Capítulo 7

Llegó el día en que Hiroshi, el hermano de Shinji, tenía que ir de excursión con la escuela. Durante seis días recorrerían la zona de Osaka y Kyoto, y pasarían cinco noches fuera de casa. De este modo los jóvenes de Utajima, que hasta entonces nunca habían estado fuera de la isla, verían por primera vez el ancho mundo con sus propios ojos y realizarían un veloz aprendizaje. También los escolares de una generación anterior habían cruzado en barco a la isla principal y contemplado con los ojos como platos el primer ómnibus tirado por caballos que habían visto jamás y que les hacía gritar: «¡Mirad, mirad, un perrazo tirando de un retrete!».

Los niños de la isla adquirían sus primeras nociones del mundo exterior mediante las imágenes y textos de sus libros escolares más que por experiencia directa. Era muy difícil para ellos concebir, por la pura fuerza de la imaginación, cosas como los tranvías, los edificios altos, las películas, el metro. Pero una vez habían visto la realidad, una vez desaparecida la sorpresa de la novedad, percibían claramente lo inútil que había sido tratar de imaginar esas cosas, hasta el punto de que, al final de una larga vida en la isla, ya no recordarían la existencia de los tranvías que iban y venían estrepitosamente por las calles de la ciudad.

Antes de cada excursión, en el santuario de Yashiro hacían un buen negocio con la venta de talismanes. En su vida cotidiana, las mujeres de la isla se exponían con toda naturalidad a los peligros y la muerte que acechan en el mar, pero cuando se trataba de excursiones a las ciudades gigantescas que ellas ni siquiera habían visto, las madres tenían la sensación de que sus hijos emprendían grandes aventuras que desafiaban a la muerte.

La madre de Hiroshi le había comprado dos huevos, un manjar caro en la isla, y le había preparado un almuerzo a base de huevos fritos excesivamente salados. Y en el fondo de la talega, donde el chico tardaría en encontrarlo, había metido fruta y caramelos.

Únicamente el día en que los escolares partían de viaje, el transbordador de la isla, el Kamikaze-maru, zarpaba de la isla a la una de la tarde, una hora muy distinta de la habitual. Tiempo atrás el testarudo veterano que capitaneaba aquel lanchón trepidante de algo menos de veinte toneladas se había negado a zarpar a una hora distinta de la oficialmente establecida, cuyo incumplimiento consideraba una abominación. Pero entonces llegó el año en que su propio hijo fue de excursión, y el hombre comprendió por fin a qué se referían las autoridades escolares cuando decían que los niños despilfarrarían su dinero si el barco llegaba a Toba mucho antes de que partiera el tren, y aceptó a regañadientes el horario que le indicaban.

La cabina del pasaje y la cubierta del Kamikaze-maru estaban llenas a rebosar de escolares, talegas y cantimploras colgadas del pecho. A los maestros que acompañaban a los muchachos les aterraba el enjambre de madres reunidas en el espigón. En Utajima, la posición de un maestro dependía del talante de las madres. Fueron ellas quienes cierta vez tacharon de comunista a uno de ellos y le obligaron a marcharse de la isla, mientras que otro, popular entre las madres, incluso dejó embarazada a una de las maestras, y aun así promovieron su ascenso y llegó a ocupar el cargo de subdirector.

Comenzaba la tarde de un auténtico día primaveral, y, mientras el barco zarpaba, cada madre pronunciaba a gritos el nombre de su hijo. Los muchachos, con el barboquejo de su gorra estudiantil bajo el mentón, aguardaron hasta que estuvieron seguros de que ya no podían verles desde la orilla y entonces se pusieron a gritar, alegres y divertidos:

—¡Adiós, estúpida!… ¡Hurra! ¡Al diablo contigo, vieja oca!

El barco, atestado de jóvenes con negros uniformes estudiantiles, emitió hacia la costa los reflejos de la luz que incidía en las insignias metálicas de las gorras y los botones bruñidos, hasta que se internó mar adentro…

Cuando la madre de Hiroshi estuvo de regreso, sentada en las esteras de paja de su casa, sumida en la penumbra y en un profundo silencio incluso a plena luz del día, se echó a llorar, pensando en el día en que finalmente sus dos hijos la dejarían para siempre y se harían a la mar.

Después de que el Kamikaze-maru hubiera atracado en el muelle de Toba, frente a la «Isla de las Perlas» de Mikimoto, y se hubiese quedado vacío de escolares, en el barco, que había recobrado su aspecto descuidado y rústico, la tripulación lo preparaba para la travesía de regreso a Utajima. Encima de la vieja chimenea había un cubo, y los reflejos del agua ondulaban en la parte inferior de la proa y sobre las grandes nasas que pendían del borde del muelle. Un almacén gris se alzaba al otro lado de la extensión acuática, con el ideograma de la palabra «hielo» pintado de blanco en la pared.

Chiyoko, la hija del farero, estaba en el extremo del muelle, con un maletín en la mano. La muchacha, que regresaba a la isla tras una larga ausencia, era insociable, y le desagradaba que los isleños le saludaran y se dirigieran a ella.

Chiyoko no se maquillaba jamás, y el sencillo traje marrón oscuro que llevaba confería a su rostro un aspecto todavía menos llamativo. Sus facciones, carentes de frescura, formaban un conjunto alegre y despreocupado que podría gustar a algunos hombres, pero su expresión era siempre de tristeza y, con una terquedad constante, insistía en considerarse falta de atractivo. Ése había sido hasta entonces el resultado más visible de los «refinamientos» que estaba aprendiendo en la Universidad de Tokyo. Sin embargo, era probable que su reflexión acerca de lo poco seductor que era su rostro vulgar fuese tan presuntuosa como si estuviera convencida de que era toda una belleza.

El padre de Chiyoko, aquel hombre bonachón, también había contribuido sin saberlo a esa triste convicción de su hija. Ésta siempre se quejaba con tal franqueza de que había heredado de él su fealdad que, incluso cuando estaba en la habitación contigua, el farero, que no tenía pelos en la lengua, decía con malhumor a sus invitados:

—Bueno, no hay ninguna duda de que esta hija mía que ya se ha hecho adulta es fea. Eso me entristece de veras. Yo mismo soy tan feo que es de suponer que tengo la culpa. Claro que en realidad debe de ser cosa del destino.

Alguien le dio a Chiyoko una palmada en el hombro y ella se volvió. Era Yasuo Yamamoto, el presidente de la Asociación de Jóvenes. El muchacho se reía y su chaqueta de cuero brillaba bajo el sol.

—¡Hola! Bienvenida a casa. Las vacaciones de primavera, ¿verdad?

—Sí. Los exámenes terminaron ayer.

—¿De modo que has vuelto para tomar otro trago de leche materna?

El día anterior, el padre de Yasuo le había enviado a Tsu para que visitara a las autoridades de la prefectura a fin de resolver unos asuntos de la cooperativa. Pernoctó en un hostal de Toba regentado por unos parientes y ahora se disponía a embarcar para regresar a Utajima. Se enorgullecía de demostrar a aquella muchacha que estudiaba en una Universidad de Tokyo lo bien que sabía hablar, sin ningún rastro del dialecto isleño.

Chiyoko percibió el regocijo masculino de aquel joven de su edad, cuya actitud desenvuelta parecía decir: «No hay duda de que le gusto a esta chica». Esta sensación aumentó su mal humor.

«¡Otra vez lo mismo!», se dijo. Influida tanto por su carácter como por las películas que había visto y las novelas que había leído en Tokyo, siempre deseaba que, aunque fuese una sola vez, un hombre la mirase y sus ojos dijeran «te quiero» en lugar de «me quieres». Pero había llegado a la conclusión de que jamás tendría esa experiencia en toda su vida.

Una voz fuerte y áspera gritó desde el Kamikaze-maru:

—¡Eh! ¿Dónde diablos está esa carga de edredones? ¡Que alguien los encuentre!

En seguida llegó un hombre cargado con un gran fardo de edredones estampados con arabescos. Habían permanecido abandonados en el muelle, medio escondidos en las sombras del almacén.

—El barco está a punto de zarpar —dijo Yasuo.

Yasuo tomó la mano de Chiyoko para ayudarla y saltaron desde el muelle hasta la cubierta. La muchacha pensó en lo distinta que era aquella férrea mano de las manos masculinas en Tokyo, pero en su imaginación era la mano de Shinji la que notaba en la suya, una mano que no había estrechado ni una sola vez.

Se asomaron a la escotilla que daba acceso a la lóbrega cabina del pasaje, más oscura todavía para sus ojos acostumbrados a la luz del día, y apenas pudieron distinguir, por las toallas blancas que llevaban atadas alrededor del cuello o el reflejo fugaz de unas gafas, las siluetas de las personas recostadas en las esteras de paja.

—En cubierta se está mejor. Aunque haga un poco de frío, es preferible.

A fin de protegerse del viento, Yasuo y Chiyoko se sentaron detrás de la caseta del puente, apoyados en un rollo de cuerda.

El joven e irritable ayudante del capitán se les acercó.

—¡Eh! ¿Queréis levantar el culo de ahí un momento?

Dicho esto, retiró una plancha sobre la que se habían sentado y que se usaba para cerrar la escotilla de la cabina del pasaje.

En la caseta del puente, donde la pintura sucia y descascarillada revelaba a medias las fibras de la madera que estaba debajo, el capitán hizo sonar la campana de a bordo… El Kamikaze-maru había zarpado.

Abandonándose al estremecimiento que les comunicaba el viejo motor, Yasuo y Chiyoko contemplaron el puerto de Toba, que iba quedando atrás. Yasuo ardía en deseos de darle a entender que la noche anterior había estado en un burdel, pero decidió no hacerlo. Si fuese de un pueblo agricultor o pesquero normal y corriente, podría jactarse de su experiencia con las mujeres, pero en la gazmoña Utajima tenía que mantener la boca bien cerrada. A pesar de lo joven que era, ya había aprendido a ser hipócrita.

Chiyoko trataba de adivinar el instante en que una gaviota ascendería incluso por encima de la torre de acero del funicular aéreo que subía a la montaña detrás de la estación de Toba. Aquella muchacha, que, debido a su timidez, no había vivido aventuras de ninguna clase en Tokyo, confiaba en que, cuando regresara a la isla, le ocurriera algo extraordinario, algo que cambiara por completo su mundo.

Cuando el barco estuviera bastante alejado del puerto de Toba, daría la impresión de que incluso las gaviotas que volaban más bajo se alzaban a más altura que la torre de acero, cada vez más lejana. Pero sus ojos percibían aún la altura real de la torre. Chiyoko observaba atentamente el segundero de su reloj con correa de cuero rojo. «Si una gaviota vuela más alto que la torre en los próximos treinta segundos, eso significará que me espera algo maravilloso», se dijo.

Transcurrieron cinco segundos… Una gaviota que había volado bajo, junto al barco, de repente remontó el vuelo ¡y se alzó por encima de la torre!

Temerosa de que el muchacho que estaba a su lado reparase en su sonrisa, Chiyoko rompió su largo silencio:

—¿Hay alguna noticia de la isla?

El barco se deslizaba dejando la isla de Sakate a babor. El cigarrillo de Yasuo se había consumido tanto que le quemaba los labios. Aplastó la colilla en la cubierta.

—Nada en particular —respondió—. Ah, sí, el generador estuvo averiado hasta hace diez días y en todo el pueblo hubo que usar faroles. Pero ya está arreglado.

—Sí, mi madre me lo contó en una carta.

—¿Ah, sí? Bueno, en cuanto a más noticias…

Yasuo entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor del agua, que reflejaba la luz del sol primaveral. El cúter guardacostas Hiyodori-maru pasó por su lado a diez metros de distancia, en dirección a Toba.

—… ah, me olvidaba. El tío Teru Miyata ha traído a su hija de regreso a casa. Se llama Hatsue, y es una auténtica belleza.

—¿Y qué?

El rostro de Chiyoko se había ensombrecido al oír la palabra «belleza». La mera palabra parecía contener una crítica de su propio aspecto físico.

—La verdad es que el tío Teru me tiene en gran estima, y mi hermano mayor puede seguir al frente de nuestra familia, así que todo el mundo en el pueblo asegura que seré elegido como marido de Hatsue y adoptado por su familia.

Pronto la isla de Suga apareció a la vista, a estribor del Kamikaze-maru, dejando la de Toshi a babor. Por muy sereno que estuviese el tiempo, cuando un barco dejaba atrás la protección de esas dos islas las altas olas siempre hacían crujir su maderamen. A partir de aquel punto vieron muchos cormoranes que flotaban en los senos de las olas y, a cierta distancia mar adentro, las numerosas rocas de los bajíos de Oki, recordatorio de la única humillación sufrida por Utajima. Los derechos de pesca en aquellos bajíos, donde antiguas rivalidades hicieron verter la sangre de los jóvenes de Utajima, habían sido devueltos a la isla de Toshi.

Chiyoko y Yasuo se levantaron y, mirando por encima de la baja caseta del puente, aguardaron para contemplar la silueta de una isla que pronto aparecería en el mar ante ellos…

Como siempre, Utajima se alzó por encima de la línea del mar con la forma de un casco amorfo, misterioso.

El barco se ladeó, y el pétreo casco pareció ladearse con él.