey a un lado, y apareció la figura desnuda de un joven, mucho más apuesto que cuando estaba vestido, tan sólo cubierto con un sucinto taparrabos. Sus pensamientos se volvieron con tal ardor hacia la muchacha que estaba ante él que por un momento perdió totalmente el sentido del pudor.

—Ahora ya no sientes vergüenza, ¿verdad?

Lanzó la pregunta a Hatsue como si estuviera interrogando a una testigo.

Sin percatarse de la enormidad de lo que estaba diciendo, la muchacha le dio una explicación sorprendente.

—Sí…

—¿Por qué?

—Porque… aún no te lo has quitado todo.

Shinji recuperó entonces el sentido del pudor, y a la luz de la fogata su cuerpo adquirió una tonalidad carmesí. Empezó a hablar, pero una sensación de sofoco le hizo interrumpirse. Entonces, acercándose tanto al fuego que casi se le quemaron las yemas de los dedos, y mirando con fijeza la camisa de la muchacha, en la que oscilaban las sombras arrojadas por las llamas, por fin logró decirle:

—Si… si apartas eso… lo haré.

En los labios de Hatsue afloró una sonrisa espontánea, pero ni ella ni Shinji tenían la menor idea de cuál podría ser el significado de su sonrisa.

La camisa blanca que sujetaba la muchacha había cubierto a medias su cuerpo, desde los senos hasta los muslos. Entonces la arrojó hacia atrás.

Shinji la contempló, y acto seguido, allí de pie, como la escultura de algún héroe, sin desviar un solo momento los ojos de Hatsue, se desató el taparrabos.

En aquel preciso momento la tormenta se manifestó con furia al otro lado de las ventanas. Hasta entonces el viento y la lluvia se habían abatido alrededor de las ruinas con la misma fuerza, pero fue entonces cuando los jóvenes repararon en que había una tormenta, en que al pie de la torre, bajo las altas montañas, el Pacífico se agitaba con un frenesí perenne.

La muchacha retrocedió unos pasos… No había salida. Estaba de espaldas contra la tiznada pared de cemento armado.

—¡Hatsue! —gritó él.

—Salta por encima del fuego y ven aquí. ¡Vamos! Si saltas por encima del fuego y vienes…

Ella respiraba entrecortadamente, pero su voz era clara y firme. El joven, desnudo, no lo dudó un instante. Se puso de puntillas, saltó y su cuerpo, resplandeciente a la luz de las llamas, voló por encima de la fogata. Al cabo de un instante se hallaba ante la muchacha. Su pecho le tocó levemente los senos.

«Blandos y al mismo tiempo firmes…; ésta es la blandura y la firmeza que imaginé el otro día bajo aquel jersey rojo», pensó, lleno de agitación.

Se abrazaron. Ella fue la primera en dejarse caer lánguidamente al suelo, atrayendo al joven en su caída.

—Las agujas de pino… —dijo Hatsue—. Hacen daño.

Shinji extendió un brazo para coger la camisa blanca e intentó deslizarla bajo la muchacha.

Ella le detuvo y dejó de abrazarle. Alzó las rodillas, arrugó la camisa hasta convertirla en una bola, se la puso más abajo de la cintura y, como una niña que hubiera ahuecado las manos para atrapar un insecto en un arbusto, protegió tenazmente su cuerpo con la tela.

Las palabras que pronunció a continuación estaban cargadas de virtud:

—Es malo. ¡Es malo!… Es malo que una chica haga eso antes de casarse.

—¿Crees de veras que es tan malo? —le preguntó sin convicción el alicaído muchacho.

—Es malo. —Como ella tenía los ojos cerrados, podía hablar sin ningún titubeo, empleando un tono que parecía reprobatorio y conciliador al mismo tiempo—. Ahora es malo para mí, porque he decidido casarme contigo y estaría muy mal hacer esto antes de que seamos marido y mujer.

Shinji sentía un respeto aleatorio hacia las actitudes morales. Y como aún no había conocido íntimamente a una mujer, creyó haber llegado a lo más profundo del ser de Hatsue, donde radicaba su moralidad, y no insistió más.

Sus brazos todavía rodeaban a la joven. Cada uno notaba los latidos del corazón del otro. El anhelo de un largo beso torturaba al insatisfecho muchacho, pero en un momento determinado ese dolor se transformó en un extraño júbilo.

De vez en cuando el fuego moribundo crepitaba un poco. Oían ese sonido y los silbidos del viento al pasar ante las altas ventanas, todo ello mezclado con los latidos de sus corazones. A Shinji le parecía como si el conjunto formado por esa sensación incesante de embriaguez, el confuso retumbar de las olas en el exterior y los ruidos de la tormenta entre las copas de los árboles, siguiera el ritmo violento de la naturaleza. Y la sensación imperecedera de una felicidad pura y sagrada formaba parte de esa emoción.

Shinji se apartó de ella, y le habló en un tono viril y sereno.

—Hoy he encontrado en la playa una concha muy bonita y te la he traído.

—Oh, muchas gracias, déjame verla.

Shinji se levantó, se dirigió hacia donde estaba su ropa y empezó a vestirse. Al mismo tiempo, Hatsue se puso lentamente la camisa y luego el resto de sus ropas.

Una vez vestidos, el joven se acercó a la muchacha, que estaba sentada, y le ofreció la concha.

—¡Es preciosa! —exclamó ella, encantada, y contempló las llamas que se reflejaban en la suave superficie de la concha como en un espejo.

Entonces se la colocó en el pelo.

—Parece de coral, ¿verdad? A lo mejor podría hacerme un bonito adorno para el pelo.

Shinji se sentó en el suelo, a su lado.

Ahora que estaban vestidos, podían besarse a sus anchas.

Cuando emprendieron el regreso, la tormenta aún no había cesado, por lo que esta vez Shinji no se separó de ella más arriba del faro, no tomó un camino diferente para prevenir lo que pudieran pensar quienes vivían en él, sino que ambos siguieron el sendero algo más practicable que pasaba por detrás. Entonces, cogidos del brazo, bajaron la escalera de piedra que, partiendo del faro, pasaba ante la residencia del farero.

Chiyoko había vuelto a casa, y al día siguiente se moría de aburrimiento. Ni siquiera Shinji había ido a verla. Finalmente las chicas del pueblo fueron a la casa, donde tenía lugar una reunión de participantes en la clase de etiqueta social.

Había un rostro desconocido entre ellas, y Chiyoko comprendió que aquélla debía de ser la Hatsue de la que Yasuo le había hablado. Las rústicas facciones de Hatsue le parecieron incluso más bonitas de lo que decían los isleños. Era ésta una curiosa virtud de Chiyoko: aunque una mujer con el mínimo grado de confianza en sí misma nunca dejaría de señalar los defectos de otra mujer, en cierto modo Chiyoko era todavía más sincera que un hombre, pues siempre reconocía todos los rasgos bellos que poseía cualquier mujer, excepto sí misma.

Como no tenía nada mejor que hacer, Chiyoko se había puesto a estudiar la historia de la literatura inglesa. Como no conocía ninguna de sus obras, había memorizado los nombres de un grupo de poetas victorianas (Christina Georgina Rossetti, Adelaide Anne Procter, Jean Ingelow, Augusta Webster, Alice Meynell, entre otras), igual que si memorizase unas escrituras budistas. La memorización maquinal era la especialidad de Chiyoko. En su cuaderno de apuntes incluso dejaba constancia de las veces que los profesores estornudaban.

Su madre no se separaba de su lado, deseosa de adquirir nuevos conocimientos gracias a su hija. Fue Chiyoko quien primero expresó su voluntad de ir a la universidad, pero sólo el apoyo entusiasta de la madre consiguió vencer la renuencia paterna.

Una vida de continuos traslados de un faro a otro, de una isla remota a otra, había estimulado la sed de conocimiento de la madre, quien siempre imaginaba la vida de su hija como un ideal soñado. Ni una sola vez se percató de lo desdichada que, en el fondo, era su hija.

El día de la tormenta, madre e hija permanecieron en cama hasta bien entrada la mañana. La tormenta que se había estado fraguando desde la tarde anterior les hizo pasar casi toda la noche en vela; junto con el farero, asumía sus responsabilidades con la máxima seriedad. Así que la comida del mediodía sirvió también de desayuno, algo del todo insólito, y, tras quitar la mesa, los tres permanecieron tranquilamente en casa, aislados por la tormenta.

Chiyoko empezaba a sentir nostalgia de Tokyo. Echaba de menos la capital, donde, incluso en un día tormentoso como aquél, los automóviles iban y venían como siempre, los ascensores subían y bajaban y los tranvías se deslizaban con viveza por los rieles. Allí, en la ciudad, habían uniformado, por así decirlo, a casi toda la naturaleza, y los pequeños atisbos de poder natural que quedaba se consideraban un enemigo. Los habitantes de la isla, en cambio, habían establecido entusiasmados una alianza con la naturaleza, a la que prestaban todo su apoyo.

Hastiada del estudio, Chiyoko apoyó la cara en el cristal de una ventana y contempló la tormenta que le obligaba a permanecer encerrada en casa. Nada más monótono y aburrido que una tormenta. El fragor de las olas era tan persistente como la locuacidad de un borracho.

Por alguna razón, Chiyoko recordó el chismorreo acerca de una compañera de clase que había sido seducida por el hombre al que amaba. La chica se había enamorado del hombre por su dulzura y su refinamiento, y así se lo había dicho con franqueza. Después de esa noche, según el chismorreo, le quiso por su violencia y su obstinación, pero eso no se lo dijo jamás a nadie…

En aquel momento Chiyoko vio que Shinji bajaba la escalera azotada por la lluvia, con Hatsue apretada contra él.

Chiyoko estaba convencida de las ventajas de unas facciones tan feas como ella creía que lo eran las suyas: una vez que su rostro se endurecía en el molde, podía ocultar las emociones con mucha mayor destreza que un rostro hermoso. Sin embargo, lo que ella consideraba fealdad no era más que la máscara de yeso de una virginidad absorta en sí misma.

La joven se retiró de la ventana. Su madre, sentada junto al hogar practicado en el centro de la estancia, cosía, mientras el padre fumaba en silencio un cigarrillo Vida Nueva. En el exterior reinaba la tormenta; en la casa, la domesticidad. En ninguna parte había nadie dispuesto a prestar atención a la desdicha de Chiyoko.

Regresó a la mesa y abrió el libro de literatura inglesa. Las palabras carecían de significado, sólo había líneas de escritura que llenaban las páginas. Entre las líneas, apareció ante sus ojos una imagen de aves que revoloteaban unas a gran altura y otras cerca del suelo. Eran gaviotas.

«Cuando volvía a la isla —se dijo Chiyoko— e hice una apuesta sobre una gaviota que volara más alto que la torre de Toba… esto era lo que significaba ese signo…»