Capítulo 6

Al día siguiente, cuando regresó tras finalizar la jornada de pesca, Shinji se dirigió al faro con dos escorpinas, cada una de doce o quince centímetros de longitud, sujetas por las agallas con una cuerda de paja. Ya había subido a la parte posterior del santuario de Yashiro cuando recordó que aún no había ofrecido una plegaria de agradecimiento al dios por haberle favorecido tan pronto. Se encaminó a la fachada del santuario y rezó devotamente.

Finalizada la plegaria, Shinji contempló la bahía de Ise, cuyas aguas relucían ya a la luz de la luna, y aspiró hondo. Unas nubes suspendidas sobre el horizonte parecían dioses antiguos.

El muchacho experimentaba una sensación de total armonía con la abundancia de la naturaleza que le rodeaba. Inhaló profundamente, y fue como si una parte de ese algo invisible que conforma la naturaleza hubiera penetrado hasta el centro de su ser. Oyó el rumor del oleaje que rompía en la orilla, y fue como si su sangre joven se agitara al ritmo de las grandes olas marinas. El hecho de que Shinji no experimentara ningún tipo de carencias musicales en su vida cotidiana se debía sin duda a que el mar satisfacía su necesidad.

Shinji alzó las escorpinas a la altura de sus ojos, contempló sus feas caras espinosas y les sacó la lengua. Los peces estaban todavía vivos, pero no hicieron el menor movimiento. Shinji le tocó la cabeza a uno de ellos y observó cómo se agitaba en el aire.

El muchacho iba avanzando despacio, pues no quería que el feliz encuentro se produjera demasiado pronto.

Tanto el farero como su mujer se habían mostrado muy afectuosos con Hatsue, la recién llegada. Cuando la muchacha llevaba tanto rato silenciosa que llegaban a pensar que, finalmente, tal vez no era tan atractiva, de repente rompía a reír de aquella manera encantadora, infantil; y aunque en ocasiones parecía estar en las nubes, por otro lado era muy considerada. Por ejemplo, al final de una clase de etiqueta, de inmediato Hatsue se ponía a recoger las tazas del té, un acto solícito que jamás se les habría ocurrido a las otras chicas, y, ya metida en faena, fregaba los demás platos sucios que hubiera en la cocina.

El matrimonio al cuidado del faro tenía una sola hija, que estudiaba en la Universidad de Tokyo. Sólo volvía a casa durante las vacaciones, y, en su ausencia, consideraban a las muchachas del pueblo que visitaban tan a menudo la casa como sus propias hijas. Mostraban un profundo interés por el futuro de las chicas, y cuando la buena suerte sonreía a una de ellas se ponían tan contentos como si la joven fuese su propia hija.

El farero llevaba treinta años en su puesto de trabajo, y los niños del pueblo le temían debido a su aspecto severo y el vozarrón con que tronaba contra los diablillos que entraban a hurtadillas en el faro para explorarlo, pero en el fondo era un hombre bueno y amable. En su soledad había perdido toda sospecha de que los hombres pudieran albergar viles motivos. En un faro no puede existir mayor placer que el de recibir visitas. Sin duda nadie recorrería una gran distancia para visitar un faro aislado en cuyo interior anidase la mala voluntad, o por lo menos tales sentimientos desaparecerían al encontrarse con la hospitalidad sin reservas que con toda certeza recibiría. A decir verdad, sucedía exactamente lo que el farero solía decir: «Las malas intenciones no pueden viajar tan lejos como las buenas».

La señora de la casa era de verdad una buena persona y también una gran lectora. No sólo había sido en el pasado maestra en una escuela femenina rural, sino que los muchos años de su vida transcurridos en diversos faros habían estimulado todavía más su amor por la lectura, hasta tal punto que ahora poseía un conocimiento sobre casi todo rayando en lo enciclopédico. Igual que sabía que la Ópera de La Scala estaba en Milán, también sabía que determinada actriz cinematográfica de Tokyo se había torcido un tobillo, así como el lugar donde había sucedido el percance. Discutía con su marido hasta tenerlo acorralado, y entonces, como para compensarle, concentraba toda su atención en zurcirle los calcetines o prepararle la cena. Cuando tenían visitantes, la mujer charlaba por los codos. Los lugareños escuchaban embelesados a la elocuente señora de la casa, e incluso algunos la comparaban desfavorablemente con sus taciturnas esposas y sentían una simpatía un tanto impertinente hacia el farero. Pero éste albergaba un gran respeto por los conocimientos de su mujer.

La vivienda destinada al farero era una casa de una sola planta y tres habitaciones. La mantenían tan limpia y ordenada como el mismo faro. De una pared colgaba un calendario de una compañía naviera, y las cenizas del hogar, un pequeño foso en el suelo de la sala, estaban siempre pulcramente amontonadas alrededor de los carbones. Pese a la ausencia de la hija, el escritorio de ésta permanecía en un rincón de la sala; en su superficie pulimentada se reflejaba el vidrio azul de un portaplumas vacío, y en ella descansaba, a modo de decoración, junto a una muñeca francesa. El baño, un recipiente cuadrado y hondo, se encontraba detrás de la casa. Calentaban el agua con los restos del aceite utilizado para lubricar la lámpara del faro. En contraste con las condiciones que reinaban en las humildes casas de los pescadores, allí incluso el estampado añil de la toalla de manos recién lavada que colgaba de la puerta del lavabo, junto a la pila, aparecía siempre limpio y lustroso.

El farero se pasaba gran parte del día al lado del hogar hundido en el suelo, fumando baratos cigarrillos Vida Nueva. Los cortaba en trozos pequeños que insertaba en una pipa tradicional, con el tubo de bambú largo y delgado y una minúscula cazoleta de latón. Durante el día, el faro quedaba sumido en un profundo silencio, y en la caseta de vigilancia sólo permanecía uno de los jóvenes auxiliares que informaba sobre los movimientos de los barcos.

Aquel día, hacia el anochecer, y a pesar de que no estaba prevista una clase de etiqueta, Hatsue se presentó en la vivienda del farero, trayendo como regalo unas holoturias envueltas en papel de periódico. Bajo la falda de sarga azul llevaba medias de color beis y, encima de ellas, unos calcetines rojos. También vestía su habitual jersey escarlata.

Apenas había entrado Hatsue en la casa cuando la señora se puso a darle consejos, sin andarse con rodeos:

—Mira, Hatsue-san, con una falda azul deberías ponerte medias negras. Sé que tienes, porque el otro día las llevabas.

—Bueno…

Hatsue, un poco ruborizada, se sentó al lado del hogar.

Durante las clases de etiqueta y tareas domésticas, las muchachas escuchaban con bastante atención a la señora, que empleaba con ellas un tono didáctico, pero ahora, sentada con Hatsue junto al hogar, se puso a hablarle con la mayor naturalidad. Dada la juventud de la visitante, primero le habló del amor en términos generales, pero terminó haciéndole preguntas como: «¿No conoces a algún chico que te guste mucho?». En ocasiones, cuando el farero veía que la muchacha estaba desconcertada, también él le hacía alguna pregunta con ánimo bromista.

Empezó a hacerse tarde, y varias veces preguntaron a Hatsue si no tenía que volver a casa para cenar y si su padre no estaría esperándola. Finalmente fue Hatsue quien se ofreció a ayudar en la cocina.

Hasta aquel momento Hatsue se había limitado a permanecer allí sentada, ruborizada y contemplando el suelo, sin tocar los refrescos que le habían servido. Pero, una vez en la cocina, se animó en seguida. Entonces, mientras cortaba a rodajas las holoturias, se puso a entonar la tradicional canción de Ise con la que en la isla se acompañaba a la danza del O-Bon, en el Festival de Todas las Almas. Su tía se la había enseñado el día anterior:

Altos cofres, largos cofres, cofres de viaje,

como tu dote es tan grande, hija mía,

no debes pensar nunca en volver.

Pero me pides demasiado, madre:

cuando el este está nublado, dicen que soplará el viento;

cuando el oeste está nublado, dicen que lloverá;

y cuando un viento bueno deja de serlo, ¡no hay duda!,

hasta el barco más grande regresa a puerto.

—¿Ya te has aprendido esa canción, Hatsue-san? —le dijo la señora—. Hace ya tres años que vivimos aquí y todavía no me la sé entera.

—Bueno, es casi igual que la canción que cantábamos en Oizaki —respondió Hatsue.

En aquel momento se oyó un sonido de pisadas en el exterior, y alguien habló desde la oscuridad.

—Buenas noches.

—Ah, ése debe de ser Shinji-san —dijo la señora, y se asomó al exterior desde la puerta de la cocina; entonces añadió—: ¡Bueno, bueno! Más pescado delicioso. Muchas gracias… Padre, Kubo-san nos ha traído más pescado.

—Muy agradecido —replicó el farero, sentado junto al hogar en el centro de la sala—. Pasa, Shinji, muchacho, pasa.

Durante aquellos momentos de bienvenida y agradecimiento, Shinji y Hatsue intercambiaron miradas. El muchacho sonrió, y ella también, pero de improviso la señora se dio la vuelta y ambos dejaron de sonreír.

—Ah, veo que ya os conocéis, ¿no es cierto? Claro, este pueblo es pequeño, pero tanto mejor, de modo que entra, Shinji-san… Por cierto, hemos recibido carta de Chiyoko, desde Tokyo. Ha preguntado en particular por Shinji-san. Me parece que no hay duda de quién es la persona que le gusta a Chiyoko, ¿verdad? Volverá pronto a casa, para pasar las vacaciones de primavera, así que no dejes de venir a verla.

Shinji había estado a punto de entrar en la casa y quedarse un momento, pero estas palabras tuvieron el mismo efecto que si le hubiesen tirado con violencia de la nariz. Hatsue se volvió de nuevo hacia el fregadero y no volvió a mirar a su alrededor. El muchacho retrocedió hacia la oscuridad. El farero y su esposa le llamaron varias veces, pero él no regresó. Saludó desde cierta distancia con una inclinación del tronco y se apresuró a marcharse.

—Este Shinji-san… qué vergonzoso es, ¿verdad, padre? —dijo la mujer, riendo.

El sonido solitario de su risa resonó en la casa. El farero y Hatsue ni siquiera sonrieron.

Shinji esperó a Hatsue en el lugar donde el camino se curvaba rodeando la Cuesta de la Mujer.

En aquel momento la oscuridad en torno al faro cedió el paso a la última y débil luz que quedaba de la puesta de sol. Aun cuando las sombras de los pinos se habían vuelto doblemente oscuras, el mar, allá abajo, estaba iluminado por un último resplandor crepuscular. Durante todo el día habían soplado los primeros vientos primaverales procedentes del mar, en dirección este, e incluso ahora que oscurecía el viento que entraba en contacto con la piel no era frío.

Cuando Shinji rodeó la Cuesta de la Mujer, aquel ligero viento acabó también por desaparecer, y en la oscuridad sólo quedaron los serenos haces de luz que se filtraban entre las nubes.

El muchacho miró abajo y vio el pequeño promontorio que se internaba en el mar para formar el extremo del puerto de Utajima. De vez en cuando la punta del promontorio sacudía jactanciosamente sus hombros rocosos y rompía por la mitad las olas espumantes. Los alrededores del promontorio brillaban especialmente y en su cima se alzaba un pino rojo, con el tronco bañado por el resplandor crepuscular, perfectamente distinguible por la aguda vista del muchacho. De improviso el último rayo de luz abandonó el tronco. En lo alto, las nubes se volvieron negras y las estrellas empezaron a brillar por encima del monte Higashi.

Shinji aplicó el oído a un afloramiento rocoso y oyó el sonido de unas pisadas breves y rápidas que se aproximaban por el camino con pavimento de losas que partía de los escalones de piedra en la entrada de la residencia del farero. Se proponía ocultarse allí y gastarle a Hatsue una broma, asustándola cuando pasara por su lado. Pero a medida que los pasos se aproximaban, le abandonó el atrevimiento de asustarla. Entonces le hizo saber dónde estaba silbando un fragmento de la canción de Ise que ella había entonado antes:

Cuando el este está nublado, dicen que soplará el viento;

cuando el oeste está nublado, dicen que lloverá; y hasta el barco más grande…

Hatsue rodeó la Cuesta de la Mujer, pero sus pasos no se detuvieron. Siguió caminando como si no tuviera idea de que Shinji estaba allí.

—¡Eh! ¡Eh!

Pero la muchacha continuó su avance sin volver la cabeza, y Shinji no tuvo más remedio que echar a andar en silencio tras ella.

Cuando entraron en el pinar, el camino se volvió empinado y oscuro. Hatsue se alumbraba con una pequeña linterna. Sus pasos se hicieron más lentos, y antes de que ella se diera cuenta Shinji había tomado la delantera.

De repente la joven lanzó un breve grito. El haz luminoso de la linterna se alzó como un pájaro sobresaltado desde la base de los pinos hasta las copas.

El muchacho giró sobre sus talones. Rodeó a Hatsue, que yacía de bruces en el suelo, y la incorporó.

Mientras ayudaba a Hatsue, recordó avergonzado que poco antes la había esperado, había señalado su presencia silbando y la había seguido: aunque las circunstancias habían determinado sus acciones, la mala conciencia no dejaba de acosarle. Evitando por completo repetir la caricia del día anterior, sacudió la suciedad de las ropas de Hatsue con la solicitud con que lo haría un hermano mayor. En aquel lugar la arena seca predominaba en el suelo y la suciedad se desprendió fácilmente. Por suerte, la joven no presentaba señales de lesión alguna.

Hatsue permaneció inmóvil, como una niña, apoyando la mano en el fuerte hombro de Shinji mientras éste le sacudía la ropa. Entonces miró a su alrededor en busca de la linterna, que se le había caído. Estaba en el suelo, a su espalda, todavía arrojando su débil haz luminoso en forma de abanico que revelaba un suelo cubierto de pinaza. El denso crepúsculo de la isla se abatía sobre aquella única zona de débil luz.

—¡Mira dónde ha aterrizado! —dijo la chica en un tono alegre y risueño—. He debido de tirarla hacia atrás al caer.

—¿Por qué te has enfadado así? —inquirió Shinji, mirándola a la cara.

—Por todo eso que dicen acerca de ti y Chiyoko-san.

—¡Estúpida!

—¿Entonces no hay nada entre vosotros?

—Nada de nada.

Echaron a andar uno al lado del otro, Shinji con la linterna en la mano y guiando a Hatsue por el difícil sendero como si fuese el piloto de un barco. No tenían nada en particular que decirse, por lo que Shinji, de costumbre silencioso, se puso a hablar atropelladamente para llenar el silencio.

—Algún día, con el dinero que haya ahorrado, compraré un carguero de cabotaje y me dedicaré al negocio naviero con mi hermano, transportando madera desde Kishu y carbón desde Kyushu… Entonces mi madre podrá llevar una vida cómoda, y cuando sea viejo volveré a la isla y también me tomaré las cosas con calma… Vaya donde vaya, nunca olvidaré nuestra isla… Tiene el paisaje más bonito de todo Japón —todos los habitantes de Utajima estaban convencidos de ello—, y haré cuanto esté en mi mano para contribuir a que la vida en nuestra isla sea la más apacible del mundo… la más feliz… porque, si no lo hacemos así, todo el mundo empezará a olvidar la isla y perderá el deseo de volver. Aunque cambien mucho los tiempos, las cosas muy malas, las costumbres muy malas siempre desaparecerán antes de llegar a nuestra isla… El mar sólo trae las cosas buenas y convenientes que la isla necesita… y mantiene las cosas buenas y convenientes que ya existen aquí… Por eso no hay un solo ladrón en toda la isla, sólo hay gente valiente y fuerte, gente que siempre tendrá la voluntad necesaria para trabajar como es debido y aguantar lo que venga, gente cuyo amor nunca es hipócrita, gente que desconoce la mezquindad…

Naturalmente, el muchacho no se expresaba con tanta propiedad, y su manera de hablar era confusa e inconexa, pero esto es más o menos lo que le dijo a Hatsue en aquel momento de excepcional elocuencia.

Ella no le interrumpió y escuchó todo lo que él decía haciendo gestos de asentimiento. Ni una sola vez pareció aburrida, y su rostro expresaba una verdadera comprensión y una confianza que llenaron a Shinji de alegría.

El muchacho no quería que ella le considerase frívolo, y al finalizar su serio discurso omitió adrede aquella última esperanza importante que incluyera en su plegaria al dios del mar unos días antes.

No había nada que esconder, y el sendero seguía ocultándolos en las densas sombras de los árboles, pero esta vez Shinji ni siquiera tomó la mano de Hatsue, y mucho menos pasó por su mente la idea de volver a besarla. Lo que había sucedido el día anterior en la oscura playa… no les parecía que eso hubiera sido un acto de su propia voluntad. Había sido un acontecimiento inaudito, causado por alguna fuerza ajena a ellos. Era un misterio que hubiera sucedido una cosa así. Esta vez apenas lograron convenir una cita en la torre de observación la tarde del próximo día en que los pesqueros no pudieran zarpar.

Cuando salieron de la parte posterior del santuario de Yashiro, Hatsue emitió un leve grito de admiración y detuvo su marcha. Shinji se detuvo también.

El pueblo aparecía iluminado de repente con luces brillantes. Era exactamente como la inauguración de un espectacular festival insonoro: en cada ventana había una luz brillante e indomable, una luz sin el menor parecido a la de las humeantes lámparas de petróleo. Era como si el pueblo hubiese recobrado la vida y emergido de la negra noche… El generador eléctrico, averiado durante tanto tiempo, había sido reparado.

En los aledaños del pueblo tomaron distintas direcciones, y Hatsue bajó sola los escalones de piedra y entró en el pueblo, iluminado de nuevo, tras un largo periodo, por la luz de las farolas.